24 junio 2020

La sombra del tiempo

“No hay segundas oportunidades, excepto para el remordimiento”. Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento.

Hay asuntos a los que uno no presta debida atención. Noticias, incluso, a las que no se toma en cuenta. Estuve leyendo de madrugada, y no relacioné un par de reseñas de la obra de Carlos Ruiz Zafón con su prematura partida ocurrida en forma reciente. Zafón (así lo llaman los españoles), que en forma inusitada se hiciera famoso en el 2001, cuando apenas tenía 37 años por la publicación de “La sombra del viento”, había fallecido de cáncer a los 55 años en Los Ángeles, donde residía. El libro se habría traducido a más de 50 idiomas, con ventas por más de diez millones de ejemplares. Dicen que sería la novela española de más éxito, después de El Quijote.

No recordaba de qué se trataba la obra, y ni siquiera si la había leído, pero algo me insinuaba que ya la tenía; o que, con probabilidad, alguien me la había obsequiado por algún onomástico motivo. Sospeché, por un instante, que era uno de esos libros que se recibe como regalo y que uno no presta atención a su contenido, o que lo termina colocando en algún apartado lugar con la nunca optimista promesa de leerlo en algún otro momento. De golpe recordé que un día, estando en el aeropuerto antes de salir de viaje, entré en una pequeña librería, y mientras buscaba algún ejemplar que pudiera interesarme, se me acercó la dependiente y me sugirió la lectura de la novela. No me animé a comprarla, me invadía el extraño presentimiento de que ya la tenía.

Esa madrugada, temprano todavía, me dirigí intrigado a explorar en los estantes de mi estudio, para salir de una vez de la incertidumbre. Se me hacía familiar la fotografía de la carátula, y algo me decía que el libro había pasado, sin que me lo hubiera propuesto, a formar parte de esos libros olvidados o postergados que parece que todos tenemos en nuestras bibliotecas. Fui directo al estante, donde supuse que pudiera encontrarlo, y ahí estaba; esperando -tal vez- que alguien le ayudara a salir de allí y lo exorcizara del polvo acumulado; para, a cambio, dejarse acariciar su lomo, barajar sus páginas y, entonces, regalar la telaraña de su enigmático libreto.

“La sombra del viento” habría tenido un gran impacto editorial a principios de siglo. Consiste en un “thriller” gótico, es una novela de suspenso que mezcla lo sobrenatural, la intriga y el misterio. El tema se relaciona con el descubrimiento de un extraña y desconocida novela en un oscuro cementerio de libros olvidados. Imposible no relacionar al edificio con la biblioteca de “El nombre de la rosa”. Su protagonista, Daniel Sempere, es un muchacho que está obsesionado por encontrar el motivo para la sistemática desaparición de los demás ejemplares del hallazgo, como también al desaparecido autor del misterioso texto. El libro está tan bien escrito, y es tan cautivante, que Penguin Classics lo habría escogido, en el 2014, para una colección conmemorativa que situaba al catalán junto a escritores de la talla de Charles Dickens, Marcel Proust y James Joyce.

Zafón publicó su novela en el 2001, sin imaginar no solo la inesperada y afortunada recepción que tuvo su historia; sino que estaba marcando, sin saberlo, un impensado derrotero para ese tipo de narrativa. En este sentido, el autor español se convertiría en un precursor para algunas novelas que vendrían más tarde. Ahí están libros similares que han desatado inesperados procesos de venta en las principales editoriales, como “El código da Vinci”, de Dan Brown (2003) o “La catedral del mar” (2006), de otro escritor barcelonés: Ildefonso Falcones.

De inmediato, como lo venía contando, tomé el libro y me puse a hojear sus páginas. Así descubrí que, efectivamente, aún no lo había leído y, además, que probablemente había venido soslayando su lectura por algo más de diez años. Ahí, entre sus páginas, y a manera de marcador, había insertado una tarjeta de una de mis antiguas empresas; se trataba de una suerte de talismán, un calendario de bolsillo correspondiente al año 2006, cuando todavía trabajaba en el sureste asiático. Enseguida inicié la ansiosa lectura; ese día, era ya tarde cuando caí en cuenta que me había soplado más de doscientas páginas de un solo tiro, casi la mitad de la novela...

