28 septiembre 2021

Olimpíadas y bienales

 Ellos, mis hijos y los sobrinos de mi mujer, llaman así a esos ocasionales encuentros: les han bautizado de “olimpíadas”, quizá por el propósito lúdico que tienen y, claro, también porque se han dado en efectuarlos cada cuatro años, al igual que las tradicionales Olimpíadas griegas (iniciadas en el siglo VIII a.C.), hoy renovadas luego de la iniciativa del noble francés Barón Pierre de Coubertin. Empeño que se habría concretado hacia el final del siglo XIX (1896), justamente para retomar el ideal griego. Los juegos se habían suspendido, en el año 393 d.C., cuando –en el ánimo de acabar con los cultos paganos– el emperador Teodosio prohibió su realización por considerar que el culto a Zeus era contrario a las enseñanzas del cristianismo.

Pero… creo que empecé mal; no debí haber dicho: “mis hijos y los sobrinos de mi mujer”, sino “los sobrinos de mi mujer y mis hijos”, si debo ser fiel a aquella cordial etiqueta que me inculcaron en mis tiempos de escuela (“Manual de Carreño”, le llamaban), la misma que nos enseñó que lo correcto era anteponer los pronombres ajenos, o los nombres de quienes eran nuestro prójimo, al pronombre que nos representa. Tú y yo; ellos y nosotros; nunca al revés. O que, de idéntica manera, no deberíamos anteponer lo que es nuestro a lo que pertenece a los otros. Esa etiqueta representa nuestro respeto a los valores sociales y nuestra consideración a los demás; en ella se sustentan las reglas de trato entre las instituciones y, por supuesto, la diplomacia.

Así que ellos, mis sobrinos y mis hijos, decidieron un buen día conocerse mejor y reconocerse, saber algo más de sus identidades y diferencias, de su pasado compartido (el de sus padres y abuelos) y congregarse en lo que había sido la acogedora propiedad de sus ancestros. Así optaron, en tiempos de su ya superada adolescencia, por reunirse cada cuatro años, parafraseando el nombre y emulando la tradición helénica. Quizá fue más una parodia que una emulación, más un remedo que una verdadera competencia. No sé tampoco si han persistido en su impenitente empeño, en la perseverancia de su inquieta novelería, pero creo que aquel inicial espíritu sigue allí, con similar pasión a la que los impulsó a reunirse al principio, ejercitando la mutua confianza, aquella que acicatea los lazos comunes de la sangre; impulsados por la curiosidad y por el deseo de compartir las experiencias; burlándose a veces en forma sana de los demás y tolerando que los otros se burlen de sus manías y deficiencias…

Hubo un tiempo en el que, gracias a que se divertían tanto y la pasaban tan agradable,  quisieron ensayar otras sedes y otros destinos, ya no solo la Loja “per semper fidelis” de sus respectivos padres (o madres, para el caso) y hablaron de lugares y tipos de acomodación distintos (¿no deberíamos llamarle, más bien, “aloja-miento”?). Hablaron de reuniones en la playa, en la selva o la montaña y aun en recónditos parajes ubicados en algún ignoto rincón de un país extranjero. No escaparon tampoco a la tentación: la pasaban tan, pero tan bien, que a alguien se le ocurrió la trasnochada idea de hacerlo más bien cada dos años, ignorantes tal vez del hecho de que olimpíada es, en la práctica, una medida de tiempo, que la palabra expresa un sentido y su justificada explicación: olimpíada es un evento “que se realiza cada cuatro años”.

No escapa a mi conocimiento que algo similar sucedió alguna vez en una importante ciudad del Ecuador: ocurrió que fue tan eficiente la organización, no se diga la ejecución exitosa de su “bienal”, un festival de arte y artesanía, que se les ocurrió celebrarlo de una vez (¿por qué no?) cada doce meses, desvirtuando así el sentido de lo que significaba la palabra que lo había identificado. “Bienal” efectivamente, tiene un significado similar a anual, quinquenal, jubilar o secular; quiere decir que se trata de un acontecimiento que se celebra “cada dos años”. Por eso, se me hace inevitable recordar estos lapsus, o poco felices confusiones semánticas, cuando –en el colmo de la codicia y la avaricia– la FIFA, Federación Mundial de Futbol no Aficionado, anda especulando en estos días con la absurda idea de efectuar el evento por antonomasia, el Campeonato Mundial de Futbol, cada dos años…

Espectacular y auspicioso como parece, solo representaría el golpe de gracia para la afición que estimula al “rey de los deportes”. Piénsese si no en que opinaría usted, amable lector, si escucha de pronto, que nuestra Federación Nacional hubiese decidido organizar su campeonato dos veces por año, abusando así no solo del tedio que provocaría en los espectadores, sino descuidando la salud física de los mejores jugadores que ya tienen bastante con jugar casi sesenta partidos por año, lo que significa casi diez partidos por mes, en la temporada competitiva de ese deporte… No extraña, por lo mismo, que Leonel Messi, el mimado y consentido “astro” argentino (realmente, un muy hábil como portentoso delantero que juega en Europa) haya superado el record impuesto por el más grande futbolista que vieron mis ojos, el prodigioso “Rey Pelé”. 

