29 julio 2020

Celibato y clerecía

Hablemos de curas. Me refiero a “señores curas” y no a las curaciones que están de moda en estos ingratos tiempos. Advierto que, en estricto sentido, no estudié en colegios de curas, aunque mis maestros fueron hermanos cristianos (lo cual, para lo que trato de explicar, casi equivale a lo mismo). En realidad, la única diferencia que había entre estos y los sacerdotes era que, a pesar de ser religiosos y de vivir en comunidad, los hermanos no podían o no estaban autorizados para dar misa y administrar los Sagrados Sacramentos. En mis tiempos de primaria los hermanos todavía utilizaban su tradicional sotana y, después de su almuerzo, efectuaban sus acostumbrados y tradicionales recorridos peripatéticos.

De los hermanos, aprendí lo que un estudiante debe aprender en sentido académico; ellos inculcaron en mí muy prácticos métodos de estudio y toda suerte de interesantes conocimientos. Con su particular dedicación y especial sentido pedagógico, sembraron en mi alma juvenil, entrañables valores y muy nobles sentimientos; también depositaron inquietudes en mi intelecto y, por sobre todo, no cesaron en espolear mi cerebro con intereses que estimularon mi curiosidad y mi inquietud. Con ellos aprendí a averiguar; ellos me enseñaron a reconocer lo valioso que es saber preguntar, lo importante de aprender a buscar lo que queremos conocer.

Pero... no eran curas. No eran monjes ni eran frailes. Utilizaban, como los otros, una sotana; sabíamos que no podían dar misa y que, al igual que los otros, no podían casarse. Habían aceptado, también un raro compromiso: los votos monásticos. Su promesa implicaba tres resignaciones: pobreza, castidad y obediencia. De la primera, no puedo dar un testimonio definitivo, a pesar de la apariencia espartana de sus claustros. Respecto a la obediencia, su actitud nos parecía algo normal a nuestras edades. En cuanto a aquello de la castidad, lo interpretábamos solo como una secundaria opción, solo significaba que nuestros mentores habían preferido no tener que casarse.

Esto del celibato fue, desde temprano, fuente y razón para mis primeros cuestionamientos. Nunca entendí porqué algo tan antinatural había llegado a ser un requisito indispensable. No estoy tampoco seguro si entonces ya identificaban al celibato con la castidad. Ser célibe (del latín caelebs) más que ausencia de “tratos carnales” solo implicaba soltería; eso es lo que la palabra significa. Por otro lado, ser casto (del latín castus) definía a quien ejercía un auto control -su literal significado- no a quien se abstenía de tener o disfrutar todo goce de orden carnal. Imposible no sospechar que a lo mejor existía alguna vetusta entidad, de carácter esotérico y perverso, que había inventado el latín con el único propósito de confundir a los ingenuos, alterando la realidad con el sentido falso de las palabras...

Para cuando ya iba terminando mis años de secundaria, algo curioso empezó a suceder; mientras nosotros, los alumnos, habíamos optado por pasar a formar parte de algún movimiento juvenil de apostolado, algunos de los más jóvenes entre los hermanos que nos educaban, empezaban a asistir a la universidad. De pronto, ya no utilizaban el transporte público, ahora habían adquirido un pequeño vehículo y se movilizaban con mayor independencia, ya no se los veía portar sus hábitos tradicionales (quizá por aquello de que “el hábito no hace al monje), y su atuendo empezó a ir con lo que había definido la moda. Era evidente que ya no les impulsaba aquel viejo voto de pobreza. En cuanto a las demás ofrendas... parecía claro que ahora ellas obedecían a sus inquietudes y veleidades y, quién sabe si también, a sus flamantes pasiones...

No fue, sin embargo, lo que sucedió con otro de mis propios condiscípulos. Algo había en sus particulares intereses que denunciaba su probable vocación espiritual. Desde siempre nos pareció un seguro candidato para el servicio eclesiástico. Con el paso del tiempo, escogió otro oficio, se enamoró, contrajo matrimonio y formó una familia. Años más tarde habríamos de descubrir que ya casado, había adquirido un impensado compromiso de carácter religioso y se había convertido en miembro del clero secular. Ahora era diácono, aunque seguía casado!

Esta y otras posibilidades existen en la vida religiosa. Poca gente conoce que, a pesar de la aparente rigidez de la Iglesia, todavía es posible ser religioso y no tener que practicar ni el celibato ni la castidad. Existen dos clases de clerecía: la del clero “regular”, constituido por monjes y frailes, a quienes lo único que diferencia es si viven o no en conventos o en comunidad. Y existe otra forma, la del clero “secular”; a ella pertenecen los diáconos, presbíteros y obispos.

Es posible llegar a diácono a pesar de estar casado. No lo contrario; no se puede llegar a diácono y luego contraer matrimonio. El diácono puede hacer lo mismo que el presbítero -un grado eclesiástico superior-, incluso podría celebrar misa, con excepción de consagrar la eucaristía; pero no le es permitido dar el viático (extremaunción) ni confesar. Si enviuda no puede volver a casarse, pero puede pasar a presbítero, aunque queda obligado a respetar el celibato. El presbítero, por su parte, puede ser párroco o capellán y hacer casi lo mismo que el obispo; aunque no le está permitido administrar dos sacramentos: la confirmación y el orden sacerdotal. Como se ve, hay diversas alternativas en la vida eclesiástica; y hay también muchas formas para eludir aquello tan ajeno e incomprensible como parece la esquiva castidad...

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