11 mayo 2021

Quien siembra abrojos…

Existan palabras y conceptos que pueden tener un carácter equívoco, vale decir que se prestan, o pueden prestarse, para que se les dé diversos significados. Esto pasa también en la aviación, no faltaba más, y, desde luego, en la legislación aeronáutica. Por muestra de ejemplo, se habla indistintamente de “tripulantes de cabina” como si la expresión ya dejara claro el sentido de que no estamos hablando de los tripulantes que ejercen su oficio en lo que los aviadores llamamos “cabina de mando”. Inversamente, se habla también de “tripulantes de vuelo” como si los auxiliares o sobrecargos (mejor conocidos como azafatos o azafatas) no cumplieran sus labores gracias al gerundio de la conjugación de verbo volar, esto es: volando.

 

Históricamente, tanto en la milicia como en la actividad marítima (muy dignas precursoras de la aviación) siempre existió un umbral, algo así como un lugar reservado al que la oficialidad menor o, si se quiere, los marineros del común no tenían acceso; había un dintel que los subalternos, sin estar autorizados, no podían traspasar. Hubo un lugar que era de disposición exclusiva del comandante o capitán, por eso se lo llamó “puente de mando”. En nuestros días, no se diga frente a las nuevas amenazas que enfrenta la seguridad aérea, ese mamparo físico se ha mantenido, divide al avión en dos compartimentos: la cabina de los pilotos y la de los pasajeros. Los pilotos saben que mandan y que tienen potestad y autoridad en todo el avión, pero que existe un lugar (la “cabina de mando”) donde nadie más puede ejercitar su trabajo.

 

Por lástima, y curiosa ironía, quienes parecen no haber entendido este sencillo concepto son las propias autoridades aeronáuticas. Esto, muy a despecho de que las propias regulaciones técnicas o RDAC, que constituyen la norma adjetiva que complementa a la Ley de Aviación Civil, clara y taxativamente lo definen y establecen. En efecto, distintas reglamentaciones, como las RDAC 001, 061 y 121, expresan en forma incontrovertible que quienes realizan labores en la cabina de pasajeros no podrán ser considerados miembros de la tripulación “de vuelo”, porque dicho contingente no forma parte del personal que efectúa su trabajo en la “cabina de mando”. Parece claro, ¿verdad? Pues no lo es para quienes les están “asesorando”…

 

En fin, no contentos con desdeñar y despreciar sus propios reglamentos, estos funcionarios han tenido la osadía de efectuar una innecesaria “consulta” a la Procuraduría General, con el claro propósito de extender un privilegio privativo, que actualmente disfrutan los pilotos que realizan actividad aerocomercial (gracias a su Ley de Defensa Profesional); privilegio que consiste en la contratación de un “seguro de pérdida de licencia” para los tripulantes de vuelo que forman parte de la Federación de Tripulantes Aéreos. Para ello, y con el evidente afán de confundir a quienes desconocen de asuntos aeronáuticos, han utilizado un engañoso silogismo para disimular su entreverado sofisma. En suma, una artimaña semántica. Este burdo recurso, más o menos reza así:

 

·       Los tripulantes de vuelo son miembros de la cabina de mando;

·       Los tripulantes de cabina también vuelan y también son considerados tripulantes; ergo:

·       Los tripulantes de cabina también son miembros de la tripulación de vuelo…

 

Todo esto viene a cuento de una aspiración (respetable por lo demás) de los azafatos o auxiliares de vuelo, quienes, en lugar de bregar y solicitar idéntica norma de protección, como un día lo hicimos los aviadores civiles, han preferido ampararse en una espuria interpretación de la ley que ampara a los pilotos, para que las empresas contraten en su beneficio un seguro que les proteja por pérdida de licencia, en caso de que se vean obligados, por motivos médicos, a suspender sus actividades profesionales (nótese, por ahora, que no quiero cuestionar ni la temporalidad ni el estricto sentido “profesional” de esa actividad u oficio).

 

Sucede, sin embargo, que cuando los tripulantes aéreos (en este caso los pilotos) acudimos en su momento a las instancias legislativas, con el propósito de conseguir nuestra Ley de Defensa Profesional, ya habíamos anticipado una serie de distorsiones que podían llegar a echar abajo lo conseguido, y nos vimos obligados a poner un candado a cualquier interpretación que pudiese poner en peligro las “normas de protección” conseguidas. Por ello, nuestra ley establece, en forma meridiana, tan temprano como en su primer artículo, tres claras condiciones para que los tripulantes puedan estar amparados por este instrumento jurídico: ejercer el oficio en la cabina de mando, y ser reconocidos como tripulantes de vuelo, tanto por la Autoridad Aeronáutica como por nuestra Federación de Tripulantes Aéreos. Está claro: ninguno de estos requisitos ha sido cumplido por esos distinguidos compañeros. En cuanto a nosotros, a quienes redactamos esa auténtica conquista, ya lo habíamos anticipado…

 

En cierto modo, ya lo sabíamos, pues: “Quien siembra abrojos… que (mejor) no ande descalzo”.


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