No habría sido tan difícil, diría yo; si, claro, ¡ha llegado a jugar quizá el doble de partidos!


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24 septiembre 2021

Conceptos descuajeringados

No sé qué ha generado la avalancha de casualidades (¿o fue, más bien, la casualidad de la avalancha?) la que ha producido que, cual desorientado individuo que tropieza contra cualquier cosa en las tinieblas, me encuentre de sopetón y a cada rato con esa curiosa palabra a la vuelta de cada esquina. Antes de consultar el diccionario, yo mismo me exijo acudir a mi memoria visual y procuro preconcebir las probables acepciones que intuyo encontrar. Descuajeringado: carencia de armonía en el vestir o modo de caminar; condición de pérdida de cohesión de algo que antes estuvo cohesionado (un cuaderno o libro descuajeringado, por ejemplo); desarreglo o torpeza en el proceder o en la forma de movilizarse o transitar; manera errática de comportamiento. ¡Ya está! Voces relacionadas: descuajaringarse, descuajeringar.

 

Trato, ensayo, intento también con el improbable antónimo, aún a sabiendas de que no habría de tener éxito. Ahora si, acepto al desafío impredecible de significados y significantes, y emprendo en el porfiado y renovado periplo doméstico, el viaje con destino a mi biblioteca, en busca de la definición perdida, mi expedición hacia el esquivo descubrimiento de los tesoros escondidos, o por develarse, en mis callados diccionarios. Encuentro descuaje y descuajo, también el esperado participio (descuajeringado) y tanto el verbo previsto descuajeringar (que no logra ser reconocido por mi corrector ortográfico); así como otro, el impensado descuajaringar (que en cambio sí es reconocido sin asomo de dificultad). Ahora sí, concluida la indagación, resumo la enjundiosa tarea:

 

Al consultar por descuajeringar, el diccionario de la RAE me remite a descuajaringar, voz a la que define así: “1. transitivo. Desvencijar, desunir, desconcertar algo. Úsase también como pronominal. 2. pronominal coloquial. Dicho de las partes del cuerpo: Relajarse por efecto de cansancio. Usado solo hiperbólicamente”. Extrañamente incluye entre sus definiciones al participio descuajeringado, pero no al de descuajaringado, al que solo menciona como parte de la conjugación del verbo transitivo descuajaringar. Encuentro también referencias similares en el diccionario de María Moliner, como la de descuadernar. Ahora bien, si descuajaringar y sus palabras cognadas implican la idea general de desunir o deshacer algo (debido a la presencia del prefijo des), tampoco hay ninguna referencia al probable antónimo, la hipotética palabra “cuajeringar”.

 

Fue el presidente Guillermo Lasso quien en una entrevista televisada, efectuada en días pasados, utilizó el término descuajeringado (si no utilizó también algún otro término de escaso uso como parte del renovado lenguaje presidencial,) a sabiendas de que, aun para un costeño, es una voz de uso puramente coloquial. Paola Ycaza Oneto, una brillante columnista del diario El Universo, recoge también el guante del desafío, en su artículo del domingo 7 de septiembre pasado, y efectúa un recorrido histórico alrededor de nuestros, a veces cómicos y otras veces trágicos, “descuajeringamientos” como Nación y fallido Estado.

 

Así que vuelvo nuevamente sobre mi entretenida indagación; y encuentro que tanto descuajo como descuaje me conducen al verbo descuajar, conforme a lo explicado por el DLE: “1. transitivo. Licuar, transformar una sustancia sólida, cuajada o pastosa en líquida. Úsase también como pronominal. 2. transitivo. Arrancar de raíz o de cuajo plantas o malezas. 3. transitivo coloquial. Hacer a alguien desesperanzar o decaer de ánimo”. Añado que estas acepciones están introducidas con una nota etimológica inicial que aclara o ilustra el significado: “de des- y cuajar”. Por lo mismo, hace falta completar nuestro inofensivo trabajo con la consulta que resulta indispensable, aquella explicación del verbo rmencionado, la del verbo cuajar en el mismo diccionario… “6. intransitivo coloquial. Gustar, agradar, cuadrar. Fulano no me cuaja”.

 

Es esa sexta acepción, “Gustar, agradar, cuadrar”, con el ejemplo subsiguiente, la que aquí nos interesa, la que con harta probabilidad induce al antónimo, al opuesto del término que pretendemos analizar, efectuando una serie de variaciones alrededor de tan descuajeringado tema. Así llegamos a la significación de desordenado, destartalado y desarticulado, o quizá “desconchinflado”, que es el uso que las palabras mencionadas probablemente tratan de comunicar. Quizá el uso que damos a la voz descuajeringado tenga que ver con lo opuesto a la fuente etimológica del verbo cuajar, que no es otra que la palabra latina coagulare, con el sentido de hacerse sólido un líquido, coagularse. Así, des-cuajar o des-cuajeringarse vendrían a ser lo mismo que perder forma, diluirse, licuarse, deformarse, perder estructura, trastrocarse o trastornarse…

 

Hasta ahí la descuajeringada etimología del verbo descuajeringar. ¡Como para descuajeringarse de la risa!


