29 julio 2020

Celibato y clerecía

Hablemos de curas. Me refiero a “señores curas” y no a las curaciones que están de moda en estos ingratos tiempos. Advierto que, en estricto sentido, no estudié en colegios de curas, aunque mis maestros fueron hermanos cristianos (lo cual, para lo que trato de explicar, casi equivale a lo mismo). En realidad, la única diferencia que había entre estos y los sacerdotes era que, a pesar de ser religiosos y de vivir en comunidad, los hermanos no podían o no estaban autorizados para dar misa y administrar los Sagrados Sacramentos. En mis tiempos de primaria los hermanos todavía utilizaban su tradicional sotana y, después de su almuerzo, efectuaban sus acostumbrados y tradicionales recorridos peripatéticos.

De los hermanos, aprendí lo que un estudiante debe aprender en sentido académico; ellos inculcaron en mí muy prácticos métodos de estudio y toda suerte de interesantes conocimientos. Con su particular dedicación y especial sentido pedagógico, sembraron en mi alma juvenil, entrañables valores y muy nobles sentimientos; también depositaron inquietudes en mi intelecto y, por sobre todo, no cesaron en espolear mi cerebro con intereses que estimularon mi curiosidad y mi inquietud. Con ellos aprendí a averiguar; ellos me enseñaron a reconocer lo valioso que es saber preguntar, lo importante de aprender a buscar lo que queremos conocer.

Pero... no eran curas. No eran monjes ni eran frailes. Utilizaban, como los otros, una sotana; sabíamos que no podían dar misa y que, al igual que los otros, no podían casarse. Habían aceptado, también un raro compromiso: los votos monásticos. Su promesa implicaba tres resignaciones: pobreza, castidad y obediencia. De la primera, no puedo dar un testimonio definitivo, a pesar de la apariencia espartana de sus claustros. Respecto a la obediencia, su actitud nos parecía algo normal a nuestras edades. En cuanto a aquello de la castidad, lo interpretábamos solo como una secundaria opción, solo significaba que nuestros mentores habían preferido no tener que casarse.

Esto del celibato fue, desde temprano, fuente y razón para mis primeros cuestionamientos. Nunca entendí porqué algo tan antinatural había llegado a ser un requisito indispensable. No estoy tampoco seguro si entonces ya identificaban al celibato con la castidad. Ser célibe (del latín caelebs) más que ausencia de “tratos carnales” solo implicaba soltería; eso es lo que la palabra significa. Por otro lado, ser casto (del latín castus) definía a quien ejercía un auto control -su literal significado- no a quien se abstenía de tener o disfrutar todo goce de orden carnal. Imposible no sospechar que a lo mejor existía alguna vetusta entidad, de carácter esotérico y perverso, que había inventado el latín con el único propósito de confundir a los ingenuos, alterando la realidad con el sentido falso de las palabras...

Para cuando ya iba terminando mis años de secundaria, algo curioso empezó a suceder; mientras nosotros, los alumnos, habíamos optado por pasar a formar parte de algún movimiento juvenil de apostolado, algunos de los más jóvenes entre los hermanos que nos educaban, empezaban a asistir a la universidad. De pronto, ya no utilizaban el transporte público, ahora habían adquirido un pequeño vehículo y se movilizaban con mayor independencia, ya no se los veía portar sus hábitos tradicionales (quizá por aquello de que “el hábito no hace al monje), y su atuendo empezó a ir con lo que había definido la moda. Era evidente que ya no les impulsaba aquel viejo voto de pobreza. En cuanto a las demás ofrendas... parecía claro que ahora ellas obedecían a sus inquietudes y veleidades y, quién sabe si también, a sus flamantes pasiones...

No fue, sin embargo, lo que sucedió con otro de mis propios condiscípulos. Algo había en sus particulares intereses que denunciaba su probable vocación espiritual. Desde siempre nos pareció un seguro candidato para el servicio eclesiástico. Con el paso del tiempo, escogió otro oficio, se enamoró, contrajo matrimonio y formó una familia. Años más tarde habríamos de descubrir que ya casado, había adquirido un impensado compromiso de carácter religioso y se había convertido en miembro del clero secular. Ahora era diácono, aunque seguía casado!

Esta y otras posibilidades existen en la vida religiosa. Poca gente conoce que, a pesar de la aparente rigidez de la Iglesia, todavía es posible ser religioso y no tener que practicar ni el celibato ni la castidad. Existen dos clases de clerecía: la del clero “regular”, constituido por monjes y frailes, a quienes lo único que diferencia es si viven o no en conventos o en comunidad. Y existe otra forma, la del clero “secular”; a ella pertenecen los diáconos, presbíteros y obispos.

Es posible llegar a diácono a pesar de estar casado. No lo contrario; no se puede llegar a diácono y luego contraer matrimonio. El diácono puede hacer lo mismo que el presbítero -un grado eclesiástico superior-, incluso podría celebrar misa, con excepción de consagrar la eucaristía; pero no le es permitido dar el viático (extremaunción) ni confesar. Si enviuda no puede volver a casarse, pero puede pasar a presbítero, aunque queda obligado a respetar el celibato. El presbítero, por su parte, puede ser párroco o capellán y hacer casi lo mismo que el obispo; aunque no le está permitido administrar dos sacramentos: la confirmación y el orden sacerdotal. Como se ve, hay diversas alternativas en la vida eclesiástica; y hay también muchas formas para eludir aquello tan ajeno e incomprensible como parece la esquiva castidad...

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25 julio 2020

Mocksy, mi último maestro...

Tenía solo siete semanas cuando lo trajeron esa noche a casa. Lo habían destetado en forma innecesaria y prematura; quizá fue una crueldad apurada por las circunstancias: aquella era noche de Navidad. Aún recuerdo sus inconsolables gemidos durante esas primeras noches; sería la única ocasión que le habría de escuchar quejarse o demostrar algún atisbo de malestar. Y así, de esa misma manera, supo despedirse el pasado domingo, con la misma discreción con que había vivido, una discreción que supo convertir su presencia en real transparencia. Pues, si algo caracterizó a mi querido Maxi, fue aquel su insuperable sentido de la dignidad.

