27 febrero 2021

El ajedrez, una metáfora del mundo * (2)

  * Tomado de Babelia, la revista de El País de España.

     Escrito por Guillermo Altares, con mi edición.

Esta concentración histórica puede contemplarse en uno de los más bellos juegos de piezas del mundo: el ajedrez de la isla de Lewis (Escocia). Se trata de 88 piezas, repartidas entre el Museo Británico de Londres, que alberga la mayoría, y el Museo de Edimburgo. De una belleza insólita, se trata de pequeñas esculturas que parecen sacadas de un capitel románico y que representan, en toda su complejidad, la sociedad feudal. Su origen es desconocido, seguramente escandinavo, y están datadas en el siglo XII.

 

El Museo Británico explica así la historia de este juego: “Las piezas de ajedrez forman parte de un tesoro que fue encontrado en una duna de la bahía de Uig, en la isla de Lewis, en Escocia. Se cree que podrían haber pertenecido a un comerciante que viajaba de Noruega a Irlanda para venderlas, en algún momento entre 1150 y 1200. Sin embargo, nadie puede estar seguro de cuándo o por qué fueron depositadas. Lo único que es seguro es que fueron encontrados algún momento antes del 11 de abril de 1831, cuando fueron exhibidas en Edimburgo en la Sociedad de Anticuarios de Escocia”.

 

El material con el que están hechas esconde uno de los grandes misterios de la Edad Media: se trata de marfil de morsa. En las tierras heladas de Groenlandia se estableció una colonia vikinga en la Edad Media, que logró sobrevivir en las condiciones más duras dedicándose, entre otros negocios, a la caza de morsas para vender su marfil por toda Europa, un material muy codiciado. Sin embargo, cuando se descubrieron otras fuentes de marfil, los colmillos de morsa fueron desapareciendo del mercado. Y los vikingos de Groenlandia fueron poco a poco olvidados. Cuando varios siglos más tarde llegaron unos colonos protestantes a evangelizar la isla se dieron cuenta de que la colonia nórdica se había esfumado sin que nadie se diese cuenta de que ya no estaban ahí. Aparte de atraer a miles de visitantes a la sala del British donde se alberga, el ajedrez de Lewis juega un papel importante en la versión cinematográfica de Harry Potter y la piedra filosofal.

 

Pastoureau acaba su ensayo citando una serie de obras literarias que se inspiran en el ajedrez: El Jugador de ajedrez de Maelzel, de Edgar Alan Poe; Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carol; La defensa, de Vladímir Nabokov (en España existe una versión del gran escritor mexicano Sergio Pitol); La novela del ajedrez, de Stefan Zweig; o Murphy, de Samuel Beckett. La lista es casi interminable. El gran crítico literario George Steiner publicó un ensayo titulado Campos de fuerza sobre la partida entre Fischer y Spasski en Reykjavik en 1972, tal vez el combate de ajedrez más famoso de la historia (junto al de Kaspárov y Kárpov de 1985).

 

El escritor español Vicente Valero, gran aficionado al ajedrez, publicó en 2018 Duelo de alfiles, que recoge cuatro relatos que mezclan la literatura, la historia, el juego y la propia biografía del autor. Escritos con un estilo cautivador, el lector se queda flotando sobre las piezas mucho tiempo después de cerrar el libro. “Una partida de ajedrez no es una metáfora del mundo, pero sí puede llegar a serlo de las pasiones que lo mueven, de las tensiones infinitas de su organización social”, escribe el narrador y poeta ibicenco. Los últimos, por ahora, en sumarse a esta lista han sido los periodistas Paco Cerdá con El peón, en el que cuenta la historia del ajedrecista español Arturo Pomar, el Bobby Fisher de la España de Franco, y Jorge Benítez Montañez con el libro Nieve negra, cuyo subtítulo lo dice todo: “Dioses, héroes y bastardos del ajedrez”.

 

El ajedrez también ha sido el tema de decenas de películas. La más conocida es El séptimo sello, de Ingmar Bergman, un clásico del cine europeo adorado por Woody Allen. Ninguna resulta tan pertinente ahora mismo como esa humilde obra maestra titulada En busca de Bobby Fisher, desgraciadamente ausente de las principales plataformas en la actualidad. Dirigida en 1993 por Steven Zaillian, guionista de películas como La lista de Schindler, relata la historia de un niño prodigio del ajedrez, Joshua Waitzkin, cuyo objetivo no es ganar, sino solo jugar y disfrutar con el juego. El interés del niño por el juego arranca cuando encuentra una pieza negra en un parque de Nueva York, un caballo que es una reproducción del ajedrez de Lewis. Y Bruce Pandolfini, un reconocido profesor de ajedrez que en la película interpreta Ben Kingsley, que fue asesor de ajedrez de la serie Gambito de dama: él se ocupó de que las partidas más importantes fuesen no solo creíbles, sino también reales.

 

En estos tiempos en los que un presidente derrotado se niega a reconocer que ha perdido, resulta más pertinente que nunca la lección de aquel niño, que no cree que el mundo se divida en ganadores y perdedores. “El ajedrez no está hecho para jugar”, escribe Pastoureau. “Está hecho para soñar. Soñar con el movimiento de las piezas y con la estructura del tablero. Rezar por el orden del mundo y por el destino de la humanidad”.


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26 febrero 2021

El ajedrez, una metáfora del mundo * (1)

   * Tomado de Babelia, la revista de El País de España.

     Escrito por Guillermo Altares, con mi edición.

 

Todos los juegos de mesa, empezando por el Monopolio o el Risk, se alzan como metáforas de la realidad y de las sociedades que los crean. Pero ninguno tiene un poder evocador similar al del ajedrez. La mayoría de los historiadores coinciden en que nació en la antigüedad tardía en la India y llegó a Europa en la Edad Media a través de los árabes.

