28 enero 2022

De mayordomos a emperadores

Sería difícil entender la futura organización política que tuvo Europa, y sobretodo la conformación de su posterior mapa político, sin apreciar la influencia de los llamados pueblos francos entre los siglos III y VIII (franco quiere decir libre, similar que en español, con sentido militar). Equivale a decir que: desde unos doscientos años antes que el depuesto Rómulo Augústulo, de solo diez años de edad, hubiese conseguido la dudosa fama de convertirse en último emperador romano. Muchas cosas pasaron desde entonces hasta el año 800 d.C., cuando un tal Carlomagno alcanzaría la más alta dignidad del Sacro Imperio Romano Germánico.

 

La frontera septentrional del Imperio estaba constituida por dos accidentes naturales: el Danubio y el Rin. Esas fronteras, fueron habitadas por tribus bárbaras; no eran colonias, tenían la condición de territorios "federados": los ocupaban en base a acuerdos con los romanos (la palabra latina foedus designaba un tratado solemne y a perpetuidad). Las tribus protegían las fronteras y hasta proporcionaban contingentes militares. Los francos, se asentaron en lo que correspondería hoy a la actual Bélgica, nororiente de Francia, los Países Bajos y Renania, es decir, el noroccidente de Alemania; todo ello se llamaba Austrasia. La región formaba una cruz recostada cuyo centro era Aquisgrán; Aachen, en alemán; o Aix-le-Chapelle, en francés.

 

Los francos fueron el primer pueblo germánico asentado en territorio romano; en el 420 aprovecharon el desorden interno del Imperio para avanzar hacia el sur de la Galia y al este de la Aquitania visigoda. En el 450, ante la invasión de los hunos, se desplazaron hacia occidente y, cuando Atila se retiró, se anexionaron el norte de la Galia que llamaron Neustria. Más tarde, hicieron incursiones en el sur y ocuparon Borgoña. En este proceso surgió una dinastía que se preocupó de consolidar las conquistas previas: los merovingeos, cuyo rey Clodoveo I, nieto de Meroveo -epónimo de la dinastía-, fue el creador del reino franco; él efectuó un importante proceso de expansión. Aunque, la dinastía adoptó la costumbre de repartir cada vez el reino a los respectivos herederos.

 

Clodoveo I era pagano; se había convertido al cristianismo luego de casarse con una princesa burgundia, con lo que no solo se habría acercado al papa y a los romanos, sino que habría propiciado una conversión masiva de sus protegidos. Los pueblos germánicos, a su tiempo, habían sido evangelizados en la fe arriana. El arrianismo, no acepta el dogma de la Trinidad, y cree que Jesucristo fue creado por Dios Padre; discrepa con la creencia de que Padre, Hijo y Espíritu Santo son uno y trino, tal como lo entienden los católicos y lo establece el Credo de Nicea. Ellos siguen las enseñanzas de un presbítero de Alejandría, conocido como Arrio (siglo III). Su postura ha dado lugar a grandes controversias en el seno de la Iglesia (pocos católicos caen en cuenta que repiten una frase todos los días, que es conocida como la “cláusula filioque”).

 

Un hijo de Clodoveo I, Clotario, se preocuparía de reunificar el reino. Para entonces, surgió la figura de unos funcionarios llamados “mayordomos de palacio”, estos eran los encargados de efectuar las tareas principales. Los mayordomos fueron adquiriendo poco a poco un inmenso poder, eran verdaderos primeros ministros y, en la practica, eran quienes gobernaban estos reinos. Esto dio lugar a que los reyes se convirtieran en personajes cómodos e inútiles, y se transformen en “reyes holgazanes”.

 

La situación propiciaba la llegada de un líder que pusiera las cosas en orden. A esa dinastía habría de seguir la Carolingia, la misma que tomó el nombre de un mayordomo que había heredado esa posición a la muerte de su padre. Carlos Martel tuvo que enfrentar a la madre del heredero al trono y a varias facciones para asegurar la transición, pues era hijo bastardo. Martel habría de consolidar su hegemonía con varias batallas de las que salió victorioso. En 732, se enfrentó a los ejércitos árabes en Poitiers, cerca de Tours, en una batalla que en la práctica definió el destino de Europa. No necesitó proclamarse rey; su hijo fue Pipino el Breve, otro incansable guerrero que no recibió el calificativo por rápido ni por sucinto. Pipino no llegaba a metro y medio, pero su estatura no fue óbice para que cumpliera a cabalidad con su cometido.

 

A Pipino habría de reemplazar Carolo o Karolus, mejor conocido como Carlomagno; este era alto y corpulento, y sumó a esa característica, su gran inteligencia, su olfato diplomático y un gran sentido de estrategia militar. Carlomagno fue el verdadero unificador, no solo de los antiguos reinos francos sino de gran parte de Europa; negoció con el papado, venció a los lombardos y fue ungido por el papa León III el día de Navidad del año 800, ahora era el flamante emperador del poderoso Sacro Imperio Romano Germánico; restauraba así el Imperio Romano de Occidente, desaparecido en el 476. Por ello se lo conoce como “padre de Europa”, murió y fue enterrado en la catedral de su preferida ciudad imperial: Aquisgrán.


