18 enero 2022

Empanadas de “guarmilla”

La vida es un continuo, insospechado e inagotable descubrimiento; no obstante, dicho proceso depende en gran medida de nuestra propia volición, es un acto de voluntad. Además, no siempre los hallazgos son gratuitos, es muy poco probable que los mismos sean la mera consecuencia de la casualidad. A la larga, “quien busca encuentra”, pues es poco posible, y menos plausible, que descubramos algo nuevo sentados en la comodidad de nuestros hogares y no tomemos siquiera un texto de lectura cualquiera para tratar de desvelar algo nuevo. Es más, me atrevería a postular algo adicional: no hay nada que nos produzca más placer ni nos haga tan felices como el proceso de explorar –cualquiera sea su forma– para así dar con un nuevo descubrimiento.

 

Lo comentado ha empezado a sucederme durante los fines de semana que es cuando me proveo de perruna compañía y salgo a deambular por lugares que antes no había explorado ni conocido. Así descubro, en frase de Borges, que la geografía no deja de presentarse como un “jardín donde los senderos se bifurcan”, donde existen otros sitios, terrenos y paisajes, donde se encuentran diversas situaciones y condiciones; uno hace nuevas e insospechadas indagaciones, adquiere inesperados conocimientos, y se cruza con gente nueva y diferente.

 

Hoy atravesé el cercano barrio de San Carlos, y puse rumbo hacia La Merced. Allí, la carretera parece terminar junto a una estribación del cerro Ilaló, en su parte suroriental; sin embargo, aunque el camino se angosta y se transforma en un sendero sinuoso, se mantiene la doble vía y el pavimento se prolonga por unos pocos kilómetros. De pronto el asfalto termina y ofrece dos opciones: una primera consiste en una curva empedrada de no más de trecientos metros que dirige hacia una quebrada donde funciona un pequeño balneario de aguas termales. La otra pide continuar por la izquierda, siguiendo el perfil de la montaña y dirige hacia el norte, con dirección a Tumbaco, lo hace rodeando la montaña, siempre por su costado oriental.

 

Este es un camino poco transitado pero, en todo caso, “carrozable”; es decir, está destinado al uso de vehículos aunque dependiendo de su tipo (no se lo recomienda para automóviles de baja suspensión, pues el estado de su empedrado es precario y lamentable). En parte, su condición puede deberse al descuido de las entidades públicas, en parte también a lo poco que el sector se ha poblado y, en gran medida, a las características del terreno. Puedo decir que quizá existan muy pocos lugares en el mundo donde la tierra se exhiba tan irregular y quebradiza. Da la impresión de que tractores gigantescos o máquinas colosales se han encargado de crear surcos y desniveles, convirtiendo a ese erial en algo insólito, desigual y accidentado. Es posible también que el tipo de tierra que ahí existe sea terriblemente frágil y deleznable.

 

En el sitio donde el asfalto termina, Delia –una mujer de la localidad, muy sencilla y amigable–, expende empanadas los días domingos; estas están hechas de una mezcla de harina de Castilla y harina de maíz, una combinación que evita que estas se impregnen del mismo aceite con el que las fríen. Las conocen como “empanadas de guarmilla” porque, según Delia y sus familiares, quienes mezclan la harina son siempre mujeres (guarmi es mujer en quichua). Yo sospecho que la voz viene más bien del otro sentido que tiene la palabra guarmi, que también quiere decir “casarse”. Si casarse es también una forma de juntarse, en eso precisamente consiste la guarmilla, que es una harina resultante de juntar o mezclar dos harinas distintas.

 

El lugar donde se encuentra la Y, vale decir donde el camino pavimentado concluye y la vía se bifurca, es conocido por los lugareños como Casachupa (de “casa” –o casha– que significa espina o aguijón, y “chupa” que quiere decir rabo); me atrevo a traducir como “punta del aguijón” o  “rabo de la espina” (los lugareños suponen que quiere decir "aguijón de la abeja"). Desde este lugar, la vista hacia el norte no se interrumpe hasta el siguiente caserío (no creo que alguien quiera llamarlo como aldea o recinto), este está ubicado a mitad de camino. Le han dado por llamar Chuspiyacu (de “chuspi”, que significa mosca, y “yacu” que se traduce como agua o río). “Este es un sitio muy seco” dicen sus moradores, “aquí no hay agua y nadie ha visto un río, tal vez quienes lo bautizaron habrían visto un río de moscas en la ladera”. Me pregunto si el nombre es solo deformación de Chuspiacu, pero tampoco haría sentido.

 

No veo por estos lares ningún tipo de cultivo. Ello no extraña, dado el carácter agreste y desigual del terreno. “¿De qué viven?”, pregunto. “Salimos a trabajar fuera”, responden al unísono. Me animo a predecir, o al menos a conjeturar, que un día no muy lejano una vía de alta velocidad –tal vez una autopista– cruzará por en medio de esta insólita comarca y dará paso al inexorable progreso de este sector tan tosco y áspero, tan arrugado y yermo.


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