30 julio 2021

El cuarto de las carabinas

Recuerdo con afecto mis vacaciones de verano de fines de escuela y comienzos de secundaria; bien las pudiera llamar “las vacaciones de mi pubertad”. Son recuerdos que me llegan de tarde en tarde y memorias que repaso con cariño, es un cariño nunca exento de nostalgia. Fueron esas, casi siempre, cortas temporadas que pasé en la tierra de mi familia materna, en la ciudad que había visto nacer a mi madre; esa era una ciudad de provincia, cuya gente pronunciaba su nombre con un cierto aire solemne, cual si se tratase del símbolo de una vieja aristocracia. Sus calles eran rectas, planas y polvorientas, allí todos parecían reconocerse y se saludaban al pasar; salían a caminar por el centro ciertas noches, pretextando que “iban a recoger el correo”. Riobamba había sido la primera ciudad  española del Ecuador. Era entonces una urbe apacible y recoleta; le apodaban “La sultana de los Andes”.

 

La casa de mis tíos estaba enfrentada al claustro de las Conceptas, a su vez ubicado a pocas cuadras del mercado de San Alfonso. Ahí no tenían electrodomésticos y tampoco había un refrigerador; entonces era algo desconocido (claro, con ese frío, tampoco lo necesitaban)... El único artilugio eléctrico era un tocadiscos de aquellos de apariencia portátil, que pronto iban a hacerse más comunes. Unos pocos discos de acetato yacían a su costado con la pretensión de convertirse algún día en colección, aunque su número no llegaba aún a la docena; un disco de Al Martino repetía, hasta el cansancio, la frase pegajosa de una famosa tonada italiana: Al di la (Más allá)…

 

Hacia una esquina de la casa, había una angosta recámara que hacía de estudio; fue para mi una suerte de santuario. No era un lugar proscrito, pero contenía artilugios que no debían ser manipulados sin el debido consentimiento o sin adecuada supervisión. Y es que allí se almacenaban un par de carabinas, aunque de distinto calibre, y también una escopeta de balines. Pero había algo más, era algo que definía aquel ambiente: era una estantería de libros que estaba diseñada como si fuese una vitrina. Ella contenía una prodigiosa enciclopedia, que pronto se me convirtió en fuente de cautivante fascinación. Sus tomos consistían en unos cartapacios que se iban completando, pues iban albergando, en forma ordenada, unos fascículos que iban llegando por medio del correo, de acuerdo a su programada suscripción. Era una edición española; su ensamblaje requería que se insertaran los fascículos de acuerdo a su temática y numeración.

 

Jamás habría imaginado, hasta que descubrí tan portentoso compendio, que hubiese sido posible catalogar algo en forma tan sistemática; y, que fuera posible disponer de tan variada información. Así se me reveló un buen día que la voz “archipiélago” no quería decir, como imaginé, un grupo determinado de islas, sino que significaba literalmente “mar principal”... y no solo eso, sino que en la antigüedad ese habría sido el nombre original del mar Egeo, ese cuerpo de agua contenido entre las actuales costas de Grecia y Turquía, y de aquella rara medialuna que le servía de límite al sur y que iba desde Creta hasta la isla de Rodas. Así aprendí que su real etimología, no se refería a un racimo que contenía un cierto número de islas; y, claro, eso fue lo que, de regreso a clases, se me ocurrió comentar, no sin cierto infantil alarde, en mi primera lección de geografía…

 

Es probable que ahí mismo, en tan prodigiosa colección, me haya encontrado con el motivo para que el histórico mar pasara más tarde a llamarse Egeo, de acuerdo a la propia mitología helénica: Teseo, un héroe griego y no reconocido hijo de Egeo, el rey de Atenas, había sido un joven valiente y de inusual fortaleza; aspiraba a heredar el trono de un padre a quien no había conocido, pero antes debía de cumplir con una serie de intrincadas como tortuosas pruebas. Uno de esos desafíos, al estilo de los trabajos de Heracles, habría consistido en viajar a Creta para dar muerte al terrible Minotauro. La hazaña habría de lograrse con el auxilio de la atractiva hermana de la disforme criatura, quien se encargaría de ayudarle a salir del laberinto antes que pudiese retornar a Atenas.  

 

Teseo había prometido a su padre anunciar con velas blancas su retorno si lograba triunfar en la procelosa empresa. Por lástima, se distrajo y no cayó en cuenta que había mantenido luctuosas velas negras. Egeo, que lo esperaba, interpretó aquello como un ominoso heraldo y se precipitó al mar desde un acantilado. Esa desgracia habría de rebautizar al más griego de los mares, aquél que acarició con sus aguas los sueños e historia de una sabia civilización, la misma que fuera cantada por Homero y Hesíodo, personajes a los que también descubrí en aquel mismo santuario que solo aparentaba esconder municiones y proscritas carabinas…

 

Bueno, eso es lo que cuentan… Pero hay todavía una versión distinta: dicen que el verdadero padre de Teseo era Poseidón, el dios de los mares; un dios al que los griegos suelen culpar por toda travesura… Tal vez por ello le han dedicado un templo donde quizá se suicidó Egeo, en el vértice más meridional del cabo Sunión.