Llegó ya con ese nombre bajo el brazo. No creo que entonces el nombre me hizo feliz, pero era el que ya le habían escogido mis hijos... era el nombre que ellos habían dado a una de las mascotas que nos obsequiaron aquella Navidad. Quizás por ello no puse reparos al apelativo y preferí no hacer ningún amague de cambio para no resentirlos. Hacerlo, siendo un regalo de Pascua, hubiese sido como quejarse por el material de la envoltura... Con el tiempo, fui pronunciando aquel mismo nombre en forma diferente; tal vez ese fue mi disimulado subterfugio para no tener que buscar un nombre nuevo. “Mocksy” fue como aprendí entonces a pronunciarlo y así es como desde siempre, con cariño, lo llamé.

Pronto, Mocksy devino en mi nuevo maestro. Debo reconocer que, en cuanto a lo que hasta aquí ha sido mi vida: la Providencia siempre quiso favorecerme, una y otra vez, con sabios y magnánimos instructores y maestros. Suscribo que siempre tuve la fortuna de haber sido aventajado con esa clase de bendición y raro privilegio. Aquello, jamás podría dejar de reconocer y, desde luego, de agradecer. Así habría de ocurrir desde mis lejanos tiempos de escuela y de colegio; y esto volvió a repetirse cuando me inicié en esa vida de privilegio que es la de la aviación. Hoy mismo, recuerdo a dos instructores en particular; sus enseñanzas e influencia en mi formación aeronáutica los habrían de convertir en mis personajes inolvidables.

A Jack Prindible, un joven de apostura flemática que me tocó en suerte como instructor de vuelo básico, siempre le seré grato por sus nobles empeños en mis iniciales momentos de indecisión; él supo darme la seguridad que apuntaló mi perseverancia. A Galo Arias Guerra, maestro de maestros, le debo la siembra definitiva, tanto de los fundamentos profesionales que cimentaron mi formación, como también del paradigma que desde entonces supe que debía perseguir. La historia de nuestra aviación no le ha reconocido todavía por su silencioso apostolado. Él supo compartir conmigo los secretos del oficio, me señaló un hoja de ruta y, en el camino, se fue convirtiendo él mismo, con la benigna fuerza de su ejemplo, en un modelo a seguir, en una clara como emblemática singladura. De Jack y Galo aprendí desde a “sentarme bien” en la cabina de mando, hasta esa forma de serena actitud, ese noble sentido del servicio, el delicado celo que los “caballeros del aire” debemos sentir por la seguridad aérea.

En cuanto a Mocksy, pronto se convirtió también en mi instructor secreto... Al modo de los anteriores, sería la serena y discreta condición de su ejemplo, la que lo fue convirtiendo no solo en mi indispensable compañero, sino también en mi magnánimo maestro. Su altiva elegancia para caminar, la alegría para acercarse con discreción, su serena paciencia para atemperar su ansiedad, el porte distinguido con que rubricaba su incomparable sentido de la dignidad, desde siempre lo identificaron como el animal más noble que jamás hubiera conocido. Algo había en esa contradictoria mezcla de aviesa presencia y docilidad que lo convertían en un ejemplar especial. Ahí estaba, el inquieto mastín francés transformado en dócil y cariñoso amigo, en solidario y obsecuente escudero.

Una desapercibida inflamación ganglionar nos indujo una mañana a visitar a su médico. Fue tan prematuro y pesimista aquel diagnóstico que al principio, no sin cierta suspicacia, preferimos no asignarle crédito. Nuevos exámenes confirmaron lo inevitable: Mocksy tenía una forma agresiva de cáncer linfático, un linfo-sarcoma, una forma de metástasis que había rápida y vorazmente asediado su vitalidad, y que había debilitado su cuerpo...

Lo sorprendente fue la vertiginosa rapidez con que evolucionó la lamentable enfermedad, que no dio tiempo ya para implementar ninguna forma de tratamiento. Todo ocurrió de modo fulminante. Su inevitable agonía se precipitó durante la última semana. Hacia el triste final, de golpe perdió el apetito y ya se cansaba con cierta facilidad; entonces perdió la fuerza de sus manos y tampoco podía siquiera ladrar. El día de su despedida se puso a buscar un sitio en el jardín, quería morir sin molestar. Nunca le habíamos escuchado quejarse ni llorar. Murió como había vivido, con ese mismo sentido de discreción y de altiva dignidad... Se fue dejándonos su callado mensaje y su lección, su nobleza y lealtad, el recuerdo de su presencia inigualable. ¡Qué maravilloso animal!

Adiós, mi querido Mocksy. ¡Hasta siempre, mi valiente e inolvidable compañero!

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22 julio 2020

Increíbles sobrevivientes aéreos *

* Por Kristina Kirkliaus Kaite. Tomado de AeroTime Hub, con mi traducción.

La historia de la aviación está llena de accidentes desastrosos que ocurrieron por una variedad de razones; empezando por malas condiciones meteorológicas o por fallas mecánicas, hasta falta de combustible para llegar hasta el destino. Algunos de estos trágicos accidentes tienen un lado milagroso en su historia: sus sobrevivientes. Unos siguieron un protocolo de seguridad, otros perdieron el conocimiento y tuvieron suerte de sobrevivir al impacto. Las narraciones que vienen a continuación realmente calzan con aquella definición de “milagroso”.

*    Una sobreviviente de 12 años. Accidente del Yemenia 626
Bahia Bakari fue la única sobreviviente de este vuelo en el año 2009. En el accidente perdieron la vida 152 personas que iban abordo, con excepción de esta niña de 12 años. Ella se salvó sosteniéndose de los escombros del avión por más de 13 horas, antes de que los rescatistas la encontraron en el Océano Índico. Se sabe que apenas podía nadar, que no tenía un chaleco salvavidas y que se las ingenió para sobrevivir al accidente. Bahia se convirtió en la “chica del milagro” de la prensa del mundo. El último informe concluyó que el inapropiado manejo de los controles, por parte de la tripulación, produjo la entrada en pérdida aerodinámica de la aeronave.