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21 septiembre 2021

En Zaire hay dragones *

* Escrito por Laura Ferrero para Babelia. Reeditado para satisfacer el formato de Itinerario Náutico.

 

La expresión latina de “hic sunt dracones” ha servido para muchas cosas pero, en especial, para soñar. Cuando los cartógrafos del Renacimiento querían reflejar en sus mapas aquellas zonas jamás transitadas por el hombre, y, por tanto, probablemente llenas de tenebrosos peligros, dibujaban criaturas mitológicas o serpientes marinas, y debajo reproducían aquellas palabras que eran un aviso para navegantes y miedosos, el recordatorio de que a partir de ahí no había nada conocido. Solo dragones. Terra incognita. La historia de la humanidad podría explicarse por ese anhelo de ir en pos de lo desconocido, de inventar dragones aunque no los haya, de atrapar bajo distintos nombres lo que carece de ellos. Es el deseo de conquista de lo que se nos escapa. Sin embargo, mucho me temo que la mayoría de cosas importantes suceden ahí, en terra incognita, y no me estoy refiriendo únicamente al ámbito geográfico.

 

La idea de los dragones me vino a menudo a la cabeza durante el tiempo que pasé en el lago Kivu, en Ruanda. Había soñado con aquel pequeño país rodeado de montañas, pero al llegar empecé a soñar con el país de al lado, una actitud típicamente humana: el descontento con lo que tenemos. Me hospedaba en un hotel muy sencillo y desde la azotea atisbaba la frontera con aquel otro país vecino que había tenido tantos nombres y que había dejado de llamarse Zaire años atrás, aunque en mí sobrevivía aún el “Zaire capital Kinshasa” de mis libros de texto. Pasé muchas horas ahí, en la frontera, pero mi deseo no me acercó la realidad. No pude entrar en Zaire, este país que se llama ahora República Democrática del Congo (RDC) por un hecho tan pragmático como que no me dieron el visado y por ese otro hecho de cariz más metafísico: porque aquel nombre había sido olvidado y tachado del mapa.

 

Después de aquellos infructuosos intentos, me limité a soñar con Zaire desde la playa del lago Kivu, que, según asegura una línea perfectamente recta y artificial de Google Maps, es un lago partido en dos mitades: una pertenece a Ruanda y la otra a Zaire. El Kivu es uno de los lagos más peligrosos del mundo, y no solo por los animales mitológicos que yo intuía en sus profundidades. Debido a la actividad volcánica de los alrededores, sus aguas contienen aproximadamente 60 millones de metros cúbicos de metano y 300.000 millones de metros cúbicos de dióxido de carbono. De manera que el Kivu es un lago al borde de la catástrofe. Etimológicamente, Zaire se deriva del nombre del río Congo, a veces llamado Zaire en portugués, que a su vez procede de la palabra kikongo nzere o nzadi (y significa ‘río que se traga todos los ríos’’). Es ese río, el Congo, el río de El corazón de las tinieblas, en cuyo cauce Joseph Conrad convirtió a Marlow en explorador de los abismos de la colonización en búsqueda de Kurtz.

 

RDC, el segundo territorio más grande de África, es uno de los países que más nombres ha tenido, tantos que no sé qué poso han dejado, si queda algo aún de todas esas identidades superpuestas. Aquí una lista: de 1885 a 1908 fue el Estado Libre del Congo, después llamado Congo Belga y Congo-Leopoldville. En 1960 logró la independencia con el nombre República del Congo para, de 1965 a 1971, pasar a ser llamado República Democrática del Congo. En 1971 el presidente Mobutu Sese Seko lo denominó República de Zaire y después de su caída, en 1997, regresó a su nombre anterior: República Democrática del Congo. Zaire no es, ciertamente, ningún tipo de paraíso, pero yo he soñado a menudo con él y, dándole una vuelta a Marcel Proust, no es que los verdaderos paraísos sean los perdidos, yo diría más bien que son los imaginados, los que son fruto del deseo de lo que casi rozamos con la punta de los dedos. No llegué a entrar en Zaire, ni a subirme en un bote de madera que cruzara aquel lago maldito, el Kivu, para burlar las líneas imaginarias y artificialmente rectas que lo dividen. Pero estuve muy cerca, tanto que a veces casi me convenzo de que estuve allí.

 

La semana pasada me cogió la lluvia por sorpresa y me refugié en los pórticos de una iglesia. Me asomé al interior y apenas quedaba nadie, pero una mujer encendió una vela y a continuación se arrodilló. No soy una persona religiosa, pero durante una época de mi vida viajé mucho con alguien que sí lo era y la acompañaba en aquel delicado rito de las velas. Me maravillaba ver aquel espectáculo: tantos deseos ardiendo al mismo tiempo hasta consumirse. Aquello me recordaba a aquella frase que da inicio a El rey sapo, de los Hermanos Grimm: “En aquellos tiempos, cuando desear era útil…”. Un día, ya a punto de cerrar la iglesia, vi cómo la limpiadora del templo iba apagando las velas que estaban a punto de consumirse con el fin de dejar espacio para las nuevas. Iba descartando las que ya eran demasiado pequeñas y se quedaba con otras a las que, en su opinión, les quedaban aún horas por arder. Era una labor preciosa, de gran responsabilidad. Todas nuestras vidas se sustentan en algún momento en una vela que arde, en un deseo que apuntalamos nosotros. En definitiva, queremos que desear sea útil.