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25 enero 2022

Las edades de la Historia

El hombre se llamaba Christof Keller. El dominio que por un milenio y medio mantuvo el latín en el mundo occidental, hizo que se lo conociera para la posteridad como Christoforus o Cristóbal Cellarius. Eran tiempos que, en la práctica y como se puede ver, se traducían al latín hasta los apellidos, lo curioso y sorprendente no es que se hubiera hecho costumbre de algo tan superfluo e innecesario, sino que se lo hiciera muchas veces en forma ligera y arbitraria; por ventaja para su caso, al menos se había conservado el significado original: tanto Keller, en Alemán, como Cellarius, en latín, quieren decir sótano, bodega o cava. O, "cellar", como se dice en inglés.

 

Cellarius había nacido en Alemania en 1638, era historiador y se ganaba la vida como profesor de la Universidad de Halle. Habría sido la primera persona a la que se le habría ocurrido hacer aquella división, hoy ya clásica, relativa a las Edades de la Historia; el fue el primero en proponer esos tres conceptos: Edad Antigua, Media y Moderna. Keller estuvo interesado en definir en forma clara la etapa intermedia de esas edades; de hecho, el título de uno de sus tratados habría de establecer el ámbito de la misma: “Historia Medii Aevi a temporibus Constanini Magni ad Constaninopolim a Turcis captam deducta”, que quiere decir “Historia de la Edad Media: desde la época de Constantino el Grande hasta la conquista de Constantinopla por los turcos”.

 

Este concepto, el de una Edad Media como una cláusula de tiempo inamovible y definitiva, no es una entelequia universal, tampoco es válido para la Historia de otras regiones del mundo, Asia por ejemplo. Es una idea basada en lo que fue el acontecer europeo u occidental en un determinado período de tiempo. Tampoco sería correcto encasillarla dentro de los límites de años específicos pues, más que fechas, estuvo precedido por acontecimientos que se fueron desarrollando, supuso una serie de importantes cambios y transformaciones que tomaron bastante tiempo. Se establece, por ejemplo, que la Edad Media se inicia con la caída del Imperio Romano de Occidente, pero aquello fue solo consecuencia de otros factores, no solo de que el bárbaro Odoacro depuso a Rómulo Augústulo (el pequeño Augusto), el último emperador romano.

 

¿Qué caracterizó a la Edad Media? El primer factor relevante que surgió ante el debilitamiento y posterior colapso del Imperio, fue el fortalecimiento del poder de los jefes de ciertas tribus bárbaras; este es quizá el elemento más influyente, porque al habérseles dado autonomía, se propició el estado ideal para el régimen que definiría al Medievo: el feudalismo. Otro hecho importante es la consolidación y hegemonía que paulatinamente va alcanzando el Cristianismo. Del mismo modo, ésta época coincide con el gradual avance del Islam en Europa que es interrumpido con la batalla de Poitiers (año 732 d.C.), justo cien años después de la muerte del profeta Mahoma. Este episodio no evitaría, sin embargo, la posterior toma de Constantinopla que marcaría el final del Medioevo.

 

Para algunos la Edad Media va desde el año 476 d.C., considerado el de la caída del Imperio Romano de Occidente, hasta 1492, cuando Cristóbal Colón descubrió América. Hay quienes, sin embargo, hacen coincidir tres acontecimientos que sucedieron en 1453: la mencionada toma de la vieja Bizancio por los Otomanos; el final de la Guerra de los Cien Años, entre Inglaterra y Francia (que se inició en 1437 y tuvo realmente una duración de 116 años); y el descubrimiento o invención de la imprenta (efectuado por Gutenberg, y que probablemente sucedió en 1440). Este último hecho, por sí solo, habría de influir en la democratización y diseminación del conocimiento y la información, un privilegio que estuvo por muchos años reservado a monjes y copistas. De ahí en adelante, nada habría de ejercer más influjo en el pensamiento y la libertad del hombre, en sus ideas y creencias.

 

En días pasados me consultaban acerca de cuáles consideraba que habrían sido los inventos más importantes de la humanidad. Pensé en la imprenta, pero medité en cuáles le hubieran parecido, al hombre de la Baja Edad Media, al hombre del Renacimiento, los inventos más relevantes, sin tener que incluir aquellos portentosos inventos que trajo la modernidad (los antibióticos, la luz eléctrica, las máquinas a vapor, el motor a combustión, la aviación, el teléfono, el televisor, el ordenador o el internet), y he pensado en lo que representaron otras iniciativas más antiguas que fueron propiciadas por la imaginación del hombre, como la rueda o el fuego, la escritura o el alfabeto, o el arado que siguió a la agricultura. Pensé en todo ese avance formidable que refleja aquella cadena continua de causa y efecto que llamamos civilización.