 

Sin embargo, circulan leyendas que le atribuyen un origen muy anterior, según las cuales su inventor fue Palamedes, un personaje mítico heleno, aficionado a los juegos, que creó el ajedrez y los dados durante el interminable sitio de Troya para entretener a las tropas. El gran medievalista francés Michel Pastoureau, experto en la historia de los colores, los animales y los símbolos, dedica un maravilloso capítulo al origen del ajedrez en su libro “Una historia simbólica de la Edad Media occidental” (Katz), donde habla de aquel guerrero de la Iliada que inventó el juego. La fama del ingenio de Palamedes fue tan grande que su nombre fue adoptado también por un caballero de la Mesa Redonda.

 

Desde aquellas historias de héroes homéricos y caballeros medievales, el ajedrez no ha dejado de tener una constante presencia en nuestro mundo cultural. Incluso para aquellos que apenas saben mover las piezas, este juego despierta interés porque relata historias y mueve pulsiones que van mucho más allá del tablero, además de ser un arte para aquellos que logran entender lo que ocurre en el tablero. La serie de Netflix Gambito de dama -basada en una novela del mismo título de Walter Tevis- uno de los estrenos de la temporada que más repercusión ha conseguido, es el último ejemplo de una larga tradición que convierte al ajedrez en un género literario y cinematográfico.

 

Su poder metafórico queda además reflejado en los mismos orígenes del juego, donde también se mezclan la ficción y la realidad. El historiador francés explica que el texto occidental más antiguo que cita el ajedrez, es una acta catalana de 1008, en la que el conde de Urgel, Armengold I, lega las piezas que posee a la Iglesia de Saint Gilles. El gran sabio español del ajedrez, Leontxo García, crítico del juego para este diario, relató en un artículo que las piezas de ajedrez más antiguas de Europa se encuentran en León. No es ninguna casualidad que la referencia más remota y el juego más lejano surgiesen de la península Ibérica en el momento de la presencia árabe.

 

“Las cuatro piezas de San Genadio, escondidas en la comarca de El Bierzo, son probablemente las más antiguas de Europa. Todo indica que anacoretas mozárabes las llevaron de Al Ándalus a León a principios del siglo IX. Ello demuestra que los musulmanes trajeron el ajedrez desde el principio de su invasión de la península Ibérica, en el siglo VIII. Y refuerza la evidencia de que España es fundamental para la historia de ese juego milenario”, escribe Leontxo García, autor del libro Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas (Crítica) y de miles de crónicas que, como ocurría con Joaquín Vidal y los toros, tienen muchos seguidores no solo entre los aficionados, sino también entre aquellos a los que no les interesa especialmente el juego.

 

Este evocador ensayo de Pastoureau relata cómo el ajedrez se fue adaptando a la sociedad a la que llegó: por ejemplo, en el Medievo los colores opuestos eran el rojo y el blanco, solo mucho después emergieron el blanco y negro como colores antagónicos. El gran desafío de la importación del ajedrez, explica el historiador, lo representaban las piezas, porque debían adaptarse al sistema feudal. A este respecto “Solamente el rey (el shah en persa, palabra de la que deriva el mismo nombre del juego: scaccarius en latín, eschec en francés antiguo, schach en alemán, escacs en catalán), el caballero y el peón no presentaban demasiados problemas. Con el principal consejero del rey, el visir, no ocurre lo mismo: los europeos lo conservaron al principio, pero progresivamente se fue transformando en la reina, un proceso que acabó en el siglo XIII”.

 

Más interesante todavía es la historia del elefante, la pieza original persa que simbolizaba el poder del ejército. Aunque conservaron la pieza, los árabes transformaron su aspecto porque el islam prohíbe la representación figurada de seres vivos. Así se fue estilizando y se convirtió en un rectángulo del que salían dos protuberancias, recuerdo de las defensas del paquidermo. Cuando llegó a Europa, esta pieza provocó un cierto desconcierto porque era difícilmente comprensible y vivió dos transformaciones principales: en algunos países como España se adoptó el nombre árabe de elefante, al fil, y en otros, sobre todo en el mundo anglosajón, se reencarnó en uno de los grandes poderes de la sociedad medieval, el obispo (como se llama en inglés al alfil, bishop).


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24 febrero 2021

Chalacas y conjeturas

He leído en un entretenido artículo de Laura Ferrero, que lo publicaré oportunamente, que al anunciar su retiro el comentarista Iñaki Gabilondo, habría comentado: “Hay quienes tienen certezas: no tengo ese consuelo”. He meditado en sí de verdad es una razón para el consuelo aquello de tener solo certezas, de ya no tener en la mente espacio para la duda, el afán de conocer o descubrir, de tener campo para la conjetura. Me parece, en tal sentido, que la curiosidad y la conjetura, si no se complementan, están por lo menos en vías paralelas, son compañeras de ruta. Tener sólo certezas, sería como no tener inquietudes,  haber obliterado el más humano de los deseos, ese deseo portentoso que es el de aprender.

 

Hoy nomás “me he despertado con una inquietud”. Nada existencial, desde luego. He querido saber por qué es que en el fútbol se llama así a una acrobática maniobra que se conoce con el curioso nombre de chalaca o de chilena. He querido aclarar también si lo que para mis hijos fue una “chilenita”, era lo mismo que lo que los argentinos conocen como “rabona”. Estoy persuadido que aquello de no saber las respuestas, de no tener la certeza, es lo que nos lleva a los humanos a investigar, lo que nos conduce a dejar de lado el indicio para ponernos a indagar... Preguntar se convierte así en la mejor manera de saber la explicación.

 

Así me he enterado que al puerto de Valparaíso en Chile, habría llegado, hace algo más de un siglo, un joven español muy hábil para todo tipo de deportes, jugaba fútbol y se destacaba en toda clase de competencia atlética; tenía solo catorce años y se llamaba Ramón Unzaga. Al cumplir dieciocho años se nacionalizó como chileno y fue convocado para jugar en la selección del “equipo del Mapocho”. Unzaga había desarrollado una rara habilidad para efectuar una pirueta mientras jugaba: se ponía de espaldas a la valla contraria, levantaba -de una en una- las dos piernas del suelo y, mientras se sostenía en el aire, golpeaba la pelota sobre su cabeza sorprendiendo totalmente a los contrarios. No era una maniobra muy difícil de realizar, pero requería, sin embargo, bastante práctica y una casi perfecta ejecución.