*    El sobreviviente de nueve años del Airbus A330, de Afriqiyah Airways
En el 2010, un Airbus A330 de Afriqiyah Airways se estrelló, justo antes de aterrizar en la pista del aeropuerto de Trípoli, en Libia. El niño de nueve años Ruben van Assouw estaba regresando de un safari con sus padres y un hermano; ellos eran parte de los 103 pasajeros que murieron. A Ruben lo encontraron a media milla, semi-inconsciente y todavía amarrado a su asiento. El chico sufrió cuatro fracturas en sus piernas y perdió gran cantidad de sangre, pero su cabeza y cuello no fueron afectados. Los médicos dijeron que hubo algunas razones para esta extraordinaria supervivencia, incluyendo el lugar donde había estado sentado en el avión.

*    Una de siete sobrevivientes. Vuelo de Northern Thunderbird Air
Debido a una tapa sin asegurar en el tanque de aceite, el avión se cayó sobre una autopista de seis carriles, en plena hora pico, en el 2011. El vuelo iba a Kelowna, en British Columbia. Aunque el pIloto se dió cuenta de la fuga, resultó muy tarde para regresar al aeropuerto. Uno de los siete sobrevivientes fue Carolyn Cross, que perdió el conocimiento mientras el avión iba cayendo y se despertó luego que olió a combustible. Carolyn se las ingenió para arrastrarse hasta la puerta del avión. A pesar de que experimentó numerosas lesiones, incluyendo trauma craneal, algunas costillas rotas, daños en la dentadura y en las mandíbulas, se recuperó posteriormente.

*    Único sobreviviente en el accidente de un Bombardier CRJ-100
En el 2011, un Bombardier CRJ-100 se accidentó tratando de aterrizar en medio de un aguacero en el aeropuerto de Kinshasa. El jet de pasajeros estaba volando entre Kisangani y Kinshasa, en la República Democrática del Congo. Murieron 32 personas que venían abordo; todos ellos eran personal de las Naciones Unidas y de organizaciones de paz. Francis Mwamba, un periodista congoleño, fue el único sobreviviente. Él recuerda que el avión se sacudía violentamente antes del impacto. Perdió el sentido y se despertó en el hospital.

*    Madre y bebé sobreviven en Colombia a un accidente en la selva
En el 2015, una pequeña avioneta Cessna se estrelló en la jungla colombiana. Murieron todos sus ocupantes, excepto una madre de 18 años llamada María Nelly Murillo y su hijo de una año. Luego del siniestro, la Fuerza Aérea encontró el avión accidentado y buscó por sobrevivientes. Cinco días después María fue encontrada a unos 500 metros del sitio de la tragedia; se dio modos para abrir la puerta de la cabina y correr hacia la selva al tiempo que el pequeño avión empezaba a incendiarse. A pesar de que tanto la madre como el niño fueron atendidos por quemaduras, deshidratación y un talón fracturado, los dos sobrevivieron al desastre.

*    Uno de seis sobrevivientes. Vuelo 2933 de LaMia
En el 2016, el vuelo 2933 de LaMia se estrelló matando 71 personas, incluyendo la mayoría de los integrantes del equipo de fútbol Chapecoense, otros pasajeros y la mayoría de la tripulación. La investigación concluyó que la aeronave no había tenido suficiente combustible para llegar a su destino. Erwin Tumiri fue uno de los seis únicos sobrevivientes; comentó que el haber seguido el protocolo es lo que le salvó la vida. Erwin se salvó a sí mismo poniéndose maletas entre las piernas y acomodándose en posición fetal antes del impacto.

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*   Y la sobreviviente que olvidaron: Existe una sobreviviente que falta en esta reseña. Se trata de Julianne Koepke, de 17 años, que sobrevivió al accidente de la aerolínea peruana LANSA en la noche de Navidad de 1971. El vuelo 508, un Lockheed L-188 Electra, había salido de Lima con destino a Pucallpa y por algún motivo se accidentó en la selva mientras descendía en medio de una tormenta. Mucho se especuló de que un rayo había partido el avión y que Julianne habría sobrevivido una caída libre de 2.000 metros... Luego de resultar sobreviviente, con una clavícula fracturada y unas pocas lastimaduras, caminó y nadó por once días hasta encontrar a un grupo de campesinos que la llevaron hasta un hospital; pudo recuperarse y vivir para contar su historia. Este es un caso admirable y no es parte de la anterior reseña, que he copiado y traducido para ustedes.

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18 julio 2020

De Biblos y Biblias

Cuenta la leyenda -a veces cuenta lo mismo que la Historia- que mientras Atahualpa estuvo, por tantos meses cautivo en Cajamarca, se le acercó el fraile Valverde -un clérigo siniestro y obcecado, según lo pintan- con una Biblia en la mano y le advirtió que aquel particular artilugio era no otra cosa que la Palabra de Dios. Se comenta que al tomar el Inca el texto en sus manos, creyendo que era una especie de caja sonora, se lo llevó al oído y al advertir que no emitía ruido alguno, lo arrojó contra el piso de la habitación donde lo tenían secuestrado...

Es que, la Biblia ha sido conocida desde siempre como la “Palabra de Dios”; es, en efecto, una obra de carácter espiritual. Se dice que es el libro más editado y leído que hay en el mundo. De lo primero, a nadie le cabe la menor duda; no obstante, no se puede estar muy seguro de lo segundo, pues es muy probable que la mayoría no lo haya leído completamente. La verdad es que ¿quién no ha leído la Biblia?; sin embargo, muy pocos la han leído en forma metódica, de principio a fin. Tal vez lo únicos que le han dado una lectura completa sean los clérigos; y quizá unos pocos individuos más, entre los seglares más devotos; y quizá ni eso...

Biblia es una palabra en plural, aunque se la usa cual si fuese singular. Se dice que la Biblia hebrea o Tanaj habría sido escrita a lo largo de unos mil años y que fue un grupo de eruditos religiosos el que habría estructurado sus libros o capítulos unos pocos siglos antes de la Era Cristiana. Tanaj es como se conoce a lo que para los cristianos es el Antiguo Testamento; se llama así por que junta las tres iniciales (T, N y J) de sus tres principales textos: la Torá (Pentateuco), el Nevi'im (Profetas) y el Ketuvim (Escritos). Parece que dentro del judaísmo también hubo una antigua discrepancia, en cuanto a qué libros eran parte de la Ley: para los saduceos, lo era únicamente la Torá, los cinco libros de Moisés, nuestro Pentateuco; en tanto que, para los fariseos, también lo eran los otros textos, el de los Profetas y los Escritos.

