10 agosto 2021

Elegía y tránsito del moscardón

El Fusco, la canina mascota que ha decidido convertir mi estudio en uno de sus itinerantes dormitorios, les ha tomado una feroz inquina a los ruidosos moscardones. Simplemente los odia, no los puede ver (más preciso sería decir que no los quiere oír); y esto parece darse porque los ocasionales zumbidos que emiten esos insectos alteran sus continuas y plácidas duermevelas. Hasta pudiera decirse que ahora él es capaz de acercarme por su cuenta el matamoscas para que mi consecuente gestión pudiera atemperar su exasperada crispación.

 

Para suerte del perro, mi trámite es perentorio, abreviado y conciso. Postulo que hay algo de obcecado y testarudo en aquel fastidioso zumbido, es ese un rumor que incordia y desconcentra. El abejorro no efectúa un grácil vuelo, lo suyo es un errático y bullicioso forcejeo. Pudiera decirse que aquella bulla irregular y repentina, constituye un luctuoso heraldo, el presagio que anuncia su propia e inminente defunción.

 

Pienso en el moscardón y en sus zumbidos cuando escucho esa conocida cantaleta convertida en manida denuncia: la del presidente cubano Miguel Díaz-Canel respecto a la supuesta causa de lo que pasa estos mismos días en su tierra, donde la gente cansada de su falta de libertad, de sus limitaciones para adquirir productos de primera necesidad, hastiada de la dificultad que vive para conseguir medicinas, ha comenzado a expresar su hartazgo con el sistema que la gobierna por ya más de medio siglo. Lo que se comenta nadie lo ha inventado; es evidente que existe en la isla un desatendido estado de malestar y que su Gobierno, que lleva más de sesenta años en el poder, no ha logrado proporcionar los resultados que prometió y promocionó.

 

Y ¿qué otra cosa se podía esperar? Se entiende que si se proclama una revolución es para mejorar las condiciones de vida y para lograr el bienestar general de un pueblo. Por eso, una vez que ya han pasado tres generaciones, el sistema a cargo está obligado a hacer una rendición de cuentas y justificar su permanencia sobre la base de cumplir lo prometido. Pero, si la gente se encuentra más sufrida que cuando la revolución se produjo, o si hay inconformidad y desencanto, entonces es hora de revisar qué se hizo mal y porqué no dio resultado la estrategia; es decir: hace falta efectuar un urgente y honesto ejercicio de reflexión.

 

Volé cientos de veces sobre Cuba, pero nunca tuve oportunidad de comprobar su real situación económica y política, las condiciones de vida de su gente, su real estado de bienestar. Ello no me impide suponer cuál es, en la actualidad, la real condición en que vive el pueblo cubano. Se observa, por lo que capta la prensa, o por lo que palpan los turistas, que las ciudades están destruidas; que el parque automotor no se ha renovado por más de medio siglo; que la gente no tiene acceso a productos esenciales, como sí los tienen otros pueblos socialistas, como el ruso o el chino, que también están gobernados con sistemas similares. Se puede inferir que el país se ha rezagado en el tiempo y que no se ha industrializado.

 

Tuve la oportunidad de trabajar en China por tres años y jamás encontré el nivel de pobreza, el atraso tecnológico que parece caracterizar a la actual situación que impera en la isla. En China, hace cuarenta años, ya cayeron en cuenta de que la igualdad era un imposible, que era solo una engañosa utopía. Advirtieron que no era justo que tengan lo mismo quienes trabajan que quienes están acostumbrados a vivir del esfuerzo ajeno, que no era justo que reciban lo mismo los vagos que los más industriosos o quienes procuraban atesorar su propio capital. Pronto reconocieron también que era importante restituir algún sentido de propiedad privada.

 

Cuando una situación así no se corrige, la gente aprende a engañar a los demás, se aprovecha del sistema, surgen las élites que viven en un estado de privilegio, son grupos que sobrevienen porque son parte de la burocracia, la milicia o el partido… Entonces, aparecen los millonarios, la “revolución” se desvirtúa y se convierte en risible farsa ridícula. Pronto, el estado de hipocresía refleja su gran mentira, la aparente "tranquilidad" es tan artificial que se hace imposible que se la pueda sustentar. Surge entonces la desilusión y el descontento, la inconformidad se convierte en general. La gente identifica el discurso con un zumbido y cae en cuenta que el moscardón carece de legitimidad, no tarda en persuadirse del engaño y comprueba su precaria y triste realidad...


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