 

Ya en la selección, le correspondió jugar dos campeonatos suramericanos, el de Argentina en 1916 y el de Chile en 1920. Cuando tuvo que jugar en Buenos Aires, ensayó la mentada jugada y desde entonces un conocido comentarista deportivo empezó a llamarla como “chilena”. No obstante, en el puerto donde había jugado cuando llegó de España, habían conocido la pirueta como “chorera”. Conjeturo que aquello decía relación con el término chileno “choro”, que vendría del quechua “churu”, con el significado de audaz, valiente o temerario.

 

Se pudiera decir (es solo una de las teorías), que desde los torneos mencionados, se hizo popular en casi toda Suramérica el nombre para designar a esta maniobra que consistía en: reclinarse hacia atrás, impulsarse con una pierna mientras la otra se disponía a subir, luego bajar la que estuvo más arriba y subir la otra sobre la cabeza, y golpear la pelota antes de que las manos y la espalda tocasen el suelo... De pronto, la rutina se convirtió en muy popular; así empezaron a intentarla los más hábiles jugadores. No solo la practicaban los delanteros sino también los más espectaculares defensas. Unos y otros requerían de una gran habilidad.

 

Pero, eh ahí que en otros países conocían a la maniobra como “chalaca”. Así la llamaban en nuestro país cuando yo era chico; y así la conocían en otros países como Perú y Colombia. Chalaca es el gentilicio, ya reconocido incluso por la RAE, para los oriundos del puerto del Callao (donde está ubicado el aeropuerto Jorge Chávez); este era realmente un barrio de la ciudad “de los Reyes”, por todos conocida como Lima (que, a su vez, pudiera ser la deformación del nombre del río que la atraviesa, Rimac). Callao, es un nombre frente a cuyo origen parecería existir alguna discrepancia, que tampoco llega al grado de controversia…

 

Para unos, callao significa guijarro o piedrecilla. El nombre haría referencia a las pequeñas piedras que los caminantes encuentran en la playa. El término tendría su origen en nuestra propia lengua, y la etimología sería también muy similar en el portugués; otros lingüistas, sin embargo, prefieren pensar que el término proviene del aborigen “chala” que quiere decir costa. En cuanto a "chalaco", vendría de este "chala" y del complemento “aco”, pescador. Por lo que significaría “pescador de la costa”. Lo demás es una anticipada historia: la pirueta futbolera se habría desarrollado por los mismos años, gracias a los deportistas porteños del Callao que utilizaban la peligrosa acrobacia para sorprender con su habilidad. Nadie podría decir que la hubiera “patentado”, pues no se trata de un invento, nadie podría reclamar su “exclusividad” porque solo se trata de una forma de patear.

 

En lo personal, puedo presumir, y hasta vanagloriarme (que no es igual), de haber metido muchos goles en mi vida, pero nunca intenté uno de chilena. Y no porque, como decía un amigo, pudiera “caerme de espaldas y romperme la punta de la nariz”, sino porque de niño, la más cotidiana admonición que recibía era la de “verás manganzón, no irás a romper el pantalón”... Ah! Y en cuanto a la rabona, a la que al principio me refería... esa jugada ya no me pareció tan interesante, ni creo que tenga tanto misterio. Además, como decía un personaje conocido “yo no sé, pues, de esas cosas”... Ya volveremos para hablar de “ella” y de "otros asuntos”…


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22 febrero 2021

Adiós a Eduardo Pilo-País

No tuvimos oportunidad para despedirnos. Me pasa con frecuencia con ciertos hombres buenos... Eduardo era una de esas personas que uno cree que nunca van a irse de nuestro lado, que uno está seguro que nunca nos van a dejar... Él juntaba, en armoniosa simbiosis, las cuotas precisas de discreción y ecuanimidad. Prefería no dar nunca su opinión si ésta no iba a estar inspirada en el propósito conciliatorio; creo que a eso nos acostumbramos: a no concluir nuestras discusiones si antes no habíamos escuchado su criterio mesurado, esa voz que resumía lo más rescatable que los demás habían dicho. Así de transparente era su verdad.

 

Jamás lo vi apresurado y, ahora que lo pienso, creo que tampoco lo vi de mal humor. Tuve el privilegio de conocerlo en los primeros días de mis inicios profesionales; fuimos más tarde compañeros y amigos. Y, sin haber necesitado visitarnos con frecuencia, pronto descubrimos razones para nuestra identidad; podíamos contar el uno con el otro. Fue, la nuestra, una amistad que perduró a través del tiempo y la distancia; pero hoy se ha interrumpido porque debía reunirse con la compañera de toda su vida. El Creador, que es quien realmente funge de “rostering officer”, le había asignado para un vuelo sin retorno predecible. Lo había “sacado de reserva” y lo había programado para un viaje hacia la insondable oscuridad.

 

Yo no había cumplido todavía dieciocho años, cuando cuatro aviadores de edad mediana, caracterizados por sus formas militares, llegaron a Vero Beach, donde yo estudiaba. Quiso la fortuna que los hubieran enviado al mismo centro de entrenamiento al que yo había ido para recibir mi adiestramiento. Me llamaba la atención que se trataban con una rara forma de respeto, no exento de un curioso sentido de dependencia y de desigual autoridad... Habían sido parte de la misma institución militar que los había formado, por lo que no abandonaban el rigor de su anterior jerarquía para comunicarse. El menos “antiguo” era Eduardo Pilo-País.

 

Había en el grupo un general, dos coroneles y un mayor; todos eran oficiales retirados de la Fuerza Aérea (uno de ellos había llegado a Comandante General). Ya habían satisfecho sus respectivas evaluaciones y se los había escogido como nuevos comandantes para los recién adquiridos Boeing que volarían para Ecuatoriana. Su entrenamiento se había programado para que cumplieran con el último requisito que se les había impuesto: obtener la licencia americana de piloto de línea aérea. El Airline Transport Rating (ATR), la licencia más alta a la que aspira un aviador, una suerte de licenciatura en términos de la aviación comercial.

