22 febrero 2021

Adiós a Eduardo Pilo-País

No tuvimos oportunidad para despedirnos. Me pasa con frecuencia con ciertos hombres buenos... Eduardo era una de esas personas que uno cree que nunca van a irse de nuestro lado, que uno está seguro que nunca nos van a dejar... Él juntaba, en armoniosa simbiosis, las cuotas precisas de discreción y ecuanimidad. Prefería no dar nunca su opinión si ésta no iba a estar inspirada en el propósito conciliatorio; creo que a eso nos acostumbramos: a no concluir nuestras discusiones si antes no habíamos escuchado su criterio mesurado, esa voz que resumía lo más rescatable que los demás habían dicho. Así de transparente era su verdad.

 

Jamás lo vi apresurado y, ahora que lo pienso, creo que tampoco lo vi de mal humor. Tuve el privilegio de conocerlo en los primeros días de mis inicios profesionales; fuimos más tarde compañeros y amigos. Y, sin haber necesitado visitarnos con frecuencia, pronto descubrimos razones para nuestra identidad; podíamos contar el uno con el otro. Fue, la nuestra, una amistad que perduró a través del tiempo y la distancia; pero hoy se ha interrumpido porque debía reunirse con la compañera de toda su vida. El Creador, que es quien realmente funge de “rostering officer”, le había asignado para un vuelo sin retorno predecible. Lo había “sacado de reserva” y lo había programado para un viaje hacia la insondable oscuridad.

 

Yo no había cumplido todavía dieciocho años, cuando cuatro aviadores de edad mediana, caracterizados por sus formas militares, llegaron a Vero Beach, donde yo estudiaba. Quiso la fortuna que los hubieran enviado al mismo centro de entrenamiento al que yo había ido para recibir mi adiestramiento. Me llamaba la atención que se trataban con una rara forma de respeto, no exento de un curioso sentido de dependencia y de desigual autoridad... Habían sido parte de la misma institución militar que los había formado, por lo que no abandonaban el rigor de su anterior jerarquía para comunicarse. El menos “antiguo” era Eduardo Pilo-País.

 

Había en el grupo un general, dos coroneles y un mayor; todos eran oficiales retirados de la Fuerza Aérea (uno de ellos había llegado a Comandante General). Ya habían satisfecho sus respectivas evaluaciones y se los había escogido como nuevos comandantes para los recién adquiridos Boeing que volarían para Ecuatoriana. Su entrenamiento se había programado para que cumplieran con el último requisito que se les había impuesto: obtener la licencia americana de piloto de línea aérea. El Airline Transport Rating (ATR), la licencia más alta a la que aspira un aviador, una suerte de licenciatura en términos de la aviación comercial.

 

Claro que yo estaba ahí para algo más modesto. Vivía, por entonces, la ilusión de cumplir con mis primeras doscientas horas de vuelo. Sin embargo, debido al sistema didáctico que se utilizaba, había que ir cumpliendo con un listado temático que se conoce como “Syllabus”, lo que permitía que alumnos de diversos niveles coincidieran en la misma aula para las materias que eran de requisito general. Así los fui conociendo, aunque con la premisa de que era mejor tratarlos por su grado respectivo... Nunca me imaginé que pasado el tiempo, sería copiloto de tres de ellos, y que ocasionalmente sería su subalterno en la misma empresa que los había enviado para que obtuvieran aquel indispensable requisito.

 

Nunca fue difícil hacer buenas migas con Eduardo. Había algo en su serena forma de ser, y en la pausada actitud de su apostura, que invitaba a la confidencia. Él era de natural callado y circunspecto, pero tenía algo que irradiaba esa, su casi religiosa paz interior. Desde ahí hasta siete años más tarde, cuando ingresé a volar en Ecuatoriana, (sí, yo también tuve que “hacer la rural”...), nos encontrábamos ocasionalmente -Eduardo podía ser muy reservado- pero siempre fue muy amigable y cordial. Más tarde, lo designaron instructor de simulador para nuestro curso del 707; él nos preparó a todos como copilotos. Desde ahí en adelante, pasaría a conocerlo más de cerca como compañero, amigo y profesional. Así, aprendí a apreciarlo como la persona que era y a identificarme con sus inquietudes e intereses.

 

Dos años después, salí de Ecuatoriana temporalmente. Una decisión controvertida había resuelto interrumpir el sistema de escalafón que determinaba las promociones para comandante. La medida me afectaba directamente; pero había algo más: yo detentaba la primera antigüedad de mi promoción; si transigía, hubiera afectado a los demás... Busqué otra alternativa y renuncié. Pero... la historia nunca está exenta de ironía: hubo un cambio administrativo y designaron nuevas dignidades. Eduardo, ahora a cargo de la Gerencia de Operaciones, me propuso volver. Esto dejó insubsistente mi renuncia y permitiría que siga en Ecuatoriana por otros quince años. Esto hubiese sido impensable sin aquel gesto de confianza del “Mayor Pilo”. No lo hubiera podido defraudar.

 

Pero, la vida no es para toda la vida... Me fui del país por veinte años. Para cuando volví, Eduardo ya había liderado el trámite para que Ecuador recuperara su categoría para volver a volar a los Estados Unidos; él impulsó el proceso de recertificación. ¡Quién no sabía de él! Yo tuve la suerte de conocerlo como dedicado padre y esposo, como gran amigo y como formidable profesional. “Vas bien”, solía decirme de rato en rato... Jamás hubiera podido desilusionar su confianza; hubiera sido muy triste no ser recíproco con su afable y generosa amistad. 


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario