29 julio 2022

Reír a lágrima viva *

* Escrito por Irene Vallejo. El Atlas de Pandora

 

Grabado a fuego en la memoria, con trazos más imborrables que tus penas o alegrías, arde el recuerdo de las veces en que hiciste el ridículo. Todavía te escuecen aquellas carcajadas y aquella vergüenza. Durante la adolescencia —nuestra zambullida hormonal en el melodrama y el malditismo—, aprendemos a temer la burla ajena por encima de todas las cosas, y nos adentramos en la edad adulta demasiado serios y envarados. Pasa el tiempo y seguimos sin saber afrontar nuestras imbecilidades y nuestros tierra trágame, el espectáculo cómico que somos para los demás. Aprender a reírnos de nuestros propios desastres es un recurso elegante para momentos bochornosos; en palabras de Boris Vian, la cortesía de la desesperación.

 

Entre los antiguos griegos circuló la epopeya humorística Margites, atribuida al mismísimo Homero, una parodia de la Ilíada y la Odisea. Por alusiones de otros autores sabemos que el tal Margites era tan torpe que fracasaba en todo: un auténtico dechado de despropósitos. De ese famoso personaje, escribió Aristóteles, procede la estrambótica familia de la comedia. Pese a su importancia, el poema no se conservó. También en la filosofía salió perdiendo la risa frente a la melancolía. Se contaba que el sabio Heráclito lucía siempre una cara adusta y ceñuda, porque la condición humana le parecía triste; en cambio Demócrito, que albergaba una opinión similar sobre sus congéneres, se mostraba risueño. De los dos, Demócrito ha sido el más vilipendiado. Su obra se perdió, a excepción de algunos fragmentos, como si todo pensar debiera ser serio y la razón no supiera reír.

 

Hace 20 siglos el romano Ovidio osó incluir en sus Amores un asunto incómodo del repertorio erótico. Lo abordó en verso y con gracia, invitándonos a relajarnos y asumir sin complejos nuestras incompetencias: “¡Qué gozos no me imaginé en mi mente callada, con qué posturas no estuve fantaseando! Junto a la chica, sin embargo, mi miembro yacía como si hubiera muerto antes de tiempo, más marchito que una lechuga cortada el día anterior”. Desde el flirteo hasta el sexo, es saludable tomarse con humor los tropiezos, las torpezas, las lorzas, el miedo, la aceleración incontrolada, los estragos del cansancio, los ruidos intempestivos y las explosiones del cuerpo, las acrobacias fallidas, la desincronización o el hilillo de saliva que resbala justo cuando tu pareja te mira dormir. Que nadie es perfecto, ya lo sentenció Billy Wilder. Ni los clásicos ni los contemporáneos. Pero no olvidemos que ser irreverente tiene un precio: Ovidio acabó en el exilio.

 

El humor es una herramienta afilada —y arriesgada— para desnudar emperadores y denunciar la crueldad de tantas injusticias. El autor norteamericano Kurt Vonnegut escribió: “Ante el miedo o la desgracia, uno puede llorar o reír. Yo prefiero reír porque luego no hay que pasar la fregona”. En su obra más célebre, Matadero cinco, narró su experiencia en la segunda guerra mundial —así, sin mayúsculas—, entre soldados casi niños, prisioneros de los alemanes y testigos del brutal bombardeo aliado de Dresde. Kurt prometió que en su descarado relato no habría ningún papel para los John Wayne del mundo y nos legó una novela estrafalaria de horror y risa, tiernamente terrible, con grandes dosis de sátira y sinsentido, incluyendo platillos voladores y abducciones extraterrestres al planeta Tralfámador. Así, disolviendo la épica en el desamparo y el despropósito, logró uno de los alegatos pacifistas más impactantes de la literatura.

 

En el sexo como en la guerra, el humor puede ser —al menos— tan crítico y profundo como la seriedad. Bajo los discursos más grandilocuentes se esconden la roña, los piojos y el olor a meado en las trincheras. Las hilarantes Armas al hombro, de Chaplin; Ser o no ser, de Lubitsch, o La vida es bella, de Benigni, retratan a protagonistas patosos y desvalidos que con sus torpezas desvelan el absurdo de la violencia. Vonnegut exclamó: “Qué tonto habría sido permitir que el respeto por mí mismo interfiriera con mi felicidad”. Reír es una forma de repudiar las barbaridades y protegernos de nuestras vanidades. Tal vez no haya nada más ridículo que tomarse demasiado en serio.


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26 julio 2022

Objetivos irreconciliables

Hace pocos años, Vargas Llosa publicó un ensayo que contenía una lista de filósofos que habrían influenciado en su pensamiento político, y que además habrían gravitado en su evolución ideológica desde cuando había expresado sus iniciales simpatías por el socialismo. Lo tituló “El llamado de la tribu”; en él aborda las razones para la incomprensible irracionalidad con que actúa el ser humano, atendiendo al oscuro impulso de las urgencias de su propia “tribu”.

 

Uno de esos intelectuales sería Isaiah Berlin (1909–1997), un judío ruso nacido en Letonia, de familia acomodada que había emigrado a Inglaterra a los doce años. Isaiah habría sido testigo cuando niño de la brutal violencia de los bolcheviques; esto abonó a su posterior tolerancia y pluralismo, e influyó en su aversión hacia los excesos de todo tipo de fanatismo. Berlin habría sido un gran conversador; no le gustaba ser encasillado como filósofo, prefería ser reconocido como “historiador de la filosofía”. Nunca quiso escribir acerca de sus ideas y lo que se sabe de su pensamiento era recopilado por uno de sus discípulos, Henry Hardy, quien grababa sus conferencias.

 

Berlin enseñó en Oxford; recibió las más altas distinciones de la Corona británica. Se había apoyado en Maquiavelo, Montesquieu y Alexander Herzen para postular la teoría de que nuestros valores son contradictorios y con frecuencia irreconciliables. Consideraba que los ideales de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad, no solo eran incompatibles, sino que, ya en la práctica, a más de repelerse se excluían. Estas “verdades contradictorias” ponían en litigio la justicia con el orden, la democracia con el bienestar, las sanciones con la paz…

 

Los hechos que han conmovido al mundo en los últimos meses, y los que angustiaron al Ecuador en los últimos días, me han hecho relacionar estas ideas, respecto a los valores, con todos esos mismos conflictos, pues estos pudieran requerir de soluciones más efectivas, aunque solo luzcan parciales. ¿Cómo atender a lo planteado por la Comisión de la Verdad en Colombia, por ejemplo?, ¿propiciando impunidad en perjuicio de la paz que se persigue?, ¿soslayando la reconciliación al precio de satisfacer las probables penalidades que no pueden quedar pendientes? ¿Sería justo simplemente “pasar la página” (es decir, hacer “borrón y cuenta nueva”)?... ¿Cómo proceder, entonces? ¿Será posible encontrar una fórmula conciliatoria o intermedia? En suma, ¿será esa paz factible?, ¿será que se puede proponer una alternativa que satisfaga a la mayoría? ¿Será eso, de veras, posible?...

 

Otro caso similar está por ocurrir en Chile, aunque con diferente índole; allí, la mayoría de los miembros de la actual Constituyente (que representa a ese gran descontento, que solo hace pocos meses se volcó a las calles para exigir profundos cambios en la institucionalidad del país andino), ha entregado su texto final para presentarlo a referendo. Todo parecería indicar que ese mismo texto, que se inspira en promover un documento “garantista” que proteja las nuevas tendencias y potencie las libertades, pudiera no haber satisfecho la expectativa de la mayoría de los ciudadanos. Al final, ¿qué se terminará imponiendo?, ¿prevalecerán los nuevos derechos o se impulsará un nuevo proceso? No se descarta que la nueva Carta Magna no logre la aprobación correspondiente.

 

Cómo proceder entonces, ¿con actos radicales?, ¿o, propiciando pluralidad y tolerancia? ¿Será posible utilizar bastante de lo uno con el complemento de un poco de lo otro? Quizá se deba actuar como en nuestras familias, como cuando se hace imposible ser totalmente justo y equitativo con los hijos, cuando ellos exhiben distintas necesidades o aspiraciones, diversos gustos o preferencias, variadas capacidades o expectativas… Cuando también nosotros, como padres, no sabemos discriminar plenamente lo principal de lo adjetivo, lo accesorio de lo esencial…

 

Al revisar las notas referentes a Berlin en la Enciclopedia de Filosofía de Stanford, advierto la distinción entre ciencias (término que Berlin evitaba por su relación con las matemáticas y la ingeniería) culturales o humanas –como historia, filosofía y derecho– y otras ciencias sociales –antropología, economía, sociología–, tema que parece que fue muy controvertido en la Alemania el siglo XIX. Berlin optó por el vocablo “humanidades” que se traduce en alemán como “Geisteswissenschaften” (significa “las artes”). Esto me ha llevado a meditar en la expresión “artes liberales”, utilizada por Martianus Capella, en la Edad Media, para designar las materias impartidas en las universidades: con el Trivio (del latín Trivium) y el Cuadrivio (Cuadrivium). El primero lidiaba con las materias del lenguaje: gramática, dialéctica y retórica; el otro, con las relacionadas con las matemáticas: aritmética, geometría, astronomía y música. Esto quizá dio origen al título de BA (Bachellor of Arts), la Licenciatura en Humanidades.  


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22 julio 2022

Gente de bien

Las aulas que correspondían a los tres primeros grados de la escuela daban a lo que llamábamos el “patio-de-abajo”. Entonces, nos habíamos hecho acreedores al gratuito mote de “chuzos”, sobrenombre con el que nos querían expresar su superioridad, si no cierto desdén, incluso los alumnos de los grados superiores de primaria, solo porque ellos también ya podían disfrutar de sus recreos en el “patio-de-arriba”, el mismo que ellos compartían con los estudiantes de secundaria. Llegar a cuarto de primaria, por lo mismo, era como haber llegado al purgatorio, solo teníamos que esperar otros tres años para llegar al paraíso de secundaria y –aquí viene lo interesante– para que los profesores se dirigieran a nosotros llamándonos con el apelativo de “señor...

Para mí esa expectativa, la de “llegar a más grande”, debe haber representado, desde luego, toda una ilusión; por eso quizá se me hicieron interminables los años de primaria. Debo, asimismo, haber estado en uno de los cursos vecinos al patio de abajo cuando en forma casual escuché a dos de mis hermanos, que ya habían llegado a secundaria, que les tomaban lecciones, asignaban tareas –y hasta les expulsaban de la clase– llamándoles con esa forma casi honorífica de respeto… “Señor Vizcaíno” para arriba y “Señor Vizcaíno” para abajo. Sí, realmente me parecía el paraíso. Y tal parece que incluso se podía tener un profesor para cada materia. ¡Era casi para sentirse universitario!

 

Y llegó el día de iniciar primero de colegio… Y, en efecto, nuestros múltiples maestros pasaron a tratarnos con esa nueva forma, distinta y nada acostumbrada. Pero... algo no encajaba, sin embargo, y creo que era que nosotros (los advenedizos) nos dábamos cuenta, y sin decirlo reconocíamos, que esto de llamarnos así era puramente un asunto cronológico, no obedecía a nuestro poco evidente cambio anatómico, y ni siquiera a nuestra precaria madurez, era solo una forma convencional y simbólica que utilizaban los maestros para dirigirse a nosotros. Si bien lo pienso ahora, pudo ser una forma de comprometernos a que actuásemos con responsabilidad, madurez y reciprocidad… Un algo por algo, un quid pro quo. Aquello era solo una forma de compensación.

 

Hacia finales de primero, llegó un nuevo educador. Tenía un cierto aire extranjero; lucía una calvicie prematura, vestía trajes oscuros y acostumbraba hacer caminatas en solitario alrededor del patio del colegio. Luego supimos que había sido desterrado de su país de origen, aunque más exacto sería decir que era exilado, se trataba de alguien a quien se había concedido asilo en nuestro país. Era cordial, aunque frontal y directo en el trato, algo burlón y desenfadado, jamás usaba un circunloquio; se fue aprendiendo nuestros apellidos, amaba la filosofía y la historia, el cine y la literatura, y, más temprano que tarde, nos enteramos que era cubano. Se llamaba Luis Campos Martínez, sonreía con algo de ironía en la mirada, y terminaba algunas de sus frases con aquél “a ver chico, tú”.

 

Al año siguiente, Campos ya fue nuestro profesor. Tan pronto como en su primera clase nos explicó porqué nos trataba del apellido, porqué no se dirigiría a nosotros usando aquel título de señor; para entonces, y sin que medie consulta ni subterfugio, ya se sabía todos nuestros nombres. “Señor es un título que no da la cronología, que se lo merece y se lo gana”, nos espetó, bajando un poco el volumen de su voz. “Es un título, un reconocimiento que van a ganarse más tarde –continuó–; al principio con sentido común y madurez; y –ya en la vida adulta– con sentido de honor y responsabilidad, con honradez y dignidad, con ‘hombría de bien’, ganándose el respeto ajeno”.

 

Un día tuve que ir a su casa para entregar un trabajo; así conocí el estudio que compartía con su esposa. La suya era una biblioteca que llenaba toda una habitación, en cuyo centro se enfrentaban dos escritorios que exhibían trabajos en proceso; eran mesas de estudio, con obras que se estaban consultando. Aquél fue todo un descubrimiento. Así supe lo que era la “sana envidia” y me hice el propósito de algún día tener una biblioteca parecida…

 

Más arriba he hablado de “hombría de bien”. En estos mismos días aquello de “gente de bien” es una expresión que se la está sacando de contexto (da mucha pena que se la esté distorsionando y se le quiera dar un carácter clasista). He de aclarar que aquello de ser “gente bien” y “gente de bien” son dos cosas diferentes, dos expresiones distintas. Gente bien es un concepto económico y social, se refiere a una élite, consiste en ser acomodado y pudiente; pero ser gente “de bien” es, en cambio, un concepto espiritual y moral –si se quiere, comunitario-, es ser decente y solidario, íntegro y cabal, honesto y leal a la palabra empeñada. Se puede ser gente bien pero no alcanzar a ser gente de bien. Tampoco es necesario ser gente bien para ser y actuar como todo un señor”, como una persona de bien…


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19 julio 2022

Realmente, abracadabrante…

Siempre me pareció una ironía que exista una misma palabra en inglés con dos significados contradictorios: “schollar” que quiere decir escolar y también erudito. Por eso, no me deja de llamar la atención que haya gente con las precarias bases de un escolar, en el sentido de muchacho de escuela, que trate de pasarse de erudito para respaldar algún falso, poco sustentado o deleznable argumento. Esto experimenté el otro día cuando escuché una exposición relacionada con el racismo que parecía coherente, pero que estaba contaminada por varias inexactitudes.

 

La exposición hacía referencia a la “Controversia de Valladolid” (1550), mantenida entre dos religiosos: Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas, respecto a si los indígenas estaban en condición de gobernarse a sí mismos. Sepúlveda postulaba la inferioridad de los aborígenes (“no tienen prudencia, ingenio, virtud ni humanidad”) y consideraba justificado su dominio por parte de los conquistadores. De las Casas, por su parte, abogaba por una actitud más humanitaria y argumentaba que  si eran bárbaros era porque no tenían literatura y eran infieles (son como niños, decía, pero también tenían alma”). Posturas, ambas, que hoy podrían interpretarse como “racistas” si se desconocería el contexto histórico de lo que entonces en el mundo sucedía.

 

Ahora bien, partiendo del hecho de que en nuestros días subsisten expresiones racistas (y que van en ambos sentidos, de arriba para abajo y de abajo para arriba) y de que, además, es perentorio atender el problema indígena con un programa a largo plazo y sostenible, me gustaría revisar ciertas inexactitudes de carácter semántico o etimológico, que estuvieron relacionadas con  la disertación en referencia.

 

Puedo coincidir con el expositor en que existe un inconsciente racismo en la actitud general de los ecuatorianos, que además persiste en los medios, y hasta en el texto de la Ley de Comunicación (“ese ‘paternalismo asistencialista’, de que ‘hay que ayudarles’, es también racista” dijo el expositor); puedo incluso conceder que “ese es el racismo que subyace en la micro-física de ‘la conciencia de la inconsciencia’ (sic) de los ecuatorianos” (el ponente aludía a algo impregnado en nuestro subconsciente colectivo). Pero discrepo con la distorsionada interpretación de la etimología de ciertas palabras –como indígena y aborigen– que según él tendrían carácter peyorativo; o de una voz como indigencia, que en forma sesgada se la relacionó con la voz indígena (¡Eso es racismo!, repetía).