 

Claro que yo estaba ahí para algo más modesto. Vivía, por entonces, la ilusión de cumplir con mis primeras doscientas horas de vuelo. Sin embargo, debido al sistema didáctico que se utilizaba, había que ir cumpliendo con un listado temático que se conoce como “Syllabus”, lo que permitía que alumnos de diversos niveles coincidieran en la misma aula para las materias que eran de requisito general. Así los fui conociendo, aunque con la premisa de que era mejor tratarlos por su grado respectivo... Nunca me imaginé que pasado el tiempo, sería copiloto de tres de ellos, y que ocasionalmente sería su subalterno en la misma empresa que los había enviado para que obtuvieran aquel indispensable requisito.

 

Nunca fue difícil hacer buenas migas con Eduardo. Había algo en su serena forma de ser, y en la pausada actitud de su apostura, que invitaba a la confidencia. Él era de natural callado y circunspecto, pero tenía algo que irradiaba esa, su casi religiosa paz interior. Desde ahí hasta siete años más tarde, cuando ingresé a volar en Ecuatoriana, (sí, yo también tuve que “hacer la rural”...), nos encontrábamos ocasionalmente -Eduardo podía ser muy reservado- pero siempre fue muy amigable y cordial. Más tarde, lo designaron instructor de simulador para nuestro curso del 707; él nos preparó a todos como copilotos. Desde ahí en adelante, pasaría a conocerlo más de cerca como compañero, amigo y profesional. Así, aprendí a apreciarlo como la persona que era y a identificarme con sus inquietudes e intereses.

 

Dos años después, salí de Ecuatoriana temporalmente. Una decisión controvertida había resuelto interrumpir el sistema de escalafón que determinaba las promociones para comandante. La medida me afectaba directamente; pero había algo más: yo detentaba la primera antigüedad de mi promoción; si transigía, hubiera afectado a los demás... Busqué otra alternativa y renuncié. Pero... la historia nunca está exenta de ironía: hubo un cambio administrativo y designaron nuevas dignidades. Eduardo, ahora a cargo de la Gerencia de Operaciones, me propuso volver. Esto dejó insubsistente mi renuncia y permitiría que siga en Ecuatoriana por otros quince años. Esto hubiese sido impensable sin aquel gesto de confianza del “Mayor Pilo”. No lo hubiera podido defraudar.

 

Pero, la vida no es para toda la vida... Me fui del país por veinte años. Para cuando volví, Eduardo ya había liderado el trámite para que Ecuador recuperara su categoría para volver a volar a los Estados Unidos; él impulsó el proceso de recertificación. ¡Quién no sabía de él! Yo tuve la suerte de conocerlo como dedicado padre y esposo, como gran amigo y como formidable profesional. “Vas bien”, solía decirme de rato en rato... Jamás hubiera podido desilusionar su confianza; hubiera sido muy triste no ser recíproco con su afable y generosa amistad. 


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20 febrero 2021

El manantial del desatino

Cuento. Una colaboración de: Iván Toral Bocezi.

Llegamos al "manoir" a la hora del aperitivo vespertino. Cansados como estábamos, a consecuencia del largo viaje desde Toulouse, cenamos en forma frugal unos deliciosos canapés de “fromage et saucisson de porc” (variedades de queso y salchichón de cerdo) y, pronto, mi primer oficial y yo, nos retiramos temprano a nuestras respectivas habitaciones. Se trataba de una bien dispuesta mansión, que en el sur de Francia llaman “manoir” (significa “señorío” y se pronuncia manuar); era una edificación de intermedia condición entre una quinta de verano y una residencia aristocrática en medio de la campiña aquitana, muy cerca de pequeños y primorosos poblados.

Fuimos atendidos con muestras de simpatía e insuperable hospitalidad; los franceses del sur son pródigos y extraordinarios anfitriones. Quien fungía de paterfamilias era un tipo joven y dinámico; diseñador de equipos electrónicos aeronáuticos, exudaba esa rara confianza que otorga la solvencia profesional, había participado en la arquitectura del detector de fallas del avión que me habían enviado a entrenar. Sin embargo, ciertos embozados gestos que lo caracterizaban trataban de disimular sus celos maritales, aquella inequívoca inseguridad personal que parece ser la impronta de algunos hombres a quienes la fortuna no ha querido favorecer con su estatura.

La mujer era más joven; algo en ella denunciaba su insatisfacción ante las mieles esquivas del placer o quizá su conciencia frente a la inminente llegada del crepúsculo de la madurez... Era una excelente conversadora, propensa a la relación amena y a la nota confidencial. Algo entrada en carnes, no parecía sentirse incómoda ante su robusta condición; tenía cierta tendencia a la tertulia fácil y parecía revelar, sin proponerse, su insatisfecha intimidad. Pero su rostro no era orondo, sus facciones eran finas y delicadas, reflejaban su traviesa sensualidad, aquella dulce y femenina voluptuosidad que parecía develar la curiosidad de su carácter. Era eso: una mujer-mujer, una ninfa que cuando se acercaba parecía comunicar su disponibilidad. Se había escapado de una erótica pintura de Goya, pero estaba dispuesta a saborear las fuentes del placer antes de que le obligaran a regresar...

Las habitaciones eran cómodas y bien dispuestas; todo estaba limpio y bien provisto. Sin embargo, no pudimos dormir tranquilos aquella primera noche. Desde los altos tumbados, una invasión jamás anunciada de voraces zancudos se lanzaban en picada con marcial persistencia, con la inconfundible intención de agotar sin misericordia nuestras reservas de sangre. Podía percibir a través de la pared divisoria, los esfuerzos de mi desesperado e indefenso copiloto que se encontraba ocupado, librando desigual combate contra esas feroces y despiadadas, aunque diminutas, alimañas; insignificantes pero diabólicas bestias sanguinarias.