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27 julio 2021

Senderos “bustrófedos”

Eso de aprender un nuevo idioma, sobre todo cuando se lo hace por necesidad, no se diga si se está obligado a hacerlo, es toda una experiencia de vida. Sin embargo, eso de aprender un idioma distinto que, además, se escriba con caracteres diferentes, es decir que tenga también una distinta escritura, es toda una aventura. Para unos se convierte en todo un desafío; para otros en una bendición, pues le añade un sentido lúdico a ese tipo de aprendizaje. Para quienes vivimos en América o en la mayor parte de los países europeos, que conformamos lo que se ha dado por llamar “cultura occidental”, y estamos por lo mismo acostumbrados al alfabeto latino, es muy poco probable que nos veamos expuestos a lidiar con otros tipos de escritura. Solo sabemos utilizar nuestras letras. No estamos familiarizados con otros símbolos.

En lo personal, creo que mi primera experiencia en este sentido, fueron mis viajes a Israel cuando, por casi veinte años, volé para Ecuatoriana. Estoy convencido que eso de llegar a un país que no solo habla otro idioma sino donde todos los anuncios y elementos de información están escritos con signos con los que uno no está familiarizado, produce una extraña sensación de desarraigo. En las ocasiones que fui (quizá fueron una docena), siempre renuncié a intentar descifrar todas esas enes, ces y sietes combinados que eran parte de la escritura hebrea; quizá solo pude captar el sentido de su escritura, de derecha a izquierda.

Es probable que lo que aportó mayor desánimo a mi inicial intención fue descubrir que aquella era una forma de escritura que no daba cabida a las vocales; el hebreo solo consta de consonantes y las vocales deben ser aportadas por el lector. Casi pudiera decirse que uno debe conocer primero el idioma antes de aprender a escribirlo. El hebreo tampoco tiene puntuación. Casi veinte años después habría de enfrentarme con una experiencia similar, solo que esta vez entrañó mayor dificultad: esa nueva lengua, aunque también estaba escrita de derecha a izquierda, tampoco disponía de puntuación y utilizaba unos sinuosos caracteres que parecían lombrices; estos extraños gusanillos estaban superpuestos a unos diminutos puntitos que parecían haber sido colocados en forma caprichosa. Se trataba esta vez del árabe, un idioma repleto de jotas y de emes guturales, la lengua del Medio Oriente. Así, ante tan enorme dificultad, el extranjero termina por justificar su ineptitud con el fácil pretexto de que esa lengua no la va a tener que usar nunca o, simplemente, que no la necesita aprender.

Pero sería con la escritura de otros dos idiomas del Asia Oriental, que habría de enfrentarme en el futuro a dos totalmente disímiles experiencias: me refiero al coreano y al mandarín. El primero está construido con unos caracteres relativamente fáciles de leer y pronunciar, se escribe de izquierda a derecha y aunque no tiene puntuación, sus signos están construidos de una manera que parecen reflejar la forma de la boca cuando se pronuncia cada letra. Fue inventado hace algo así como quinientos años por un rey sabio. Aunque hoy he olvidado ya mucho de lo que aprendí, no me fue difícil aprender a leer y escribir en “hangul”.

Con el chino tuve una experiencia frustrante y es que la escritura es realmente inescrutable. Tengo entendido que quien lo aprende debe saber reconocer algo así como tres mil caracteres o ideogramas distintos. Se supone que quien quiere entender lo escrito en cualquier periódico, debe haber aprendido a reconocer unos diez mil. Se calcula que es un sistema de escritura que pudo haber sido inventado hace quizá unos cinco mil años, en el neolítico. Estos dibujitos o pictogramas deben ser interpretados, no representan sonidos, la escritura no es fonética. Pero hay algo más: el chino se escribe en forma vertical, de arriba hacia abajo y las columnas se ordenan de derecha a izquierda. Pero, además, cada carácter o símbolo (hanzi) se escribe de izquierda a derecha; primero se dibujan los trazos horizontales y luego los verticales…

Si esto parece complicado, deben saber que hubo un tipo de escritura (se empleó en el griego antiguo) que se ejecutaba una línea de izquierda a derecha y la siguiente en sentido contrario, justo como lo hace el buey en las tareas del arado. Por ello se la llamó "bustrofedon"; quiere decir precisamente: “dar la vuelta a la manera del buey”, una sinuosa serpentina. Lo aprendí leyendo a Isaac Asimov; bustrofedon es una palabra tan rara que el diccionario acepta que pueda ser escrita indistintamente, como esdrújula, grave o aguda. En griego es un adverbio, pero en español es una locución adverbial. Su etimología viene de “bous” (buey), “srtofe” (girar o dar la vuelta), y “don” (que es un sufijo). Escribir o leer en esta forma permite hacerlo sin tener que volver al principio de la línea, pero implica una rara condición: las líneas pares deben ser escritas y leídas al revés, como si se tratara de hacerlo con ayuda de un espejo… Tenía una interesante ventaja: poder extender sin límite el largo del renglón.



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23 julio 2021

Empresas e industrias

Una de estas noches estuve entretenido viendo uno de esos programas que se realizan utilizando el sistema de mesa redonda; estaba reunido uno de esos grupos de individuos que hablan de un tema que coincide con sus intereses; o, quién sabe si más bien, era uno de esos grupos de personas cuyos intereses coinciden entre sí. De pronto fui cayendo en cuenta de algo inaudito, y era que esos tertulianos utilizaban la palabra industria con el sentido de empresa y, por lo mismo, empleaban el sustantivo industrial con el mismo sentido que empresarial. No sé si la coincidencia se había dado en forma espontánea o si, como sucede en estos casos, la intervención de uno fue poco a poco influenciando la forma de utilización del término por parte de los otros participantes.