 

Para empezar, la relación de estos términos no es con el griego, como se expuso, sino con el latín. Además, es inexacto (no sé en qué se respalda el catedrático) declarar, sin escrúpulo ni fundamento, que la palabra “indígena” en griego tiene un “sentido filosófico”… (?), que resultaría insultante, porque significa “sin cultura, sin ánimos –espiritual– (sic), y sin humanidad”… La verdad, no existe ninguna palabra en griego que se parezca a las antes mencionadas. Lo que se pudiera culpar a los griegos es haber acuñado el término “bárbaro”, utilizado por ellos para identificar a los salvajes de ciertas hordas extranjeras que parecían balbucear un “bar–bar–bar”.

 

Indígena no proviene del griego, “es un cultismo que viene del latín indîgena (nativo u oriundo del país). El vocablo se compone del prefijo latino indu–/indi– (en el interior), y de la raíz –gen– , que viene de los verbos gignêre (engendrar, parir) y generâre, asociado con la raíz indoeuropea *gen–, a más del viejo sufijo –a (ambivalencia de género), por lo que solo quiere decir “nacido/a en el lugar donde vive”. En ese sentido, todos mismo seríamos indígenas. En cuanto a indigente, la voz latina indigentis no tiene el prefijo in– de negación, pues en latín in– tiene un valor negativo (significa “sin”) sólo como prefijo de adjetivos, nunca de étimos verbales; indigente viene del verbo indigeo ‘estar necesitado’. “Tampoco in– es negativo antes de un sustantivo, por lo que resulta ‘abracadabrante’ –dice el texto consultado– interpretar que in–dio querría decir ‘sin dios’ o que indigentis, ‘necesitado’, vendría de no disponer”…

 

En cuanto a aborigen, “esta palabra castellana no viene de ab origine (desde el principio), sino del sustantivo latino, en acusativo singular, aborigînem; por tanto, quiere decir nacido en el lugar, no sin origen: ¡otra abracadabrante tergiversación! Similares explicaciones encuentro en el Diccionario Etimológico de Corominas. De modo que estas “lecciones”, que en el fondo solo fingen encarnar el anti–racismo, lo único que consiguen es alimentar no razonados odios y resentimientos. Bien visto, en nada aportan a las postergadas soluciones que el problema exige. Son, en sí mismas, irresponsables, procuran esconder destructivos rencores y son también… ¡racistas! ¿Cómo solucionamos el problema, si todo aporte, o restitución (para no llamarlo “ayuda”) sería también juzgado como “paternalismo asistencial”; es decir, racista?... ¡Ah, los ‘indigentes’ intelectuales, esos ‘eruditos’ que razonan como niños de escuela!


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15 julio 2022

“País, paisaje y paisanaje”…

Serían las dos de la mañana cuando el Fusco me anunció, con sus espasmódicas sacudidas, las perrunas urgencias de su biológica necesidad… De modo que, cuando volví de abrirle la puerta para que saliera, pude darme cuenta que no me iba a ser tan fácil recuperar la continuidad del sueño. Opté por revisar los mensajes que hacían relación con lo que parecía la suspensión de la movilización indígena; había una nota de uno de los integrantes del chat que hacía referencia a si ese país anárquico, por lo caótico, e impredecible, por su violencia, era el que queríamos llamar nuestro, aquél en el que habíamos soñado, aquél en el que queríamos vivir. Fue cuando perdí el sueño pensando en la diferencia entre país y nación, entre solo ser un simple paisano o compartir un sentido de nacionalidad…

 

Estoy persuadido que “país” es un concepto físico y material (el territorio), en tanto que “nación” tiene un alcance filosófico, espiritual. El país tiene que ver con el espacio y la geografía, la nación con el tiempo y con la historia; el país es como la casa común, la nación se refleja en lo que queremos para nuestros hijos, en lo que aspiramos luego de ejercitar esa forma de vocación y compromiso que es el espíritu comunitario, el sentido de colectividad.

 

Hacia 1933, un vasco universal, Miguel de Unamuno, había escrito un artículo en uno de los medios españoles con el mismo título que el de esta entrada, invitaba a tener fe en su país, a “imaginarlo”. De este modo, y trasladando su pensamiento a nuestra realidad, podríamos decir que “hemos de procurar rastrear en la geografía la historia”; o que “al paisaje le llena y da sentido y sentimiento humano, un paisanaje” (saberse reconocer como paisano). Pero además, diría yo, que si al paisanaje le sumamos sentido de colectividad y propósito, construimos nacionalidad y ya no solo somos paisanos, no solo “hombres del país, del pago y de la patria”. La nacionalidad es sentir la patria común, sentirse igual que el otro; es nunca sentir que otro paisano, ningún paisano, es un peregrino, un extraño, un forastero.

 

Los indígenas, al igual que los demás seres humanos, no son malos por naturaleza, algunos son simplemente ignorantes; y no lo digo como insulto, sino solo con el sentido que la palabra tiene en el diccionario, el de no saber o conocer algo. Por lástima, ese “no conocer” implica una cierta vulnerabilidad: la de poder ser manipulado o utilizado con fines oscuros y aun protervos. Ello supone que si a veces los utilizan, se comprende que en el seno de sus movilizaciones existan infiltrados que los soliviantan actuando en forma hipócrita y criminal. Si hablamos de crimen, hablar de hipocresía resulta un pleonasmo, una innecesaria repetición: el crimen requiere de una cierta dosis de cinismo y de hipocresía, en él participan tanto la osadía del cinismo como la doblez de la simulación.

