04 julio 2020

El embrujo de los anzuelos

Hoy conversaba con gente linda a quien quiero mucho, gente querida de toda la vida. Les comentaba que me he dado cuenta que hay palabras que no vienen a la memoria cuando se las quiere utilizar. Es como si algo en nuestra mente bloqueara su recuerdo y haría difícil recuperarlas cuando se las precisa. A veces me he propuesto anotarlas, para tenerlas a mano y poderlas recordar (casi siempre son las mismas). Aún así, las sigo olvidando cuando las quiero pronunciar; se me siguen escapando, justamente cuando más las necesito. Me he preguntado si hay algo en común que haga que no se las pueda recordar, o si -de alguna manera- ellas pudieran estar relacionadas. Como los olvidos se repiten, me parecería que pudiera haber una relación entre esas voces causantes de tan curiosas y selectivas desmemorias.

He podido advertir, al revisar estas ingratas como elusivas palabras, que no todas son de uso infrecuente. Además, pudiera ser fruto de la casualidad, pero la mayoría parecería tener un mínimo de cuatro sílabas. Entre ellas existen voces como vulnerable, superstición, impotencia o refectorio (no son ni las únicas ni las principales, aquí las menciono solo a manera de ejemplo). He conversado con gente familiarizada con el ejercicio del psicoanálisis o, debería decir, con el conocimiento de ciertos freudianos métodos, y ellos me ha confesado que estos olvidos pudieran estar relacionados con los caprichos que suele tener el subconsciente; y que dicho estudio bien pudiera, incluso, estar emparentado con la interpretación de los sueños...

Los entendidos, en tan reservada materia, parecen insinuar que la mente bloquea, en forma espontánea, el recuerdo de palabras que reflejan nuestros temores o complejos. Comprendo que aquello pudiese justificar nuestros olvidos con palabras como un par de las arriba mencionadas (me refiero a vulnerabilidad o impotencia), pero ello no alcanzaría para explicar qué tendrían que ver, las otras enunciadas (superstición o refectorio), con un probable trauma... Ni tampoco, aquello de que estas pudieran referirnos a lo que por ahí han dado por llamar con el oficioso eufemismo (otra palabra más) de “oportunidad de mejora”... ¿Cómo se explicaría el supuesto trauma, en la dificultad de recordar términos equivalentes a superchería o comedor?

Es, en ocasiones como esta, cuando se hace muy provechoso echar mano de un desperdiciado y poco utilizado recurso. Se trata de una subutilizada herramienta, aun al costo de que, al hacerlo, se denuncie nuestro eventual artificio. Y aquí, Google es la oportuna respuesta. ¿Cómo hacer para poder recordar, por ejemplo, una voz que englobe el significado de “sentirse incapacitado para ayudar, para hacer algo o reaccionar”? O, ¿cómo decimos -para muestra de ejemplo- cuando resolvemos que ya no hay nada que se pueda hacer, frente a determinada condición o circunstancia? Es ahí, cuando no nos queda más que conjugar el recién inventado verbo “googlear”; es decir, el utilizar Google para consultar o facilitar nuestra investigación.

Pero, eh ahí que mientras me apoyaba en Google para tratar de rescatar la palabra “impotente” (que era la que había olvidaddo), sucede que me introduje, sin habérmelo propuesto, en otros inesperados e inexplorados vericuetos. “Cuando no hay nada que hacer”, es lo que escribí; solo para, de inmediato, descubrir que había aparecido una serie de disímiles como infinitas respuestas. Sin embargo, hubo una que captó de súbito mi atención; se refería a algo que decía el autor: que detestaba a los escritores que hablan de otros escritores.

De pronto, algo que se hubiera considerado como un gesto de reconocimiento hacia algo mejor o ajeno, o quizás como una eventual nota de humildad, pasaba a interpretarse como una expresión de egoísmo excluyente hacia quienes optan por referirse a otros que comparten sus intereses o preferencias. A pesar de no estar de acuerdo con tan ligera declaración, insistí en continuar con la lectura de lo que, hasta ahí, parecía tratarse probablemente de un cuento. Estaba escrito por alguien que respondía al nombre de Gustavo Albanece (presumo que es argentino). Así llegué hasta lo que parecía el fragmento de un incomprensible e incongruente poema, o quizá el extracto de una extraña nota, incluida en forma de epígrafe. Tal había sido mi inmediata percepción:

«Lentamente caen las hembras melancólicas al río. Hay veces que setiembre es una fuga de mujeres pálidas menstruando sin piedad en las escalinatas de los muelles. Luego se arrojan distraídamente. Nunca más se las ve.»

Entonces me dejé llevar por el relato. Algo me hizo proseguir con su lectura y continuar hasta el final de la historia. Solo para, concluida la misma, reafirmarme en el convencimiento de que existen muy eficaces recursos para provocar el interés del lector cuando se describe un episodio. Creo, sin embargo, que la principal finalidad de la literatura, más que la de entretener con la sutil trama de un bien articulado guion, sigue siendo la porfiada posibilidad de entregar aquella música armoniosa que solo puede regalar el manejo del idioma, el prolijo cuidado de la frase; música que solo se consigue con el celoso trato de aquellos artilugios que conforman el estilo.

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