 


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17 septiembre 2021

¿Una venta inconveniente? (2)

Empecemos en donde dejamos la entrada anterior. Tengo entendido que se pagaron entre treinta y treinta y cinco millones de dólares por el Legacy, avión que fuera adquirido por el presidente Correa. Quedémonos con la cifra más baja: 30 millones. Bien vale comparar su precio en relación con el de otro Embraer, el ERJ-145 adquirido por esos mismos días por Petroecuador (en el año 2008) para reemplazar a los aviones turborreactores que estaban encargados de proporcionar su servicio logístico (el transporte de su personal). El 145, sin que haya sido parte de la misma negociación, fue adquirido por veinticinco (25) millones de dólares. Hace unos pocos años (cuando ya era diez años viejo, con casi veinte mil ciclos y alrededor de ocho mil horas de vuelo), recibió una oferta por el propio fabricante: la increíble, pero real –comercialmente hablando–, de solo seis (6) millones de dólares americanos.

Esta propuesta, aunque no lo parezca, es bastante razonable. En estos últimos años el departamento de aviación ha recibido información, a manera de consultas de interés –pues no se ha tratado de ofertas concretas– de otras aeronaves similares a su jet de cincuenta pasajeros: aviones de igual capacidad y características, del mismo fabricante y similares condiciones de edad, con un precio que ha fluctuado entre cinco y seis millones de dólares… Esto nos hace pensar que el valor del Legacy en el mercado internacional no puede ser sino un guarismo que iría entre los ocho y diez millones de dólares. ¿No resultaría excesiva, por lo mismo, una depreciación –para no llamarle pérdida– de “solo” veinte millones de dólares? En otras palabras, ¿no sería mejor buscarle una mejor utilidad a algo que le costó treinta millones al Estado?

Para dar una respuesta concreta, práctica y satisfactoria, habría que conocer por dentro la realidad operacional de otra aeronave, que opera para una empresa que hemos mencionado en el párrafo inicial. La suya es una actividad que bien se puede equiparar a la de una pequeña aerolínea regional: ese avión, en circunstancias normales, efectúa veinte vuelos semanales desde Quito a la Región Amazónica, esto quiere decir que transporta –en condiciones ideales–  alrededor de ocho mil pasajeros mensuales. Efectivamente, esa gestión de logística empresarial, cumple con indicadores que bien pudieran envidiar muchas líneas aéreas: logra casi un noventa y cinco por ciento de ocupación; y, además –y esto es realmente sorprendente– alcanza casi un ciento por ciento de puntualidad. Por lástima, tiene una muy grave vulnerabilidad: consiste en un solo avión. Existe un solo Embraer 145. Nada más.

En efecto, cuando se trata de la operación que cumple la logística aérea de Petroecuador, una pequeña interrupción operacional, por cualquier motivo que sea, implica serias alteraciones en la movilización del personal. Esto, porque la transportación por vía terrestre, además de tener sus reconocidos riegos, no es confiable y resulta improductiva pues gasta casi doce horas de la disponibilidad del personal, amén del tiempo adicional utilizado en transportación (a veces fluvial) de quienes ejercitan sus labores en los campos remotos. Lo más significativo, sin embargo, es el costo de arrendamiento de otras aeronaves para suplir la necesidad de utilizar un medio ágil y rápido de transporte. Este rubro, por si solo, puede llegar a significar un egreso de medio millón de dólares mensuales, particularmente en los años pares, cuando el avión debe viajar al exterior para que se le efectúe un chequeo mayor. El rubro de gasto por este concepto significa, en promedio, un millón de dólares anuales.

Si la idea sería transferir el Legacy a Petroecuador, para de esta forma apuntalar la reinyección en la producción petrolera, estaríamos hablando de un avión de apoyo para la actual operación. Esto significaría una serie de beneficios, siendo el principal el de tener un avión de reemplazo, un “back-up” inmediato, lo que permitiría prescindir de los otros compromisos. Tendría la ventaja de que ambos aparatos podrían volar simultáneamente, en caso de necesidad; así como la alternativa de usar el que tiene menos asientos en los vuelos de menor densidad de pasajeros o el de mayor autonomía (el Legacy) para los vuelos largos.

Obviamente, habría que remover el interior de cabina que tiene el Legacy actualmente, y cambiarlo por una versión de 36 asientos (es un avión más corto de fuselaje, por ello no tendría la misma capacidad que tiene el ERJ-145). No deja de ser una ventaja que tanto el 135 (Legacy) como el 145 comparten el mismo fabricante, utilizan –en gran parte– idénticos componentes, pudieran compartir eventualmente el mismo programa (y hasta el mismo contrato) de mantenimiento. También sería una formidable ventaja que ambos podrían ser operados por los mismos pilotos; las diferencias son tan mínimas, desde el punto de vista operacional, que no harían falta sesiones adicionales de simulador de vuelo (es la misma habilitación). Por último, existiría una ventaja residual: el avión podría seguir actuando como “back-up” del propio avión presidencial, sin necesidad de mantener tripulaciones asignadas por la Fuerza Aérea, destinadas ad-hoc para su ocasional operación. ¡A win-win situation!


