28 mayo 2021

Un crisol para las palabras

Era un clérigo y estadista francés. Había nacido en 1585 y había requerido de dispensa papal para ordenarse obispo a los veintiún años; llegó a cardenal a los treinta y siete. Fue secretario de Estado a los treinta y uno y primer ministro a los treinta y nueve; así,  acumuló poder tanto con la Iglesia como con la Corona.  Sentó las bases para la centralización de Francia y articuló el marco absolutista que luego favorecería al futuro Luis XIV. Era su nombre Armand Jean du Plessis, cardenal de Richelieu, duque de Fronsac. Le decían “la Eminencia Roja”, por el color de su ropaje cardenalicio. Y así lo diferenciaban de su hombre de confianza, un tal “Padre José”, fraile capuchino llamado Francois Leclerc du Tremblay, apodado como “la Eminencia Gris”. Richelieu moriría, también prematuramente, a los 57 años.

Richelieu no era muy popular como hombre de estado; su influjo se hizo sentir en el plano internacional y tuvo mucho que ver en la Guerra de los Treinta años. En el campo de la cultura dejó importantes obras que merecieron reconocimiento: la ampliación y renovación de la Sorbona, y la oficialización de la Academia Francesa en 1635; esta institución habría de inspirar, casi ochenta años más tarde, idéntico propósito en España, donde se aplicarían similares políticas. Así se produjo la creación de la Academia de la Lengua Española en 1713, iniciativa que estuvo a cargo de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga, VIII marqués de Villena. Hoy la Corporación cuenta con 23 Academias subordinadas, las mismas que conforman la ASALE, Asociación de Academias de la Lengua Española.

El propósito de la institución es el de depurar, conservar y velar por la propiedad y corrección de la lengua castellana. Eso es lo que proclama su lema, un octosílabo métrico: “Limpia, fija y da esplendor”. La Academia ha escogido como símbolo el crisol, pues si las palabras equivaldrían a los metales, lo que se intenta es eliminar la escoria (las impurezas), preservar lo que es bueno y embellecer lo que queda del proceso de depuración. Para ello edita tres publicaciones: el diccionario, la gramática y la ortografía. Existen 46 sillas en la Academia de la Lengua: estas representan las letras de nuestro abecedario latino: 23 están dedicadas a las letras mayúsculas y 23 a las minúsculas, y quienes las ocupan son miembros designados con carácter vitalicio.

Respecto al Diccionario, antes conocido como DRAE (hoy DLE), los académicos se preocupan de considerar, de tiempo en tiempo, la adición de nuevas voces o términos, de acuerdo con las nuevas palabras que son utilizadas por los hispanohablantes o debido a una serie de voces que son de uso regional y que van adquiriendo carta de ciudadanía gracias a la correspondiente aceptación por parte de la Academia. Se diría que la intención de la institución no es la de indicarnos qué palabras debemos usar, sino que ella recoge las voces que utilizan los hablantes y las incluye en el texto, definiendo sus significados. Esta pudiera ser la tarea más delicada, pues en el interés de reconocer voces que requieren validación, o que en el criterio de los "miembros de número" se hace necesario incluir, se corre el riesgo de democratizar en exceso el ingreso de términos cuya inclusión pudiese resultar innecesaria.

Un asunto importante es el relacionado con las palabras de otros idiomas que no tienen una exacta traducción en nuestra lengua. Otro, es la insurgencia de voces que aparecen como resultado del avance de la tecnología. Aquí puede existir la tentación de incluir ciertas palabras porque no se encuentra un término con la traducción precisa, o porque el uso de esa palabra ya se ha convertido en voz de uso corriente. ¿Qué hacer con palabras como “hobby” o “briefing”, por ejemplo?, ¿se las “acepta” como nuevos términos integrantes de nuestro idioma, o simplemente se las deshecha, a sabiendas de que no disponemos de las voces correspondientes? O, ¿qué sucede si empezamos a incluir voces de otros idiomas, en forma indiscriminada o demasiado frecuente?, ¿no correríamos el riesgo de abrir las puertas a términos que forman parte de una indeseada jerigonza? ¿Sería eso lo más conveniente?

Si el renovado interés de la Academia es aquél de "no quebrar la esencial unidad de todo el ámbito hispánico" y que se "difundan los criterios de propiedad y corrección", sería beneficioso que existan representantes de otras academias en la RAE; quizá pudiera reservarse un grupo de escaños para unos pocos académicos extranjeros, en vista de que existe un requisito para ser Miembro de Número, aquél de que se debe portar la nacionalidad española. Tal vez esta posibilidad no se ha considerado todavía, quizá porque se interpreta que la existencia de la ASALE es ya suficiente. Con frecuencia se olvida que la RAE no solo representa a los hablantes que existen en España, sino que la suya es de hecho una directiva autorizada, que sirve de guía para todo ese conglomerado de más de quinientos millones de personas que conforman el universo de hispanohablantes que actualmente existen en el mundo.