 

Frente a lo sucedido, se hacen necesarias la revisión y la autocrítica, si de veras queremos pensar con rigor y responder con coherencia. En ese sentido, estos dolorosos episodios son una bendición disfrazada. Es imperativo que revisemos lo sucedido y reflexionemos en sus causas y consecuencias; en nuestro muchas veces torpe y contraproducente comportamiento; estamos en la obligación de preguntarnos qué es lo que pudimos haber hecho hace mucho tiempo y, sobre todo –si ello fue posible–, ¿por qué fue que no lo habíamos intentado? ¿Por qué no lo habíamos ya hecho? Esto a veces me hace reflexionar en la frase de Voltaire: “Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una”.

 

No puede haber nacionalidad donde existen recelos mutuos, regionalismo, exclusión, animadversión o racismo. Ser nación implica un compromiso común, un protocolo de respeto a valores, normas y jerarquías; un profundo sentido de colectividad. Tuve la oportunidad de vivir veinte años en el Asia, siempre me pregunté cómo pudieron ciertos países saltar del tercer mundo al primero… solo pude entenderlo por el respeto de su gente a unos valores y a unos principios, por la fuerza que tuvo su sentido de propósito, aquél de nunca anteponer el interés individual al colectivo, y por el persistente impulso de estar siempre imbuidos por un profundo espíritu de comunidad.

 

En Asia se cree que si disponemos de beneficios no es porque tengamos derecho a ellos, y que algunos de esos beneficios representan solo un privilegio, precisamente por su gratuidad, por su graciosa concesión. Ningún privilegio constituye derecho, más bien representa una nueva responsabilidad. En la vida cometemos errores porque no tenemos oportunidad de ensayar nuestras acciones, porque no nos fue dado poderlas practicar. Y menos cuando se trata de nuestro futuro como nación; ahí tal vez ya no tengamos otro chance, otra oportunidad… Sábato decía que “Aunque terrible es comprenderlo, la vida se hace en borrador, y ya no nos es dado corregir sus páginas”…


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12 julio 2022

Algo más sobre Nebrija

¿Qué es el castellano? ¿Un idioma autóctono, probablemente una forma de visigodo, que se fue contagiando por el latín importado por los romanos? ¿O fue, más bien, un latín contagiado el que se fue contaminando poco a poco con palabras pertenecientes a otras lenguas? La segunda opción fue propuesta por Antonio de Nebrija, que ha ido sumando apoyo. El castellano sería una variante del latín que fue adaptando otras palabras y formas de construcción de otros idiomas. Esa nueva lengua, una forma de habla vulgar, es lo que hoy se conoce como romance.

 

Antonio Martínez de Cala y Jarana había nacido en Lebrija (1444–1522). Vivió, por tanto, durante los últimos años de la Edad Media y los primeros de la Edad Moderna. Como era costumbre, escogió un nombre latino, tomó un cognomen relacionado con el lugar de nacimiento y un praenomen emparentado con dos emperadores que habían nacido en su tierra y se habían identificado como Aelius (Elio); así, rescatando el nombre antiguo de su natal Lebrija, la Nebrissa de los tartesios, o Nebrissa Veneria romana, pasó a identificarse como Aelius Antonius Nebrissensis. Esa palabra, veneria, hacía relación a la caza mayor que parece fue abundante en la zona. Venado, según el Diccionario, viene del latín “venatus” que entonces quería decir “res de caza mayor, en especial ciervo, oso y jabalí”.

 

No obstante, durante los primeros años del siglo XVI entró en vigencia una disposición que puso orden a una confusa costumbre existente en los apellidos españoles. En efecto, hasta que el regente, Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, no la estableció, existía un gran desorden en cuanto a los apellidos registrados en España; no solo que se los escogía cada vez con relación al lugar de nacimiento, alguna característica física o determinado oficio, sino que incluso hermanos de idénticos padres podían tener apelativos distintos… Nebrija se habría inscrito como Antonio Martínez de Cala y Jarana, en base a los apellidos de sus padres (Martínez de Cala e Hinojosa y Jarana de Oso).

 

Elio Antonio fue un sobresaliente gramático y un destacado humanista. Su temprana exposición al idioma y a la cultura latina, pues vivió en Bolonia durante su primera juventud, le dieron el fundamento que marcaría su vida; esto probablemente le hizo meditar más tarde en los errores e imperfecciones que tenía la práctica del castellano como lengua nueva, y le hizo avizorar la necesidad de una gramática que fuera pionera entre las lenguas del romance. La propuesta apuntaba a hacer más fácil el aprendizaje del castellano para todos. Su Gramática, la primera de nuestra lengua, vería la luz en el mismo año de la Toma de Granada y del Descubrimiento de América (1492); se componía de una división que aún perdura en la actualidad: etimología, ortografía, prosodia y sintaxis.

 

Los trabajos de Nebrija no solo incluyen lo mencionado; están sus diccionarios Latín–Castellano y Castellano–Latín, que datan de los años del Descubrimiento; también su Introducción al Latín, escrito precursor (1481) que representa su tarea germinal. Con este texto, Nebrija da rienda suelta a su más reticente preocupación: tratar de facilitar, con el correcto conocimiento del latín, el más eficiente aprendizaje y máximo aprovechamiento de otras ciencias. Un capítulo aparte representa la Biblia Políglota, encomendada por el mismo cardenal Cisneros, con la cual corrigió –a riesgo de entrar en conflicto con el intransigente Santo Oficio– los errores deslizados en la traducción de la Septuaginta, cuando san Jerónimo había preparado la Vulgata latina, "inspirado" por el Espíritu Santo.