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14 septiembre 2021

¿Una venta inconveniente? (1)

Habría un innegable golpe de efecto en la pretendida venta del segundo avión presidencial, como ha sido dispuesta por el presidente la última noche del mes pasado. Y no es que yo, en lo personal, no vea con buenos ojos que por fin se haga lo que se tenía que haber hecho desde el principio, desde hace mucho tiempo; sino que hoy quizá se lo hace –estoy persuadido– sin considerar una serie de distintas implicaciones, sin considerar una serie de circunstancias comerciales y, tal vez, sin el debido asesoramiento.

 

Para empezar, la medida responde a un innegable clamor ciudadano. El avión debió haber sido negociado no solo mucho antes, sino tan pronto como se tomó la decisión de comprar otro avión que atendiera mejor la supuesta agenda presidencial, aquél debió ser su requisito previo. Nunca se entendió con qué objeto se adquiría un segundo aparato si no se había establecido cuál iba a ser el destino del primero. Se entiende que el motivo por el que se había decidido adquirir el Dassault Falcon 7X, era para conseguir una mayor autonomía (vuelos de más larga duración), la misma que no podía ofrecer el que antes se había comprado, el Embraer 135 Legacy.

 

¿Era realmente necesario hacerse de un avión de las características del 7X?, ¿hacía falta un avión con autonomía para cruzar el Atlántico, en ruta a través del Caribe hacia Europa, por ejemplo?, ¿era esa una prioridad de la presidencia?, ¿cuán frecuente podía ser, la urgencia de hacer ese tipo de viajes intercontinentales? En fin, son demasiadas preguntas sin respuesta. O, quizá, con una sola respuesta evidente: la misión internacional a la que pudiera estar expuesto un presidente de cualquier república sudamericana es netamente regional. La real necesidad de efectuar un viaje intercontinental la puede enfrentar un presidente no más de dos veces en todo su mandato. Bastaría con que lo haga utilizando una ruta alternativa o, si no, con una comisión de apoyo reducida; o sería suficiente que se desplace en aerolínea comercial…

 

Lo que sí tiene el Falcon es un más ancho fuselaje; esto pudiera ser conveniente en vuelos largos, ya que permite movilizarse dentro de la cabina con más comodidad. Pero ¿era necesario?, estimo que el promedio de vuelo de esos viajes no iba a exceder unas tres horas de duración: vuelos estrictamente regionales. Esa era toda la necesidad de traslado que tenía el primer mandatario. No se entiende cuál pudo ser la real motivación, a menos que haya existido una agenda escondida, y no quisiera aquí dejar que aflore mi suspicacia. Por lo que prefiero pensar que la decisión de comprar un avión que excedía la satisfacción de las reales necesidades se la tomó por pura novelería, solo por dar gusto al ego personal del personaje.

 

Pero… ya está comprado. Lo grave, es que la adquisición generó una situación propia de una monarquía petrolera: un “surplus”, una innecesaria redundancia, la del otro avión, del “más viejo”, que dejó este “juguete” en manos del funcionario que se convirtió en asiduo usuario de sus servicios: el vicepresidente. Como lo demostraron los distintos “exámenes especiales” que efectuó la Contraloría, estos continuos e innecesarios viajes se los realizó sin que exista una justificación efectiva, por pura comodidad, sin atender a los ingentes costos de operación que existen cuando se utiliza este tipo de aeronaves. Y algo más grave: el segundo avión empezó a ser utilizado para satisfacer cualquier motivo menor y para trasladar a cualquier otro funcionario. Se lo usaba para dar gusto a cualquier caprichoso requerimiento. Ya no importaba cuidar debidamente de los bienes del Estado.

 

Todo lo anterior, por lástima, es ya “cosa juzgada” (aunque no se haya conocido la sanción para los culpables). El punto principal es que este es un momento inconveniente y muy poco apropiado para conseguir venderlo. Simplemente no existe demanda; y, en un momento que se ha agravado por la pandemia, no va a haber quién lo compre. Existe algo más, algo que los vendedores probablemente no han considerado: el avión no resulta atractivo para su eventual comprador natural: un ejecutivo o un operador regional pequeño, y esto por los motivos que en forma somera paso a comentar:

 

El Legacy de la Presidencia no está certificado para efectuar operaciones civiles; está considerado como una aeronave “de Estado” (aviones militares, de aduana o policía), lo cual implica que, para su fabricación, certificación y comercialización, debe cumplir con ciertas normas que pertenecen a una clasificación conocida como “Defensa”. En pocas palabras, si se quiere que opere como aeronave civil requiere de una re-certificación que, por sí sola, puede costar entre cinco y seis millones de dólares (información proporcionada por el propio fabricante). Además, si no termina en manos de un ejecutivo, la sola remoción del interior: asientos, equipamiento e interiores de lujo, y la posterior instalación de asientos regulares de aerolínea, bien pudiera costar otra cantidad similar. Todo sin tomar en cuenta su natural y absurda depreciación: alrededor de un sesenta por ciento del valor inicial…

 

Por lo tanto, ¿qué más se pudiera hacer? No se pierda nuestra próxima entrada en este mismo blog.