Fue solo ahí, luego de revisar la biografía del escritor en la enciclopedia, que de pronto caí en cuenta que había muerto recién el día anterior; y que mi retrasada lectura se había convertido en involuntario y humilde tributo para su trayectoria fascinante. Zafón, sin siquiera proponérselo, había escrito un verdadero clásico. Estoy persuadido que por su maestría en el manejo del diálogo, por su dominio de las escenas y por la forma como describe los ambientes, ha dejado una impronta innegable. Durante sus últimos meses, el autor se habría visto ya imposibilitado de escribir. Por lástima, el cruel e intransigente cáncer que lo acosaba habría impuesto su irrecusable y testarudo designio. Quién sabe si, al igual que con uno de sus alienados personajes, él también “de tanto pensar en la muerte, habría terminado por encontrarle más sentido que a la vida”...

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18 junio 2020

Del tedio y sus variaciones

Pocos días atrás pude disfrutar de una entrevista efectuada a Jorge Luis Borges en su modesto departamento de Buenos Aires. El diálogo transcurre en 1983 (han pasado casi cuarenta años), cuando Borges ya tenía 84 años. Destacan, en la entrevista, su reposada sabiduría, su fina e inteligente ironía y, sobre todo, la portentosa erudición que siempre caracterizó al polifacético escritor argentino. Quien lo entrevista es otro escritor sudamericano, un novelista nacido en Arequipa, laureado ya con el premio Nobel, y que a la sazón no llegaba todavía a los cincuenta. Él revela su oficio en cada pregunta, cuando averigua o inquiere: es Mario Vargas Llosa.

Borges jamás rehúye o divaga en sus respuestas. Sus comentarios son siempre directos, precisos y afilados como solo puede serlo un escalpelo. Su sabiduría nunca se expresa por medio de denuestos o ensayadas sentencias. Juega con las palabras para incitar nuestras reflexiones y para avivar nuestra entretención. Improvisa frases de antología y las suelta con sereno desparpajo, como si esa no hubiese sido su intención. “Soy un viejo anarquista spenceriano -dice- y creo que el Estado es un mal, pero -por el momento- es un mal necesario”. O, también: “Yo no sé si uno puede admirar a los políticos, personas que se dedican a estar de acuerdo, a sobornar, a sonreír, a hacerse retratar y, discúlpenme ustedes, a ser populares”...

“¿Recuerda algún aventurero que le hubiera gustado ser?”, pregunta Vargas Llosa. “No, a mí no me gustaría ser otra persona”, contesta J.L. Borges. O, también: “El lujo me parece una vulgaridad. Una persona rica puede pensar en otra cosa, pero un pobre, no. De igual modo que un enfermo sólo puede pensar en la salud. Uno piensa en lo que le falta, no en lo que ya tiene. Cuando yo tenía vista no pensaba que eso fuera un privilegio”...

Hacia la mitad de la entrevista, existe un diálogo cautivante:
- MVLL. Yo le hice una entrevista hace casi un cuarto de siglo en París y una de las cosas que le pregunté...
- JLB. Cuarto de siglo... Pará. Qué triste si vamos a hablar de cuarto de siglo...
- MVLL. ...una cosa que le pregunté fue qué opinaba de la política, ¿y usted sabe qué me respondió? “Es una de las formas del tedio”.
- JLB. Ah, bueno, está bien.
- MVLL. Es una bonita respuesta y no sé si la repetiría ahora: ¿sigue pensando que la política es una de las formas del tedio?
- JLB. Bueno, yo diría que la palabra tedio es un poco mansa. En todo caso, fastidio, digamos. Tedio es demasiado... Es un “understatement”.

He optado por esta introducción porque algo íntimo me convoca a hacer una breve digresión. Recuerdo que cuando era pequeño, en casa la abuela usaba una expresión para referirse al tedio, al fastidio o la modorra; “me da zorra”, era la frase que a menudo repetía. Al respecto, me he llevado una gran sorpresa el otro día, al indagar por su significado en el diccionario; me he topado con una acepción que desconocía: “Zorra: persona que afecta simpleza e insulsez, especialmente por no trabajar, y hace tarda y pesadamente las cosas”. Entonces, de golpe comprendí la relación que había, entre ese familiar término y el tedio, o aun la haraganería.

De paso, quisiera hacer referencia a la palabra inglesa que utiliza Borges y cuyo uso totalmente se justifica. Estoy persuadido de que esta es una palabra intraducible; tal vez se pudiera traducir su antónimo (overstatement), que significa algo así como “algo exagerado”, pero no creo que exista una voz en nuestro idioma que refleje, en forma exacta, la fuerza semántica del mencionado término... ¿Quién sabe?, ¿atenuación o subestimación, quizá? Cualquiera que fuera, apuesto a que no tendría el vigor requerido.

