15 julio 2020

El espíritu aeronáutico

Les dicen lugares comunes o muletillas, son voces o expresiones que las repetimos por hábito. Echando mano de un galicismo, ya refrendado por la Academia, ahora se les puede llamar clisé o cliché. Dicen, por ejemplo, que el hombre es un animal capaz de pensar, o tal vez de reír o quizás de recordar; pero, si de algo es de verdad capaz el hombre, por definición, es de cometer todos los errores imaginables, y no cansarse de repetir todo tipo de estupideces... Esta semana, me han hecho llegar la reseña de un accidente aéreo, ocurrido en Bogotá, hace 22 años; ha sido suficiente para recordar la última sentencia.

Sucedió un 20 de abril de 1998, cuando un avión de TAME, que se identificaba como Air France 422, se estrelló luego del despegue en una colina que solía albergar al radiofaro de Techo, en él área terminal de esa ciudad. Hubo 53 fallecidos. ¿Que, qué pasó? Pues, otro accidente, uno más, de esos que en inglés se conocen con las siglas CFIT (se pronuncia “Cifit”). Quiere decir: Controlled Flight Into Terrain, lo que significa “Vuelo Controlado Contra el Terreno”: consiste en un accidente que sucede cuando sin motivo aparente, un aeroplano en perfecto estado, con buen clima, es conducido -como por intención- a colisionarse contra una montaña.

Aunque, claro, no era esa la pregunta que se debería hacer. Lo que de verdad se debería preguntar es “por qué” sucedió lo que pasó. ¿Cuál pudo haber sido la causa? La respuesta suena como muy simple: los pilotos no dieron importancia a las alturas mínimas que debían superar y se preocuparon primero de acelerar el avión, mientras mantenían la altura, desdeñando la elevación que tenía la montaña a la que se aproximaban. Impactaron el cerro a 10.100 pies de altitud, 400 pies (unos 130 metros) por debajo de la cima de la colina. Se lo crea o no, por tratar de acelerar pronto, descuidaron la altitud y menospreciaron la montaña...

Fue cuando leí un comentario que me hizo pensar en el abuso con que muchas veces, por el solo prurito de justificar, utilizamos aquellos lugares comunes. Comentaba un querido amigo que el accidente habría ocurrido por ausencia de “crew coordination” (coordinación de la tripulación) cuando, aunque ésta hubiese existido, de todos modos el avión hubiera impactando la montaña. Los pilotos simplemente no le dieron importancia al peligro. En una zona montañosa -y esto es lo inaudito- subestimaron la presencia de la montaña.

¿Por qué se cometen tan crasos errores? Se supone que nadie los quiere cometer a propósito, nadie quiere estrellarse intencionalmente contra una montaña “de a de veras”. ¿Qué pasa por la cabeza de estos individuos? O, para ponerlo en la debida perspectiva: ¿Qué no les pasa? ¿qué es lo que no procesan debidamente? Es difícil responder. Existe toda una lista de factores que influyen y que, una vez que se juntan, se agravan: falta de disciplina, carencia de sentido profesional, falta de cultura operacional, ausencia de conciencia de situación, incapacidad para evaluar los riesgos, exceso de confianza...

Pero, hay algo más. Entre los distintos comentarios que pude leer, destacaba uno en particular. Decía que “no era bueno juzgar”, pero que todos debíamos aprender de los distintos accidentes… Esto lo expresaba otro piloto, en este caso un importante ejecutivo, alguien con la autoridad administrativa para evaluar, concluir e incluso sancionar; en suma: la facultad de tomar las medidas para evitar que un error, violación o irregularidad vuelva a ocurrir, la efectiva potestad para prevenir que vuelva a suceder lo mismo. Dicho de otro modo: ¿cómo aprendemos, si no nos atrevemos a juzgar? ¿Cómo podremos elaborar una hipótesis y llegar a una conclusión, si no juzgamos qué pudo haber pasado, o qué ocurrió con lo que terminó convirtiéndose en un desastre aéreo?

Al respecto, yo preguntaría: ¿por qué no se debe juzgar?, ¿qué de malo tiene hacer un juicio o emitir una opinión? Sobre todo, si tiene un fundamento coherente y sólido. ¿No es eso justamente lo que hace falta para generar una normativa o para idear una nueva solución?, ¿no es eso lo que se requiere para evitar que ocurra un nuevo accidente? No hacerlo, ¿sería de veras lo más adecuado y responsable?... En estos días me he convencido que si tenemos un criterio respecto a lo que ocurre, y que tiene que ver con la seguridad aérea, si no lo expresamos es irresponsable. Y que si tenemos que criticar y no lo hacemos, por temor o prejuicio a que piensen que juzgamos –si sabemos que tenemos la razón- es solo una lamentable hipocresía.

Si los accidentes (los relacionados con factores humanos) siguen pasando por culpa del descuido, la falta de prolijidad o la simple estupidez, la alternativa es el valor profesional, la maestría para volar, el llamado espíritu aeronáutico (nunca pude traducir en forma satisfactoria la palabra “airmanship”). La única alternativa posible es el poder integrar la técnica, la conciencia del entorno y las propias capacidades que puede tener el aviador, y fundirlas en el crisol de la disciplina. Solo cuando conjuguemos el buen juicio, la destreza y el conocimiento, recuperaremos el viejo paradigma del espíritu aeronáutico. Solo ahí venceremos sobre los efectos del error y la estupidez. Pues, así como los accidentes ocurren como resultado de una cadena de errores, el profesionalismo nunca es fruto de la casualidad. Es un edificio que se debe diseñar, es un templo que se tiene que construir...

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