 

Hoy me quiero referir al tema sin intención didáctica y menos con el afán de pontificar. Lo que realmente me interesa, por un lado, es establecer la diferencia entre las dos palabras; y, por otro, averiguar por qué es que existe este aparente uso arbitrario de dos términos que, sin ser opuestos, no son necesariamente sinónimos o equivalentes. Antes quisiera permitirme una breve digresión: he utilizado en el párrafo anterior el adjetivo ‘inaudito’ con intención; aunque no con el sentido de insólito, sino con su sentido etimológico o natural, pues el término viene del latín ‘inauditus’, que quiere decir no otra cosa que ‘nunca oído’ o escuchado.

 

Partiré pues de lo que las dos voces significan en sentido general. Empresa, como lo concibo, es toda entidad organizada con un propósito de utilidad económica; consiste en una organización que tiene por objetivo lograr una ganancia. Industria, por otra parte, es una actividad, generalmente empresarial, que consiste en convertir una materia prima (o varias) en un producto elaborado. Empresa e industria, sin embargo, no son términos excluyentes, no son opuestos o antónimos como sólido o líquido, lleno o vacío, blanco o negro. Pudiera decirse que toda industria, en principio, es también una empresa; pero, asimismo, que no toda empresa es una industria. Una institución financiera, por ejemplo, es o constituye una empresa pero no una industria: no transforma materias primas en productos elaborados.

 

Tratando de aclarar un poco más el tema, me permitiría insinuar también que existen varios tipos de empresa, aunque principalmente tres: empresas industriales, mercantiles y de servicios; esta división, no obstante, no impide que una entidad comercial lo sea a su vez de servicios o que una empresa industrial sea a la vez de carácter comercial. Hasta aquí el punto central es que lo industrial es siempre empresarial, pero que lo empresarial no siempre es sinónimo de industrial; mal hacen, por lo mismo, quienes hablan de industrias cuando quieren referirse a todas las empresas, pues no siempre lo son. De nuevo: los industriales son también empresarios, pero no todos los empresarios son industriales. ¿A qué se debe por tanto la confusión? Intentemos, por lo mismo, una breve y coherente explicación:

 

Sucede que la gente se ha ido acostumbrando a hablar de ‘industria’ no solo para referirse a la ya explicada transformación de materias primas en productos elaborados; lo hace también para considerar un conjunto de empresas y actividades que intervienen en un propósito o interés particular. Así hablamos, por ejemplo, de la industria de la construcción, de la industria automotriz, de la industria hotelera o de la industria aeronáutica. Preguntémonos, por ejemplo, ¿cuál es la actividad principal de un hotel?, ¿acaso es la de transformar algún tipo de materia prima?, pues no necesariamente. Nada tendría que ver con esto último aquello de preparar y rentar habitaciones, de acuerdo al presupuesto y preferencia de sus clientes, con el objeto de atender un servicio destinado a satisfacer aquella necesidad. Y así por ese orden…

 

Es conveniente, en este sentido, revisar las acepciones que contiene el DRAE en relación con estos dos términos; de nuevo, no va a dejar de sorprendernos cómo la Academia ha ido incluyendo significados en base a lo que ahora se usa o se acostumbra decir, esté correcto o no, y no en base al real sentido o significado que tiene cada palabra. Véase la voz ‘abusado’ por ejemplo: no se refiere al participio del verbo abusar, sino a un uso distorsionado que existe, en un país en particular, de la palabra aguzado, con el sentido de listo o perspicaz…

 

Concluyo refiriéndome a algo interesante: la palabra empresa viene del italiano impresa, que se deriva a su vez de imprendere, que quiere decir ‘iniciar algo’, comenzar… Pero, ya que estamos en eso, la voz industria quiere decir: maña y destreza o artificio para intentar algo… ¡Curioso sentido que tienen las palabras!


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20 julio 2021

Las puertas del viento

Ese lunes 25 de mayo, yo había sido asignado para que efectuara un vuelo a Santiago de Chile. Era, a la sazón, un capitán bastante joven, no había llegado aún a los treinta años. Volaba entonces el Boeing 707. La víspera, durante las últimas horas de la tarde, los noticieros habían ya informado de una trágica e inconcebible noticia: el avión de la Fuerza Aérea, encargado de transportar al Presidente Jaime Roldós y su comitiva, había sufrido un lamentable accidente; se había estrellado en las cercanías de Celica, en un cerro conocido como Huayrapungo (del quichua "huayra": viento; y "pungo": puerta o entrada). La expresión bien pudiera significar "la puerta del viento". 

Recuerdo que los miembros de mi tripulación estaban consternados esa mañana. No era para menos: Roldós era un presidente joven y carismático. Pero sucedía también –además del natural impacto que producen estas inesperadas noticias– que el copiloto del vuelo fatal, un chico de apellido Romo, era hermano de dos de nuestras auxiliares de vuelo, nuestras propias compañeras. En medio de ese luctuoso ambiente, conduje el “briefing” del vuelo y, al referirme a la insólita desgracia, mencioné mi aprecio y reverencia ante la memoria del fallecido presidente. Estaba persuadido de su integridad intelectual y de su contagioso idealismo.