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21 enero 2022

Un largo y ardiente romance

Era la última semana de agosto de 1969; a la sazón, yo era todavía menor de edad. Me hizo falta, por lo mismo, conseguir un apoderado (guardián) para obtener la visa americana y ser aceptado en la academia de vuelo en los Estados Unidos. El día previo a mi partida, cometí un pecado de inoportunidad: “me declaré” a quien sería, oficial y técnicamente, la primera enamorada que tuve en mi vida (siempre fui algo tardío para los trámites del corazón). Eso, con un interregno de libertad intermedia que duró casi un año, sucedió a principios de los años setenta. Creo que estuve convencido que la afortunada sería no solo la primera sino también mi última enamorada, es decir que aquella calentura me duraría para el resto de mis días…

 

Lejos de lo que pudiera pensarse, no siempre tuve auto propio (esos solo son comentarios perversos propagados por mis desaprensivos enemigos políticos); eso vino recién cuando me promovieron a comandante cuando apenas tenía diecinueve añitos. Estaba obligado, por lo mismo, a ir a recoger en bus todas las tardes a la interfecta, a su salida de oficina; el lugar consistía en una agencia de viajes situada frente a la Alameda, entre Hilton Shop y la librería Cima. Mientras disimulaba mi ansiosa espera, solía explorar las últimas novedades editoriales que exhibía el negocio de libros referido. Fue allí donde me dejé cautivar por una colección de Plaza & Janés: se trataba de una edición de lujo, en quince tomos, de los Premios Nobel de Literatura. Puede decirse que fue allí cuando comenzó mi romance con Suecia y sus escritores.

 

Cedí a la novelería. Decidí adquirir los primeros tres tomos y postergué la compra de los doce restantes para la Navidad de los años siguientes… La fémina estaba tan seducida por mis ya comprobados como incuestionables encantos que se comprometió a aportar con el resto de los volúmenes, uno por cada Pascua venidera. Mas, fue solo “promesa de cumbiambera”: nunca pasé del quinto compendio… Así supe de Selma Lagerlöf, Premio Nobel 1909, con su extraordinaria saga: “La leyenda de Gösta Berling” (vol. 1); siempre recordaré su formidable novela como una de las más fascinantes historias que jamás disfruté en mi vida. Así conocí también de Pär Lagerkvist, Premio Nobel del año de mi nacimiento (vol. 4); suya es aquella genial novela corta, de la soledad y de la angustia, titulada “Barrabás”, el despreciado y oscuro personaje bíblico.

 

La fémina tenía su residencia en el barrio de La Floresta, muy cerca de la casa dónde vivía otra agraciada jovencita, de porte escandinavo, que salía a pasear por las tardes en compañía de sus celosos y nada amigables mastines. Lejos estuve de sospechar que esa misma dama vikinga se desposaría un día con quien llegaría a ser mi colega de profesión y, ante todo, el más cercano de mis ocasionales confidentes, un amigo y compañero para toda la vida.

 

En el verano del 91 tuve oportunidad de conocer Suecia, un país con una extensión de 450.000 kilómetros cuadrados, con algo más de diez millones de habitantes. Era la primera vez que iba a Escandinavia, la tierra de Grieg y Sibelius, dos de mis compositores favoritos. Llegué a Estocolmo, situada a sesenta grados de latitud norte, para realizar un curso de Seguridad Aérea; su aeropuerto, el de Arlanda, era el más avanzado que existía en el mundo. Entonces supe lo que era el verano boreal y el real color azul cobalto: creo que nunca vi la noche. Me había becado el gobierno sueco para efectuar una de las más completas e intensivas capacitaciones que realizaría en mi vida de piloto. Lo hice en Swedavia, uno de los institutos más reconocidos en el mundo para esa especialidad. Las bases que entonces adquirí serían cimiento para muchas actividades en las que más tarde participaría.

 

No he vuelto a Suecia, aunque después he estado muchas veces en Dinamarca. Desde Kastrup, el aeropuerto de Copenhague, se puede divisar la costa suroccidental de Suecia. Un interminable puente cruza el Báltico y une Kastrup con Malmo en Suecia, puerto que está ubicado justo en una zona conocida con el mismo nombre de unos famosos camiones: Escania. Copenhague es una ciudad hecha para caminar; paseando se llega a todas partes: al parque de Tívoli, al museo de Tycho Brahe o a la diminuta estatua de la Pequeña Sirenita, la protagonista del famoso cuento de otro prolífico escritor danés: Hans Christian Andersen.

 

Si bien lo reviso, mi romance con Suecia no ha concluido: manejo un Volvo, paradigma del automóvil seguro y confiable; de hecho, he manejado esa marca por casi veinte años. Suecia es patria de gente amable, dotada de un enorme sentido de comunidad, amiga de realizar cortos cruceros por el Báltico, donde se pueden degustar los camarones más sabrosos que haya probado en mi vida. Nunca olvidaré aquel su vino blanco inagotable. ¡Skål!