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25 mayo 2021

En el principio…

El Pentateuco es el primero de los tres tomos que conforman la Biblia católica; como sugiere su nombre, consta de cinco libros. De acuerdo a la tradición, estos habrían sido escritos por Moisés, aunque hoy se postula que habrían sido escritos por varios autores diferentes. Los nombres con que los conocemos les fueron asignados por los setenta sabios que hicieron la primera traducción al griego, que por ello se la conoce como Septuaginta; sin embargo, su nombre de origen es el de la primera palabra con que inician sus respectivos relatos.

 

El Génesis, por ejemplo, empieza con la palabra “Bereshit” que, en hebreo, quiere decir “En el principio”; es el primero de los libros del Pentateuco. Para los entendidos, no es –si hablamos con propiedad– el primer libro de la Biblia; pudiera decirse que es una especie de prólogo o introducción, por ello se sostiene que la Biblia empieza realmente con el Éxodo, el segundo de dichos libros. Hay quienes postulan que “Bereshit” tiene un carácter no solo mitológico (quizá influenciado por creencias más antiguas) sino que entra en el reino de la parábola, la alegoría y la prosopopeya. Su carácter, al comienzo, sería el de un mito que quiere afirmarse como historia y, cuando termina, parece una historia que trata de perpetuarse en el mito.

 

Es en el Génesis (01-28) que se cuenta que, en aquella primera y única semana de la Creación, Dios hizo un encargo y dio una misión a la humanidad: “creced y multiplicaos”, o “id por el mundo y poblad la tierra”. No descuidar que una vez que se produce la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, el hombre pasa a estar condenado a “ganarse el pan con el sudor de su frente”; pero esto solo implica que el hombre debe aprender a recolectar los frutos de la tierra y a cuidar de unos pocas especies que habrán de ayudarlo a satisfacer su supervivencia.

 

Pasan los años (o los siglos, los milenios y los millones de años); y el hombre intuye la recurrencia de las estaciones, aprende a cultivar y a cosechar los frutos de la tierra. Así, al conocer y obtener el beneficio de este y otros fundamentos, prefigura un método que facilita la garantía para su supervivencia: ha inventado o descubierto la agricultura. Ahora, ya no tiene que efectuar grandes desplazamientos para recoger y alimentarse. Ahora, puede dejar de ser nómada, puede construir caseríos o pequeñas ciudades; descubre las ventajas de vivir en comunidad, y la ventaja de ayudarse mutuamente. La cultura conduce a la civilización.

 

Si aceptamos el simbolismo que tiene la Biblia, se haría preciso volver al relato de la Torre de Babel (Génesis 11: 01-09), donde se cuenta que el hombre, llevado por su vanidad, habría construido ciudades y, ya con la experiencia del diluvio, habría ideado la posibilidad de construir una torre para llegar al cielo. El hombre habría desoído el precepto de no afincarse en un solo lugar determinado (cuando debía ir y poblar la tierra)… Entonces, el enfado y la sanción divina no se harían esperar: Dios confunde las lenguas de los díscolos y presuntuosos que se ven obligados a suspender su absurdo propósito y deben volver a desperdigarse por el mundo. La ira del Padre les hace saber que se ha desplomado su necio e insolente zigurat.

 

Si hemos de basarnos en las teorías que hablan de la antigüedad del hombre y, en especial,  de sus probables ancestros, sabemos que sus predecesores pudieron aparecer hace cerca de cincuenta millones de años. Los antecesores del homo sapiens habrían desarrollado su bipedación (caminar en dos extremidades) en un período de tiempo acontecido entre hace cuatro y 1.5 millones de años; de modo similar, habrían aprendido a utilizar utensilios y herramientas hace “solo” dos millones y medio de años. A pesar de ello, el desarrollo real de la especie, ya en condición de homo sapiens, sería de alrededor de trecientos mil años. Sus migraciones, por otra parte, tendrían algo menos de ciento cincuenta mil años, que es cuando el hombre deja el África, empieza a recorrer el mundo y a poblar los distintos rincones de la tierra. América es visitada por primera vez recién hace algo más de unos diez mil años…

 

La gran incógnita es la del desarrollo de las lenguas, proceso que constituye un formidable avance que identifica y define al hombre como especie. ¿Cuándo empieza el hombre a hablar?, y ¿por qué habla tantos y tan distintos idiomas? No deja de intrigar aquello de que en el principio pudo existir una sola lengua que luego fue evolucionando, como parecen insinuar las Escrituras, o que quizá hubo múltiples y variadas lenguas que también se fueron poco a poco modificando. Si hemos de comparar aquellos cincuenta millones de años con la duración de nuestra existencia racional, estos últimos trecientos mil –durante los cuales se habría perfeccionado la especie– solo equivaldrían a un fugaz y miserable instante…


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21 mayo 2021

Los doce apóstoles eran catorce

La palabra apóstol parecería tener un significado un tanto restringido; si bien viene del griego y quiere decir “enviado” (se entiende que: enviado a predicar o a entregar un mensaje), los diccionarios le asignan un sentido muy limitado, tanto que parecería constreñido a los doce apóstoles que acompañaron a Jesús y a unos dos personajes adicionales que merecieron ese título: San Pablo y San Bernabé. Esta definición, en la que coinciden tanto el Diccionario de la Lengua Española como el diccionario de María Moliner, me ha hecho acuerdo de la respuesta que habría dado el incorregible Pepito a su cándida profesora de primaria:

-        “Pepito, ¿Quiénes fueron los cuatro evangelistas?"