 

Hace pocos días se publicó un artículo del académico Alex Grijelmo, respecto a Nebrija, el mismo que –debido a su extensión– no se me hace fácil transcribirlo en este blog. Sin embargo, resulta tan interesante el tema que he considerado dos posibilidades: rescatar su parte más significativa o intentar un resumen de sus principales comentarios. Procuraré preparar un esbozo con la reedición abreviada de su más importante contenido. En ese artículo se subraya, por ejemplo, la “amistad” que Nebrija creía que debía vincular al Imperio con la lengua; ahí se expresa que no se referiría al castellano sino al latín, con el sentido que la palabra imperio tuvo en esos años, que no fue otro que el de “autoridad, mando y señorío”, nunca el de sujeción o sometimiento.

 

Nebrija habría sugerido el lema heráldico para el escudo de los Reyes Católicos: Tanto Monta (es decir, Tanto Vale). Este se refería al Nudo Gordiano que supuestamente debía desenredar Alejandro Magno. Gordias era una zona ubicada en Anatolia, considerada la puerta de Asia; según la leyenda, quien zafara el nudo conquistaría el continente. Alejandro lo cortó, en lugar de desenredarlo, quedando el lema para Fernando II de Aragón como su divisa personal.


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08 julio 2022

El mapa del tesoro

“Hubo más imaginación en la cabeza de Arquímedes que en la de Homero” – Voltaire

Hace poco leí un artículo que mencionaba a un sabio de la antigüedad. Arquímedes es reconocido como uno de los más geniales matemáticos que han existido; fue natural de Siracusa que, aunque queda en Sicilia (y que hoy es parte de Italia), una vez fue parte de la Magna Grecia. Había nacido en el año 287 a.C. y vivió por 75 años. Era hijo de un astrónomo; es famoso por un principio físico que postula que “un cuerpo sumergido en un líquido, recibe un empuje igual al peso del volumen del fluido que desaloja”; dicen que cuando lo descubrió había salido a la calle en calzoncillos, a la voz de ¡Eureka! ¡Eureka! (Hallazgo). Dicen que dizque era un tanto elevado…

 

Arquímedes pertenece al linaje de quienes no dejaron nada escrito, consideraba el trabajo físico, o el ejercicio de un arte hecho por obligación, como innoble y vulgar; por ello, siempre se dedicó a realizar aquello que no estuviera afectado por “el reclamo de la necesidad”. Propuso que el volumen de una esfera contenida dentro de un cilindro era equivalente a la mitad del volumen de ese cilindro. Un día, en un ataque de rabia, planteó un problema relacionado con el cálculo de un cierto número de cabezas de ganado, acertijo que no se había podido resolver hasta 1981 (algo así como 2.200 años), y solo con la asistencia de una súper-computadora.

 

Hacia 1988, Paul Hoffman escribió un libro titulado “La revancha de Arquímedes”, Las alegrías y riesgos de las matemáticas (“Archimedes’ Revenge”, The joys and perils of mathematics), este constituye uno de los textos más entretenidos que haya leído en mi vida, consiste en un ensayo que –literalmente– alguna vez lo devoré. El libro empieza con una frase de Newton: “Si he alcanzado a ver más lejos que los demás, es porque me he parado sobre los hombros de gigantes”… “No hay duda, dice Hoffman, Newton con seguridad estuvo pensando en Arquímedes”.

 

Hay en el libro un misterioso texto. Es anterior al prólogo, e incluso al índice, consiste en una especie de anuncio; hasta pudiera decirse –si fuera un libro digital– que sería uno de esos impertinentes mensajes que requieren de previa aceptación (los benditos “cookies”). Es un anzuelo que distrae y roba la atención: se refiere al supuesto entierro de un fabuloso tesoro que despierta el ánimo codicioso del más frugal de los mortales. El críptico recado cuenta: “Thomas Jefferson Beale, un aventurero del siglo diecinueve, explorador y buscador de fortunas, dejó tres hojas que en apariencia contenían sendas secuencias de números aleatorios. Pero no eran aleatorios, contenían un código; ya la segunda hoja ha sido descifrada con éxito. Los papeles dicen, en resumen, que en algún lugar de Bedford, Virginia, Jeff Beale enterró 2.921 libras de oro, 5.100 libras de plata, y 3.35 millones de dólares en joyas. La última línea del segundo documento reza: ‘La primera hoja describe la ubicación exacta del cofre…’”

 

Beale, un tipo alto, moreno, bien parecido y, además, atractivo para las mujeres, había hecho amistad con Robert Morriss, el propietario de un hotel en Lynchburg, Virginia. Morriss era un hotelero reputado como íntegro y honrado, a quien en enero de 1822, antes de salir a otra de sus exploratorias aventuras, el forastero habría encargado una caja metálica. Seis meses después, el empresario habría recibido una nota con la noticia de que Beale se demoraría un par de años en volver y con instrucciones para que la caja que le había dejado, que contenía papeles ininteligibles, no fuera abierta sino hasta después de diez años, en el caso de que no retornara. La nota indicaba que la clave para interpretar los documentos la tenía otro individuo que tampoco podría remitirla hasta cumplido ese mismo plazo.