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18 enero 2022

Empanadas de “guarmilla”

La vida es un continuo, insospechado e inagotable descubrimiento; no obstante, dicho proceso depende en gran medida de nuestra propia volición, es un acto de voluntad. Además, no siempre los hallazgos son gratuitos, es muy poco probable que los mismos sean la mera consecuencia de la casualidad. A la larga, “quien busca encuentra”, pues es poco posible, y menos plausible, que descubramos algo nuevo sentados en la comodidad de nuestros hogares y no tomemos siquiera un texto de lectura cualquiera para tratar de desvelar algo nuevo. Es más, me atrevería a postular algo adicional: no hay nada que nos produzca más placer ni nos haga tan felices como el proceso de explorar –cualquiera sea su forma– para así dar con un nuevo descubrimiento.

 

Lo comentado ha empezado a sucederme durante los fines de semana que es cuando me proveo de perruna compañía y salgo a deambular por lugares que antes no había explorado ni conocido. Así descubro, en frase de Borges, que la geografía no deja de presentarse como un “jardín donde los senderos se bifurcan”, donde existen otros sitios, terrenos y paisajes, donde se encuentran diversas situaciones y condiciones; uno hace nuevas e insospechadas indagaciones, adquiere inesperados conocimientos, y se cruza con gente nueva y diferente.

 

Hoy atravesé el cercano barrio de San Carlos, y puse rumbo hacia La Merced. Allí, la carretera parece terminar junto a una estribación del cerro Ilaló, en su parte suroriental; sin embargo, aunque el camino se angosta y se transforma en un sendero sinuoso, se mantiene la doble vía y el pavimento se prolonga por unos pocos kilómetros. De pronto el asfalto termina y ofrece dos opciones: una primera consiste en una curva empedrada de no más de trecientos metros que dirige hacia una quebrada donde funciona un pequeño balneario de aguas termales. La otra pide continuar por la izquierda, siguiendo el perfil de la montaña y dirige hacia el norte, con dirección a Tumbaco, lo hace rodeando la montaña, siempre por su costado oriental.

 

Este es un camino poco transitado pero, en todo caso, “carrozable”; es decir, está destinado al uso de vehículos aunque dependiendo de su tipo (no se lo recomienda para automóviles de baja suspensión, pues el estado de su empedrado es precario y lamentable). En parte, su condición puede deberse al descuido de las entidades públicas, en parte también a lo poco que el sector se ha poblado y, en gran medida, a las características del terreno. Puedo decir que quizá existan muy pocos lugares en el mundo donde la tierra se exhiba tan irregular y quebradiza. Da la impresión de que tractores gigantescos o máquinas colosales se han encargado de crear surcos y desniveles, convirtiendo a ese erial en algo insólito, desigual y accidentado. Es posible también que el tipo de tierra que ahí existe sea terriblemente frágil y deleznable.

 

En el sitio donde el asfalto termina, Delia –una mujer de la localidad, muy sencilla y amigable–, expende empanadas los días domingos; estas están hechas de una mezcla de harina de Castilla y harina de maíz, una combinación que evita que estas se impregnen del mismo aceite con el que las fríen. Las conocen como “empanadas de guarmilla” porque, según Delia y sus familiares, quienes mezclan la harina son siempre mujeres (guarmi es mujer en quichua). Yo sospecho que la voz viene más bien del otro sentido que tiene la palabra guarmi, que también quiere decir “casarse”. Si casarse es también una forma de juntarse, en eso precisamente consiste la guarmilla, que es una harina resultante de juntar o mezclar dos harinas distintas.

 

El lugar donde se encuentra la Y, vale decir donde el camino pavimentado concluye y la vía se bifurca, es conocido por los lugareños como Casachupa (de “casa” –o casha– que significa espina o aguijón, y “chupa” que quiere decir rabo); me atrevo a traducir como “punta del aguijón” o  “rabo de la espina” (los lugareños suponen que quiere decir "aguijón de la abeja"). Desde este lugar, la vista hacia el norte no se interrumpe hasta el siguiente caserío (no creo que alguien quiera llamarlo como aldea o recinto), este está ubicado a mitad de camino. Le han dado por llamar Chuspiyacu (de “chuspi”, que significa mosca, y “yacu” que se traduce como agua o río). “Este es un sitio muy seco” dicen sus moradores, “aquí no hay agua y nadie ha visto un río, tal vez quienes lo bautizaron habrían visto un río de moscas en la ladera”. Me pregunto si el nombre es solo deformación de Chuspiacu, pero tampoco haría sentido.