-        “Los cuatro evangelistas fueron tres, señorita: San Pedro y el otro que no me acuerdo porque se murió”.

Más o menos, este es el mismo chiste que nos cuentan los diccionarios: dicen que los apóstoles eran doce, pero que hubo otro que, sin ser uno de ellos, también era apóstol; que se llamaba Pablo y que se lo considera el apóstol por antonomasia, el apóstol de los gentiles (término usado por los judíos para referirse a los no creyentes o, si se prefiere, a los paganos). Además, también hacen referencia a otro santo, del que poco se nos había hablado, un tal Bernabé.

Pablo tenía, o había tenido, estatus de ciudadano romano, había nacido en Tarso, una antigua ciudad ubicada cerca de ese pequeño golfo que hace el Mediterráneo entre la península de Anatolia (el Asia Menor) y la actual Siria. Su nombre original había sido Saulo; siendo fariseo se había convertido al cristianismo gracias a una señal divina que lo había deslumbrado en el camino a Damasco; desde entonces se había convertido a la nueva creencia, hasta constituirse en el predicador más influyente de los primeros años del cristianismo. Son famosas sus cartas, o epístolas, a los diferentes centros de estudio o de culto que tuvo la cristiandad en esos tempranos años, hasta que llegaría aconvertirse en la religión monoteísta más predominante en la cultura occidental.

Los nombres de esas epístolas nos hablan de cuáles fueron los lugares en donde estaban ubicados aquellos centros donde residían sus respectivos destinatarios. Epístolas como las enviadas a los tesalonicenses, a los corintios o a los romanos, claramente se refieren a ciudades como Tesalónica en Macedonia meridional (Grecia), Corinto (en la parte norte del Peloponeso) o Roma, que llegaría a convertirse en centro universal de la nueva Iglesia. La epístola a los filipenses, en cambio, estuvo dirigida a los cristianos residentes en Filipos, una antigua ciudad griega ubicada hacia el norte del mar Egeo, no muy lejos de Tesalónica. La epístola a Filemón, mientras tanto, estuvo dirigida al principal dirigente de una ciudad que era parte de Frigia (suroccidente de la península de Anatolia) y que se llamaba Colosas. Hay, entre otras, una carta más: la escrita a los “gálatas” y es de ellos de quienes quiero hablarles.

Dice Ricardo Soca en su página dedicada a la etimología de las palabras de nuestro idioma, que hubo un tiempo en que los griegos se sentían la civilización más adelantada que existía en el mundo; desdeñaban la geografía, a pesar de estar al lado de Europa, y no se molestaban en quererla conocer. Llamaban a esas “otras tierras” con el nombre genérico de “Kéltica”. Pasados los siglos, y ya en tiempo de los romanos, todas esas mismas tierras, en especial las que estaban ubicadas al norte de los Alpes, fueron conocidas como pertenecientes a los galos (galli) o celti (que pronunciaban Kelti). En definitiva, así de dio por llamar a quienes habitaban en las tierras ubicadas al norte de Europa, incluyendo a Gran Bretaña e Irlanda.

Estos celtas no solo se apoderaron de los territorios que hoy forman parte de Francia y Alemania, y de las islas antes mencionadas. Ocuparon también el norte de la península ibérica, hacia el norte del Duero –las actuales Galicia, Asturias y Cantabria (el nombre de Galicia estaría también relacionado con similar origen etimológico)– e hicieron repetidas tentativas para apoderarse de la península itálica. Al ser rechazados, se ubicaron inicialmente en los Balcanes y, posteriormente, en el centro de la misma Asia Menor, alrededor de la actual Ankara, en un territorio que fue por mucho tiempo parte del Imperio Romano: la provincia de Galatia (o, si se prefiere, Galacia). Este término no es sino otra deformación semántica similar: tierra de los celtas.

Galatia, con el tiempo, fue parte del Imperio Selyúcida, llamado así por el nombre de su líder: Selyuk o Seléuco; y, más tarde, del Imperio Otomano (de Ostman, su caudillo). La región se constituyó en el Medioevo en una suerte de barrera que protegió a Europa contra las invasiones de los mongoles, y en una línea de defensa que protegió al mundo musulmán frente a los intentos de los cruzados, en sus afanes por recuperar la milenaria Jerusalén.