Pronto, por fortuna, llegó la elusiva madrugada. Hasta entonces, fiel a mis escrúpulos andinos, no había querido provocar algún tipo de bullicio que pudiera incomodar a nuestros generosos anfitriones. En lo personal, esperaba el anuncio de cualquier primer ruido exterior para poder salir de la habitación, con el propósito de intentar tomar un rápido baño que me permitiera refrescarme; tan fastidiosa y agotadora había sido la obcecada insistencia de los infames mosquitos en aquella tortuosa noche. Más que morderme, me habían agotado.

La casa tenía una sui generis arquitectura, los baños eran comunes y estaban ubicados hacia el final de los corredores. Cuando crucé el umbral de la puerta del dormitorio pude escuchar el ruido de las duchas; alguien se estaba bañando. El agua que emanaba de los surtidores me ayudó a orientarme y, dócil, obedecí en esa dirección. Al ingresar, me dirigí hacia el cubículo que estaba disponible; sin embargo, no logré regular la temperatura adecuada del agua. Molesto, volví al vestidor confiado en que, quienquiera que se estuviese bañando, pronto me dejaría la ducha disponible mientras esperaba. Quien lo hacía, pronto se apercibió de que alguien esperaba que terminara. Retiró entonces parcialmente la ligera cortina y así pude advertir que era ella… “No esperes de gana”, me invitó y con un ligero movimiento de cabeza insinuó que estaba bien si compartía con ella el manantial de su regadera… Yo dudé por unos segundos; pero, luego, sumiso concedí, me desnudé y accedí a lo inevitable.

El agua estuvo en el punto perfecto, surtía con un ritmo alegre, impetuoso e inagotable. Demás está comentar que el duchazo vino agregado de un nunca anunciado pero siempre bienvenido masaje. Sus formas eran rotundas y misteriosas. Nos dimos, sin haberlo anticipado, al gusto de compartir el lúdico capricho del agua, y el de disfrutar los lúbricos y reprimidos placeres que esconde el frenesí de la sangre.

No nos miramos a los ojos durante todo ese día; breves y fugaces miradas furtivas interrumpieron nuestras ocasionales conversaciones. Ambos sabíamos que ahora nos unía la magia de la complicidad, e intuíamos que debíamos esperar para compartir el baño de la mañana siguiente. Habríamos de acudir a una cita que había sido concertada por el destino. Ella era algo gruesa y opulenta; mas, aquella ansiosa turgencia de sus rollizas carnes me había seducido desde el principio. Sus rítmicos y lentos espasmos supieron invitar mi díscolo desatino.


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16 febrero 2021

Una Conversación *

    * Escrito por Arturo Pérez Reverte.

      Tomado de Patente de Corso. XL Semanal

 

Desde la ventana, más allá de palmeras y buganvillas, podía verse la bahía des Anges y la ciudad de Niza. Esos días me daban un premio imposible de rechazar, pues lo habían tenido Lawrence Durrell, Oriana Fallaci y Patrick Leigh Fermor. Así que me sentía satisfecho de estar allí, con algunos amigos que venían desde París. Los organizadores me alojaban en una hermosa residencia en la carretera de Villefranche. Esa noche había cena medio formal, y tras una mañana de entrevistas y conversaciones me había tumbado a dormir un rato. Ahora estaba despierto, y tras una ducha me puse una camisa blanca sin corbata, un traje gris oscuro y unos zapatos negros. Pasarían a buscarme en una hora, y anochecía. Decidí bajar a esperar en la terraza, que era muy agradable. Y al llegar al pie de las escaleras, la vi otra vez a ella.

 

Era la sexagenaria –casi septuagenaria, creo– más guapa que he visto en mi vida. Imaginen a Romy Schneider más alta y elegante, habiendo sobrevivido razonablemente a los estragos de la vida. Tenía unos ojos claros que las minúsculas arrugas en torno embellecían, y llevaba el cabello recogido tras la nuca, descubriendo el cuello con un sencillo collar de perlas. Vestía de negro, bolero y pantalones holgados sobre zapatos de tacón alto. Era la encargada de gestionar la residencia, una especie de directora. La casa había pertenecido a su marido y ahora era de no sé qué entidad. Viuda desde hacía años, la habían puesto al frente. Se encargaba de que todo estuviera en orden y de recibir a los visitantes.

 

El día anterior me había recibido a mí. Era el único huésped. Cuando llegué esperaba en la puerta, correcta y educadísima, y me había enseñado la residencia antes de ir a la escalera que conducía a mi habitación. Para los que fuimos criados en otro tiempo, hay dos maneras deliberadas de subir escaleras estrechas con una mujer. En Francia el hombre suele ir delante, por no tener a la vista lo que podría ser incorrecto tener. En España el hombre suele ir detrás, por si la señora tropieza en los peldaños. Por eso al llegar a la escalera me detuve instintivamente, y ella lo hizo también. Nos miramos indecisos; y entonces, con una sonrisa que habría fundido el hielo de todas las cocteleras de la Costa Azul, con toda la coquetería depurada en una larga vida de elegancia y belleza, subió delante de mí, permitiéndome admirar un espectáculo que, pese a su edad, seguía siendo fascinante.

 

Cuando bajé era de noche y ella estaba al pie de la escalera, puntillosa y cortés. Dije que esperaría el automóvil en la terraza, y se ofreció a hacerme compañía mientras tanto. Vagamente incómodo le rogué que no se molestara por mí, que esperaría solo; pero se empeñó en sentarse a mi lado. Me intimidaba un poco, tan mayor y tan bella. Tan atractiva. Habló de la residencia, de su difunto marido, de su infancia cerca de allí, de Somerset Maugham, al que había conocido siendo jovencita. Tenía una voz educada y dulce, muy francesa, y eso daba un encanto especial a la penumbra de la terraza, con los grillos cantando en el jardín. Me ofreció un cigarrillo y fue la única vez que estuve a punto de fumar en veinte años. Poco a poco fuimos hablando de cosas más personales y complejas. Dejé de estar intimidado.