La abuela había nacida en Cuenca, aunque no tengo muy claro a qué edad había dejado su ciudad natal. Era una cuencana atípica, no “cantaba” al hablar; por lo mismo, no denunciaba su lugar de origen. Desde siempre me pareció que ciertas palabras que usaba, tenían un carácter vernáculo; aunque, asimismo, siempre me animó la sospecha de que aquellas eran palabras castizas que se habían usado en España en un pasado incierto. No tuve mejor recurso, por tanto, que acudir a una referencia ineludible: el Diccionario del Habla del Ecuador, de Carlos Joaquín Córdova. En él descubrí un bien documentado resultado: “Zorra: antipatía, disgusto // Ojeriza, mala voluntad // Cogerle a uno zorra: Cobrarle antipatía a una persona // Tenerle a uno zorra”. Ahí, en el bagaje y sabiduría de este querido amigo, ¡estaba la autorizada respuesta!

Ella no podía entender la lectura como algo productivo. Creía que si el libro no era un texto de aprendizaje, uno estaría dedicando su tiempo a algo banal e intrascendente, a una distracción lindante con lo superfluo y lo concupiscente. Y, quién sabe, si aun con lo proscrito. Para ella, aquello de estar leyendo historias o novelas, no solo era una riesgosa tentación, era llenarse la cabeza de provocaciones sin beneficio, una forma de desperdiciar el tiempo y de no darle oficio. Quizás no entendía que la lectura es muchas veces una forma más rica de vivir; sí, de vivir una instancia distinta de aventura y fantasía. Incluso, una manera diferente de disfrutar inexploradas historias, de aprender el sentido de nuevas palabras; una forma diferente de enfrentar el tedio...

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13 junio 2020

La “nueva normalidad”

“Pronto, pongámonos las máscaras”. Carlos Fuentes, “Terra Nostra”.

No me gusta, ni convence, aquello de “la nueva normalidad”. Suena a algo un tanto postizo y artificial; si no, también, a algo cínico. No pasa, en todo caso, de ser lo que realmente es: un manipulable juego de palabras, un engañoso circunloquio, un acomodaticio eufemismo. Hay algo en la expresión de alambicado y de ambiguo. Una forma de decir que es blanco lo que es cenizo.

Y no sé a dónde es lo que quiere conducirnos, a dónde quiere llevarnos esta novedosa "normalidad". ¿Quiere decirnos que lo que hasta ayer era normal ya nunca más lo es?, o mejor todavía: ¿acaso que lo que nos había venido pareciendo anormal, de pronto dejó de serlo?... De paso, siempre me ha parecido que hay algo de desaprensivo y discriminatorio en esa descuidada costumbre de llamar como “normal” a quien no padece de una condición especial, a quien no está signado por una limitación atípica que a quien lo está lo torna en diferente...

Pero, claro, algún nombre tenían que ponerle al nuevo protocolo sanitario que se trata de aplicar. Frente a ello, opino que la condición sigue siendo la misma, aún no ha cambiado; lo único nuevo, y que efectivamente ha cambiado, es nuestra percepción respecto a lo que ahora creemos que pudiera estar ocurriendo. Sí, porque la situación objetiva es lamentablemente la misma; pero somos nosotros (solo es nuestra apreciación de lo que ocurre) los que persistimos en considerar que lo que aparentemente ocurre es en realidad distinto.

Así y todo, ¿creemos realmente que las cosas ya han cambiado o que ellas han vuelto a su cause normal? ¿Ganamos realmente algo positivo declarando que lo peor ya pasó?, ¿creemos honestamente que eso es de veras cierto, que esa es la realidad? Creo, hablando con franqueza, que sencillamente no es así. Es más, estoy persuadido de que como colectividad no estuvimos preparados y, lo que es peor, creo que aun insistimos en una forma de comportamiento que me hace sostener que, como colectividad, no vamos a ser capaces de enfrentar con madurez, tanto el relajamiento de la cuarentena, como la paulatina desescalada del confinamiento.

Antes de analizar lo que a futuro pudiera suceder, creo que sería justo y necesario (en verdad, en verdad os digo) revisar, aunque sea en forma breve y sumaria, lo que hasta aquí aconteció. Sostengo, a rasgos generales, y sin dejar de considerar ciertos brotes inesperados que siempre se presentan en este tipo de circunstancias, que tanto las políticas como las acciones estuvieron bastante bien gestionadas desde las distintas instancias administrativas. Siento que, en su mayoría, hubo tanto un sentido de orden como también de previsión. Dos aspectos negativos se pudieran destacar: la emisión de un excesivo y descontrolado número de salvoconductos y la relativa ausencia de una preocupación por fortalecer la esperada inmunidad de rebaño.