Como siempre nos sucede a los pilotos en estos casos, fue inevitable, en los día posteriores, esperar información que aclare los motivos o las causas de la tragedia. No queríamos especular, lo cual nunca es lícito ni aconsejable, pero los indicios iniciales apuntaban a que se había cometido un probable error de navegación y que posiblemente los pilotos no habían estado familiarizados con la ruta escogida. Efectivamente, las evidencias indicaban que la aeronave había impactado contra el terreno en la ruta prevista, pero que había estado, al momento del accidente, a una altura muy inferior a la altura de seguridad aconsejada y sugerida. No teníamos claro, en todo caso, qué mismo había sucedido y porqué motivo había ocurrido el lamentable accidente.  

 

Como con frecuencia ocurre, pronto se empezó a especular acerca de lo acontecido; y, además, se escuchaban insinuaciones y sugerencias relacionadas con un probable sabotaje. No faltaron voces que mencionaban la existencia de una conspiración para producir un magnicidio, el asesinato del presidente. El asunto entró pronto en el plano político; muchos, sin contar con criterios o argumentos comprobables y válidos, empezaron a elaborar teorías relacionadas con un probable accidente provocado. Los medios se convirtieron pronto en transmisores de rumores y de falsas o incompletas verdades, mientras la Fuerza Aérea trataba de conformar una entidad investigativa y procuraba explicar, e incluso justificar, el luctuoso acontecimiento. 

 

Pronto se concluyó que existió error humano y se reconoció algo sorprendente: era que el edecán, es decir el encargado de la seguridad del mandatario, había sido a la vez el piloto al mando, es decir uno de los factores contribuyentes del triste desastre aéreo. Esto, a pesar del prestigio y la relativa experticia del oficial; en efecto, el piloto tenía una buena experiencia como piloto, pero no conocía adecuadamente la ruta, tenía escasa experiencia en el avión que debía volar y no se encontraba debidamente descansado para conducir un vuelo tan delicado.

 

El informe de la Junta Investigadora no satisfizo ni contentó a los políticos; tampoco fue del agrado de los familiares. La gente se dejó influir por lo más fácil y espectacular, por lo que más vende, y pronto compró la teoría conspirativa del sabotaje. Se designó una comisión ad-hoc para efectuar una nueva investigación con gente que ya tenía un criterio prejuiciado y, en el mejor de los casos, sin bases investigativas serias y especializadas y, además, sin el necesario criterio técnico, como exige la investigación rigurosa de los accidentes aéreos…

 

Pasados treinta y cinco años, un día de mediados de 2015, me citaron a la Fiscalía General del Estado, se me entregó una copia de las investigaciones previas y se me solicitó un informe independiente para determinar si el accidente había sido efectivamente provocado… Tanto las evidencias, las iniciales conclusiones, así como mi experiencia profesional y los métodos de investigación que había aprendido en los cursos de Seguridad Aérea efectuados, me hicieron concluir que solo se había tratado de un triste y lamentable accidente. 

 

También coincidí con que había existido una inconveniente dicotomía: el edecán se había convertido, en forma innecesaria, en un factor de riesgo, al actuar como comandante. La Fuerza Aérea había cometido un error operacional: pudo haber designado como comandante a alguien más actualizado, más descansado y mejor entrenado. Nunca había existido un magnicidio. Jamás hubo conspiración alguna o intento de sabotaje. Los informes previos, tanto de Pratt & Whitney como de Hartzell, eran consistentes. No se habían equivocado. 


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16 julio 2021

Una historia apasionante

No, esta es más bien una historia espeluznante. Es probable que jamás la hubiese tomado en cuenta, si no hubiese sido porque algo de su nombre, del de la víctima, me rememoraba algo, quizá era un nombre que había escuchado en el pasado, quizá durante los últimos años de los noventa, los primeros que yo había vivido en Singapur. Ahí, frente a ese apartotel donde me tocó vivir el primer año, estaba ubicado el condominio donde residía el “Chifosco” con su familia. Él era mexicano pero su apellido era francés. Le habíamos asignado en secreto ese remoquete porque, serio y circunspecto como era, nunca utilizaba el término mexicano por excelencia (ching…) para dar énfasis a sus comentarios y asertos. ¡El muy hijo de la chifosca!

 

Había llegado antes que nosotros a la nueva aerolínea. En realidad, era una especie de decano entre los pilotos latinos; de hecho, era el único que a la sazón volaba ya el B-747. Era uno de esos aviadores estudiosos, totalmente dedicados a su profesión; gozaba de fama de lo que en México llaman ser un “abusado”: ser un tipo listo y perspicaz. Tenía una linda familia; y su esposa, la inolvidable Conchita, era realmente una santa escapada de algún devocionario chilango. En Singapur, donde los autos tienen permiso solo para rodar por diez años, tenía un jurásico Mercedes Benz de los años setenta, al que, asimismo, había apodado de “Hildegarde”.

 

Y fue ese nombre, el que me pareció similar a otro que leí aquella noche; y esa, su sola remembranza, me hizo desviar la atención y pasar a interesarme por aquella otra historia, insólita y fascinante. Se trataba del crimen más sensacional que se había cometido en la España Republicana de la primera mitad del siglo XX: un filicidio perpetrado por una madre desquiciada, dueña de una mente brillante pero torcida, en perjuicio de su propia hija, allá por el año 1933. La víctima, una joven de dieciocho años, que fuera reputaba precozmente como un prodigioso genio, había aprendido a leer a los dos años; dominaba seis idiomas a los ocho; y, a eso de los trece, ya había ingresado a la universidad para estudiar derecho y más tarde filosofía. Su madre la había preparado para que se convirtiera en fiel defensora del feminismo y, quién sabe si también, del socialismo.