 

Jamás se volvió a saber nada de Beale. La carta mencionaba la existencia de un botín enterrado en algún lugar no determinado. En cuanto a los papeles, se había previsto que, con la ayuda de la clave, se podría ubicar el escondite y se revelaría el nombre de sus 30 propietarios. Morris debía repartir el tesoro en 31 partes (una para cubrir sus servicios) pero nunca recibió la clave. Antes de morir, en 1863, Morris compartió el secreto con James Ward, un barman de su confianza, quien logró descifrar el segundo papel pero perdió la cabeza tratando de interpretar los otros dos. Ward había logrado adivinar que el texto del segundo documento se descifraba con ayuda de la Declaración de Independencia. Esa hoja revelaba el lugar, pero también advertía que solo la primera hoja señalaba su localización exacta. Ward, cansado y desilusionado, habría decidido publicar lo que ya conocía hacia 1894.

 

¿Es esta extraña historia una formidable estafa, quizá una simple engañifa para confundir a los avariciosos o a los inocentes? Bueno, la historia sigue ahí, por si alguien pudiera estar interesado…


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05 julio 2022

Historia de una revancha

“Y así… medita en tu mente y en tu corazón cómo matarás a los pretendientes en tu palacio: si con dolo o a la descubierta; porque es preciso que no andes con niñerías, que ya no tienes edad para ello”. La Odisea, Canto Primero, Exhortación de Atenea a Telémaco.

 

He terminado de releer La Odisea. Esta vez la he leído después de más de 50 años. Antes lo habría hecho para cumplir con alguna tarea escolar; esa habría sido una lectura apresurada, motivada por la necesidad de presentar un resumen y por el cumplimiento de un perentorio plazo. Lo más seguro es que el relato me habría parecido una serie de fabulosas hazañas. Esta vez no lo he interpretado tanto como la historia de un largo viaje de retorno, tampoco de un viaje con dificultades sino más bien como el relato de una forma de saldar cuentas. Vaya, lo digamos sin circunloquios: el viaje es solo un pretexto. La obra trata de la historia de una venganza.

 

Cuando era muchacho había una serie llamada Los vengadores (The avengers). Eso me ha parecido el poema épico esta vez, un capitulo más de esa serie, un nuevo episodio en el que una pareja de detectives se hace cargo de tomarse una revancha. La diferencia es que en la obra clásica no participan esos actores, sino que coinciden una divinidad, Atenea (“la deidad de los ojos de lechuza”) y el mortal Odiseo (el héroe griego “fecundo en ardides’).

 

Así advierto que esta “apología del desquite” es una reiterada obsesión en la historia de la literatura occidental, una manera de poner luz al lado oscuro de la condición humana. Medito en si, de acuerdo a nuestra formación judeo-cristiana, no es –esto de vengarse– una forma de debilidad; en si esto de buscar revancha, no es una forma de obsesión, si no refleja acaso la incapacidad de perdonar, aquella ausencia de nobleza y generosidad que alguna vez fuera un anatema y que nuestros preceptores trataron de inculcarnos como algo negativo…

 

Pero, no. Nuestra literatura está repleta de repetitivas muestras de esta pasión cegadora. Allí están: El túnel, de Sábato; Otelo, de Shakespeare; Cumbres borrascosas, de Bronte; La regenta, de Clarín… Es probable que desde la infancia nos confunda esta pulsión por la venganza, y que nos desequilibre su dialéctica; por ello que, esto de des–quitarnos –de quitarnos algo de encima–, no sea sino una prolongación de nuestras fobias infantiles, la respuesta a nuestras perennes inseguridades, y se nos haga tan difícil escapar a su seducción. Vengarse se convertiría en una forma de volver a la niñez, de dar rienda suelta al resentido rapaz que llevamos dentro.

 

La Odisea me hace pensar en que los poemas épicos pudieran estar incompletos, me sugiere que Homero (si realmente existió) tal vez tuvo planeada una tercera saga. El mismo Ulises (Odiseo) sabe que su reacción contra los pretendientes de su esposa es descabellada y excesiva, y teme no ser comprendido ni condonado por su gente. Por eso es que tal vez la revancha se envuelve en un manto de inspiración divina, de pronto el guion ya no es el de una historia épica sino el de una tragedia a la manera de los dramas de Eurípides. Odiseo recela que sus actos pudieran no gozar de indulgencia, por eso no da la cara y astutamente se disfraza de andrajoso mendigo. Así, la historia se convierte en un alegato, más que en un testimonio de su astucia y reconocida sagacidad.

 

El crimen de los pretendientes de Penélope fue haber irrespetado su casa: se tomaron su vino, se comieron sus carnes y abusaron de sus esclavas; pero ellos no irrespetaron a la consorte de Odiseo. Si la pretendieron fue porque deseaban asumir el poder y porque la ausencia de Odiseo ya era excesiva (20 años, y se lo presumía muerto). Ellos no habían faltado a su esposa, querían competir entre ellos para desposarla cuando bien pudieron desdeñar a Penélope y usurpar el poder, pues se había producido un vacío que justificaba el reemplazo. Por ello, la respuesta del héroe ausente fue desmesurada, si –ademásse cobró la supuesta afrenta por propia mano…

 

La historia de la civilización refleja el cambio de nuestros valores y arquetipos. Hoy no veríamos la venganza como un gesto altivo, o como un mérito, y ni siquiera la justificaríamos, a lo sumo la interpretaríamos como un instinto básico… ¿No es la revancha un sinsentido, una forma de necedad? ¿Es sensato buscar la infelicidad ajena, en lugar de la propia tranquilidad? Nuestra cultura ya no ve la represalia como una catarsis, sabe que la venganza es un poderoso móvil pero que esta no puede convertirse en factor para proporcionar un “dulce” placer: aquél de devolver el daño para satisfacer una necesidad primaria: la del ojo por ojo y el diente por diente.