Lo verdaderamente preocupante sólo aconteció en los últimos días de la primera etapa, la del confinamiento. A pesar de que la gente se había sometido en forma bastante positiva y ordenada a las restricciones impuestas por las normas de distanciamiento social, fue solamente durante los últimos siete o diez días previos a que se cambiara de semáforo rojo a amarillo, que se pudo advertir una inusitada reacción díscola y abusiva de un significativo sector que empezó a actuar como si el riesgo ya hubiese pasado o como que nada crítico hubiese sucedido. Se notó esta actitud, en forma especial, en el rodaje arbitrario de vehículos no autorizados (por número de placa) que reiniciaron su actividad como si la fase efectivamente hubiese concluido.

Frente a lo ocurrido, y una vez que se ha decretado el cambio a una condición de “semáforo amarillo” (otro semiótico eufemismo), lo importante es que se mantenga el sentido de precaución y de responsabilidad comunitaria, que no bajemos la guardia. Más que cuestionarnos en si el riesgo habría en realidad pasado, habría que meditar en si de verdad ya habíamos cumplido con los requisitos inherentes a nuestra obligación social, si realmente ya estábamos preparados. Es evidente que, a objeto de adoptar la medida, más que la real evaluación del nivel de riesgo, lo que más influyó fue la presión por reiniciar las actividades, a pesar del riesgo advertido.

Ahora lo que cuenta es una adecuada respuesta cultural, el que como colectividad no vayamos a caer en un irresponsable y falso sentido de seguridad. La verdad es que el peligro no ha pasado y que el riesgo sigue ahí. Podemos relajar las medidas impuestas, pero no podemos alterar, por lo menos no todavía, nuestro sentido de precaución y de alerta ante una recaída, ante un general e intempestivo contagio que pudiera tener consecuencias de alcance apocalíptico. Nunca es bueno atrasarse a tomar una medida; sin embargo, solo hay algo que, como estrategia, pudiera ser incluso más grave y perjudicial: aquello de adelantarse demasiado...

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07 junio 2020

¿Qué carajo hacía ahí?

Se escribe Chauvin, unos lo pronuncian así mismo: Chauvín. Otros prefieren Shován, e incluso Shovén, que quizá sea la forma más frecuente en nuestras tierras. Por coincidencia, es el apellido de un viejo amigo de la familia de mi madre, compañero de uno de mis tíos, un amigo de la infancia. Lo conocí por casualidad, tenía la apostura de un hombre de paz, sus ojos irradiaban bondad y sabiduría, era uno de los seres más magnánimos y amigables que jamás haya conocido en mi vida. Siempre me pareció una irónica contradicción que su apellido formara parte de una suerte de estigma; que fuera el principio de una palabra despreciada, emparentada con el odio al extranjero, una forma de discriminación solo comparable con el racismo.

Por casual circunstancia, este nombre, que debería ser paradigmático de una más noble y distinguida prosapia, es también el mismo que identifica a un torpe imbécil, un díscolo e ignorante policía del Estado de Minnesota, causante de una absurda como innecesaria muerte, que hoy mismo está revolviendo los cimientos de ese país que cree en la igualdad de sus ciudadanos y en su derecho a perseguir el bienestar (“la tierra de los libres y el hogar de los valientes”...), de ese pueblo sorprendente que son los Estados Unidos de Norteamérica.

La pregunta que todos se hacen y que, por lo mismo, yo también me hago, en estos aciagos momentos, es ¿qué carajo hacía -o hace- un tipo enfermo y acomplejado, un ser despreciable, animado por la inquina más proterva y el odio racial; qué mierda hacía un tipo envenenado por el odio cromático, en una institución a cargo de controlar el orden, de hacer respetar la ley y de ser un instrumento de la justicia; qué hacía tan abyecto personaje en el Cuerpo de Policía de los Estados Unidos?