En Alejandría se habría efectuado la primera traducción de la Biblia hebrea, esta se hizo teniendo en la mira a los judíos que vivían en la antigua Grecia y que, por lo mismo, hablaban en griego. Para ello, se reunieron unos setenta sabios y efectuaron una catalogación de los libros de la Biblia hebrea y añadieron unos pocos libros adicionales; fue éste el motivo por el que esta versión pasaría a ser conocida como “Septuaginta” o “de los setenta” para la posteridad. A esta versión, siguiendo cierto Canon, palabra que quiere decir regla o medida, el cristianismo añadiría, posteriormente, el Nuevo Testamento.

Pasados los siglos, habría de ser la Biblia de los Setenta (LXX) la que serviría de base para las primeras Biblias latinas y para la primera escrita en latín vulgar o corriente: se la conocería como Vulgata, porque la intención del papa que dispuso su elaboración, fue la de divulgar o dar a conocer las Sagradas Escrituras al mayor número de creyentes. Habría de ser Jerónimo de Estridón, uno de los Padres de la Iglesia, quien en el año 382 efectuaría este trabajo. La Vulgata, con el paso del tiempo, serviría de referencia para futuras traducciones.

Hay un total de 73 libros en la Biblia católica, aunque no todos corresponden al original hebreo; de igual modo, no todos los libros cumplen con el Canon, norma que establece cuáles son los libros que merecen ser considerados como canónicos o “inspirados” por Dios. Hay libros que se denominan “deuterocanónicos” que, aunque son parte de la Biblia, solo cumplen con una norma posterior. “Deutero” significa segundo en griego. Los protestantes no reconocen como inspirados a algunos textos, a los que conocen como “apócrifos”; y no es que los juzguen como falsos o inauténticos, sino que consideran que no cumplen con la proto-norma original.

La palabra biblia tiene una curiosa etimología. Biblia, es en griego el plural de biblion (rollo o papiro; y, por tanto, libro). Existe una antigua ciudad fenicia, en la costa del actual Líbano, con el nombre de Biblos. Estaría en debate qué vino primero, si el pueblo que fabricaba los papiros o los papiros que se elaboraban en el pueblo; pues este bien pudo haber pasado a adoptar el nombre, en razón de los papiros con que se elaboraban los libros. La palabra, en fenicio, significaría montaña o colina.

Hubo varios esfuerzos editoriales con el objeto de traducir la Biblia al castellano. Existieron algunas traducciones antes de la llamada Biblia Alfonsina (Siglo XIII) en el tiempo de Alfonso X, el Sabio. Más tarde, a principios del Siglo XVI, el cardenal Cisneros habría de promover una traducción mejor elaborada, que se la conoce como Biblia Políglota Complutense (de Complutum, el antiguo nombre en latín que tuvo Alcalá de Henares); su edición se apoyó en la reciente aplicación de un invento que vino a transformar el mundo de la comunicación, la ciencia y la literatura: la imprenta de Gutenberg. Su plausible intención con este trabajo no era otra que estimular el estudio, para entonces descuidado de las Sagradas Escrituras.

Hay una versión posterior, es conocida como Biblia del Oso; es fácilmente reconocible porque en su primera página aparece el grabado de un oso erguido deleitándose con la miel de un árbol. La he encontrado en mis viajes, está a disposición de los huéspedes, escondida en el cajón de la mesa de noche de los principales hoteles de nuestros países. Se trata de una Biblia protestante. Fue concebida por un reformista luterano, Casiodoro de Reina, y revisada más tarde por uno de sus discípulos, Cipriano de Valera. Se la conoce como la Reina-Valera.

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15 julio 2020

El espíritu aeronáutico

Les dicen lugares comunes o muletillas, son voces o expresiones que las repetimos por hábito. Echando mano de un galicismo, ya refrendado por la Academia, ahora se les puede llamar clisé o cliché. Dicen, por ejemplo, que el hombre es un animal capaz de pensar, o tal vez de reír o quizás de recordar; pero, si de algo es de verdad capaz el hombre, por definición, es de cometer todos los errores imaginables, y no cansarse de repetir todo tipo de estupideces... Esta semana, me han hecho llegar la reseña de un accidente aéreo, ocurrido en Bogotá, hace 22 años; ha sido suficiente para recordar la última sentencia.

Sucedió un 20 de abril de 1998, cuando un avión de TAME, que se identificaba como Air France 422, se estrelló luego del despegue en una colina que solía albergar al radiofaro de Techo, en él área terminal de esa ciudad. Hubo 53 fallecidos. ¿Que, qué pasó? Pues, otro accidente, uno más, de esos que en inglés se conocen con las siglas CFIT (se pronuncia “Cifit”). Quiere decir: Controlled Flight Into Terrain, lo que significa “Vuelo Controlado Contra el Terreno”: consiste en un accidente que sucede cuando sin motivo aparente, un aeroplano en perfecto estado, con buen clima, es conducido -como por intención- a colisionarse contra una montaña.

Aunque, claro, no era esa la pregunta que se debería hacer. Lo que de verdad se debería preguntar es “por qué” sucedió lo que pasó. ¿Cuál pudo haber sido la causa? La respuesta suena como muy simple: los pilotos no dieron importancia a las alturas mínimas que debían superar y se preocuparon primero de acelerar el avión, mientras mantenían la altura, desdeñando la elevación que tenía la montaña a la que se aproximaban. Impactaron el cerro a 10.100 pies de altitud, 400 pies (unos 130 metros) por debajo de la cima de la colina. Se lo crea o no, por tratar de acelerar pronto, descuidaron la altitud y menospreciaron la montaña...

