26 agosto 2019

Del hule a la gutapercha (2)

(Continuación)

Y “hule” era justamente la palabra que usaba la abuela para referirse a todo aquello elástico, capaz de deformarse con el calor, particularmente lo que había sido fabricado con caucho. Más tarde, yo habría de aprender que hule era una voz tomada del náhuatl que servía para designar al mismo árbol originario de América Meridional, donde lo conocemos con el nombre de caucho. De hecho, caucho es también una palabra de origen taíno (cauchu) que significaría “lágrimas del árbol” en quichua.

El caucho crece en las selvas tropicales; y su tronco, cuando es sometido a cortes diagonales en su corteza, emana una substancia lechosa conocida como látex, la misma que cuando seca se convierte en una materia maleable y pringosa que es el caucho propiamente dicho. El caucho es un polímero elástico repelente al agua y resistente a la electricidad. Esta substancia es, por lo mismo, un gran aislante.

A mí debe haberme causado una sensación un tanto “lampreada” (agridulce), algo intermedio entre la risa y la sorpresa, la primera vez que escuché en mi casa la palabra hule. Y es que esta se usaba con relativa frecuencia en mis tiempos de escuela, pero para expresar algo totalmente distinto; aunque... ahora que recuerdo, y ya bien pensado, puede que significara lo mismo. Había una forma de burla, o -mejor- un sutil insulto, que era muy popular entre mis compañeros por esos primeros años de colegio. Se trataba de la frase “ah, huevas de hule”, para referirse a alguien un tanto flojo o no muy despierto.

Existen otros polímeros como la fibra de vidrio, o también la gutapercha, la misma que es obtenida de otro árbol de origen malayo y cuyo producto se utilizó hace más de cien años para fabricar las primeras pelotas de golf. Una cierta noche, cuando todavía cursaba los últimos años de primaria, tuve la agradable e impensada oportunidad de asistir a un festival de música internacional que se había organizado, a manera de feria estudiantil, en el colegio Americano. Creo que esa noche fue la primera vez que escuché aquel término que parecía ser parte de un trabalenguas que a todos dejaba confundido.

Allí, en aquella ocasión, se presentaba un cantante conocido por el nombre artístico de Eduardo Samson, su voz carecía del timbre que pudo haber caracterizado al personaje bíblico (aquél cuyos largos cabellos fueron trasquilados durante la noche por la no muy leal Dalila); fue esa, la primera vez que escuché una tonada de carácter alegre que mencionaba un raro estribillo compuesto tal vez en alguna lengua del Caribe, probablemente papiamento o algún otro dialecto antillano. La canción repetía algo así como: “Hey, gutapercha, oca de libú; masá, masá, masá, oca de libú”. He buscado en estos días la zumbante cancioncita en foros y enciclopedias, pero al parecer nadie jamás la ha escuchado ni conocido...

Y fue caucho también, o si se prefiere hule, lo que a un curioso mecánico que había existido por ahí, y que andaba con ínfulas de inventor; un tipo conocido hacia el sur del Río Grande como Carlitos Buenaño, se le había ocurrido mezclar con azufre, y que por pura coincidencia, carambola o “relancina” (creo que en la escuela, le llamábamos chiripa) había descubierto cómo fabricar neumáticos. Carlitos presentó al mundo su formidable invento y se convirtió, de la noche a la mañana, en flamante millonario. Su negocio, empezó, desde ese día a “andar como sobre ruedas”. Se llamaba Charles Goodyear... ¿Les suena familiar?

Cuando hablamos del caucho, es inevitable hablar de resinas compuestas o “composites”, éstas no son sino substancias sintéticas, constituidas por partículas diferentes que, al ser amalgamadas, producen un resultado aún más resistente y elástico que sus respectivos componentes. Hoy los “composites” son muy usados en la aeronáutica moderna; un ejemplo clásico de estos materiales compuestos (de hecho el más antiguo) es el adobe, mezcla de arcilla y paja; o también el bahareque, resultado de combinar arcilla con carrizo. En estos composites, un elemento aporta el factor de cohesión y otro el de refuerzo. Es increíble como, utilizando un producto más liviano, se puede conseguir un material más resistente.

En cuanto al origen de la planta (para muchos es, más bien, un árbol), parece que sería originaria, no de América del Sur, sino de la parte meridional de México y de algunas partes de Centroamérica. Mi búsqueda me ha llevado a indagar acerca de otro árbol (que bien pudiera ser el mismo) conocido con un nombre no muy familiar: Castilla elástica (similar a la harina de Castilla) y este debería su designación a quien lo habría estudiado, que había sido un farmacéutico y botánico español que habría vivido en México en la segunda mitad del Siglo XVIII; se llamaba Juan Diego del Castillo. La Castilla elástica tendría propiedades terapéuticas y sería utilizada hasta como afrodisíaco... Se la considera un eficaz diurético y astringente.

