20 febrero 2021

El manantial del desatino

Cuento. Una colaboración de: Iván Toral Bocezi.

Llegamos al "manoir" a la hora del aperitivo vespertino. Cansados como estábamos, a consecuencia del largo viaje desde Toulouse, cenamos en forma frugal unos deliciosos canapés de “fromage et saucisson de porc” (variedades de queso y salchichón de cerdo) y, pronto, mi primer oficial y yo, nos retiramos temprano a nuestras respectivas habitaciones. Se trataba de una bien dispuesta mansión, que en el sur de Francia llaman “manoir” (significa “señorío” y se pronuncia manuar); era una edificación de intermedia condición entre una quinta de verano y una residencia aristocrática en medio de la campiña aquitana, muy cerca de pequeños y primorosos poblados.

Fuimos atendidos con muestras de simpatía e insuperable hospitalidad; los franceses del sur son pródigos y extraordinarios anfitriones. Quien fungía de paterfamilias era un tipo joven y dinámico; diseñador de equipos electrónicos aeronáuticos, exudaba esa rara confianza que otorga la solvencia profesional, había participado en la arquitectura del detector de fallas del avión que me habían enviado a entrenar. Sin embargo, ciertos embozados gestos que lo caracterizaban trataban de disimular sus celos maritales, aquella inequívoca inseguridad personal que parece ser la impronta de algunos hombres a quienes la fortuna no ha querido favorecer con su estatura.

La mujer era más joven; algo en ella denunciaba su insatisfacción ante las mieles esquivas del placer o quizá su conciencia frente a la inminente llegada del crepúsculo de la madurez... Era una excelente conversadora, propensa a la relación amena y a la nota confidencial. Algo entrada en carnes, no parecía sentirse incómoda ante su robusta condición; tenía cierta tendencia a la tertulia fácil y parecía revelar, sin proponerse, su insatisfecha intimidad. Pero su rostro no era orondo, sus facciones eran finas y delicadas, reflejaban su traviesa sensualidad, aquella dulce y femenina voluptuosidad que parecía develar la curiosidad de su carácter. Era eso: una mujer-mujer, una ninfa que cuando se acercaba parecía comunicar su disponibilidad. Se había escapado de una erótica pintura de Goya, pero estaba dispuesta a saborear las fuentes del placer antes de que le obligaran a regresar...

Las habitaciones eran cómodas y bien dispuestas; todo estaba limpio y bien provisto. Sin embargo, no pudimos dormir tranquilos aquella primera noche. Desde los altos tumbados, una invasión jamás anunciada de voraces zancudos se lanzaban en picada con marcial persistencia, con la inconfundible intención de agotar sin misericordia nuestras reservas de sangre. Podía percibir a través de la pared divisoria, los esfuerzos de mi desesperado e indefenso copiloto que se encontraba ocupado, librando desigual combate contra esas feroces y despiadadas, aunque diminutas, alimañas; insignificantes pero diabólicas bestias sanguinarias.

Pronto, por fortuna, llegó la elusiva madrugada. Hasta entonces, fiel a mis escrúpulos andinos, no había querido provocar algún tipo de bullicio que pudiera incomodar a nuestros generosos anfitriones. En lo personal, esperaba el anuncio de cualquier primer ruido exterior para poder salir de la habitación, con el propósito de intentar tomar un rápido baño que me permitiera refrescarme; tan fastidiosa y agotadora había sido la obcecada insistencia de los infames mosquitos en aquella tortuosa noche. Más que morderme, me habían agotado.

La casa tenía una sui generis arquitectura, los baños eran comunes y estaban ubicados hacia el final de los corredores. Cuando crucé el umbral de la puerta del dormitorio pude escuchar el ruido de las duchas; alguien se estaba bañando. El agua que emanaba de los surtidores me ayudó a orientarme y, dócil, obedecí en esa dirección. Al ingresar, me dirigí hacia el cubículo que estaba disponible; sin embargo, no logré regular la temperatura adecuada del agua. Molesto, volví al vestidor confiado en que, quienquiera que se estuviese bañando, pronto me dejaría la ducha disponible mientras esperaba. Quien lo hacía, pronto se apercibió de que alguien esperaba que terminara. Retiró entonces parcialmente la ligera cortina y así pude advertir que era ella… “No esperes de gana”, me invitó y con un ligero movimiento de cabeza insinuó que estaba bien si compartía con ella el manantial de su regadera… Yo dudé por unos segundos; pero, luego, sumiso concedí, me desnudé y accedí a lo inevitable.

El agua estuvo en el punto perfecto, surtía con un ritmo alegre, impetuoso e inagotable. Demás está comentar que el duchazo vino agregado de un nunca anunciado pero siempre bienvenido masaje. Sus formas eran rotundas y misteriosas. Nos dimos, sin haberlo anticipado, al gusto de compartir el lúdico capricho del agua, y el de disfrutar los lúbricos y reprimidos placeres que esconde el frenesí de la sangre.

No nos miramos a los ojos durante todo ese día; breves y fugaces miradas furtivas interrumpieron nuestras ocasionales conversaciones. Ambos sabíamos que ahora nos unía la magia de la complicidad, e intuíamos que debíamos esperar para compartir el baño de la mañana siguiente. Habríamos de acudir a una cita que había sido concertada por el destino. Ella era algo gruesa y opulenta; mas, aquella ansiosa turgencia de sus rollizas carnes me había seducido desde el principio. Sus rítmicos y lentos espasmos supieron invitar mi díscolo desatino.


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