 

No veo por estos lares ningún tipo de cultivo. Ello no extraña, dado el carácter agreste y desigual del terreno. “¿De qué viven?”, pregunto. “Salimos a trabajar fuera”, responden al unísono. Me animo a predecir, o al menos a conjeturar, que un día no muy lejano una vía de alta velocidad –tal vez una autopista– cruzará por en medio de esta insólita comarca y dará paso al inexorable progreso de este sector tan tosco y áspero, tan arrugado y yermo.


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14 enero 2022

“Había sabido saber” y “de hoy en ocho”

Mi siempre esforzada e industriosa concuñada Lucía, a quien con frecuencia le llaman la atención ciertos giros y palabras que utilizamos los ecuatorianos, suele decirme que soy su “cuñado ecuatoriano piloto favorito”, con lo cual no termina de decirme “ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario”, como decía con travesura no exenta de picardía otro de mis concuñados. No obstante, siendo como es ella peruana de origen, y en el ánimo de otorgar un tono de reciprocidad al propósito de su probable preferencia, no hago sino contestarle que ella también es mi “cuñada trujillana educadora predilecta”… Es ella quien me hace advertir que los ecuatorianos usamos expresiones como aquella del “había sabido saber” o aun otra, un tanto más confusa, como la de hacer algo “de hoy en ocho”.

 

Claro que aquel “había sabido saber” no es sino una forma de exageración para poner énfasis en la idea que ella trata de subrayar: la de que cuando decimos “había sabido irse de pesca” o “había sabido jugar golf”, lo único que queremos expresar es que alguien “tenía la costumbre” o “había tenido la costumbre” de efectuar o ejercitar cualquiera de esas actividades. De hecho, cuando decimos “había sabido hablar francés”, por ejemplo, lo que estamos tratando de comentar, en forma adicional, es que alguien tenía un don, o cualidad, que no los habíamos conocido con anterioridad. Sí, creo que ella también “había sabido” darse cuenta…

 

Pero si hay algo que a Lucía le lleva por el camino de la amargura es algo que no es tan incorrecto, como ella sugiere, ni tampoco es un exclusivo ecuatorianismo; me refiero a la costumbre que tenemos de referirnos a un plazo que empieza el día de hoy y se cumple dentro de una semana (la misma que solo tiene siete días) cuando formulamos un “de hoy en ocho”. Para empezar, y como ya comenté, no es realmente un ecuatorianismo, es una frase adverbial que se la usa en la mayoría de los países de América (un poco menos en el sur del continente) y, lo que es más sorprendente, el giro incluso se utiliza en muchas regiones de España. Algo que también es cierto, es que esta expresión parece que antes se la utilizaba con más frecuencia y que la costumbre de usarla varía de acuerdo a la región o ciudad, e incluso de acuerdo al uso que se le da en cada familia.

 

Pero antes, hace falta hacer una aclaración: el modo correcto de emplear la expresión es con el uso de la preposición “de” y el adverbio “hoy” al inicio la frase; debe decirse, por lo mismo, “de hoy en ocho”, utilizando hoy en forma inclusiva. No sería lo mismo expresar “de hoy en ocho” que decir “dentro de ocho días” o “después de ocho días”. Así, si hoy es lunes y digo “de hoy en ocho” quiero decir el lunes siguiente, porque estoy utilizando el primer lunes en forma inclusiva. No así si aplico cualquiera de las otras fórmulas, en cuyo caso significaría que no estoy refiriéndome a una semana sino realmente a una adición en el calendario de ocho días (no de siete). Nótese, en este sentido, que lo mismo vale para cuando hablamos de “hoy en quince” o de “una quincena” cuando lo que queremos significar es realmente un lapso de dos semanas o, lo que es lo mismo, solo catorce y no quince días.

 

Ahora bien, ¿de dónde nos viene esta vieja o anticuada costumbre (inexacta, por lo demás)? Tal parece que es herencia del castellano antiguo, pues existe en casi todas o (con harta probabilidad) en todas las lenguas influenciadas por el latín, me refiero a las diferentes lenguas del romance. Esto ha sucedido probablemente por una sencilla razón: porque entre los romanos la forma de contabilizar los días, con las calendas, idus y nonas, era un método inclusivo en el que se añadían tanto el día actual como el de referencia. Así, si se hablaba del octavo día antes de las calendas de julio, estábamos hablando del 24 de junio, es decir del primero de los siete días finales de ese mes que, añadido al de las calendas de julio (o primer día de este mes) sumaban ocho días. Con ello, si hacemos cuentas, tanto el 24 de junio como el primero de julio caerían en un mismo día de la semana.

 

Resumiendo, y aunque suene prefabricado, este “de hoy en ocho” solo quiere decir “en una semana” o “luego de siete días”. Insisto: no quiere decir, “hoy más ocho días” sino “hoy, que cuenta como uno, más otros siete días”. Tampoco debe decirse “cada ocho días” ni “después de ocho días”. Así, no hay lugar para confundirse.