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18 mayo 2021

El amor de una noche *

* Escrito por Arturo Pérez Reverte. Patente de Corso. 13 de febrero de 2021

 

Había sido muy guapa, y a los 82 años todavía lo era. Después he visto una foto de su juventud, con un vestido rojo que no hace sino confirmarlo. Fue realmente un trueno de mujer, de las que pisan fuerte. Nacida en la Martinica, enviada por sus padres a estudiar a Francia siendo quinceañera, entró precozmente en el mundo cultural parisién. Atractiva, audaz, lectora voraz, conoció en persona o entabló correspondencia con los nombres más importantes del momento: Anouilh, Camus, Sartre, Cocteau, el actor Jean Marais… Incluso llegó a tiempo de tratar a Colette antes de que la famosa novelista desapareciese. Adoraba a Alejandro Dumas en particular y la literatura en general, pero su libro favorito siempre fue el Quijote. Eso la llevó a vivir en Madrid, a enamorarse de España. A convertirse en la gran señora del hispanismo francés que fue toda su vida.

 

La conocí en Tolón, sur de Francia, hace poco más de un año. Se celebraba un congreso sobre la presencia del Mediterráneo en mis novelas, y allí se habían reunido catedráticos, profesores y amigos franceses, italianos, ingleses y españoles. Marie-Stéphane Bourjac, especialista en mi trabajo, era la moderadora de unas charlas que yo agradecía pero procuraba evitar o asumía con resignación, pues a todo novelista –al menos a mí me pasa– le avergüenza escuchar a quienes, aunque sea para bien y no para mal, desguazan y analizan sus libros. Aquella noche fuimos todos a cenar a Le Gros Ventre, y ella y yo nos sentamos juntos. Era una gran conversadora, entusiasta de muchas cosas que compartíamos. Hablamos de todo en varios tonos distintos, desde Juan Valera y Felipe Trigo hasta la pesca del atún rojo en el Mediterráneo. Del mar, que ambos necesitábamos. De la vejez, de la juventud y de los amores.

 

Para mi asombro, y seguramente el suyo, terminamos coqueteando. O algo parecido. La situación era agradable y Marie-Stéphane recobraba o recordaba, supongo, antiguos y gratos reflejos. Ecos de lo que fue y que, en aquel momento casi mágico, todavía era. Nos rozábamos las manos al conversar. Sus 82 años se desvanecían, diluidos en sus palabras y su sonrisa. Hablaba como si el tiempo no hubiera pasado en la vida de aquella jovencita que llegó a París, en la mujer que llegó a Madrid.

 

Le brillaban los ojos, aniñándole el rostro. De pronto me hacía confidencias sobre su juventud, sobre su gato Mazarin y su nueva gata Tessa, adoptada, que si hubiera sido gato, aseguró, se habría llamado Sidi. Sobre su pasión infinita por el mar, en el que se bañaba incluso en invierno porque, decía, podía aguantar el frío tan bien como una ballena. Y también sobre un español cuyo nombre no pronunció, al que había amado durante toda su vida, pero junto al que no pudo envejecer.

 

No me habló de su cáncer hasta que salimos del restaurante. Caminábamos por la orilla del mar, muy por detrás del grupo. El cielo estaba cuajado de estrellas, destellaba un faro a lo lejos, y la penumbra de la noche difuminaba la frontera de nuestra edad. Se cogió de mi brazo y anduvimos despacio. Estaba muy enferma, confesó. Su vida dependía, sin remedio, de una operación de las que son decisivas, a cara o cruz. A vida o muerte. El quirófano estaba previsto para esas fechas, pero había conseguido aplazarlo para participar en el congreso. Eran aquéllos unos días felices que no quería perderse, dijo. Y añadió: «Estos días son para mí como una última luz antes de entrar en la oscuridad».

 

Fue exactamente lo que dijo: entrar en la oscuridad. En cuanto a mí, soy mejor escuchando que hablando, así que atendía en silencio. Se apretó un poco más contra mi brazo y apuntó de improviso, pensativa: «Por un tiempo fui una joven más bien disoluta». Rió un poco al decirlo, y aún más cuando apunté: «Me habría gustado mucho conocerte cuando lo eras». Seguía riendo cuando hizo un ademán hacia la noche y dijo: «Quizá en otro tiempo nos habríamos besado». Asentí a eso, convencido. «No te quepa la menor duda», repuse. Entonces se inclinó hacia mí y nos besamos en la mejilla el uno al otro.

 

Hace una semana me contactó desde Tolón una común y querida amiga, Marie-Thérese García, para decirme que Marie-Stéphane se veía al borde de la oscuridad final, de la última certeza. La operación no había salido bien y se hallaba en cuidados paliativos, estoica como siempre, consciente de la situación; pero me enviaba sus recuerdos. «Cuando vayas a verla –respondí– dale un beso por mí, y dile que quiero que el último beso que reciba de un hombre sea mío». Ayer, nuestra amiga me envió un correo electrónico para decirme que Marie-Stéphane había muerto. Que llegó a tiempo de darle mi encargo. Y que sonreía.