Fue cuando leí un comentario que me hizo pensar en el abuso con que muchas veces, por el solo prurito de justificar, utilizamos aquellos lugares comunes. Comentaba un querido amigo que el accidente habría ocurrido por ausencia de “crew coordination” (coordinación de la tripulación) cuando, aunque ésta hubiese existido, de todos modos el avión hubiera impactando la montaña. Los pilotos simplemente no le dieron importancia al peligro. En una zona montañosa -y esto es lo inaudito- subestimaron la presencia de la montaña.

¿Por qué se cometen tan crasos errores? Se supone que nadie los quiere cometer a propósito, nadie quiere estrellarse intencionalmente contra una montaña “de a de veras”. ¿Qué pasa por la cabeza de estos individuos? O, para ponerlo en la debida perspectiva: ¿Qué no les pasa? ¿qué es lo que no procesan debidamente? Es difícil responder. Existe toda una lista de factores que influyen y que, una vez que se juntan, se agravan: falta de disciplina, carencia de sentido profesional, falta de cultura operacional, ausencia de conciencia de situación, incapacidad para evaluar los riesgos, exceso de confianza...

Pero, hay algo más. Entre los distintos comentarios que pude leer, destacaba uno en particular. Decía que “no era bueno juzgar”, pero que todos debíamos aprender de los distintos accidentes… Esto lo expresaba otro piloto, en este caso un importante ejecutivo, alguien con la autoridad administrativa para evaluar, concluir e incluso sancionar; en suma: la facultad de tomar las medidas para evitar que un error, violación o irregularidad vuelva a ocurrir, la efectiva potestad para prevenir que vuelva a suceder lo mismo. Dicho de otro modo: ¿cómo aprendemos, si no nos atrevemos a juzgar? ¿Cómo podremos elaborar una hipótesis y llegar a una conclusión, si no juzgamos qué pudo haber pasado, o qué ocurrió con lo que terminó convirtiéndose en un desastre aéreo?

Al respecto, yo preguntaría: ¿por qué no se debe juzgar?, ¿qué de malo tiene hacer un juicio o emitir una opinión? Sobre todo, si tiene un fundamento coherente y sólido. ¿No es eso justamente lo que hace falta para generar una normativa o para idear una nueva solución?, ¿no es eso lo que se requiere para evitar que ocurra un nuevo accidente? No hacerlo, ¿sería de veras lo más adecuado y responsable?... En estos días me he convencido que si tenemos un criterio respecto a lo que ocurre, y que tiene que ver con la seguridad aérea, si no lo expresamos es irresponsable. Y que si tenemos que criticar y no lo hacemos, por temor o prejuicio a que piensen que juzgamos –si sabemos que tenemos la razón- es solo una lamentable hipocresía.

Si los accidentes (los relacionados con factores humanos) siguen pasando por culpa del descuido, la falta de prolijidad o la simple estupidez, la alternativa es el valor profesional, la maestría para volar, el llamado espíritu aeronáutico (nunca pude traducir en forma satisfactoria la palabra “airmanship”). La única alternativa posible es el poder integrar la técnica, la conciencia del entorno y las propias capacidades que puede tener el aviador, y fundirlas en el crisol de la disciplina. Solo cuando conjuguemos el buen juicio, la destreza y el conocimiento, recuperaremos el viejo paradigma del espíritu aeronáutico. Solo ahí venceremos sobre los efectos del error y la estupidez. Pues, así como los accidentes ocurren como resultado de una cadena de errores, el profesionalismo nunca es fruto de la casualidad. Es un edificio que se debe diseñar, es un templo que se tiene que construir...

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11 julio 2020

Cantos de sirena

Se ha ido Otto Sonnenholzner. Se ha ido insinuando que lo hacía para demostrar a sus detractores que el meritorio desempeño que venía cumpliendo nada tenía que ver con una eventual aspiración política. La acción, sin embargo, lejos de desvirtuar ha validado los resquemores de aquellos reparos y críticas. Si lo que realmente quería el vicepresidente era dejar de una vez en claro que su, hasta aquí, magnífico desempeño no estaba vinculado a su promoción proselitista, mal hizo en dejarse seducir, y luego de ello transigir, ante los cantos de sirena de la oportunidad política.

En efecto, si lo que Otto quería (así quiere que lo llamemos) era demostrar que su actividad cotidiana nada tenía que ver con una inmediata veleidad política (a la que nadie puede negarle derecho), lo único que tenía que hacer era continuar en su función como vicepresidente o pedirle al presidente Moreno que lo libere de las tareas que se le había delegado; pero en cualquier caso, tenía que mantener el compromiso al que en algún momento prometió adherirse. Eso, era todo lo que tenía que hacer. Y no sucumbir a los improvisados embates del engreimiento.

Si decidió renunciar, el mensaje que en la práctica entregó, fue que lo hacía porque efectivamente tenia una mayor y más alta ambición. Es probable que, en alguna parte del camino, se haya dejado subyugar por un espejismo, aquella melodía del servicio; melodía que casi siempre se escribe sobre el pentagrama de la popularidad y que, asimismo, nunca deja de burilarse con las siete notas de la adulación ajena (no deja de sorprender que vanidad también se escriba con siete letras). Lo que sí nos consta es que esa, hoy novedosa aspiración, no la tuvo hace un par de años, cuando nadie todavía lo conocía, cuando todavía se nos hacía difícil pronunciar su apellido, cuando su imagen, ajena a la política, ayudó a que vayamos reconociendo su valía.

Pero... no hay “cantos de sirena” sin que estas criaturas efectivamente existan. No hay seducción sin seductor, ni embrujo sin pitonisa. Parece que en la antigüedad las sirenas eran más bien una mezcla de fémina y pájaro; mas, con el paso del tiempo, con el advenimiento de la Edad Media, estas sirenas fueron convirtiéndose en criaturas marinas, con el cuerpo de una hermosa doncella y la bifurcada cola de un pez sensual y escamoso. Empero, el embeleso de la sirena no emanaba de su figura sino de la pérfida seducción de su melodía. No asombra que su misma etimología lo sugiera: “criatura que ata y desata, que subyuga y encadena “...