 

En un momento determinado, al hilo de un comentario suyo, formulé la pregunta: «¿Qué pasa con la belleza?», quise saber. No me refería en concreto a su belleza, que seguía siendo extrema, sino a la belleza en general. Al patrimonio exclusivo de cierta edad ya remota, que seguía administrando con sabio esmero. Dije sólo eso, porque realmente me interesaba la respuesta y porque un novelista es un cazador de respuestas, y ella se quedó callada un instante y la brasa de su cigarrillo brilló dos veces antes de que respondiera. «Sólo hay una forma de soportar la demolición –dijo al fin–. Recordar lo que has sido y guardar las formas de acuerdo con tu memoria y con tu edad. No declararte nunca vencida ante el espejo, sino sonreírle, siempre desdeñosa. Siempre superior». Lo dijo y se quedó callada escuchando los sonidos de la noche. «Supongo –comenté al cabo de un momento– que para eso son necesarios valor, inteligencia y mucho aplomo».

 

Ella siguió fumando en silencio. Mirábamos la luna sobre el mar, los reflejos de luces de Niza en la bahía. Y entonces, un poco después, como si hubiera recordado de pronto mi pregunta olvidada, dijo: «Se trata de no dejarse ir. De convertir las maneras en una regla moral». Y encendió otro cigarrillo, iluminada por los faros del automóvil que venía a buscarme haciendo crujir la gravilla frente a la terraza.


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12 febrero 2021

Posible y, además, probable...

Cómo debe decirse: ¿probable pero imposible o posible pero improbable? A ver... hace pocas semanas, como si no fuera suficiente con lo que está ocurriendo, despegó del aeropuerto de la capital de Indonesia un B-737; al llegar a 10.000 pies, desapareció de los radares y se precipitó al océano. Pocos días más tarde, las investigaciones preliminares han empezado a determinar que el desastre pudo haberse atribuido a un acelerador automático (autothrottle) defectuoso, que hizo que se pierda de golpe el control de la aeronave. Al poco tiempo, alguien interesado en estos temas llamó a preguntarme si conocía algo de la tragedia y, sobre todo, si lo que había sucedido “era posible, si realmente era probable”.

 

Intuyo, para empezar, que primero debemos tener claro qué entendemos por posible y qué por probable. A menudo todos cometemos el error de considerar ambos términos como equivalentes; esto se debe a que esta costumbre es inofensiva en el trato coloquial, pero en el plano científico o filosófico es inaceptable. En resumen, una de las dos primeras preguntas de mi inicial indagación pudiera estar mal planteada, por un sentido de lógica elemental, y es que para que algo sea probable primero tiene que ser posible. Si algo no es posible que ocurra (que caigan sapos del cielo, por ejemplo), simplemente no puede ser probable.

 

Me explico: algo es o no es posible, no puede ser “un poquito” posible, al igual que una persona no puede estar solo un poco muerta, o solo un poco embarazada... En cambio, la probabilidad puede graduarse, es cuantificable. Sería, por lo mismo, incorrecta la expresión de que algo sea poco o muy posible, porque lo es o no lo es; deberíamos decir que algo es poco o muy probable. Lo cual, en suma, solo quiere decir “que hay buenas razones para pensar que algo pudo haber sucedido”. Es clásico el ejemplo de la maceta que podría caer del cielo y golpearnos en la cabeza. ¿Es posible que nos caiga?, sí. ¿Es probable?, "en la práctica", no.

 

Volvamos al accidente. Me han preguntado qué pudo haber pasado; y, ante la probabilidad de que hubiera fallado el “autothrottle”, si eso era posible. Y de si, por motivo de ese desperfecto, pudo haberse caído el avión… Primero, hablemos de lo sucedido, o de lo que sabemos... El 9 de enero de 2021, un Boeing 737 de la empresa Sriwijaya Air, vuelo SJ-182 con 62 personas a bordo, despegó del Aeropuerto Sukarno Hatta, de Yacarta, hacia Pontianak, Indonesia. Cinco minutos después del despegue, mientras volaba sobre el mar de Java, la aeronave perdió altitud y cayó 10.000 pies en menos de un minuto. La tripulación no declaró una emergencia y tampoco informó de ningún problema antes de que el Boeing desapareciera de los radares. Los hallazgos iniciales sugirieron que un “autothrottle” defectuoso podría haber influido en la pérdida de control de la aeronave siniestrada.

 

Como se sabe, los pilotos tenemos un cierto recelo al hablar de los accidentes de nuestros colegas, preferimos no hablar de lo que a nosotros también nos pudiera ocurrir. Tampoco estamos seguros de que, en caso de estar expuestos a similares circunstancias, haríamos algo diferente o tomaríamos otro curso de acción. Pero la pura verdad -la verdad de la milanesa- es que, como cualquiera lo haría, conversamos entre nosotros, intercambiamos opiniones, especulamos respecto a lo que pudo haber pasado; es más: nos animamos a considerar qué pudieron haber hecho mal nuestros colegas; o qué cursos de acción o alternativas pudieron haberse tomado si lo que se sospecha pudo haber ocurrido.

 

Decir que no lo hacemos sería una hipocresía. Sería reconocer que los accidentes suceden en aviación y no queremos aprender la lección, porque tenemos el escrúpulo de no hablar de los errores o reacciones ajenas. Sí, reacciones, porque muchas situaciones en aviación suceden en forma imprevista, de golpe, zas! Por lo mismo, en ocasiones nos preguntamos: ¿Qué se pudo haber hecho en condiciones ideales?, aunque de antemano sepamos que aquello de las “condiciones ideales” raramente existe. Además, ¿qué nos asegura que no lo hicieron?, ¿qué pudo haber ocurrido si lo hicieron y no tuvieron el resultado esperado? Así, y con el propósito de aprender de los errores y desgracias de los otros, nos animamos a preguntar: ¿qué más pudieron, qué más debieron hacer?