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14 mayo 2021

Ecuatoriana “Airlines”

Siempre me pareció que aquello de suplantar identidad, apoderarse de derechos ajenos o tratar de utilizar privilegios que pertenecen a otros, no es sino una burda y artera forma de cometer plagio. En qué, sino en esto, se convierte una cínica maniobra destinada a obtener un beneficio del esfuerzo ajeno, como lo es la desaprensiva iniciativa de apoderarse del nombre de una empresa que marcó una época en la aeronáutica comercial ecuatoriana y fue símbolo de una oferta esforzada de servicio, gracias a una operación signada por el profesionalismo y un profundo celo por la seguridad aérea. Sí, porque Ecuatoriana de Aviación, empresa a la que tuve el orgullo de pertenecer, fue el epítome de la aerolínea seria que supo ganarse la confianza y la preferencia de sus pasajeros.

 

Más triste todavía, que la Autoridad Aeronáutica no haya pedido a quienes han optado por este camino nada merecido, y que han actuado en forma tan inelegante como indelicada, optar por un nombre alterno, reservando así el respetable nombre de la que fue línea aérea de bandera, para un emprendimiento mejor estructurado y más maduro, con una organización vigorosa, con la certeza y la garantía de que llevará el nombre del país con el honor, el celo y la pulcritud que este tipo de empeños lo demandan. Tomar, a manos lavadas, el esfuerzo anterior, para procurar rédito y ventajas de un nombre ajeno, es solo comparable a ejercer un oficio sin tener los certificados para hacerlo, sería como proclamar el alcance de una hazaña a sabiendas de que aquello no es verdadero.

 

Si bien a alguien se le pudo haber ocurrido bautizar a otro emprendimiento, en este caso una escuela de pilotaje, con el nombre de Ecuatoriana de Aviación, este es un asunto comprensible y, en todo caso, menos reprochable: allí utilizaron el mismo nombre para explotar otro tipo de actividad. Pero, lo propuesto sería idéntico al supuesto caso de un pequeño y modesto dispensario que se apoderara del nombre de un afamado hospital, el mismo que habría sufrido un incendio catastrófico o algún tipo de similar desgracia. Si el pretexto que quiere esgrimir la nueva empresa es que no se trata del mismo nombre, porque han añadido un “Airlines” al título comercial de Ecuatoriana, se nos antoja que esto no es suficiente: bien pudieron completar su distintivo con cualquier membrete diferente, pero nunca utilizando el respetable nombre de la querida aerolínea de bandera, Ecuatoriana de Aviación.

 

Dice el diccionario que plagiar no es únicamente “copiar en lo substancial obras ajenas para presentarlas como propias”, sino también “secuestrar a alguien para obtener un rescate por su libertad”; ambas ideas parecerían estar relacionadas. Hay plagio cuando se toma y usa con intención el corcel equivocado, pero también cuando se emboza el jinete aunque monte en caballo propio. Una y otra cosa son reprobables: tanto el secuestro como la intención de engañar a través de una vergonzosa suplantación de identidad. Si se trata de suplantar, esta acción se define como la de “ocupar con malas artes el lugar de otro, defraudándole el derecho, empleo o favor que disfrutaba”. Porque, ¿qué seguridad tenemos de que, pasado el tiempo, alguien mejor estructurado, no quiera rescatar la idea germinal de lo que fue la aerolínea y rehabilitar el nombre comercial de la inactiva Empresa Ecuatoriana de Aviación?

 

En lo personal, no me opongo a cualquier nuevo emprendimiento que quieran proponer o desarrollar, esta o cualquier otra iniciativa aeronáutica, en la medida de que se lo haga con responsabilidad, buscando un rédito honesto, propiciando un servicio conveniente y competitivo, y que sirva para ofrecer una nueva y –si es posible– mejor alternativa para los usuarios. Si es así, bienvenido sea. Todo tipo de esfuerzo destinado a dar un nuevo impulso a la aviación nacional merece ser promovido y apoyado. Pero ¿por qué apoderarse de un nombre cuyo prestigio se debió a un esfuerzo ajeno?, ¿por qué querer dar la impresión, de que se trata de recuperar la misma vieja empresa que un día tuvo que cerrar sus operaciones? ¿No es esto una lamentable forma de suplantar identidad?

 

Aquella otra Ecuatoriana de Aviación, nuestra querida Ecuatoriana, un día merecerá una nueva oportunidad, pero esa posibilidad deberá estar reservada para quien sepa estructurar un plan ordenado y sustentable, con el mejor equipo de vuelo y el personal mejor capacitado posible. Deberá ser una entidad que renueve su viejo lema, aquél de “el orgullo de lo nuestro”. En cuanto a “Bonita Banana Airlines” o “Aerolíneas Mickey Mouse”, o como quiera que le quieran llamar: ¡busquen otro nombre! Dejen que “los muertos entierren a sus muertos” y, sobre todo, hagan primero un esfuerzo para merecer el nombre que distinguió a una entidad aérea que supo llevar muy alto el nombre del Ecuador por el mundo, con enorme sentido de propósito, con orgullo y dignidad.