 

Obedecía, la chica, al nada prosaico nombre de Hildegart Leocadia Georgina Hermenegilda María del Pilar Rodríguez Carballeira… Era hija natural; y su madre se habría asegurado de que nadie reclamara su paternidad. Alguien ha sugerido que Hildegart significa “campo de sabiduría”; pero sería, más bien, una expresión del antiguo alto alemán que querría decir “la protegida para la batalla”, o “la que viene protegida para la batalla”. Sea lo que fuere, la joven se habría destacado desde muy temprano; y en plena adolescencia ya se le concedía fama internacional. Habría sido asistente de Gregorio Marañón y, a sus años, ya había escrito una serie de libros acerca del feminismo y la sexualidad, asuntos para los que una chica de su edad no está normalmente preparada. Pronto habrían de conocerla con el mote de la “virgen roja”.

 

La madre había nacido en El Ferrol, en la Coruña; se llamaba Aurora Rodríguez Carballeira. Era culta, de familia adinerada y estaba favorecida por una gran inteligencia. Parece que había leído a Nietzsche en su juventud y se había dejado tentar por sus ideas eugenésicas. Por ello, elaboró un plan para encontrar un semental que le diera una hija a la que intentaba criar como a una mujer del futuro. Así, se dejó embarazar por un capellán castrense, al que luego abandonó. Más que una hija, ella daría a luz a un monstruo, un personaje especial a quien daría un formación selectiva para que se convirtiera en una redentora de la mujer, y liderara una verdadera revolución que sacudiera los cimientos paternalistas de una España gazmoña que habría, según ella, convertido a la mujer en mero instrumento de reproducción de la especie.

 

Ya embarazada, Aurora se habría mudado a vivir en Madrid, donde desde temprano hizo todo lo posible por dar una educación esmerada y diferente a quien ella consideraría su “obra especial”. Pero, para sorpresa y despecho de la madre, Hildegart fue madurando como mujer y tratando de ser cada vez más independiente. Eventualmente se habría enamorado y su madre no estaba preparada para aceptar ese cambio inesperado. Una mañana tomó una pistola y descerrajó cuatro balazos contra la chica mientras esta dormía. Motivada Aurora por los delirios de su paranoia y el cambio de la joven, había pasado a convertirse en su asesina.

 

El crimen escandalizó a España. La madre fue condenada a cumplir veintiséis años y ocho meses de reclusión. Más tarde se confirmaría su esquizofrenia paranoide, y sería trasladada al manicomio de Ciempozuelos, al sur de Madrid, donde luego cumpliría la mayor parte de su condena. Aurora Rodríguez habría de morir de cáncer pocos años antes de cumplir con su sentencia. Falleció en un día de Inocentes. Una ironía para alguien así de culpable…


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13 julio 2021

Definiendo “Airmanship”

Ya lo he mencionando antes muchas veces: existen palabras en el inglés que no tienen una traducción completa, plena, auténtica en nuestro idioma; por lo menos, no si para ello se tendría que utilizar una sola palabra, si para ello, para ese propósito, se tuviera que utilizar un despropósito: una expresión que utilice una serie de palabras. Eso pasa justamente con “airmanship”, que es una condición de la aeronáutica que refleja un sentido de excelencia profesional, una cierta y particular destreza, una forma de ejecutar el oficio que trasciende el mero profesionalismo, que involucra un sentido de misión, incluso un espíritu de servicio. No, no hay una palabra en el castellano que la represente: implica una variedad de conceptos.

He hallado, en mi investigación, que la palabra ya se habría usado tan temprano como en 1859, es decir a mediados del siglo XIX; sería, además, una adaptación o, si se prefiere, una variación de una voz parecida: “seamanship”, que quiere decir algo así como espíritu marinero o náutico. He pensado –en principio– que mal pudiera haberse utilizado airmanship desde mediados del siglo XIX si para entonces no se había inventado todavía la aviación. Pero he debido reconocer de inmediato mi equivocación: en efecto, es el avión el que se inventa y desarrolla a partir de principios del siglo pasado, pero ya hubo aviación antes, mucho antes, de que se invente el aeroplano. El hombre ya anduvo por lo aires mucho antes de que pudiera desplazarse en los aviones: ahí están para muestra los dirigibles y los globos aerostáticos…

Vengo de una etapa especial en el desarrollo de la aviación comercial (muchos prefieren llamarla “romántica”); una etapa en la que todavía se hablaba del “caballero del aire”, del aviador como ejemplo y paradigma, del personaje especial por antonomasia. Entonces, poseer ese espíritu, que implica la traducción del término que trato de describir, significaba algo más que tener unas simples destrezas o habilidades, reflejaba una disciplina y una dedicación especiales, una maestría y un espíritu de previsión, un deseo de compartir lo aprendido, una suerte de apostolado; yo diría que, incluso: un sentido ético y moral. Suponía unas bases de habilidad y conocimiento; pero, ante todo, una conciencia de situación, una dosis de liderazgo, una cierto juicio formado y, ya como consecuencia, una cierta habilidad para no apresurarse ni tomar riesgos innecesarios, para tomar decisiones y… ¡comandar!

