07 junio 2020

¿Qué carajo hacía ahí?

Se escribe Chauvin, unos lo pronuncian así mismo: Chauvín. Otros prefieren Shován, e incluso Shovén, que quizá sea la forma más frecuente en nuestras tierras. Por coincidencia, es el apellido de un viejo amigo de la familia de mi madre, compañero de uno de mis tíos, un amigo de la infancia. Lo conocí por casualidad, tenía la apostura de un hombre de paz, sus ojos irradiaban bondad y sabiduría, era uno de los seres más magnánimos y amigables que jamás haya conocido en mi vida. Siempre me pareció una irónica contradicción que su apellido formara parte de una suerte de estigma; que fuera el principio de una palabra despreciada, emparentada con el odio al extranjero, una forma de discriminación solo comparable con el racismo.

Por casual circunstancia, este nombre, que debería ser paradigmático de una más noble y distinguida prosapia, es también el mismo que identifica a un torpe imbécil, un díscolo e ignorante policía del Estado de Minnesota, causante de una absurda como innecesaria muerte, que hoy mismo está revolviendo los cimientos de ese país que cree en la igualdad de sus ciudadanos y en su derecho a perseguir el bienestar (“la tierra de los libres y el hogar de los valientes”...), de ese pueblo sorprendente que son los Estados Unidos de Norteamérica.

La pregunta que todos se hacen y que, por lo mismo, yo también me hago, en estos aciagos momentos, es ¿qué carajo hacía -o hace- un tipo enfermo y acomplejado, un ser despreciable, animado por la inquina más proterva y el odio racial; qué mierda hacía un tipo envenenado por el odio cromático, en una institución a cargo de controlar el orden, de hacer respetar la ley y de ser un instrumento de la justicia; qué hacía tan abyecto personaje en el Cuerpo de Policía de los Estados Unidos?

Reviso la historia laboral de este energúmeno criminal (¿cómo podemos llamarle “currículo profesional”, al referirnos al oficio de un idiota que funge de asesino?) y resuelvo que antes ya se habían disparado demasiadas alarmas, que ya se habían acumulado demasiadas advertencias, como para que sus superiores no hubieran anticipado las peligrosas consecuencias que se podían presentar si insistían en mantener en sus filas a éste repugnante individuo. ¿Por qué pasan estas cosas en un país tan civilizado?, ¿por qué la sociedad o el sistema, son tan tolerantes con el odio gratuito, el morboso complejo de superioridad, el abuso étnico (no se diga el abuso de autoridad) y esta forma tan incomprensible de discriminación racial?

Puedo estar equivocado (tantas veces que tengo que reconocer que lo estoy), pero me animo a creer que, para el caso de nuestro país, más que racismo propiamente dicho, en el sentido de una postura de supremacía racial, lo que verdaderamente ha existido, ha sido un paulatino, aunque decreciente, proceso de segregación, el mismo que se ha expresado como un factor de discriminación hacia los segmentos que están relacionados con una ascendencia aborigen. Esto se ha dado principalmente, aunque no en forma exclusiva, en la Región Interandina.

Ha sido en la Serranía, especialmente en los tres siglos que fueron parte de la Colonia y quizá durante el primer siglo posterior, que se habría producido un acentuado sentido de abuso, que se expresó por medio de instituciones como las mitas, las encomiendas y los obrajes; y que luego se prolongó, en forma de odiosa extorsión económica y laboral. Sin embargo, racismo mismo, en el sentido de aquel odio excluyente, no ha existido propiamente. Esto no quiere decir que no haya imperado, como en la práctica ha sucedido, un sistema de castas, y su consiguiente tratamiento diferenciado, en perjuicio de amplios sectores de extracción indígena, por aspectos tan superficiales como sus rasgos anatómicos o faciales, sus apellidos, su vestimenta, su educación o forma de hablar, su apariencia o color de piel y hasta por su modo de caminar...

De este tipo de marginación, no han estado excluidos, tampoco, nuestros compatriotas afro-descendientes, llamados con el eufemismo de “personas de color”, ya sea por su condición original (habían venido como esclavos); o, sea porque más tarde no habrían tenido acceso a adecuadas oportunidades para participar de una mejor educación. Solo desde hace pocas generaciones, la gente de color participaría y se incorporaría a actividades deportivas, en las que empezó a destacarse. Con el tiempo, sería tal su influjo, que su evidente dominio pasaría a ser casi preponderante. Tanto que, a juzgar por su sola conformación, el equipo de fútbol de la selección ecuatoriana pasaría, sería confundido, fácilmente por el de cualquier república africana.

Por ventaja, ha sido a través del último siglo, que en forma paulatina y perseverante, se ha producido un franco, aunque no siempre bien comprendido, proceso de inclusión. Y gracias a un esfuerzo orientado a aprovechar unos mejores recursos culturales, estos sectores han ido, poco a poco, dejando su impronta en diferentes disciplinas y actividades. Hoy mismo, en muchas empresas e instituciones, existen destacados representantes de los sectores antes referidos, y que antes habían sido postergados. Pudiera decirse que los apellidos ya no insinúan ni el grado de educación ni la formación académica; y ni siquiera una ya irrelevante extracción social... Tal es la fuerza pertinaz que suele tener ese proceso integrador, ese formidable crisol y mortero incesante, aquel ímpetu impredecible y reparador, que surge espontáneo gracias al mestizaje.

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