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11 mayo 2021

Quien siembra abrojos…

Existan palabras y conceptos que pueden tener un carácter equívoco, vale decir que se prestan, o pueden prestarse, para que se les dé diversos significados. Esto pasa también en la aviación, no faltaba más, y, desde luego, en la legislación aeronáutica. Por muestra de ejemplo, se habla indistintamente de “tripulantes de cabina” como si la expresión ya dejara claro el sentido de que no estamos hablando de los tripulantes que ejercen su oficio en lo que los aviadores llamamos “cabina de mando”. Inversamente, se habla también de “tripulantes de vuelo” como si los auxiliares o sobrecargos (mejor conocidos como azafatos o azafatas) no cumplieran sus labores gracias al gerundio de la conjugación de verbo volar, esto es: volando.

 

Históricamente, tanto en la milicia como en la actividad marítima (muy dignas precursoras de la aviación) siempre existió un umbral, algo así como un lugar reservado al que la oficialidad menor o, si se quiere, los marineros del común no tenían acceso; había un dintel que los subalternos, sin estar autorizados, no podían traspasar. Hubo un lugar que era de disposición exclusiva del comandante o capitán, por eso se lo llamó “puente de mando”. En nuestros días, no se diga frente a las nuevas amenazas que enfrenta la seguridad aérea, ese mamparo físico se ha mantenido, divide al avión en dos compartimentos: la cabina de los pilotos y la de los pasajeros. Los pilotos saben que mandan y que tienen potestad y autoridad en todo el avión, pero que existe un lugar (la “cabina de mando”) donde nadie más puede ejercitar su trabajo.

 

Por lástima, y curiosa ironía, quienes parecen no haber entendido este sencillo concepto son las propias autoridades aeronáuticas. Esto, muy a despecho de que las propias regulaciones técnicas o RDAC, que constituyen la norma adjetiva que complementa a la Ley de Aviación Civil, clara y taxativamente lo definen y establecen. En efecto, distintas reglamentaciones, como las RDAC 001, 061 y 121, expresan en forma incontrovertible que quienes realizan labores en la cabina de pasajeros no podrán ser considerados miembros de la tripulación “de vuelo”, porque dicho contingente no forma parte del personal que efectúa su trabajo en la “cabina de mando”. Parece claro, ¿verdad? Pues no lo es para quienes les están “asesorando”…

 

En fin, no contentos con desdeñar y despreciar sus propios reglamentos, estos funcionarios han tenido la osadía de efectuar una innecesaria “consulta” a la Procuraduría General, con el claro propósito de extender un privilegio privativo, que actualmente disfrutan los pilotos que realizan actividad aerocomercial (gracias a su Ley de Defensa Profesional); privilegio que consiste en la contratación de un “seguro de pérdida de licencia” para los tripulantes de vuelo que forman parte de la Federación de Tripulantes Aéreos. Para ello, y con el evidente afán de confundir a quienes desconocen de asuntos aeronáuticos, han utilizado un engañoso silogismo para disimular su entreverado sofisma. En suma, una artimaña semántica. Este burdo recurso, más o menos reza así:

 

·       Los tripulantes de vuelo son miembros de la cabina de mando;

·       Los tripulantes de cabina también vuelan y también son considerados tripulantes; ergo:

·       Los tripulantes de cabina también son miembros de la tripulación de vuelo…

 

Todo esto viene a cuento de una aspiración (respetable por lo demás) de los azafatos o auxiliares de vuelo, quienes, en lugar de bregar y solicitar idéntica norma de protección, como un día lo hicimos los aviadores civiles, han preferido ampararse en una espuria interpretación de la ley que ampara a los pilotos, para que las empresas contraten en su beneficio un seguro que les proteja por pérdida de licencia, en caso de que se vean obligados, por motivos médicos, a suspender sus actividades profesionales (nótese, por ahora, que no quiero cuestionar ni la temporalidad ni el estricto sentido “profesional” de esa actividad u oficio).

 

Sucede, sin embargo, que cuando los tripulantes aéreos (en este caso los pilotos) acudimos en su momento a las instancias legislativas, con el propósito de conseguir nuestra Ley de Defensa Profesional, ya habíamos anticipado una serie de distorsiones que podían llegar a echar abajo lo conseguido, y nos vimos obligados a poner un candado a cualquier interpretación que pudiese poner en peligro las “normas de protección” conseguidas. Por ello, nuestra ley establece, en forma meridiana, tan temprano como en su primer artículo, tres claras condiciones para que los tripulantes puedan estar amparados por este instrumento jurídico: ejercer el oficio en la cabina de mando, y ser reconocidos como tripulantes de vuelo, tanto por la Autoridad Aeronáutica como por nuestra Federación de Tripulantes Aéreos. Está claro: ninguno de estos requisitos ha sido cumplido por esos distinguidos compañeros. En cuanto a nosotros, a quienes redactamos esa auténtica conquista, ya lo habíamos anticipado…

 

En cierto modo, ya lo sabíamos, pues: “Quien siembra abrojos… que (mejor) no ande descalzo”.