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24 agosto 2019

Del hule a la gutapercha (1)

Tengo un inquieto escozor cuando a veces hablo de mis primeros años: creo que doy la injusta e inexacta impresión de que no tuve una infancia feliz; es más, me atormenta que al mencionar los episodios de mi niñez, deje el involuntario mensaje de que la responsable de tan desafortunada condición hubiese sido mi abuela Carlota. Pero, aquello no fue realmente así; a pesar de sus ocasionales exabruptos, cuando exhibía el carácter más eruptivo de su irritabilidad, lo que ella llamaba sus “colerines”, la suya era una forma de severidad marcada por la ternura y signada por la impronta de un triste recuerdo que avivaba su melancolía: la temprana e inconsolable ausencia de quien había sido su hija predilecta, Leonor, mi madre.

En cuanto a mi, a pesar de ciertos momentos originados por la nostalgia o por un esporádico sentido de soledad, los que fueron a su vez el inevitable resultado de mi temprana orfandad, la mía fue más bien una infancia entretenida y feliz, abrigada por la presencia de mis primos y, sobre todo, por la permanente compañía de mis propios hermanos. Además, la ubicación que tuvo la casa donde vivía mi abuela, era, en cierto modo, fuente inusitada y constante de dos maravillosos recursos, los mismos que, por sí solos, no podían sino procurar una sensación inagotable, y casi obscena, de goce y felicidad: eran el juego y la exploración.

El juego, en forma preferente, porque el plantel educativo donde me correspondió atender mis años de estudiante, tanto en primaria como en secundaria, estaba situado frente con frente a aquella enorme casa de apartamentos donde tuve la suerte de transcurrir mi infancia y primera adolescencia. El colegio, por ello, se convirtió desde el principio en una especie de “patio de atrás” (en la práctica, en “patio de adelante”) o, mejor dicho, en verdadera extensión de la casa. Allá íbamos, sin siquiera asegurarnos de contar con el pertinente permiso, ni el de nuestros parientes adultos ni el de los celadores de aquel establecimiento. Creo que estábamos persuadidos que los patios del colegio eran parte de nuestra propiedad.

A esto se sumaba un espacio recoleto que tenía la casa. Este pronto se convirtió en una área privativa, sujeta a nuestro caprichoso control. Estaba constituido por una amplia y apartada azotea cuidada únicamente por callados fantasmas tutelares, a los que la inquieta imaginación que caracterizó a nuestra edad había encargado el control del oscuro socavón que a ella precedía. A este se accedía por una estrecha y lóbrega escalera circular. Así, los distintos rincones del colegio y aquella postergada azotea aportaron, con su elemento lúdico, a facilitar nuestra entretención, y a dar paso a nuestros secretos y renovados descubrimientos.

Es que la casa, además, estaba situada en el límite mismo entre lo que era entonces el centro de Quito y lo que había pasado a ser la zona más moderna y preferida de la urbe; vivíamos a medio camino entre el entorno de la plaza de San Blas y la todavía inconclusa Basílica del Voto Nacional. Es probable que aquel paisaje, sin obstáculos ni obstrucciones, que observábamos desde aquella azotea, nos creara la deformada impresión de que la casa era ya parte de los mejor dotados barrios del norte de la ciudad... Aquella vista, en cierto modo, otorgaba acceso al futuro y, quién sabe, si a la esperanza.

Visto así, el centro de Quito, que para nosotros se había desplazado un poco hacia el sur, había pasado a convertirse en una especie de enorme mercado o, mejor dicho, en una suerte de centro comercial donde sus respectivos servicios y negocios se habían ubicado en forma caótica y aislada; todos ellos estaban separados y, además, daba la impresión de que los habían ubicado en forma desordenada... Aquello aportó a nuestra inagotable exploración y constituía, en cierto modo, un tipo de mundo que nunca nos estuvo vedado, aunque percibíamos que no era del todo accesible. Era aquél un mundo cambiante. Allí un grupo, cada vez más numeroso, parecía haberse apoderado, poco a poco, de lo que alguna vez el centro había significado, mientras otros parecían estar incómodos de ser parte de un sector que antes les había pertenecido.

Todo aquello nos parecía entonces algo inédito e inexplorado; sujeto, por lo mismo, a nuevos e inesperados descubrimientos. Y en cuanto a mí mismo, metido ya en los más largos pantalones de mi incipiente e insegura juventud, toda aquella incesante y sugestiva exploración chocaba por lástima contra las bardas imponderables de mis ya afincados prejuicios; me había correspondido la posibilidad de acceder a tan inagotable ambiente de hallazgos y exploración en la edad que más pesa el “respeto humano” (el temor al qué dirán).

Porque esa fue, además, la edad de los mandados…Y allá fui, a cumplir con todos los encargos imaginables... a buscar la última revista Vanidades, a escudriñar por la pieza de la licuadora o por esa banda de “hule” para la olla de presión que “quizás-ha-de-haber-ve-en-el mercado barato”... Fue aquella una oportunidad para descubrir otro mundo, uno exento de falsos maquillajes o de aderezos. A veces sórdido, a veces abyecto; ¡pero siempre distinto!