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10 septiembre 2021

Barloventeando

Creo que fue al inefable Orejas a quien le oí decir que era a mí a quien había escuchado hablar por primera vez del efecto Coriolis. Siempre me pareció extraña la confesión, primero porque se trataba de un conocimiento bastante básico (bien pude haberle preguntado que “en dónde habría estudiado”, pero “la luz del entendimiento me hizo ser más comedido” -como habría dicho Lorca-, y me bastó con responderle lo mismo que alguna vez a mí también me habían dicho: “no te preocupes, nadie es perfecto”). Y, segundo, porque los planes de estudio americanos son idénticos y ambos estudiamos en Estados Unidos (él en Tacoma, Washington, y yo en Vero Beach, Florida).

 

Pero no le culpo. Es muy difícil que él -con esa formidable curiosidad que lo caracteriza- no lo hubiera aprendido si le hubiesen enseñado. Lo más probable es que no hubiese asistido a esa clase. Y eso es muy factible, dado el método, basado en individuales “sillabus”, con que se va completando el currículo de los que estudian para convertirse en aviadores. Y no le culpo, además, porque a mí mismo pudo haberme ocurrido algo parecido. Nunca olvidaré que en mi primera semana en Quito, luego de regresar de EE UU, y mientras me preparaba para rendir los exámenes de convalidación de mi licencia americana, fui a ver a mi hermano Adrián que en esos años trabajaba para la Aviación Civil en el viejo aeropuerto de Cotocollao. Sabedor de que debería rendir esas pruebas, me llevó a visitar a uno de sus amigos, un funcionario que trabajaba en la sala de meteorología; este casi me deja en Babia cuando me averiguó si conocía los términos de una pregunta del examen: barlovento y sotavento.

 

“Jamás los he oído”, musité. “Por lo menos no en relación con la meteorología”. “¿Son, acaso, los vientos que siguen el relieve de las montañas?”, inseguro pregunté. Al recibir la respuesta en afirmativo, recuerdo haber comentado que me los habían enseñado como “windward” (el lado de donde viene el viento) y “leeward” (el de hacia dónde se dirige), que, para el propósito que persigue el aprendizaje, se refieren al lado de la montaña donde se forman los rotores que producen intensa turbulencia. Así aprendí la traducción castellana para esas voces inglesas y… claro que me sirvió para el bendito examen. Fue una de las primeras preguntas que encontré. Me bastó con saber que sotavento era el lado de la montaña donde azota el viento. Y, acordándome de “zota”, es cómo lo memoricé…

 

Tanto barlovento como sotavento fueron palabras que antes ya había escuchado. Pero esta era la primera vez que las oía como relacionadas con la ciencia que estudia y predice al clima. Habría sido en clases de geografía, cuando habría escuchado esos términos como una forma de identificar a las pequeñas islas que forman un semicírculo que parece proteger al Mar Caribe. En efecto, es a las Antillas Menores, que van desde las Islas Vírgenes, al norte (es decir, hacia el este de Puerto Rico) hasta Trinidad y Tobago, en el sur, que se las llama como Islas de Barlovento; en tanto que a las que van desde Trinidad hasta Aruba (al norte de Venezuela), como Margarita, Los Roques, Bonaire, Curazao y la propia Aruba, se las conoce como Islas de Sotavento (del latín subtus, debajo).

 

Esto tiene su razón, porque en sentido marinero, debido a la dirección de origen de los vientos Alisios, estos soplan, en esas latitudes, desde el noreste; por lo mismo, pudiera decirse que las Islas de Barlovento resguardan al Mar Caribe, porque su ubicación parece “protegerlo de los Alisios”. En la práctica, nada hay que defender de estos vientos: “alisio” es un término que viene del latín “alis”, que significa gentil, suave o delicado. Estos son vientos regulares o “comerciales”; por ello, se los llama justamente “tradewinds” en inglés. Los Alisios han jugado un papel muy importante en la historia, especialmente en la era de los grandes descubrimientos; ellos hicieron factible el esfuerzo de los marineros ante los desafíos que se presentaron en los albores de la navegación atlántica, cuando debieron cruzar el océano con sus pequeñas naves.