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07 mayo 2021

El “Raffles” que yo conocí

Sir Thomas Stamford Raffles no había cumplido todavía treinta y ocho años cuando puso, por primera vez, sus pies en la ribera de aquella isla donde fundó, al más puro estilo británico, la actual ciudad-estado de Singapur. Lejos estaba Raffles de imaginar, que aquella pequeña y desordenada aldea de pescadores, habría de convertirse un día en la bullente y promisoria metrópolis en que llegaría a convertirse la indescifrable “Ciudad del León”; más lejos, todavía, de prefigurar que solo siete años más tarde, en el preciso día de su cuarenta y cinco cumpleaños, fallecería en un hospital de su país de origen, afectado por un derrame cerebral.

Raffles no fue un gobernador permanente en ese enclave ubicado al sur de la actual Malasia, su mayor estadía no pasó de unos pocos meses; pero se preocupó de establecer dos aspectos: la creación de un sistema político y social ordenado, y estructurar un marco respetuoso de convivencia entre las diferentes comunidades que habitaban en el que se convertiría en verdadero epítome de la beneficiosa presencia inglesa en el sudeste asiático. No cabe duda de los valores y principios que animaron al esforzado funcionario; él, cual visionario estadista, se preocupó de sentar los cimientos para la posterior presencia británica en los Asentamientos de los Estrechos (Straits Settlements). Por ello, y en señal de rendido reconocimiento, tanto su nombre como su apellido son recordados en los más variados lugares que hoy se encuentran en la isla.

Y “Raffles” se llama justamente el más icónico como famoso hotel que el visitante pueda encontrar en la renombrada urbe. De estilo colonial, e impregnado de un diseño adecuado para el clima y las características del trópico, el “Raffles” se ha convertido en uno de los más exclusivos y lujosos hoteles del mundo; allí se han alojado, por ya más de ciento treinta años, las más conspicuas personalidades; allí vivió, por largas temporadas, ese formidable dramaturgo, novelista y “contador de cuentos” que fuera Somerset Maugham, el mismo que se inspiró en la variedad de razas, en la exuberante vegetación y en la canícula, o en la imperfecta realidad de la condición humana para plasmar su experiencia en sus siempre aclamadas historias.

Ahí, en el “Long Bar”, en una esquina del concurrido lugar, un creativo “bar tender” local inventó el mundialmente reputado “Singapore Sling”, un cóctel de color carmesí que quien lo ha probado siempre quiere ordenar uno más… Ahí, en ese bar que debería ser el emblema del orden y la discreción que imperan en la isla, los huéspedes son atendidos con una porción de maníes sin pelar, cuyas cortezas están autorizados a desechar en el piso mismo del bullicioso y acogedor local. En el lugar, una banda filipina alegra el ambiente todas las noches, tentando a los clientes a abandonar su pudoroso recato, para animarse a ser los primeros en dar rienda suelta al antojo de bailar, atendiendo al oscuro frenesí que provocan aquellos musicales “impromptus”.

Ahí mismo, cuántas veces no cedí al arrebato de mi propia desinhibición y me “lancé al ruedo” para bailar en solitario, para medrar unos esquivos como ocasionales aplausos que provocaron el tímido pero comprensivo reproche de mi avergonzada consorte… Sí, la huella de Sir Stamford asoma por doquier en la diminuta nación asiática. Para el ojo escrutador y avisado, dos idénticas estatus perpetúan la memoria del legendario gobernador: la una, hecha de bronce oscuro, está ubicada en medio del sector gubernamental, en el área conocida como “Padang”; la otra está construida en mármol de impoluto color blanco, la han colocado cerca de la ribera de la bahía, en un sitio que rememora el lugar donde Raffles puso pié por primera vez en la que con el tiempo se convertiría en la asombrosa y atractiva ciudad que un día me acogió.

He pensado de pronto en el hotel al que me refiero en esta entrada, a propósito de mi última visita a Guayaquil; allí, junto a la ribera del Daule y en medio de esa estrecha península que ahora llaman Samborondón, existe un “boutique hotel” primoroso e inesperado, lo llaman “Hotel del Parque”. Está construido utilizando la fachada de una edificación centenaria y recuerda a su nunca bien ponderada contraparte de Singapur. Como hombre afortunado, que inmerecidamente soy, tuve la suerte –acompañado de mi cónyuge sobreviviente– de recibir una invitación para hospedarme en ese magnífico y mejor diseñado lugar de alojamiento. Es, me honra reconocerlo, no solo uno de los más acogedores hoteles que uno pueda imaginar, sino además, un motivo de sano orgullo, no solo para los industriosos porteños, sino para el esfuerzo turístico de todo el país.