 

Podemos concluir que todo sucedió en forma repentina. Lo qué pasó no les dio tiempo para reaccionar. El súbito cambio de potencia, produjo muy probablemente una violenta reacción imprevista, tan súbita y brusca que quizá pensaron que se debía a un problema de controles de vuelo y no a una falla del sistema del acelerador del motor. Esto, si es que cayeron en cuenta que efectivamente se trataba del motor que se había acelerado (o desacelerado) por su cuenta (dependiendo, además, de si estaban en ascenso o nivelados transitoriamente a 10.000 pies); tal vez desconectaron el acelerador automático y trataron de controlarlo manualmente. Quizá esto no surtió efecto… y entonces decidieron apagar el motor.

 

Al hacerlo, es probable que el motor no se hubiera podido apagar; en cuyo caso, solo les quedaba una alternativa, si tuvieron tiempo para pensar: utilizar el sistema “contrafuego” del motor, lo cual les permitía cortar todo tipo de alimentación hacia el mismo, acción que anula los demás controles y apaga la turbina automáticamente. En fin... lo importante es que una cosa es verlo con el beneficio de la perspectiva del tiempo, que permite analizar lo que “pudo haberse hecho”, sin estar sujeto al factor de lo inesperado; y, además, con la tranquilidad para actuar en forma adecuada, serena y oportuna... Claro que aquello de que suceda el desperfecto era “posible”; y si era posible, también era probable. Pudo haberle ocurrido a cualquiera. Y aun... ¡volando en cualquier avión!


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08 febrero 2021

Eso de morir por las palabras

Luego de la publicación de la primera gramática castellana, atribuida a Antonio de Nebrija, asunto que ocurre en el mismo año del Descubrimiento, existen tres iniciativas relacionadas con la elaboración de un diccionario. La primera pertenece al propio gramático complutense; es un diccionario latín-español; la siguiente es el Tesoro de la lengua, de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611, a caballo entre la publicación de la primera y la segunda parte del Quijote; y, la última, siguiendo un orden cronológico, es el primer empeño de la Real Academia, conocido como Diccionario de Autoridades, que ve la luz en el año 1726.

 

Bien vale una breve digresión acerca del Tesoro: Covarrubias era nacido en Toledo y de ascendencia sefardita; había sido un clérigo erudito, capellán de Felipe II y canónigo hasta su fallecimiento. Su intención fue elaborar una obra con carácter etimológico, intentaba conocer el origen de las palabras para indagar su significado. Buscaba encontrar parecidos con los vocablos hebreos. Su obra, a más de ser un diccionario, es un trabajo enciclopédico; está escrita en un estilo personal: revela anécdotas, historias y divagaciones. Respecto al nombre del texto: siempre me asaltó la inquietud de si ese Tesoro quería significar “conjunto de riquezas” o si era una traducción del “thesaurus” latino e inglés, en el sentido de catálogo lexicográfico.

 

De vuelta a lo que nos interesa: habría de pasar casi un cuarto de milenio para que alguien propicie nuevamente un trabajo similar. De pronto, hacia mediados del siglo pasado, se publicaron tres nuevos e importantes diccionarios, en el lapso de tan solo veinticinco años, uno cada doce años: el Diccionario Ideológico de Julio Casares en 1942, el etimológico de Joan Corominas en 1954 y el Diccionario de Uso del Español, de María Moliner en 1966. En el argot lexicográfico se los identifica como el Casares, el Corominas o el María Moliner:

 

* “Diccionario Ideológico” de Julio Casares. El autor había nacido en Granada; era filólogo, lexicólogo y lexicógrafo de formación. Le habría tomado veinticinco años la elaboración de su obra, la llamó “Diccionario ideológico de la lengua castellana”. Al contrario de lo tradicional, dirige hacia el significante partiendo del significado. Pudiera decirse que es un diccionario para ser consultado al revés...

 

* “Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana” de Joan Corominas. El autor era catalán y un reputado filólogo, lexicógrafo y etimólogo. Hay tres versiones: el “Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana”; el “Breve diccionario etimológico de la lengua castellana”, que es la versión abreviada; y el “Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico”, preparado entre 1980 y 1991 en colaboración con José Antonio Pascual.

 

* Finalmente, merece un tratamiento especial el esfuerzo de la aragonesa María Moliner, quien nace con el siglo. María había sido archivera, bibliotecaria y lexicógrafa y había dedicado quince años de su vida a la preparación de este monumental diccionario, el mismo contiene cerca de 200.000 definiciones y es casi dos veces más extenso que el DRAE. Moliner preparó por propia cuenta el “Diccionario de Uso de la Lengua Española”, una iniciativa que, ella reconoce, permitiría “ir de la palabra a la idea y de la idea a la palabra”. Su propósito fue “conducir al lector desde la palabra que conoce al modo de decir que desconoce".

 

Moliner procuró elaborar un diccionario que cubriera las carencias de los ya existentes. El compendio de su propósito fue: “dada la idea, encontrar la palabra mediante la cual esa idea pueda ser expresada más precisa y adecuadamente”. Su experiencia como bibliotecaria le ayudaría a encontrar deficiencias en el diccionario de la Academia; su alternativa fue un texto compuesto no solo por definiciones, sino también por sinónimos, expresiones y frases hechas. Repetía sin presunción, y justificado orgullo, que su obra era “única en el mundo”.

 

Hacia 1952, su hijo Fernando le habría obsequiado el “Learners Dictionary of current English” de A. S. Hornby, que lo había descubierto en Paris. Desde entonces, Moliner habría dado con lo que estaba buscando; y esa casualidad habría marcado, de ahí en adelante, la inspiración para la tarea más importante de su vida. En otra ocasión, luego de haber publicado el diccionario, su hijo le habría regalado un ejemplar del Roget’s Thesaurus, aparecido en 1852. Asombrada y feliz, habría exclamado: “es justamente lo que yo había intentado hacer”.

 

Las ediciones posteriores no fueron bien vistas por sus herederos, quienes repudiaban que las revisiones no habrían conservado la metodología ni el esquema ideado por su madre. Llegaron a calificar a esas ediciones como apócrifas, reclamando que se había mutilado el texto original, que había desaparecido el índice y que no se había conservado el ordenamiento que debía caracterizar al diccionario. En efecto, no se habían utilizado los “catálogos” ideados por Moliner y se los había reemplazado por un inadecuado orden alfabético. María Moliner fallecería a los ochenta y un años, luego de seis años tormentosos de una demencia que le habría ido robando el uso de esas mismas palabras que un día fueron su razón de existir.