 

Mi querida “concuñada peruana confundida favorita” que, según me ha confesado, está muy interesada en aprender a preparar una paella española (pues dice que en el pasado me ha visto elaborar una), bien puede, por lo tanto, hacerse presente “de hoy en ocho” (o de hoy en ocho días), si es que quiere conocer cómo se debe preparar esa forma de arroz español; pero ¡cuidado!, no vaya a venir “luego” de ocho días, porque no solo que ya no va a poder aprender ni la fórmula ni la receta; sino que solo va a encontrar el cocolón o, lo que es lo mismo, el socarrat...


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11 enero 2022

Una aguja en el corazón *

* Escrito por Rosa Montero. 11 de diciembre de 2021

  Maneras de vivir. El País Semanal

 

Hace unas semanas leí una noticia que me dejó un regusto amargo. Contaba que la Audiencia Provincial de Ciudad Real había condenado a nueve años a X por matar a un hombre. Resulta que el padre de X, de edad avanzada y condición física precaria, tenía un compañero de trabajo, Z, que llevaba tiempo maltratándolo, burlándose de él, dándole patadas y llamándolo despectivamente gitano. Indignado, X telefoneó a Z para pedirle explicaciones y quedaron de noche en una rotonda.

 

Z apareció con su primo, cosa que me parece más bien amenazante, teniendo en cuenta el carácter bravucón y abusador de ese mal bicho. Ambos se acercaron al coche de X y éste sacó un cuchillo y se lo clavó al primo de Z, que murió casi en el acto. Lo cual es una barbaridad, sin duda alguna. Más tarde se entregó a la policía y, como es insolvente, sus padres se han hecho cargo de darle una indemnización de 60.000 euros a la viuda y el hijo del fallecido. O sea: ese mismo padre anciano que ha sufrido insultos y patadas vive ahora la amargura de tener un hijo en la cárcel y de verse obligado a empeñar las pestañas para intentar compensar lo incompensable, el asesinato de un hombre. Y todo ese horror y ese dolor lo provocó un tipejo que ha salido de rositas del asunto. A mí me parece una tragedia griega.

 

Sé bien que el ser humano es contradictorio y calamitoso. Soy capaz de comprender los fallos de los demás porque conozco mis propias debilidades, pero hay dos cosas que me resultan imperdonables, y son la crueldad y la voluntad de humillar. Dos maldades máximas que suelen ir unidas.

 

Pero hoy me voy a centrar en la humillación, que me parece el sentimiento más destructivo que puede experimentar una persona. De hecho es tan tóxico y vitriólico que abrasa a su paso, dejando siempre un rastro de cicatrices.

 

La humillación enferma, mutila y en ocasiones mata. Al parecer, la mayoría de los adolescentes que han cometido ataques letales con armas en las escuelas de Estados Unidos han sido niños acosados por sus compañeros; y siempre he pensado que en el 11-S medió cierta dosis de humillación. Recordarán que entre los terroristas de las Torres Gemelas hubo un número curiosamente elevado de ingenieros, vástagos de la oligarquía saudí que habían estudiado en las mejores universidades del Reino Unido. Pues bien, me es fácil imaginar a esos chicos, acostumbrados a ser príncipes feudales en su tierra, siendo ninguneados de manera hiriente por el esnobismo universitario inglés, que es poderoso. Y alimentando en consecuencia un odio enloquecido e insaciable. La feroz ambición de arrodillar a quien te ha arrodillado.

 

Con esto no quiero disculpar a los adolescentes asesinos y aún menos a los fanáticos saudíes, que además es probable que se hubieran pasado a su vez toda la vida humillando a cuantos consideraran inferiores. De hecho, creo que esa es la combinación que genera más torrentes de rabia: el abusador que es abusado. Deberían aprender de la lección, pero me parece que tienden a enquistarse en su maldad.

 

Así que no lo digo como causa que exonera, sino para señalar el terrible destrozo que provoca. El neurocientífico David Eagleman dice en su libro Incógnito que el elemento más habitual en el origen de las esquizofrenias es el color del pasaporte, porque el emigrante que se siente despreciado puede volverse loco. Y también dice que el rechazo social produce el mismo impacto en el cerebro que el dolor físico. Humillar a alguien es como clavarle una aguja en el corazón.

 

Sabiendo como sabemos el tormento que supone que te ninguneen, deberíamos ser mucho más activos en la erradicación de estas actitudes. Que el hecho de humillar a una persona se convirtiera en un acto asocial y abominable, un tabú como el de hacer tus necesidades en público. Pero, claro, ¿cómo vamos a conseguir algo así si nuestro mundo está construido por medio de una intrincada jerarquía de menosprecios? Todas nuestras relaciones están impregnadas de humillaciones sutiles y no tan sutiles; de clases primeras y segundas; de niños acomodados que pueden comprarse las deportivas de televisión y de niños que se sienten inferiores; de pequeños y calculados desdenes entre ciudadanos. En ese caldo de cultivo medran los abusadores sin que nadie haga caso. Pienso en todo esto y siento asco y miedo.