Tengo una cierta debilidad: me refiero a mi pasión por los diccionarios; o, quizá, y para ponerlo en la debida perspectiva: mi pasión por la precisión y la claridad. Estos textos no aceptan la aproximación en el concepto, no transigen ante lo desprolijo. Y para eso están justamente: para que se apele a su sabiduría y se los pueda consultar. He acudido, por lo mismo, a ellos para averiguar qué es lo que “airmanship” significa y qué nomás implica lo que su concepto intenta expresar. Así, el Oxford explica: “destreza para volar una aeronave”; otro diccionario urbano menciona: “habilidad y conocimiento para el oficio de navegar y operar una aeronave”; el Collins replica: “es el arte y destreza para volar una aeronave”; y el Merriam-Webster dice finalmente: “es la destreza para pilotar y navegar un aparato aéreo”.

Sin embargo, es solo en la SKYbrary (Biblioteca aérea) y en la definición proporcionada por AOPA (Asociación de Pilotos y Propietarios de Aviones) que encuentro un significado más aproximado a lo que trato de captar y de participar. El sentido de “airmanship”, para estas instituciones, no es una finalidad y ni siquiera un medio en sí mismo: no es ni una meta ni un camino, sino más bien una forma, un método para hacer ese camino, quizá un estilo imbuido por una filosofía. No llama la atención entonces que la palabra sea difícil de traducir; si, para empezar, es difícil de contener en un solo término la amplitud de su concepto y significado.

Pero este concepto no es algo simple. Tony Kern, hace ya veinticinco años, lo comparó con un edificio: realmente con un templo griego. Este se sustenta en los cimientos de la disciplina y se apoya en el anclaje de las habilidades; lo satisface con la metódica repetición (proficiency) y con el aporte de muy sólidos conocimientos. Los soportes de esta sabiduría son múltiples e interdisciplinarios; representan las columnas de la edificación clásica y son: el conocimiento de uno mismo y del personal bajo nuestro mando (la tripulación); el del avión que se vuela y el de sus sistemas; el del medio en que se opera (el terreno, la meteorología y hasta la cultura organizacional); y, finalmente, el de la misión y los riesgos que tienen que gestionarse.

Cuando todo esto se integra, es cuando se ha hecho posible finalmente instalar la cubierta y culminar la edificación completa; es decir, se ha conseguido estructurar una adecuada conciencia situacional, la misma que permite disponer de las bases para obtener un criterio sólido, para entonces procurar las mejores decisiones en cualquier circunstancia. Solo ahí se ha conseguido la auténtica maestría que nos exige el mundo de la aviación.

Todo ello aporta para lograr ese concepto exhaustivo e integral, el siempre apreciado concepto de “airmanship”.


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09 julio 2021

Ordalía

Pertenezco a una generación que ya no tuvo el beneficio de aprender latín y griego; latín porque ya se consideraba lengua muerta, griego porque ya no era necesario como idioma para establecer la etimología de las palabras latinas que habían servido, a su vez, como étimos o fundamentos para muchas palabras de nuestra lengua. No estoy seguro de si nuestros padres, tuvieron ese privilegio (por lo menos quienes estudiaron en planteles confesionales), pero podría postular, que de esa inclusión en el pensum de estudios, sí gozaron nuestros abuelos.

 

El cambio se habría dado a principios del siglo anterior. En otras palabras, todavía habrían aprendido latín y griego quienes, siendo niños, fueron a la escuela antes de la Primera Guerra Mundial. No olvidar que ello ocurría poco después de que se había impuesto la división entre Iglesia y Estado. Aquello del establecimiento de la “educación laica” parece que tomó un buen medio siglo: primero hasta ser aceptado como concepto; y, segundo, hasta implementarse en los planes de estudio, en base a la nueva mentalidad que se iba imponiendo.

 

Por otra parte, y para mi caso personal, habiendo estudiado con los Hermanos Cristianos, este divorcio con el latín en particular, no fue total desde un principio. Y esto se debió a una circunstancia especial, y era que entonces se nos hacía asistir, en forma obligatoria, a misa todos los días; aquello no era una opción. Eran los años anteriores al Concilio Vaticano II, y no se había suspendido todavía, en la liturgia católica, el oficio de la misa en latín. Pudiera decirse que, aunque ya no se enseñaba latín, estábamos todavía expuestos a la influencia del idioma del Lacio.

 

Pero hubo una contrapartida que quizá creó una compensación: era el aprendizaje -aleatorio, aunque casi siempre exiguo- del idioma inglés. Algo había cambiado, esta enseñanza ya no era reflejo del esnobismo o de cierto diletantismo, pues aquello ya había dejado de ser un símbolo de estatus. Así como la enseñanza del latín había empezado a considerarse “impráctica”, también había surgido con fuerza una nueva corriente: eso de aprender un segundo idioma era ahora una necesidad y, además, un elemento que formaba parte lo que se entendía por “humanidades modernas”. El inglés, debido al influjo internacional que pasaron a tener los Estados Unidos, se había convertido en la lengua de las finanzas, la diplomacia y la tecnología. ¡Había pues ahora que aprender inglés!

 

De modo que así terminé el colegio: como poseedor de un inglés bastante precario. Ya graduado de colegio, fui a realizar mi entrenamiento como aviador, fui a “aprender a volar”, en los Estados Unidos. Vale decir que fui a hacerme piloto a la par que aprendía, o en la medida que aprendía, ese idioma sajón. Pese a la dificultad que ello entrañaba, tenía una relativa ventaja: no había cumplido todavía dieciocho años. Fue así como, casi sin que me diera cuenta, regresé pocos meses más tarde, no sólo graduado de piloto sino también con un idioma adicional.