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01 julio 2022

Aquel tiempo recobrado

Hacia mediados de 1973 la aerolínea para la que trabajaba (TAO) suspendió súbitamente sus operaciones y yo, asimismo, perdí inesperadamente mi empleo. Tenía 21 años, lo cual en cierto modo era una ventaja. No había entonces una importante oferta de pilotos, lo que también lo era. Registraba a la sazón una nada despreciable experiencia. Nada común para un muchacho de esa edad, lo malo era que no había vacantes, todas las plazas estaban tomadas. Yo “tenía que volver a volar, no solo para mantenerme vigente, sino porque había asumido un compromiso familiar, el financiamiento de un proyecto especial, y tenía que responder ante los acreedores. Nadie, sin embargo, parecía necesitarme. ¡No lograba conseguir un nuevo empleo!

 

El “hiato vacacional” duró casi seis meses; y yo que creía que con esa exigua, pero quizá, atractiva experiencia podía comerme al mundo… mas, pronto sentí que, en apariencia, era el mundo el que estaba listo para devorarme a mí. Opté entonces por la única alternativa disponible: la fumigación agrícola que en esos años ya tenía gran demanda. Fumigar es un trabajo entretenido, es bien remunerado y constituye una actividad lúdica, pero tiene su contrapartida: es una operación riesgosa porque casi todo el trabajo se conduce a ras del suelo y porque, además, se trabaja lanzando químicos o insecticidas que son venenosos. Las substancias tóxicas van poco a poco, y sutilmente, afectando adversamente la salud del piloto.

 

Pronto me comprometí con otra empresa y realicé el curso para obtener los conocimientos y la pericia necesaria. Así, a la par que efectuaba el curso, se me dio la oportunidad de colaborar con una pequeña compañía de taxi aéreo que transportaba pasajeros y el diario “El Universo” desde Guayaquil a otras ciudades. En esas estaba, cuando una tarde me llamaron desde Quito para proponerme que volara un monomotor STOL al que llamaban “Machaca”, la operación se efectuaba en el Nororiente y estaba al servicio de TEXACO. Quien me lo proponía me conocía personalmente y supongo que habrá pensado que mi experiencia de vuelo en la región amazónica y, sobre todo, la que había acumulado volando otro avión STOL (el Twin Otter) harían más fácil mi transición.

 

Pese al clima insalubre y a la condición de que el vuelo era en un monomotor (un solo motor) la oferta era muy tentadora; el régimen laboral era de una semana de trabajo por una de descanso y el estipendio era inobjetable; sabía de antemano que el tipo de vuelo me iba a gustar.  Ahí me mantuve por tres años (finales de 1973 hasta finales de 1976). Las pistas STOL (despegues y aterrizajes en pistas cortas) son muy restrictivas y exigen mucha precisión. Los turnos se cumplían con dos pilotos que efectuaban cuatro circuitos diarios a los principales campos y atendían otros traslados que pudieran presentarse. Sin embargo, sobre todo durante los fines de semana, había que entretenerse con algo más que estar pendiente de que "saliera" un vuelo. Había que combatir el aburrimiento…

 

No sé qué vino primero, si fue mi afición a la lectura o fueron esas obscenas horas de ocio las que me invitaron a hacer algo más provechoso con el tiempo. Así fui abrigando el convencimiento de que no existía tiempo mejor invertido que el dedicado a los libros. Solo así me explico cómo pude haberme leído los siete tomos de “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust en menos de un par de meses. Hoy que lo medito, caigo en cuenta de que aquél no solo fue un “tiempo recobrado” (casi el título del último volumen) sino que fue tiempo bien invertido y mejor aprovechado, tiempo ganado al tiempo, tiempo que aproveché viviendo ese mundo paralelo que es el de la literatura, siempre entretenido con obras que, dado su tamaño o complejidad, de otro modo no hubiese sido factible que las pudiese disfrutar.

 

Lo comentado viene a cuento de un artículo de Javier Cercas, titulado “No leáis”. que he revisado en estos días (Palos de Ciego – El País), en el que se refiere a lo que leemos (o “decimos que leemos”) y comenta: “… el problema no es la gente que no ha descubierto el placer de la lectura (a estos basta con darles el pésame); el problema es la gente a quien lo que le gusta no es leer sino decir que ha leído, la gente que lee o finge leer no aquello que le gusta de verdad, o que podría llegar a gustarle, sino lo que piensa que debería gustarle…”, lo que parecería gustarle a los otros, diría yo. Se apoya el autor en el nombre de una librería que conoce. Su rótulo en catalán la identifica: “Nollegiu” (“No leáis”) que, según Cercas, no solo significaría “No leáis”, sino también “No leéis”, lo cual “no es sólo un consejo; también es una constatación”. Por mi parte, pienso que sería no solo aquello, sino además una provocación. O, como yo mismo he comentado: una admonición y una preocupada advertencia…

 

De vuelta a lo del “monomotor”, me gustaría matizar con una breve anécdota. Un día coordiné un vuelo para una funcionaria, a quien debía informar que el vuelo que se le había programado era en ese tipo de avión. ¿Qué quiere decir monomotor?, me indagó. “Que tiene un solo motor”, respondí. “O sea que si el motor se apaga, se cae el avión”, me replicó. “Bueno... no es una manera muy poética de decirlo”, le contesté. Al final, el vuelo no se realizó…


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