03 agosto 2021

La dudosa humildad de los soberbios

Hay la tendencia a pensar, entre la gente de aviación, que porque alguien ha desempeñado una función técnica con relativa eficiencia, esa persona ya está automáticamente preparada para dirigir la más importante institución aeronáutica del país. Me parece esto tan insensato como poner al mando de la Autoridad Aeronáutica a alguien sin el conocimiento técnico adecuado y, encima, sin probadas capacidades administrativas y de liderazgo.

 

Quizá no caemos en cuenta que, aunque esas otras posiciones pudieron haber guardado alguna identidad, la tarea de administrar la Dirección General de Aviación Civil requiere de otras capacidades y de distintas habilidades que son esenciales. No entender esta premisa sería como coincidir en que: para la eventual designación del titular de la organización rectora de la actividad aeronáutica, bastaría con averiguar el monto total de las horas de vuelo del pretendiente, que se obtendría con solo revisar los guarismos de su cuaderno de bitácora.

 

Hubo un tiempo en que, para efectuar esa designación, solo se pensó en la relación del postulante con las implicaciones empresariales de la actividad aérea o, peor aún, en el grado militar del aspirante, pero nunca en sus reales capacidades para analizar la problemática institucional, su experiencia o su sabiduría para entender el entorno general, su compromiso para efectuar un diagnóstico de la situación organizativa y funcional de la entidad, o para postular los instrumentos necesarios para capacitar al personal y convertirlo en cada vez más profesional y eficiente. Porque, por lástima, ante los ojos de nuestra comunidad, la DGAC se ha convertido en una organización burocrática signada por la complacencia y el desprestigio.

 

Hubo un momento en mi vida profesional en que se me propuso considerar la posibilidad de dirigir esa institución. Eran otros tiempos y yo vivía diferentes circunstancias, tanto en mi desarrollo profesional como en mi vida familiar. Hubiese significado un improductivo sacrificio, sobre todo por la circunstancia inestable y política que la posición representaba, o porque se hacía complejo estructurar un plan con el objeto de modernizar esa organización.

 

Pasado el tiempo y ya alejado de mis funciones como comandante de aerolínea, se me ha pedido integrar las ternas requeridas para optar por la nominación. He respondido, en esas ocasiones, no estar dispuesto a efectuar los contactos políticos que son requeridos, realizar los consecuentes cabildeos y aceptar los eventuales compromisos. La sola condición de hacerlo implicaba tener que depender de otras instituciones o personas para poder desarrollar un trabajo independiente. Por lástima, estuve obligado a excusarme. De más está comentar que, dada la naturaleza autoritaria del gobierno que entonces el país tenía, me parecía no poder consolidar el sustento necesario para desarrollar un proyecto como el que debía implementarse.

 

Siempre he pensado que hay un momento para retirarse con oportunidad, por doloroso o incómodo que parezca. Es más, sostengo que hay un tiempo adecuado para incorporase, con absoluta dedicación, a cierto tipo de responsabilidad. Ser honesto implica reconocer que llegamos a una edad en la que ya no basta con la experiencia; también es necesario el ímpetu y el dinamismo, la curiosidad y el espíritu de disponibilidad, y esa entrega que caracteriza a la juventud. No corresponde calcular una cuota de fama o una posición de prestigio, pues no se trata de articular un aporte a la propia vanidad. Se trata de averiguar, más bien, la posibilidad del impacto positivo que pudiera tener un determinado individuo cara a conseguir los propósitos propuestos.

 

Sea lo que sea, tengo ahora el privilegio de observar, detrás de bastidores, los empeños de unos pocos que tratan de “culminar su carrera” llegando a esa importante posición (trasuntan el aparente e improbable desapego de quienes están interesados). Se trata, creo yo, de auto proclamados candidatos que nunca se destacaron en nada y solo consiguieron un desempeño incoloro y mediocre. No importa que ahora exhiban ”la dudosa humildad de los soberbios”; su problema son sus escuálidas credenciales. Esta pretensión es hoy acolitada por la “desmemoria de los ingenuos”, la de unos pocos que quieren promocionarlos. Ellos olvidan que el objetivo no es el de buscar a alguien “para ver cómo le va”; se trata de articular una propuesta seria y encargar su ejecución al más idóneo.

 

En cuanto a mí, no me motivan ni la ambición ni el personalismo. Me estimulan la tranquilidad y la ataraxia. Es ya muy tarde para dejarme tentar por los cantos de esa lúbrica sirena que vive en las orillas cenagosas del engreimiento.


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