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06 agosto 2019

Un cajón de sastre

Creo que hubiese querido bautizar a esta entrada como “El rumor de la carabela, 2”, porque algo de tinta se me quedó en el tintero respecto a la entrada anterior. Mas, sin embargo (como dicen en México), he preferido otorgarle un título que denuncie mi travieso propósito e intención: el deseo de hablar de disímiles tópicos que quizá no tengan relación entre sí, o de referirme a varios asuntos y temas diversos, como los variados artilugios que solo pueden encontrarse en esos cajones, donde guardan todo tipo de cachivaches aquellos artesanos dedicados a la elaboración y arreglo de las prendas que conforman nuestra vestimenta.

En efecto, para la hora de “mandar la anterior entrada a la imprenta” (nótese mi renuencia a llamarla con el pomposo nombre de “artículo”), era ya tarde para haberme dado cuenta de un par de curiosas coincidencias relacionadas con la etimología del nombre carabela. Dice el DRAE que la voz proviene del gallego portugués “caravela”, así con uve, que, a su vez, proviene del latín tardío carăbus, que querría decir 'embarcación de mimbres', y este del griego bizantino κάραβος o kárabos, que significa 'barco ligero' o, literalmente, 'escarabajo'.

Si se revisa, en el mismo texto, el primer significado de carabela, encontraremos la siguiente explicación: “1. f (sustantivo femenino). Antigua embarcación ligera, con una sola cubierta, espolón a proa, popa llana y tres palos, con cofa solo en el mayor, entenas en los tres para velas latinas, y algunas vergas de cruz en el mayor y en el de proa”... Antes, pues, de regresar a la voz “escarabajo”, bien vale hacer una breve digresión referente a la “alarmante” explicación que cuando nosotros éramos niños encontrábamos en el diccionario: verga, mástil mayor de una embarcación o barco...

Ahora que ya no soy tan chiquito, y que mi suspicacia un tanto indígena me hace desconfiar hasta de los diccionarios, me he acostumbrado a revisar distintas versiones y he aprendido que aquella palabra antaño proscrita, y que ahora, por lástima, hallamos hasta en la inmaculada boca de las jovencitas más impensadas, no quiere decir mástil (el mismo que es un palo vertical), sino que se trata de un trozo de madera corta y horizontal que forma parte del aparejo (conjunto de palos, vergas, jarcias y velas) de una embarcación, y que sirve para no otro propósito que el de envolver las telas de las velas de la nave, cuando esta no está en movimiento.

De vuelta pues al vocablo “escarabajo”, he leído por ahí que no solo se trataría del nombre del conocido coleóptero, sino que en la antigua Grecia se designaba con idéntico sustantivo a una embarcación pequeña, parecida a la chalupa; imagino yo que esto se debía al parecido entre la diminuta embarcación y el -no muy bien portado- coleóptero que es conocido con el nombre que hoy estamos estudiando.

Ahora bien, y en referencia al término escarabajo, dice el diccionario de nuestra lengua que el mencionado sustantivo viene del latín vulgar scarabaius; y lo define así: 1. m (masculino). Insecto coleóptero, de antenas con nueve articulaciones terminadas en maza, élitros lisos, cuerpo deprimido, con cabeza rombal y dentada por delante, y patas anteriores desprovistas de tarsos, que busca el estiércol para alimentarse y hacer bolas, dentro de las cuales deposita los huevos; 2. m. Nombre de varios coleópteros de cuerpo ovalado, patas cortas y por lo general coprófagos. Nota: coprófago es, a su vez, definido como: "que ingiere excrementos".

De lo comentado, no deja de sorprender el paradójico contraste que existiría entre el sentido de dos voces que, en apariencia, parecerían provenir de una raíz común. Esto porque el nombre carabela sugiere viaje, aventura y exploración; su sola mención implica la referencia a algo poético. En tanto que el término escarabajo, de casi idéntica etimología y queriendo significar lo mismo, identifica en cambio a un insecto que utiliza las heces para anidar sus crías y se alimenta de excrementos; una muy poco agradable particularidad en el terreno de la escatología y que, lejos de representar algo poético, se confunde con algo repugnante, abyecto y prosaico.

Me pregunto, de otra parte, si aquel personaje de la fábula de nuestra niñez, “El gato con botas” (me refiero al legendario Marqués de Carabás), no habría recibido un apellido no exento de intencionalidad, si el suyo no sería un apelativo relacionado con la sordidez y la insignificancia del escarabajo; un insecto emparentado con la insana costumbre de alimentarse de excrementos... No deja de ser intrigante el curioso parecido entre los dos términos: “carabós” y Carabás, entre la etimología de la grácil carabela y una palabra que representa la seudo nobleza de un vicario aristócrata. Carabás es el emblema de una impostura, simboliza al humilde hijo de un pobre molinero que prefirió fingir y hacerse pasar por aquel espurio e inexistente Marqués...

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