En cuanto a la expresión “canto de sirena”, viene de una frase contenida en la Biblia, en el libro de Isaías. Se la recoge en la Vulgata, la versión escrita en latín corriente que fuera encargada a san Jerónimo por el papa Dámaso I; esta habría sido traducida directamente del griego y del hebreo, adaptando segmentos de la versión griega conocida como Septuaginta. Desde temprano la sirena se inscribe en la imaginación del hombre como aquel híbrido de apariencia pisciforme que tiene el atributo de embelesar con sus aduladores cantos a los cándidos marineros. Por otro lado, sirena pudiera ser una voz que tiene un origen semítico: “sir” significa canto...

Sea lo que sea, el marinero de esta Odisea se llamaba Otto, había hecho su llegada como un desconocido, cual extraño y casi como advenedizo; pero había recibido los augurios de los oráculos y de las sibilas. Otto había aparecido de improviso, como empujado por una benigna y vigorosa brisa de barlovento y, hábil, se había presentado, él mismo, como un viento distinto y fresco. Entregó con discreción sus credenciales, logrando enseguida ganar una imagen de sencillez y de prestancia; supo, desde el principio, combinar sus ejecutorias y su capacidad con un sentido de raro compromiso. A diferencia de sus predecesores, supo promocionarse como alguien en quien se podía confiar, no irradiaba aquella mortecina sombra de indelicadeza.

Por lástima, ese es justamente el antecedente que no se puede desconocer. El ex comunicador no vino solo como un nuevo vicepresidente que, además, no había sido elegido en las urnas; sino como un personaje escogido ad-hoc (y que, además, había sido escogido a dedo), que había llegado para reemplazar, por el tiempo que todavía faltaba, a otros dos funcionarios que habían sido destituidos por su implicación en turbios tramas de incorrección o por desaprensivas acciones en la gestión pública. El vino “para quedarse hasta terminar”, y no para, tan pronto como veinte meses después, renunciar porque se dejó tentar por el dulce canto de las ninfas.

Sonnenholzner pudo haber esperado. Estuvo haciendo un valioso papel, se había ganado la simpatía de medio país; pero su tarea aún no había concluido. Me pareció que dijo algo un tanto confuso en su discurso de despedida; la mala construcción de una frase tal vez abrió la posibilidad para que hubiese existido un lapsus en su elocución: “Al presidente de la República siempre le agradeceré -dijo- su esfuerzo por dar los primeros y difíciles pasos para sacarnos de ese modelo fracasado que solo busca destruir y tiene sumido en la pobreza y la desolación al pueblo venezolano” (?). Quizá hubiese quedado más claro si, luego de aquel “destruir”, habría completado: “y que, en otro lugar de América, tiene sumido...” Creo que se oyó ambiguo. Sí, sonó equívoco.

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08 julio 2020

Una factura escondida

No es un país enorme, pero está densamente poblado. Pakistán es un país musulmán que tiene más de 200 millones de habitantes; de hecho, es uno de los cinco más poblados del mundo. Recuerdo haber leído que su nombre es realmente un acrónimo que representa las regiones que lo constituyen (Punjab, Afghan, Kashmir, Indus, Sind y Baluchistán). Ello, sin embargo, pudiera ser una explicación antojadiza y carente de autenticidad; “pak” quiere decir “puro” en urdu, el idioma que se habla ahí. En cuanto al resto del nombre (istan), es un sufijo heredado del sánscrito, un antiguo idioma, en el que significa “patria, tierra o lugar”.

Sus principales ciudades son Karachi y Lahore, que tienen dieciséis y doce millones de personas. Hace pocas semanas, PIA, Pakistán International Airlines, sufrió un catastrófico accidente en un vuelo entre las dos ciudades. La tragedia está ahora inscrita en el catálogo de los accidentes escogidos por los organismos de seguridad aérea, como episodios que enseñan como no se debe volar un avión y que alertan como, por efecto de una cadena de inconcebibles errores, se perfilan las causas últimas para que se produzcan estos estúpidos accidentes. Ellos son solo la secuela del atolondramiento, la falta de entrenamiento y la carencia de adecuada planificación.

El vuelo PK8303, un Airbus A320, debía cubrir la ruta entre los dos aeropuertos (una hora y media de vuelo). Debido al diseño de la aerovía (una “pata de perro” o una L), es frecuente que antes de la mitad del trayecto, el centro de control autorice a volar directo al punto de inicio en la aproximación final. Esto pudiera significar un recorte considerable e inesperado para la distancia que se tiene todavía que recorrer. A pesar de ello, si hubiese existido la debida conciencia situacional, esto no tenía porqué influenciar en el oportuno inicio de descenso (incluso en caso de un eventual viento de cola). Lo cierto es que, por una u otra razón, el vuelo no inició su descenso en el momento adecuado; no se puede descartar tampoco una autorización que vino retrasada.

Cualquiera que sea el caso, el descenso se inició tarde o los pilotos no cayeron en cuenta que se habían quedado demasiado altos, al punto que fueron advertidos en forma reiterada por parte del control de su inconveniente situación (su altura relacionada con la distancia al aeropuerto). Frente a ello, se habrían visto abocados, en forma imprevista, a utilizar todos sus recursos para corregir la desviación y para evitar más tarde una maniobra circular que les haría perder unos cuantos minutos de tiempo. Amén del estigma que para algunos pilotos representa aquello de “tener que dar una vuelta para descender”; asunto que pudiera ser visto como una falta de adecuada planificación. Esto pudo requerir lo que se aprecia en el reporte: la extensión prematura del tren de aterrizaje.

Así, por largo trecho, su concentración habría estado enfocada en recuperar la gradiente lo más pronto posible. Encerrados los pilotos en aquel túnel de atención, tampoco habrían logrado ejecutar lo planificado. Más tarde, cuando el piloto que volaba comprobó que sus esfuerzos eran infructuosos, parece que volvió a solicitar la extensión del tren de aterrizaje, sin caer en cuenta que este ya había sido extendido… Este bien pudiese ser el punto central del episodio. Si hay algo confuso e inexplicable, en todo el desarrollo de esta parte del vuelo, es por qué, si todavía estaban muy altos, lo tuvieron que volver a retractar. ¿Es acaso probable que se haya confundido el segundo piloto, y creyendo que había mal entendido, haya optado por retractar el tren?… Aquí puede estar el meollo de la cuestión; algo sucedió, algo que no solo fue contraproducente, sino que tuvo el indeseado efecto de alterar la conciencia situacional de quien venía volando la aeronave…

En este punto, el prejuicio de “no quedar mal” no permitió a quien volaba, optar por un recurso alternativo: circular antes de, o sobre, el punto inicial de aproximación, con el objeto de obtener una altura adecuada, reducir la velocidad y estabilizar la aproximación, y no olvidar que aún no habían extendido el tren de aterrizaje. Era tal la concentración en reducir la altura, y luego la velocidad, que no advirtieron a tiempo que todavía no lo habían extendido. Así, empecinados, como estaban, por continuar con un trayecto directo hacia la pista, los pilotos no reaccionaron frente a las continuas advertencias que recibieron de la altitud y de la configuración del avión.