Ahí, en ese paradisíaco y recoleto lugar, mientras efectuaba una corta caminata por sus apacibles corredores, tratando de disfrutar de sus comodidades y aprovechando para reflexionar, en medio de aquel hermoso paraje, verdadera fuente de paz y tranquilidad, tuve la grata e inopinada oportunidad de saludar con un hombre sencillo que será, desde este auspicioso mes, el flamante presidente del Ecuador. Al presentarme y mencionar mi modesto nombre, hizo un nunca anticipado comentario, que solo pudo producirme no contenida hilaridad: “No me diga que es usted el famoso contralmirante Vizcaino”, inquirió. “Ni famoso, ni contralmirante”, apurado repliqué…


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04 mayo 2021

Las vísperas del después

Estoy próximo a cumplir mis primeros “setenta tacos de almanaque”, como diría Reverte. Siempre estuve persuadido de que esto de estar consciente de lo pasajero de la vida y, sobre todo, de su temporalidad es uno de los atributos más altos con que nos puede distinguir la sabiduría. Lástima, para mi caso, que con frecuencia olvido esta bisectriz existencial; cedo a ratos a la ocasional estulticia y creo que vivimos para siempre, que este loco festival es una suerte de cuento que nunca termina, que nunca va a acabar. Pero… “no ha sido”, no es así. Por algo, un querido amigo a quien de rato en rato recuerdo, lo decía con frecuencia, en forma de popular aforismo: “lo que pasa, Alberto, es que ya están disparando cerca”…

Bien sé que ya estoy jugando los descuentos. Papá, cuyo retrato veo casi en forma cotidiana y que me sigue pareciendo mayor a lo que ahora soy, falleció cuando solo tenía cincuenta y cinco años. Ello me hace pensar, con ese paradigma vital, que llevo ya tres lustros jugando esos cándidos y nada deportivos “descuentos”… Aunque, a decir verdad, de descuentos, y bastante generosos, ya han aparecido algunos: hoy disfruto de estas inopinadas ventajas en algunos servicios públicos, en los pasajes aéreos y hasta en el pago de los impuestos. Logro esquivar, asimismo, las secuelas de la impronta de la edad con aquella fila reservada para mis colegas de la “tercera edad”, eufemismo inventado para disimular y atenuar la ignominiosa carga de que podamos sentirnos ancianos. ¿Qué, si no, es aquello de ser casi un septuagenario?

Quizá nadie expresó mejor, en nuestra lengua, esa sensación de brevedad y desasosiego fugaz, que un hombre de armas conocido como Jorge Manrique. Lo portentoso no es que sus “Coplas a la muerte de su padre” hayan sido escritas en pleno siglo XV y que hayan llegado tan frescas hasta nuestros días. El prodigio de ellas estriba en que, cuando las escribió no lo hacía en la “edad de los arrepentimientos”. Manrique se sentó a escribir esa insuperable elegía cuando ni siquiera había alcanzado los cuarenta. Y fueron cuarenta las coplas que escribió (versos de pié quebrado o sextillas manriqueñas); que son no solo referencia para las letras castellanas, sino verdadera lección de vida, formidable tratado filosófico acerca del carácter efímero que puede tener la vida y de la incierta vecindad con que nos puede rondar la muerte.

Quién sabe, quizá también fueron premonitorias: Manrique habría de morir joven, en el campo de batalla, antes de que pudiera, siquiera, cumplir cuarenta años de edad…

Dice la primera copla:

Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando

cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando;

cuán presto se va el placer; / cómo después de acordado / da dolor;

cómo a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor.

Y la tercera:

Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir:

allí van los señoríos, / derechos a se acabar / y consumir;

allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos;

y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos

Empero, Manrique fue, ante todo, un hombre de la milicia; miembro, como era, de la nobleza por ambos lados, había participado en los enfrentamientos entre Isabel I de Castilla y su sobrina, Juana la Beltraneja, tomando partido a favor de la primera. Juana de Trastámara, era la pretendida hija de Enrique IV; quienes se le oponían, sospechaban de la impotencia de su aparente o supuesto padre, el anterior monarca castellano. Los versos de Manrique son dedicados a su padre don Rodrigo, símbolo de virtudes y variados méritos. Las Coplas han sido glosadas por los más distinguidos escritores españoles, entre los que destacan Unamuno, Machado y Azorín. Sus versos se han convertido en un clásico de la las letras españolas.

Las Coplas no constituyen una invitación a pensar en la muerte, son tan solo una reflexión acerca de la inesperada caducidad de la vida. En forma indirecta, nos advierten que a todos nos llega la hora postrera, como única certeza, y que sería preferible no confiar en el mañana y, más bien, aprovechar y disfrutar cada momento de cada nuevo día. En días pasados recibí un mensaje de texto; se refería justamente a la frase de Horacio, “Carpe diem” (toma o aprovecha el día, en el sentido de no lo desperdicies). Comentaba que las tropas romanas saludaban el crepúsculo matutino, todos los días, y coreaban al unísono: ¡Carpe diem!, y que Walt Whitman habría escrito un poema con este mismo título, exhortando a no desalentarse; a reanimarse, a seguir adelante y a volverse a ilusionar. ¡Vamos a "echarle pichón"!, como de muchacho una vez aprendí a decir en Venezuela. ¡Carpe diem!


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