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05 febrero 2021

La “nueva” Ecuatoriana *

Una historia de la aviación nacional – Parte IX

Como parte de la iniciativa para reducir la participación del estado en la economía, el Congreso aprobó leyes importantes para lograr este objetivo. Más adelante, se expidió el Decreto 1990, de agosto de 1994. El CONAM fue autorizado para privatizar y convertir Ecuatoriana de Aviación en sociedad anónima y vender el 75 por ciento del capital al sector privado. Finalmente se dictó la Ley de Rehabilitación de Ecuatoriana, que preveía su privatización parcial y venta a inversionistas privados. La aerolínea dejó de operar. Airbus le embargó los dos A-310 adquiridos en 1992, ante el incumplimiento de sus obligaciones.

En preparación para su privatización, el gobierno contrató un estudio con el propósito de revisar su desempeño. Los resultados determinaron que la empresa había adoptado malas decisiones en materia de estructura de rutas y programación, y había subutilizado sus derechos de tráfico y equipo. Esto, combinado con una comercialización inadecuada, bajos factores de ocupación y transporte de carga. Ecuatoriana tenía altos costos de operación, con ingresos muy bajos comparados con su real potencial. La flota era obsoleta e inapropiada. Esto se agravó por una deficiente utilización y una deteriorada generación de recursos económicos. Además tenía una estructura de costos inapropiada por su exceso de personal, falta de control interno y poca experiencia administrativa.

Ecuatoriana de Aviación comenzó un largo y controvertido proceso de calificación y selección de posibles accionistas quienes adquirirían hasta el 50 % de las acciones de la empresa. Participaron nueve consorcios internacionales integrados por líneas aéreas e inversionistas privados, entre los que se contaban los liderados por ACES-Aeroecuador, Air France, Avro-British Aerospace, Carnival Airlines, Challenge Air Cargo, Continental Airlines, Protexa-Aerogal, Filancasa-TACA y VASP-Juan Eljuri. La adjudicación definió la entrega del paquete accionario al consorcio liderado por el brasileño Wagner Canhedo de VASP y Juan Eljuri, quienes  pagaron US$ 1.500 dólares por cada una de las 21.947 acciones puestas en venta.

Este paquete representaba el 50.1% de las acciones. Del 49,9% por ciento de las acciones restantes, solamente se vendería el 24,9 por ciento en pequeños paquetes y el Estado se reservaría un 25 por ciento que sería administrado por TAME. Las empresa ganadora tendría que aportar una flota de aviones, capital de trabajo, personal, entrenamiento y equipos computarizados. Para entonces, Ecuatoriana no tenia pasivos. Era importante el hecho de que, a pesar de que llevaba varios años sin operar, mantenía vigente su asignación de rutas. Las operaciones se iniciaron propiamente a mediados de 1996.

El consorcio liderado por Wagner Canhedo había crecido y se había consolidado como el VASP AIR SYSTEM, luego de haber adquirido además de Ecuatoriana de Aviación, el Lloyd Aéreo Boliviano, recientemente privatizado por el gobierno de ese país y la pequeña empresa doméstica argentina Transportes Aéreos del Neuquén, TAN. El consorcio no pudo sustentar su crecimiento y pronto dejo de pagar sus obligaciones, salarios a sus funcionarios, leasing financiero de sus aviones y empezó una pugna con el gobierno brasilero por el no pago de las tasas aeroportuarias y derechos de aeropuerto. El consorcio Cielos de América fue disuelto y dejó de operar como tal. La  alianza solo se dio hasta el año 2001, cuando VASP se vio en la penosa situación de limitar sus operaciones internacionales desde el Brasil.

Mientras tanto, las principales rutas internacionales de Ecuatoriana habían sido transferidas a SAETA. Con la adquisición del primer Airbus A310, se iniciaron los servicios a Nueva York. A pesar de todo este esfuerzo, SAETA no lograba superar sus dificultades financieras.  Con la eliminación del apoyo del gobierno a la aerolínea, fue forzada a declararse en quiebra bajo la ley americana. Una vez que la Ley 41 fue aprobada por el Congreso, y entraron en vigencia sus reglamentos, la empresa decidió reorganizarse en base a la ley ecuatoriana.  

SAETA solicitó la disolución de los trámites de quiebra y las Cortes de Estados Unidos le otorgaron esa solicitud en mayo de 1994. Así logró sobrevivir y fue reorganizada. También se consolidaba en el mercado doméstico con la adquisición de SAN, su eterno rival. En ese año, el Grupo Dunn participó en una licitación internacional para la adquisición de 80% de Líneas Aéreas Paraguayas LAPSA, llegando a convertirse en adjudicatario. Las rutas aéreas de SAETA se expandieron y formó con LAPSA una red de destinos a lo largo y ancho de América, con dos centros operativos en Guayaquil y Asunción. Entonces decidió alquilar una flota de Airbus 320 para efectuar las operaciones conjuntas de SAETA y LAPSA.

En Septiembre de 1996, las acciones del Consorcio Cielos de América fueron vendidas al grupo TAM del Brasil. Posteriormente, las operaciones de SAETA fueron suspendidas y solo sobrevivieron las operaciones desde Paraguay que se operaron bajo el nombre de TAM Mercosur, con aviones Fokker 100. A partir de 1999 se inició un enorme flujo migratorio de ecuatorianos hacia otros países del mundo. En la práctica, Ecuatoriana de Aviación desapareció como tal. Desde el 2005 han corrido numerosos rumores sobre la posibilidad de resucitar a la aerolínea, pero hasta la fecha no se ha concretado nada. A pesar de la mala gestión económica de sus propietarios, la empresa tuvo un excelente récord de seguridad, pues no sufrió un solo accidente fatal durante su operación en la era del jet.

* Autor: Jaime Escobar Corradine, Academia Colombiana de Historia Aérea. Con mi edición.


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