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07 enero 2022

León, mi pasajero

A veces se me hace difícil recordar el año aproximado de un hecho cualquiera o, simplemente, cómo y cuando fue que conocí a una determinada persona; advierto que trastoco las fechas o los acontecimientos y me parece que no logro poner en orden los episodios en base a su real secuencia y cronografía. En tales ocasiones suelo utilizar un artilugio que para algunas indagaciones me sirve casi tanto como lo haría un diario íntimo. Es mi colección de libros de vuelo (no uso “colección” con el sentido del efecto de atesorar o acumular objetos, sino solo con el de “conjunto ordenado de cosas”, como lo define el diccionario). Advierto para el propósito, y no lo hago por alarde o aspaviento, que he registrado hasta ocho de esos cuadernos en los cuarenta y cinco años que ejercí como piloto.

 

Hoy me propuse indagar cuánto tiempo volé para Saeta, luego de que dejé Ecuatoriana de Aviación y, por esas extrañas casualidades de las que están llenas nuestras vidas, caigo en cuenta que he registrado mis últimos vuelos en esta última aerolínea, exactamente en la página postrera con la que he cerrado mi libro de vuelo número 5; esto pasa hacia finales de septiembre de 1992. Anoto por lo mismo, y por rara coincidencia, mis primeros vuelos en Saeta cuando comienzo una nueva bitácora, la número 6, lo hago a principios de octubre, volando como comandante del mismo equipo, el poco vistoso pero versátil Airbus A-310. He recurrido a esos registros para asegurarme de cuáles fueron los años que colaboré en Saeta y descubro que ahí estuve hasta principios de abril de 1996. Había imaginado que fue por algo más de dos años, pero habrían sido, en realidad, tres años y medio…

 

Fue por ese mismo tiempo que tuve oportunidad de volar, por un par de ocasiones, con un pasajero especial, él era ya toda una personalidad, probablemente fungía entonces de alcalde de Guayaquil y había sido presidente del Ecuador entre 1984 y 1988. Para cuando volé con León Febres Cordero, se había ya establecido una regulación que era toda una novedad; pocas aerolíneas la habían inicialmente implementado, pero ahora había un inédito y definitivo protocolo: estaba prohibido fumar en los aviones. Había en Saeta una sola clase y al ex presidente lo acomodaban por lo general en la primera fila, próxima a la cabina de los pilotos. León era un fumador empedernido e impenitente; él necesitaba, estaba obligado a encender un cigarrillo y “tenía” que fumar. Por ello, enviaba un saludo a la cabina y nos venía a visitar; una vez en ella, consultaba si no nos importaba que lo dejáramos fumar…

 

Yo lo había conocido antes, personalmente. Fue en sus tiempos de legislador; tenía entonces una cercana relación con mi suegro y no recuerdo si él me lo había presentado en el Palacio Legislativo o tiempo atrás, en su casa (para esto ya no me servía la bitácora). No estoy seguro, tampoco, si me reconocía o relacionaba; en todo caso, era cordial y hasta amigable conmigo, aunque sin llegar a lo personal o a un gesto de particular deferencia. Sé de otros pilotos que no le permitían fumar en cabina; yo nunca tuve necesidad de caer en tal intransigencia. Era de aquellos que “fumaban uno tras otro”; no fumar hubiese sido para él como abstenerse de conversar. “Fuma hasta cuando está dormido”, habría comentado su primera esposa. Sé que hay quienes fuman aun estando debajo de la ducha.

 

Febres Cordero era un personaje altivo e imponente; algo había en su apostura que quizá intimidaba a muchas personas. Era franco y directo, pero no llegaba al gesto prepotente o altanero; era más bien risueño y distendido, exudaba un raro sentido de propósito y una casi obscena seguridad personal, pero claro… esta parecía vulnerable o que se quebraba cuando no podía fumar con libertad.

 

La pasada noche de Navidad me hicieron un regalo inesperado. Mi hijo Felipe había ido a la librería buscando una buena historia para obsequiarme; le recomendaron el libro “León, mi padre”, escrito por su tercera hija: Liliana. Para mi grata sorpresa, me encontré con un documento muy humano y ameno, a la par que sobremanera afectivo; el libro es a ratos apasionado, está impregnado de un inevitable sesgo político, es el suyo un texto apologético pero está bien estructurado y bastante bien escrito; recordé las veces que León nos “venía a saludar” y su invariable forma de despedirse: “estoy seguro, capitán, que no le importará que venga más tarde a visitarle; así, con su permiso, me puedo fumar un último tabaquito”.

 

Mis bitácoras me cuentan que estos “fumariegos” episodios pudieron suceder en su primera alcaldía; León ya era no solo un personaje, sino toda una leyenda. El tiempo se ha evaporado como el fugaz humo de su cigarrillo; y estos recuerdos quedan como los rescoldos de sus tabacos, "autorizados" aunque furtivos.