Reviso la historia laboral de este energúmeno criminal (¿cómo podemos llamarle “currículo profesional”, al referirnos al oficio de un idiota que funge de asesino?) y resuelvo que antes ya se habían disparado demasiadas alarmas, que ya se habían acumulado demasiadas advertencias, como para que sus superiores no hubieran anticipado las peligrosas consecuencias que se podían presentar si insistían en mantener en sus filas a éste repugnante individuo. ¿Por qué pasan estas cosas en un país tan civilizado?, ¿por qué la sociedad o el sistema, son tan tolerantes con el odio gratuito, el morboso complejo de superioridad, el abuso étnico (no se diga el abuso de autoridad) y esta forma tan incomprensible de discriminación racial?

Puedo estar equivocado (tantas veces que tengo que reconocer que lo estoy), pero me animo a creer que, para el caso de nuestro país, más que racismo propiamente dicho, en el sentido de una postura de supremacía racial, lo que verdaderamente ha existido, ha sido un paulatino, aunque decreciente, proceso de segregación, el mismo que se ha expresado como un factor de discriminación hacia los segmentos que están relacionados con una ascendencia aborigen. Esto se ha dado principalmente, aunque no en forma exclusiva, en la Región Interandina.

Ha sido en la Serranía, especialmente en los tres siglos que fueron parte de la Colonia y quizá durante el primer siglo posterior, que se habría producido un acentuado sentido de abuso, que se expresó por medio de instituciones como las mitas, las encomiendas y los obrajes; y que luego se prolongó, en forma de odiosa extorsión económica y laboral. Sin embargo, racismo mismo, en el sentido de aquel odio excluyente, no ha existido propiamente. Esto no quiere decir que no haya imperado, como en la práctica ha sucedido, un sistema de castas, y su consiguiente tratamiento diferenciado, en perjuicio de amplios sectores de extracción indígena, por aspectos tan superficiales como sus rasgos anatómicos o faciales, sus apellidos, su vestimenta, su educación o forma de hablar, su apariencia o color de piel y hasta por su modo de caminar...

De este tipo de marginación, no han estado excluidos, tampoco, nuestros compatriotas afro-descendientes, llamados con el eufemismo de “personas de color”, ya sea por su condición original (habían venido como esclavos); o, sea porque más tarde no habrían tenido acceso a adecuadas oportunidades para participar de una mejor educación. Solo desde hace pocas generaciones, la gente de color participaría y se incorporaría a actividades deportivas, en las que empezó a destacarse. Con el tiempo, sería tal su influjo, que su evidente dominio pasaría a ser casi preponderante. Tanto que, a juzgar por su sola conformación, el equipo de fútbol de la selección ecuatoriana pasaría, sería confundido, fácilmente por el de cualquier república africana.

Por ventaja, ha sido a través del último siglo, que en forma paulatina y perseverante, se ha producido un franco, aunque no siempre bien comprendido, proceso de inclusión. Y gracias a un esfuerzo orientado a aprovechar unos mejores recursos culturales, estos sectores han ido, poco a poco, dejando su impronta en diferentes disciplinas y actividades. Hoy mismo, en muchas empresas e instituciones, existen destacados representantes de los sectores antes referidos, y que antes habían sido postergados. Pudiera decirse que los apellidos ya no insinúan ni el grado de educación ni la formación académica; y ni siquiera una ya irrelevante extracción social... Tal es la fuerza pertinaz que suele tener ese proceso integrador, ese formidable crisol y mortero incesante, aquel ímpetu impredecible y reparador, que surge espontáneo gracias al mestizaje.

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03 junio 2020

Pan Am. Apogeo y colapso *

* Escrito por Maja Mandzikashvili para Aerotime. Con mi traducción.

La primera aerolínea norteamericana Pan American World Airways (Pan Am) fue fundada, el 27 de octubre de 1927, por dos mayores de la US Air Force: Henry H. Harold y Carl Spaatz. Comenzó como un servicio de correos entre Key West, en Florida, y Habana, en Cuba. Más tarde habría de incorporarse un veterano de la primera guerra, un aviador naval: Juan Terry Trippe. Este se encargó de asegurar el monopolio de las rutas ultramarinas de la compañía, haciendo de Pan Am la única aerolínea internacional. En menos de diez años, la compañía pasó a ser uno de los más destacados proveedores de servicios aéreos.

A principio de los años treinta, la mayoría de destinos de correo de la Pan Am eran puertos en México, Centro América, Haití y Puerto Rico. La compañía utilizaba los "Clipper flying boats”, los Sikorsky S-38 y S-40, que podían acuatizar. Esa ventaja técnica le aseguraba a Pan Am el dominio en las rutas de Cuba y América Central a mediados de aquella década. Más tarde los Clipper pasaron a servir en la Segunda Guerra Mundial. En 1935 la compañía inició los primeros vuelos transpacíficos a Manila, con escalas en Hawai y las islas Midway, Wake y Guam. Más tarde, la aerolínea extendería sus servicios a Macao y Hong Kong.

