30 julio 2021

El cuarto de las carabinas

Recuerdo con afecto mis vacaciones de verano de fines de escuela y comienzos de secundaria; bien las pudiera llamar “las vacaciones de mi pubertad”. Son recuerdos que me llegan de tarde en tarde y memorias que repaso con cariño, es un cariño nunca exento de nostalgia. Fueron esas, casi siempre, cortas temporadas que pasé en la tierra de mi familia materna, en la ciudad que había visto nacer a mi madre; esa era una ciudad de provincia, cuya gente pronunciaba su nombre con un cierto aire solemne, cual si se tratase del símbolo de una vieja aristocracia. Sus calles eran rectas, planas y polvorientas, allí todos parecían reconocerse y se saludaban al pasar; salían a caminar por el centro ciertas noches, pretextando que “iban a recoger el correo”. Riobamba había sido la primera ciudad  española del Ecuador. Era entonces una urbe apacible y recoleta; le apodaban “La sultana de los Andes”.

 

La casa de mis tíos estaba enfrentada al claustro de las Conceptas, a su vez ubicado a pocas cuadras del mercado de San Alfonso. Ahí no tenían electrodomésticos y tampoco había un refrigerador; entonces era algo desconocido (claro, con ese frío, tampoco lo necesitaban)... El único artilugio eléctrico era un tocadiscos de aquellos de apariencia portátil, que pronto iban a hacerse más comunes. Unos pocos discos de acetato yacían a su costado con la pretensión de convertirse algún día en colección, aunque su número no llegaba aún a la docena; un disco de Al Martino repetía, hasta el cansancio, la frase pegajosa de una famosa tonada italiana: Al di la (Más allá)…

 

Hacia una esquina de la casa, había una angosta recámara que hacía de estudio; fue para mi una suerte de santuario. No era un lugar proscrito, pero contenía artilugios que no debían ser manipulados sin el debido consentimiento o sin adecuada supervisión. Y es que allí se almacenaban un par de carabinas, aunque de distinto calibre, y también una escopeta de balines. Pero había algo más, era algo que definía aquel ambiente: era una estantería de libros que estaba diseñada como si fuese una vitrina. Ella contenía una prodigiosa enciclopedia, que pronto se me convirtió en fuente de cautivante fascinación. Sus tomos consistían en unos cartapacios que se iban completando, pues iban albergando, en forma ordenada, unos fascículos que iban llegando por medio del correo, de acuerdo a su programada suscripción. Era una edición española; su ensamblaje requería que se insertaran los fascículos de acuerdo a su temática y numeración.

 

Jamás habría imaginado, hasta que descubrí tan portentoso compendio, que hubiese sido posible catalogar algo en forma tan sistemática; y, que fuera posible disponer de tan variada información. Así se me reveló un buen día que la voz “archipiélago” no quería decir, como imaginé, un grupo determinado de islas, sino que significaba literalmente “mar principal”... y no solo eso, sino que en la antigüedad ese habría sido el nombre original del mar Egeo, ese cuerpo de agua contenido entre las actuales costas de Grecia y Turquía, y de aquella rara medialuna que le servía de límite al sur y que iba desde Creta hasta la isla de Rodas. Así aprendí que su real etimología, no se refería a un racimo que contenía un cierto número de islas; y, claro, eso fue lo que, de regreso a clases, se me ocurrió comentar, no sin cierto infantil alarde, en mi primera lección de geografía…

 

Es probable que ahí mismo, en tan prodigiosa colección, me haya encontrado con el motivo para que el histórico mar pasara más tarde a llamarse Egeo, de acuerdo a la propia mitología helénica: Teseo, un héroe griego y no reconocido hijo de Egeo, el rey de Atenas, había sido un joven valiente y de inusual fortaleza; aspiraba a heredar el trono de un padre a quien no había conocido, pero antes debía de cumplir con una serie de intrincadas como tortuosas pruebas. Uno de esos desafíos, al estilo de los trabajos de Heracles, habría consistido en viajar a Creta para dar muerte al terrible Minotauro. La hazaña habría de lograrse con el auxilio de la atractiva hermana de la disforme criatura, quien se encargaría de ayudarle a salir del laberinto antes que pudiese retornar a Atenas.  

 

Teseo había prometido a su padre anunciar con velas blancas su retorno si lograba triunfar en la procelosa empresa. Por lástima, se distrajo y no cayó en cuenta que había mantenido luctuosas velas negras. Egeo, que lo esperaba, interpretó aquello como un ominoso heraldo y se precipitó al mar desde un acantilado. Esa desgracia habría de rebautizar al más griego de los mares, aquél que acarició con sus aguas los sueños e historia de una sabia civilización, la misma que fuera cantada por Homero y Hesíodo, personajes a los que también descubrí en aquel mismo santuario que solo aparentaba esconder municiones y proscritas carabinas…

 

Bueno, eso es lo que cuentan… Pero hay todavía una versión distinta: dicen que el verdadero padre de Teseo era Poseidón, el dios de los mares; un dios al que los griegos suelen culpar por toda travesura… Tal vez por ello le han dedicado un templo donde quizá se suicidó Egeo, en el vértice más meridional del cabo Sunión.


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