 

En cuanto al efecto Coriolis, no es sino el fenómeno que afecta la trayectoria de los vientos como resultado de la rotación de la Tierra. Esta gira hacia el este, hacia donde “nace” el Sol. Los Alisios, que soplan del noreste al suroeste o del sureste al noroeste, de acuerdo al hemisferio donde se encuentren, son desviados hacia el occidente por la rotación de la tierra. Esta desviación se conoce como Coriolis. Estos vientos, debido a la temperatura, suben a otros niveles en la atmósfera cuando se acercan al ecuador. El Coriolis hace que los vientos se desplacen hacia los trópicos; y cuando se aproximan a ellos, cambian de dirección y adquieren mayor velocidad. El efecto toma su nombre de Gaspard de Coriolis, científico francés que no investigó la ruta de los vientos, sino la conducta de los sistemas de rotación. Coriolis exploró los sistemas cinéticos en la primera mitad del siglo XIX; y a él se debe que podamos anticipar el deambular de un elemento que no es otra cosa que aire en movimiento.


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07 septiembre 2021

Robando, que es gerundio

Quizá ella nació para trabajar en cualquier otro oficio, pero la casualidad quiso que se convirtiera en legisladora. Difícil entender cómo una persona que ha dicho lo que ha dicho, puede estar investida de la potestad para dictar normas que han de dirigir la vida de las demás personas (que eso es legislar). La dama se llama Rosa Cerda, quien ahora arguye que no dijo lo que dicen que dijo, porque como suelen decir los políticos: “le sacaron de contexto”. Expresión con la que la “honorable” no ha hecho otra cosa que ejercer su derecho al pataleo; o ha ensayado una nueva forma de mentirijilla. Es decir, habría utilizado lo que mi abuela llamaba con anticipada, aunque nunca relacionada, intención “una mentira cerdosa”.

 

Rosa Elízabeth Cerda Cerda es la ahora famosa asambleísta que, en acto público ocurrido en una comunidad de san Francisco de Archidona, el 17 de julio pasado, ha recomendado a sus simpatizantes (se entiende, a manera de consejo) esta inefable joyita: “Si roben (sic), roben bien; justifiquen bien. Pero no se dejen ver las cosas, compañeros”… Pues sí, uno no alcanza a imaginarse cómo puede cualquier persona (no se diga un funcionario públiico), en sus cinco sentidos, pronunciar algo así de disparatado, ni siquiera insinuarlo. El punto es que, zoquete o no, es difícil imaginar que alguien, que por su función está incluso expuesta al escrutinio público, tenga el desparpajo de hacer tal tipo de exhortación. Tanto que uno empieza por averiguar si en realidad lo dijo.

 

El punto es que lo dijo. Y por empecinados que actuemos, tratando de darle la razón y de hacer de abogados del diablo, vamos a resolver una y otra vez que fue algo estúpido, algo digno de ser incluido en la más inverosímil antología del absurdo. Lo dijo, y esto se resume en “roben nomás, pero cuidado hagan caer en cuenta”. Con ello, además, se ha dado el lujo de sentar cátedra. Con una sola frase dijo más, mucho más, que cualquier código, catálogo o vademécum. Con catorce palabras dictó cátedra y sentenció qué hay maneras y maneras de robar, que se puede robar bien y que se puede robar mal; y que, para lo primero, para “robar bien”, hay que saber justificar (motivar, como dicen ahora) y, ante todo, hay que tener mucho cuidado en no delatarse uno mismo. Sí -lo dijo con otras palabras-, no se dejen sorprender en flagrancia, no caigan en la estupidez de dejarse descubrir.

 

No, no se dejen “ver las cosas, compañeros”. Cualquier cosa, menos dejarse ver. Primero nos pueden ver desnudos; pero nunca debemos permitir algo tan nefando, como que “nos vean las cosas”. Jamás deben “trincarnos”. ¡No, eso nunca, compañeros! Pueden cuestionar o dudar de nuestra integridad, pero nunca deben sospechar de nuestra viveza criolla, de nuestra sagacidad, de nuestra condición de impolutos sapos vivos. Jamás roben mal. Si roban, debe ser por algo que realmente valga la pena y, además, no debemos quedar expuestos por una ridícula minucia. Si robamos, ha de ser en grande y con un sentido absoluto de sigilo. Si nos sorprenden, mejor no robar. Robar es algo que solo puede hacerse si lo hacemos bien hecho. Ese, y no otro, es y debe ser el decálogo del buen ratero. Esta debe ser la única apología válida, este el emblema y el paradigma del robo bien hecho…

 

Ahora bien, lo que dijo Rosita ¿lo dijo acaso por corrupta?, ¿porque ella sí sabe “robar bien”? Sin menospreciar si lo que dijo estuvo bien o estuvo mal (ya que, ¡qué duda podemos tener respecto a esto!), lo que deberíamos tratar es entender porqué lo dijo. A mí, algo me dice que no lo hizo por corrupta; que lo dijo por uno de los siguientes dos motivos: por pura ignorancia o porque ingenuamente, como suele pasar en estos casos, quiso darse de “quitarán-deáhi”, de mucho lote, de sabionda contumaz, de profesora de algo de lo que nada sabía; porque está claro que no sabía de lo que estaba hablando. Pero, haya sido lo uno o lo otro, ambos se reducen a un mismo motivo: por pura ignorancia; y esto es justamente lo verdaderamente grave, que estamos gobernados por gente ignorante, que muchas veces no sabe leer ni escribir, gente ágrafa. ¡Nos gobierna una oclocracia! Y este es justamente el peligro de la democracia: el gobierno de la multitud o de la plebe ignorante.