 

Esa experiencia, mis posteriores viajes a Norteamérica y, sobre todo, mis frecuentes lecturas en ese idioma, fueron consolidando ese aprendizaje. Advierto que, sin que uno se proponga, va prescindiendo de a poco del diccionario y, descubre una impensada habilidad: la de ir infiriendo el significado de ciertas palabras; aprende a suponer su eventual sentido. Así descubre que las traducciones no siempre son exactas… Tomen “ordeal”, por ejemplo. El diccionario la traduce como “prueba”; pero, claro, este no es su exacto significado, ya que no entraña el sentido de sufrimiento, de experiencia dolorosa y continua. Entonces uno busca otras alternativas: ¿vía crucis?, ¿calvario?, ¿martirio?, ¿suplicio?; quizá, ¿odisea? Y eso es justamente de lo que quiero comentar, de cómo se llega al concepto, al significante, a través de un proceso inverso…

 

Estuve viendo una película en días pasados. Ella contaba la historia de una actriz porno llamada Linda Lovelace, su nombre artístico. Linda se había dado a conocer por su actuación en una cinta que se haría famosa: Deep Throat (Garganta Profunda). Había sucumbido a la explotación -y hasta a la prostitución- a la que le habría sometido su desquiciado esposo. Este le obligaba a desempeñar un aberrante papel, para vergüenza de su familia y para su propia infelicidad… Pero decidió rebelarse, rehacer su vida y narrar su historia en un libro que llamó “Ordalia”.

 

Al enterarme de ese nombre, enseguida lo relacioné con la palabra “ordeal” y me propuse averiguar su etimología. Así descubrí que “ordalia” venía del latín (también ordalia) que, a su vez, significaba ordalía en español (ya con tilde y como palabra aguda). Demás está elaborar sobre lo que aquí propongo: hay palabras en el inglés cuya traducción no nos satisface plenamente; pero que, cuando escarbamos un poco, encontramos que su etimología resulta similar a la de alguna otra palabra ya existente en nuestro propio idioma…


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06 julio 2021

Llorona: una triste historia

A ver, háganme caso: vayan a “YouTube”, escriban “Depedro y Llorona”; y van a encontrar la versión más inesperada que pudieran hallar de “Llorona”, esa hermosa canción que yo escuchaba en mi adolescencia, en la voz de Raphael. Está interpretada por un formidable dúo español; lo conforman dos voces excepcionales: Depedro y Fuel Fandango. Está cantada en un ritmo distinto, quizá llamado “Lujo ibérico”, tiene una percusión diferente. Es una de las mejores versiones, si no la mejor, que he escuchado. Háganme caso. ¡No se van a arrepentir!

 

Allí, entre los comentarios que hacen quienes la han escuchado, encontré uno que lo he querido reeditar. Quien lo hace, nos pasa la triste historia de la canción, como él (o ella) “se la ha acabado de encontrar”, y dice:

 

“La Llorona es una canción nacida y escrita en una comunidad Zapoteca del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca. La historia cuenta que un joven de Tehuantepec fue a una fiesta en la comunidad vecina, llamada Juchitán. Ahí conoció a una chica tan hermosa que salía de la iglesia vistiendo el famoso traje regional Istmeño, llamado “Huipil”. Por un tiempo se esforzó para conquistar a la joven y después consiguió la aprobación de los padres para casarse con ella. Pero los vientos de la Revolución soplaron en Oaxaca (1911-1912) y antes de irse a la guerra, le dijo algo como lo que sigue:

 

Recuerdo el día que fuimos al río

Y las flores del campo parecían llorar

Pero la guerra me esta llamando

Porque la paz de nuestro país ha sido robada

Volveré por ti y por nuestra familia

Nunca dejaré de amarte, en la vida y en la muerte

 

Finalmente el día de partir llegó y cuando él se despedía de ella, el llanto corrió por sus ojos y los suspiros de dolor invadían el rostro de su amada. Mientras hablaba con ella le tomaba ambas manos, al tiempo que limpiaba con las suyas, las lagrimas que caían por las mejillas de su esposa. Y entonces la llamó "Llorona", porque ella no paraba de llorar sabiendo que quizás, no volvería a ver a su esposo. Besos y promesas volaron por el aire y él juró que regresaría por ella y si eso no sucedía, entonces la iba a esperar en el Paraíso, pues los Zapotecas creen que un verdadero amor puede trascender más allá de la vida y de la muerte. Ella también prometió esperarlo sin importar lo que sucediera…

 

Muchos conocían a la pareja y se apenaron por ellos. El chico se fue a la guerra pero nunca regresó. Tiempos después, un amigo mutuo volvió al pueblo y le dijo a ella: “Tu esposo fue alcanzado por las balas y las heridas eran tan terribles que fue imposible salvarlo. Pero mientras agonizaba me pidió que te dijera que siempre te amaría y que por favor lo perdones. Aquí traigo una carta que me dio para ti” Extractos de la carta decían algo como esto:

 

Salías del templo un día, Llorona, cuando al pasar yo te vi,

Hermoso huipil llevabas, Llorona, que la virgen te creí,

En el cielo nace el sol, mi Llorona, y en el mar nace la luna,

Aunque me cueste la vida, Llorona, no dejaré de quererte.