Fue solo luego de "topar ruedas" (perdón por la involuntaria ironía), que se percataron que lo habían hecho sin haberlas extendido. Entonces decidieron algo comprensible pero fatal: volverse al aire, incluso luego de ya haber aplicado las reversas… Ahí, el roce de los motores con la pista, quizá produjo daños inimaginables en las turbinas; dos minutos más tarde los motores dejaron de funcionar: ya no pudieron proporcionar el empuje necesario para asegurar la sustentación del aparato y su retorno al aeropuerto. Y ya, sin potencia, el bimotor no consiguió continuar y se precipitó sobre un zaguán, a solo kilómetro y medio de la pista en la que debía concluir el desafortunado viaje. Qué lastima, un avión en perfectas condiciones, quizá sin tener que enfrentar factores adversos de clima, sin necesidad ni motivo, terminó en un inaudito y catastrófico accidente. Qué desastre!

Alrededor de cien personas perdieron sus vidas. Triste epílogo para un atolondrado episodio caracterizado por la testarudez y el apresuramiento. Pocas semanas después del accidente, las autoridades han descubierto una generalizada red de falsificación de registros de entrenamiento, y de alteración de certificados aeronáuticos y de bitácoras de vuelo. Está claro que estas cosas pasan no solo porque existan “sapos vivos”, sino porque la astucia florece cuando estos personajes descubren que el sistema carece de un control adecuado... En esta criminal e increíble situación parecería estar involucrado un elevado porcentaje de aviadores de la propia Pakistán Airlines.

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04 julio 2020

El embrujo de los anzuelos

Hoy conversaba con gente linda a quien quiero mucho, gente querida de toda la vida. Les comentaba que me he dado cuenta que hay palabras que no vienen a la memoria cuando se las quiere utilizar. Es como si algo en nuestra mente bloqueara su recuerdo y haría difícil recuperarlas cuando se las precisa. A veces me he propuesto anotarlas, para tenerlas a mano y poderlas recordar (casi siempre son las mismas). Aún así, las sigo olvidando cuando las quiero pronunciar; se me siguen escapando, justamente cuando más las necesito. Me he preguntado si hay algo en común que haga que no se las pueda recordar, o si -de alguna manera- ellas pudieran estar relacionadas. Como los olvidos se repiten, me parecería que pudiera haber una relación entre esas voces causantes de tan curiosas y selectivas desmemorias.

He podido advertir, al revisar estas ingratas como elusivas palabras, que no todas son de uso infrecuente. Además, pudiera ser fruto de la casualidad, pero la mayoría parecería tener un mínimo de cuatro sílabas. Entre ellas existen voces como vulnerable, superstición, impotencia o refectorio (no son ni las únicas ni las principales, aquí las menciono solo a manera de ejemplo). He conversado con gente familiarizada con el ejercicio del psicoanálisis o, debería decir, con el conocimiento de ciertos freudianos métodos, y ellos me ha confesado que estos olvidos pudieran estar relacionados con los caprichos que suele tener el subconsciente; y que dicho estudio bien pudiera, incluso, estar emparentado con la interpretación de los sueños...

Los entendidos, en tan reservada materia, parecen insinuar que la mente bloquea, en forma espontánea, el recuerdo de palabras que reflejan nuestros temores o complejos. Comprendo que aquello pudiese justificar nuestros olvidos con palabras como un par de las arriba mencionadas (me refiero a vulnerabilidad o impotencia), pero ello no alcanzaría para explicar qué tendrían que ver, las otras enunciadas (superstición o refectorio), con un probable trauma... Ni tampoco, aquello de que estas pudieran referirnos a lo que por ahí han dado por llamar con el oficioso eufemismo (otra palabra más) de “oportunidad de mejora”... ¿Cómo se explicaría el supuesto trauma, en la dificultad de recordar términos equivalentes a superchería o comedor?

Es, en ocasiones como esta, cuando se hace muy provechoso echar mano de un desperdiciado y poco utilizado recurso. Se trata de una subutilizada herramienta, aun al costo de que, al hacerlo, se denuncie nuestro eventual artificio. Y aquí, Google es la oportuna respuesta. ¿Cómo hacer para poder recordar, por ejemplo, una voz que englobe el significado de “sentirse incapacitado para ayudar, para hacer algo o reaccionar”? O, ¿cómo decimos -para muestra de ejemplo- cuando resolvemos que ya no hay nada que se pueda hacer, frente a determinada condición o circunstancia? Es ahí, cuando no nos queda más que conjugar el recién inventado verbo “googlear”; es decir, el utilizar Google para consultar o facilitar nuestra investigación.

Pero, eh ahí que mientras me apoyaba en Google para tratar de rescatar la palabra “impotente” (que era la que había olvidaddo), sucede que me introduje, sin habérmelo propuesto, en otros inesperados e inexplorados vericuetos. “Cuando no hay nada que hacer”, es lo que escribí; solo para, de inmediato, descubrir que había aparecido una serie de disímiles como infinitas respuestas. Sin embargo, hubo una que captó de súbito mi atención; se refería a algo que decía el autor: que detestaba a los escritores que hablan de otros escritores.