 

Pero, claro, otra cosa es cuando a la ignorancia se suma la estulticia. O, lo que es peor, cuando en maridaje se juntan esa misma ignorancia con la desvergüenza. En el caso de doña Rosita, fue quizá una especie de “lapsus linguae”, quiso quedar como lo que no era (como ilustrada o bien enterada) y terminó regurgitando un “roben nomás; pero, verán, robarán bien, no harán quedar mal”. Haberlo dicho, la verdad, tampoco constituye delito; decir algo equivocado no es un delito, pero sí lo es invitar o invocar al delito. O lo sería, conchabarse para robar… Trabajé siete años en el Oriente: aquella era gente humilde y esforzada, gente honrada y buena. No quiero ni pensar que pude haberme equivocado. Que en realidad no había sido así...


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03 septiembre 2021

La palabra madrastra *

* Escrito por Martín Caparrós, para el País Semanal. 16 de julio de 2021

 

Madrastra acecha: ¿quién se atreve a pronunciar esa palabra? ¿Qué dice quien la dice, qué se le escapa cuando habla? La Academia irreal, como siempre, orienta y desorienta. La palabra madrastra le merece dos definiciones: la primera hay que pensarla un rato —”Mujer del padre de una persona nacida de una unión anterior de este”—, pero la segunda es contundente: “Madre que trata mal a sus hijos”.

 

No hay duda, no hay salida: ser madrastra es toda una desgracia. Quien dice madrastra dice Cenicienta, una empleada doméstica de los tiempos en que las domésticas no eran empleadas, sino empleadas por sus dueños. Quien lo dice, dice crueldad, explotación, dice maltrato, desamor. Y sin embargo no hay otras palabras para decir un hecho cada vez más notorio: que las familias ya no son lo que eran.

 

Durante siglos, la potencia de la ideología cristiana obligó a casi todos a formar relaciones constreñidas: un hombre y una mujer se ligaban —se “casaban”— para reproducirse y se reproducían y vivían juntos hasta que se morían; sus hijos vivían con ellos hasta que se ligaban a su vez y se reproducían y se morían, y así de seguido y amén y adiós muy buenas. (Los cristianos, por cierto, eran ambiguos: obligaban a todos a hacer lo que sus propios mandos debían evitar. Era una forma de decir a los suyos que la suya era una opción menor, la que quedaba para los más débiles: otro modo de llamarlos inferiores).

 

Pero la forma de la familia cristiana estaba clara y las palabras necesarias eran pocas: padre, madre, hija, hijo, hermana, hermano, nieto si acaso, tío, sobrino. La palabra madrastra —o padrastro, hermanastro, hermanastra— daba cuenta de una irregularidad: que el padre o la madre se habían muerto con prisa y el restante se había vuelto a ligar y entonces había hijos que vivían con una mujer que no era su madre, un hombre que no era su padre, unos niños que no sus hermanos —y, para mentarlos, se usó el sufijo astro.

 

(Astro es asco, cacaculopís. Astro, tan luminoso, se usa para oscurecer. Como en poetastro, por ejemplo, politicastro desastrado y desastroso: terminar algo en astro es condenarlo. Así los parientastros).

 

El problema es que las familias se reconvirtieron. Sacudidas del yugo religioso, ahora tantas están hechas de retazos: los tuyos, los míos y los nuestros, las familias patch­work, las relaciones que cambian y se cambian e inventan y se inventan. Los dogmáticos de siempre dirán que esas no son familias, arrogándose como siempre el derecho de decidir qué es y qué no es, pero lo cierto es que se imponen los modelos sin modelo; es tan común, digamos, ese chico que vive en una casa con su padre y la mujer de su padre y los hijos de la mujer de su padre y en otra casa con su madre y el hombre de su madre y los hijos del hombre de su madre —por no hablar del que vive con su padre y el hombre de su padre, un suponer, o su madre y la madre de su madre y el hombre de la madre de su madre, por ejemplo— y no sabe cómo se llaman las relaciones que lo unen a todas esas personas: cómo identificarlas, cómo darles una identidad. 

 

Podría caer en el oprobio de las perífrasis tipo el novio de mamá o el hijo de la mujer de mi padre: derrotas de la lengua. Podría decir madrastras, padrastros y hermanastros, más derrotas: astro, ya queda dicho, es asco. Porque no hemos producido nuevos nombres. Somos tan rápidos inventando palabras precisas que precisan cosas que se precisan poco y no hemos inventado palabras para estas nuevas funciones que están por todas partes.

 

Es el peso, todavía, de aquella religión. En el silencio de bloquear las palabras la religión boquea, sobrevive. Su último gran poder está en privarnos de nombrar, obligarnos a no nombrar lo que vivimos. Ya está bien. Dejar de hacer como si no existiera lo que existe, ponerles nombres a esas realidades, crearles sus palabras, sería otra forma de gritar que Dios no ha muerto porque no vivió nunca —y que los Reyes Magos eran los padres, los padrastros, los hermanastros, la mujer de mamá, todos los nuestros.


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