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04 enero 2022

Toponimia de Río de Janeiro

Jano (Janus en latín) era uno de los dioses tutelares de los romanos, no tenía equivalencia con los dioses del panteón griego. Era considerado el dios de los inicios o comienzos y, también, el de las conclusiones o finalizaciones. Se lo asociaba, además, con puertas y puertos, portones y pasadizos: los sitios que se utilizaban para entrar y para salir. Como era el dios de los comienzos, se le dedicaba el primer día y el primer mes del año, januarius (aunque al principio el primer mes era marzo) , el primer día de los meses (las calendas romanas) y las primeras horas (matinas) del día o el amanecer. Como todo comienzo entrañaba incertidumbre, se lo representaba con dos caras, no con el sentido negativo que tiene la hipocresía, sino con la facultad de mirar a la vez hacia el pasado y el futuro, hacia lo ocurrido y hacia el porvenir.

 

Con Rómulo, en los primeros años de la fundación de Roma, el año civil solo habría tenido diez meses con un total de 304 días; pero había otros sesenta días (los del invierno) que no formaban parte del calendario administrativo y general. Más tarde, sería Numa Pompilio (unos seis y medio siglos a.C.) quien habría instituido dos meses adicionales: enero y febrero; sin embargo, solo sería quinientos años más tarde, con el propósito de reajustar la fecha de las elecciones de algunos magistrados, que marzo (hasta entonces el primer mes del año) pasaría a ser considerado como tercer mes. Así, enero (januarius o january en inglés) pasaría a ser el primer mes del año, con lo que no solo se ponían las cosas en orden sino que el mes dedicado a Jano pasaba a ser lo que había tenido que siempre ser: el consagrado a iniciar el año.

 

Es curioso cómo lo hasta aquí descrito tuvo que ver con el bautizo de una de las ciudades más emblemáticas que existen en el mundo, no solo por sus implicaciones históricas sino por su prodigiosa belleza natural: San Sebastián de Río de Janeiro. Quiero contarles cómo me enteré:

 

Hacia principios de los ochenta me correspondió el honor de representar al Ecuador y ser designado Miembro del Consejo Ejecutivo de la Organización Iberoamericana de Pilotos, OIP. Gracias a esta distinción, tuve que desplazarme, dos veces por año a Río de Janeiro, para las reuniones del Comité. Nuestros encuentros se efectuaban en un hotel ubicado en la playa de Leme, situada hacia el extremo nororiental de la playa de Copacabana. Dado el carácter de nuestras funciones, y una vez finalizadas nuestras tareas, era inevitable, en ocasiones, vestir el atuendo adecuado y bajar a la playa para resumir el progreso de nuestra jornada de trabajo.

 

Una tarde surgió entre nosotros un punto de discusión: el origen del nombre de la ciudad. Hubo quienes proclamaban una supuesta relación entre el nombre con un santo italiano, a cuya devoción pudo deberse que la entrada a la Bahía de Guanabara adquiriese ese apelativo; ellos defendían que se trataba de un obispo del Siglo III que obedecía al nombre de congregación de Jenaro o Genaro, insinuando que el descubrimiento había ocurrido en un día dedicado al santo de marras. Mas, esto no era lo que postulaba la mayoría, que sostenía que la primera impresión que del lugar tuvieron los europeos ocurrió un primer día de enero, cuando Gaspar de Lemos (o quizá Gonzalo Coelho), siguiendo instrucciones de Pedro Álvarez Cabral, habrían avistado lo que les pareció una ría, o quizá la desembocadura de un gran río.

 

Río de Janeiro es una de las ciudades más hermosas que existen en el mundo; su marco natural es fascinante, sencillamente no tiene parangón. Está ubicada en un accidente costanero que, en efecto, no consiste en la desembocadura de ningún río; no recoge las aguas de importantes afluentes y ni siquiera pudiera considerarse como una ría, en el sentido de “una penetración que forma el mar en la costa”. Se trata simplemente de una hermosísima bahía rodeada de formas caprichosas que embellecen el paisaje: exhibe una portentosa arquitectura, de la que se ha encargado la propia naturaleza. Hay que estar junto al mar para poder admirar el Pan de Azúcar o el Corcovado; o en otros insólitos promontorios, para poder apreciar la laguna de Freitas, la bahía de Botafogo o las playas de Leblón e Ipanema.

 

Río de Janeiro, sin embargo, fiel a su dios tutelar, es también un personaje bifronte, que exhibe sus contradictorias dos caras: la una que consolida su magia y esplendor; la otra, aquella del arrabal, la indigencia abyecta y la favela insatisfecha, que no representa principio ni final, ni pasado ni futuro, que no es puerta ni pasadizo. Ella está a la expectativa de un nuevo año de ilusión; persuadida, como está su gente, de que su alejada y olvidadiza divinidad atenderá sus desdeñados sinsabores, y que pronto revelará el indicio de una nueva condición, una que convierta la quimera en realidad y sea el reflejo de su propia esperanza.


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