24 agosto 2019

Del hule a la gutapercha (1)

Tengo un inquieto escozor cuando a veces hablo de mis primeros años: creo que doy la injusta e inexacta impresión de que no tuve una infancia feliz; es más, me atormenta que al mencionar los episodios de mi niñez, deje el involuntario mensaje de que la responsable de tan desafortunada condición hubiese sido mi abuela Carlota. Pero, aquello no fue realmente así; a pesar de sus ocasionales exabruptos, cuando exhibía el carácter más eruptivo de su irritabilidad, lo que ella llamaba sus “colerines”, la suya era una forma de severidad marcada por la ternura y signada por la impronta de un triste recuerdo que avivaba su melancolía: la temprana e inconsolable ausencia de quien había sido su hija predilecta, Leonor, mi madre.

En cuanto a mi, a pesar de ciertos momentos originados por la nostalgia o por un esporádico sentido de soledad, los que fueron a su vez el inevitable resultado de mi temprana orfandad, la mía fue más bien una infancia entretenida y feliz, abrigada por la presencia de mis primos y, sobre todo, por la permanente compañía de mis propios hermanos. Además, la ubicación que tuvo la casa donde vivía mi abuela, era, en cierto modo, fuente inusitada y constante de dos maravillosos recursos, los mismos que, por sí solos, no podían sino procurar una sensación inagotable, y casi obscena, de goce y felicidad: eran el juego y la exploración.

El juego, en forma preferente, porque el plantel educativo donde me correspondió atender mis años de estudiante, tanto en primaria como en secundaria, estaba situado frente con frente a aquella enorme casa de apartamentos donde tuve la suerte de transcurrir mi infancia y primera adolescencia. El colegio, por ello, se convirtió desde el principio en una especie de “patio de atrás” (en la práctica, en “patio de adelante”) o, mejor dicho, en verdadera extensión de la casa. Allá íbamos, sin siquiera asegurarnos de contar con el pertinente permiso, ni el de nuestros parientes adultos ni el de los celadores de aquel establecimiento. Creo que estábamos persuadidos que los patios del colegio eran parte de nuestra propiedad.

A esto se sumaba un espacio recoleto que tenía la casa. Este pronto se convirtió en una área privativa, sujeta a nuestro caprichoso control. Estaba constituido por una amplia y apartada azotea cuidada únicamente por callados fantasmas tutelares, a los que la inquieta imaginación que caracterizó a nuestra edad había encargado el control del oscuro socavón que a ella precedía. A este se accedía por una estrecha y lóbrega escalera circular. Así, los distintos rincones del colegio y aquella postergada azotea aportaron, con su elemento lúdico, a facilitar nuestra entretención, y a dar paso a nuestros secretos y renovados descubrimientos.

Es que la casa, además, estaba situada en el límite mismo entre lo que era entonces el centro de Quito y lo que había pasado a ser la zona más moderna y preferida de la urbe; vivíamos a medio camino entre el entorno de la plaza de San Blas y la todavía inconclusa Basílica del Voto Nacional. Es probable que aquel paisaje, sin obstáculos ni obstrucciones, que observábamos desde aquella azotea, nos creara la deformada impresión de que la casa era ya parte de los mejor dotados barrios del norte de la ciudad... Aquella vista, en cierto modo, otorgaba acceso al futuro y, quién sabe, si a la esperanza.

Visto así, el centro de Quito, que para nosotros se había desplazado un poco hacia el sur, había pasado a convertirse en una especie de enorme mercado o, mejor dicho, en una suerte de centro comercial donde sus respectivos servicios y negocios se habían ubicado en forma caótica y aislada; todos ellos estaban separados y, además, daba la impresión de que los habían ubicado en forma desordenada... Aquello aportó a nuestra inagotable exploración y constituía, en cierto modo, un tipo de mundo que nunca nos estuvo vedado, aunque percibíamos que no era del todo accesible. Era aquél un mundo cambiante. Allí un grupo, cada vez más numeroso, parecía haberse apoderado, poco a poco, de lo que alguna vez el centro había significado, mientras otros parecían estar incómodos de ser parte de un sector que antes les había pertenecido.

Todo aquello nos parecía entonces algo inédito e inexplorado; sujeto, por lo mismo, a nuevos e inesperados descubrimientos. Y en cuanto a mí mismo, metido ya en los más largos pantalones de mi incipiente e insegura juventud, toda aquella incesante y sugestiva exploración chocaba por lástima contra las bardas imponderables de mis ya afincados prejuicios; me había correspondido la posibilidad de acceder a tan inagotable ambiente de hallazgos y exploración en la edad que más pesa el “respeto humano” (el temor al qué dirán).

Porque esa fue, además, la edad de los mandados…Y allá fui, a cumplir con todos los encargos imaginables... a buscar la última revista Vanidades, a escudriñar por la pieza de la licuadora o por esa banda de “hule” para la olla de presión que “quizás-ha-de-haber-ve-en-el mercado barato”... Fue aquella una oportunidad para descubrir otro mundo, uno exento de falsos maquillajes o de aderezos. A veces sórdido, a veces abyecto; ¡pero siempre distinto!

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