De pronto, algo que se hubiera considerado como un gesto de reconocimiento hacia algo mejor o ajeno, o quizás como una eventual nota de humildad, pasaba a interpretarse como una expresión de egoísmo excluyente hacia quienes optan por referirse a otros que comparten sus intereses o preferencias. A pesar de no estar de acuerdo con tan ligera declaración, insistí en continuar con la lectura de lo que, hasta ahí, parecía tratarse probablemente de un cuento. Estaba escrito por alguien que respondía al nombre de Gustavo Albanece (presumo que es argentino). Así llegué hasta lo que parecía el fragmento de un incomprensible e incongruente poema, o quizá el extracto de una extraña nota, incluida en forma de epígrafe. Tal había sido mi inmediata percepción:

«Lentamente caen las hembras melancólicas al río. Hay veces que setiembre es una fuga de mujeres pálidas menstruando sin piedad en las escalinatas de los muelles. Luego se arrojan distraídamente. Nunca más se las ve.»

Entonces me dejé llevar por el relato. Algo me hizo proseguir con su lectura y continuar hasta el final de la historia. Solo para, concluida la misma, reafirmarme en el convencimiento de que existen muy eficaces recursos para provocar el interés del lector cuando se describe un episodio. Creo, sin embargo, que la principal finalidad de la literatura, más que la de entretener con la sutil trama de un bien articulado guion, sigue siendo la porfiada posibilidad de entregar aquella música armoniosa que solo puede regalar el manejo del idioma, el prolijo cuidado de la frase; música que solo se consigue con el celoso trato de aquellos artilugios que conforman el estilo.

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01 julio 2020

El sastre, el traje y la madre que los parió *

 * Escrito por Arturo Pérez Reverte 
   Tomado de XL Semanal, Patente de Corso.

Durante estos días de estado de alarma y confinamiento según y cómo pero todo lo contrario, es posible que recuerden ustedes aquel chiste del sastre chapucero y el traje mal cortado. Por alguna razón que no establezco -tal vez mi natural ingenuidad-, yo mismo pienso en él a menudo, mientras oigo la radio o veo la tele. Y como hoy no se me ocurre otra cosa mejor que contarles, y el mencionado chiste contiene aspectos que podrían tener una lectura en clave política y social del tiempo y la España en que vivimos, y también de quienes la administran, me van a permitir ustedes que se lo refresque. Así que procedo a ello.

Un cliente acude a la sastrería a probarse un traje hecho a medida, que ya está listo, dicen, para que se lo lleve. Situado frente al espejo de cuerpo entero, mientras el cliente se estudia detenidamente, el sastre dice: «La verdad es que le queda a usted de puta madre». Poco convencido, el cliente comenta que ve el cuello de la chaqueta ligeramente holgado hacia la derecha. «Eso se le adaptará por sí solo en cuanto lo use un poco», responde el sastre. «Podría retocárselo –añade-, pero sería una pena porque, como le digo, el traje le queda de puta madre. Le recomiendo que durante un par de días tuerza usted un poco el cuello y lo incline hacia ese lado, ¿ve? Hasta que se asiente la hechura. ¿A que tengo razón? ¿Ve cómo ahora le queda de puta madre?».

Obedece el cliente, comprobando que el sastre tiene razón y que, con el cuello torcido a la derecha, la chaqueta le cae ahora impecable. Pero de pronto observa que, en esa postura, una manga queda más corta que la otra. Y se lo hace notar al sastre. «Eso también se asentará en cuanto lo use usted un par de días -responde el tijerillas con mucho aplomo-. Bastará, de momento, con que encoja usted un poquito ese brazo, así, mire, y la manga tendrá la longitud perfecta. Y no es por no retocárselo, se lo aseguro; pero sería una lástima tocar los hilvanes porque, desde luego, el traje le queda a usted de puta madre».

Convencido por el argumento técnico, el cliente –que es un bendito de Dios– encoge el brazo y comprueba que, en efecto, si tuerce el cuello hacia la derecha encogiendo al mismo tiempo el brazo izquierdo, esa manga muestra exactamente un centímetro de puño de camisa, como debe ser. Pero también repara en que el pantalón hace una bolsa bajo la cintura, sobre la pinza de la izquierda, y se lo indica al sastre. «Es que estamos hablando todo el tiempo de lo mismo -responde sin inmutarse el otro-. El traje le sienta de puta madre, pero la lana fría de oveja virgen de Cornualles, como producto que es de altísima calidad, siempre necesita unos días para adaptarse de forma natural al cuerpo que la lleva. Esto no es tergal, caballero».

Entonces el cliente, casi avergonzado por preguntar, reclama una solución para el asunto. Y el sastre, magnánimo, responde: «Muy fácil, fíjese. Durante ese par de días que le aconsejo, procure usted caminar con la cadera así, un poco echada para el lado izquierdo. ¿Ve lo que le digo? De ese modo no se nota bolsa ni nada. Y así, también el pantalón le queda de puta madre».

Levanta un dedo el cliente, tímido pero inquieto. Permítame una observación, dice. Observo que si echo a un lado la cadera, la bolsa del pantalón desaparece; pero entonces queda una pernera más corta que la otra. Fruncido el ceño, cinta métrica en mano, el artista se agacha, toma la medida y se incorpora, displicente. «Sólo dos centímetros –sentencia–. No merece la pena retocarlo porque, como digo, la lana inglesa Chaste Sheep de cuatro hilos tejida en crudo se adapta muy bien con el uso. Bastará con que flexione usted esa rodilla y tuerza la pierna al andar. Sería una pena descoser y coser de nuevo, el tejido perdería su apresto. Y como le repito, y usted mismo puede comprobar, mírese bien ahora, el traje le queda de puta madre».

Convencido, adoptando simultáneamente todas las posturas sugeridas por el sastre, el cliente sale a la calle a lucir el traje nuevo. Atento a recordar cada uno de los consejos sartoriales, camina con el cuello inclinado a la derecha, el brazo izquierdo encogido, la cadera a un lado y una pierna torcida. Pasa así, orgulloso de su indumento, por delante de un bar en cuya puerta hay dos parroquianos que se lo quedan mirando. «Oye, compadre -comenta uno-. Ese tío tan raro que pasa, fíjate en lo mal hecho que está». A lo que responde el otro: «Raro es, desde luego. Pero debe de tener un sastre estupendo, porque el traje le sienta de puta madre».

Y, bueno. Supongo a muchos de ustedes les sonará el chiste. Y el sastre.

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