 

Ay de mí Llorona, Llorona, tu eres mi “Xhunca”,

Me pedirán dejar de quererte, Llorona, pero de olvidarte nunca,

No creas que porque te canto, Llorona, tengo el corazón alegre,

También de dolor se canta, Llorona, cuando llorar no se puede…

 

Ella lloraba todo el tiempo leyendo esa carta y nunca volvió a casarse, porque esperaba reunirse con su amado en el paraíso y cumplir con su promesa. El bebé de ellos nació una semana después de la noticia y cada treinta de octubre los tres cenaban juntos: la esposa y un hijo en la tierra de los vivos y el esposo en el reino de los muertos. Hasta que La Gran Águila los juntó nuevamente… El tiempo pasó y la historia fue escrita como una canción folklórica local que ha sobrevivido en el tiempo…”

 

Cada vez que entra la noche, Llorona, me pongo a pensar y digo:

De qué me sirve la cama, Llorona, si tu no duermes conmigo…


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02 julio 2021

Mírame a los ojos *

        * Escrito con el título “Un viaje en punto muerto”, con mi edición.

·         Por Manuel Jabois, para El País de España.

 

Advertencia: Transcribo este simpático artículo, dedicado a quienes todavía creen que para hacer un brindis “como se debe”, hay que quedarse mirando a los ojos de los demás. Es probable que la explicación aquí ofrecida no sea sino parte de una popular creencia, como también lo es aquello de porqué se hace “chin, chin” o se chocan las copas al brindar. Dícese que en el brindis deben estar involucrados todos los sentidos; así, el tacto toma parte de la sensación al sostener la copa; del mismo modo, participan del disfrute tanto el gusto, el olfato como la visión. Pero el oído no participa; por eso, es importante que se haga sonar el choque de los cristales para que exista, como en el sexo, el goce en plenitud para el disfrute de los cinco sentidos:

 

“Cuando Miguel volvió de Bolonia en 2001, pasó una época diciéndonos a todos, cuando brindábamos, “guarda negli occhi” (mira a los ojos), y obedecíamos y aguantábamos la mirada, unos a otros, hasta acabar el trago. Hace unos días, cenando con Romi y Gabriela, volvió a repetirlo y Romi le preguntó por el origen de la frase, algo que no hice yo en 20 años, porque mi curiosidad es legendaria, propia de un periodista fuera de serie.

 

Miguel nos contó que aquel año en Bolonia le habían explicado que en el medievo italiano, cuando el veneno se guardaba en el anillo y lo habitual era derramarlo en la copa del otro disimuladamente, brindar y beber mirando a los ojos era un gesto de confianza suprema, una señal de la máxima honestidad; también, chocar los vasos con fuerza de tal forma que las gotitas de uno se fueran al otro era un método eficaz para comprobar si alguien había envenenado la copa del otro previamente. Así que volvimos a brindar mirándonos a los ojos, si bien ninguno llevaba un anillo gordo en el dedo; sin la posibilidad de asesinarnos, nuestra amistad no parecía tan fuerte.

 

La mañana siguiente la pasé recogiendo la casa y haciendo algunas cajas con papeles, páginas de periódicos (me encanta adivinar por qué los guardé, es necesario leer la página entera para adivinarlo) y un montón de libros, algunos recién desempaquetados. A veces tengo ganas de cambiarme de casa y lo que hago, en lugar de buscar una nueva, es abandonar mentalmente la vieja, del mismo modo que a veces tengo ganas de irme una semana a Bali y lo que hago es comprar en la tienda de abajo dos bañadores y unas chanclas; satisfecho el primer paso, suele olvidárseme el segundo. Entre varios de esos papeles apareció una foto viejísima, creo que del año 2003; somos Piru, Iván, Paula y yo en unos sanfermines.

 

Para entonces ya brindábamos siempre con el “guarda negli occhi,” a saber pronunciado cómo; desde tiempo atrás se había instalado entre nosotros la seguridad de que uno podía ir al baño sin que un cómplice le hubiese dejado una pistola dentro de la cisterna. No tengo ni idea de cuántas mañanas terminamos en aquella época Piru y Paula en mi casa, ya ni idea de cuántos amigos más vivían prácticamente allí, tampoco ni idea de los karaokes que cerré con Paula, cuando llegábamos arrastrados de risa al portal. Murió en 2017, tenía 38 años. Lo divertida y valiente que era. La chica que mejor se reía del mundo; era impresionante lo bien que se reía Paulona, y lo mucho que hacía reír.

 

Aquel verano después de Pamplona fuimos a Donostia, y de ahí a Galicia. Antes de salir se nos estropeó el embrague del coche, y sólo podíamos cambiar de marcha agachándonos para sacar el pedal con las manos, que se quedaba atascado. Así, se trataba de viajar siempre en la misma marcha, de conducir a una velocidad que valiese para una carretera nacional y una autopista; una velocidad que sirviese para coger las curvas y para no provocar una caravana en las rectas.

 

No funcionó. Lo siguiente fue que los copilotos nos encargásemos de agacharnos para devolver el embrague a su sitio, pero nos mareamos y yo casi vomito en los pedales; al final fue el propio conductor el que, por un momento, desaparecía de la vista de los coches que venían enfrente para desatascar el embrague. Fue un viaje de vuelta de mierda que el tiempo ha convertido en oro, como tantas cosas. Vivir brindando y bebiendo con gente de la que no hace falta apartar la mirada es la única y mejor forma de (disfrutar la) vida”.


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