En 1936 la aerolínea dio un paso más en la aviación comercial. Pan Am empezó a utilizar el Martin M-130, un avión más grande y cómodo para transportar sus pasajeros. Tres años más tarde adquirió su primer Boeing 314 para el servicio europeo. Entonces, la compañía inauguró sus rutas desde Nueva York a Lisboa y Marsella, a través de las Azores. Los primeros vuelos alrededor del mundo se efectuaron en 1947.

1958 marcó el inicio de la era del jet, luego de que Pan Am introduciría los Boeing 707 en la ruta Nueva York - Paris. El tiempo de vuelo se redujo a la mitad, y el viaje era más cómodo y tranquilo. Las demás empresas trataron de hacer lo mismo para permanecer competitivas. Entre los años 30 y el fin de la década de los 40, Pan Am se convirtió en un gigante de la aviación comercial y volaba a muchos países de Norte y Sur América, a las islas del Caribe, Europa, Asia, África y el Medio Oriente. Entre 1930 y 1960, su tiempo más glorioso, fue la empresa aérea más famosa. Si uno, en esos días, hacía un viaje aéreo internacional, tenía como quiera que hacerlo en Pan Am. La línea era el epítome de lo mejor que ofrece un viaje: cócteles, deliciosas comidas gourmet, estrellas de cine sentadas junto a uno, gran servicio.

La siguiente adquisición que hizo Pan Am fue el súper conocido Boeing 747. Se cree que aquella compra fue concretada en un viaje de pesca que los gerentes de Boeing y Pan Am habían planeado. El acuerdo es considerado una de las razones para el colapso de la línea aérea. A pesar de que la suerte siempre había acompañado a la empresa durante su historia, Pan Am empezó a enfrentar serias dificultades financieras al principio de los 70. Los asuntos entonces derivaron hacia el desastre durante la crisis energética de 1973. Debido a la escasa oferta, el precio del barril de petróleo de disparó de $3 a $12. Los precios del combustible dieron un salto; y la parálisis económica que siguió condujo a una considerable caída de los viajes aéreos. Entonces, los ingresos de Pan Am cayeron y la compañía nunca se recuperó.

Posterior a la crisis, durante gran parte de los 70 y finales de los 80, Pan Am estuvo luchando por sobrevivir. Pudo difícilmente mantener un equilibrio entre su lujoso servicio y la cada vez más fuerte competencia de las otras empresas. Debido a la Desregulación, en 1978 perdió su monopolio en las rutas internacionales, las mismas que fueron concedidas a sus rivales. En vista de que la empresa no podía efectuar vuelos domésticos, continuó disminuyendo sus ganancias. Para tratar de mantenerse a flote como aerolínea, adquirió National Airlines en 1980. Sin embargo, la integración de ambas empresas no fue suficiente para mantener a Pan Am en el mercado. Más tarde, se vio obligada a liquidar sus acciones y a vender su red de rutas en el Pacífico a United Airlines en 1985. Luego vendería su ruta Nueva York - Londres.

La empresa tuvo otra seria pérdida financiera en 1988. El accidente de Lockerbie le costó a la empresa $ 300 millones en juicios y una multa por parte de la FAA por 19 incumplimientos de seguridad. De acuerdo a reportes, Pan American perdía $3 millones diarios por cada día de operación durante los últimos meses de 1991. En enero, no tuvo más remedio que aplicar por protección de quiebra.

Todos admiran lo que hizo Pan Am con el servicio aéreo. La línea tenía una gran reputación y era la favorita de los pasajeros. A nadie sorprende tal admiración. La empresa ofrecía cómodos y lujosos viajes con harto espacio y gran servicio. Tenía todo para hacer que sus pasajeros se sintieran a gusto. Pan Am ayudó a revolucionar los vuelos comerciales, y era un referente para los viajes internacionales. En sus albores, introdujo innovaciones que muchos ahora no lo aprecian. Fue la primera en introducir el control de tráfico aéreo y procedimientos diferentes de vuelo; la predicción meteorológica y los planes de vuelo. Fue pionera en volar alrededor del mundo, ofreciendo un especializado servicio de vuelo internacional como se lo conoce hoy. Pan Am ejerció una gran influencia en las aerolíneas modernas, y hoy se mantiene como un símbolo de los días históricos de la aviación.

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