24 junio 2019

De mataperros y tatuajes

Quiero hoy hablar de un par de disímiles personajes. Que ¿qué tienen en común? Pues nada que no sea que a ambos los encuentro con frecuencia, llamando la atencion de las redes sociales.

Paso, pues, a tratar de describirlos:

Ella es obscenamente linda. Algo, en la sencilla ternura de su mirada, le otorga esa irresistible sensualidad que no le deja dormir en paz a uno de mis “mejores conocidos” (sería pretencioso decir que somos “mejores amigos”, o lo que así se define con término tan significativo). Se llama Megan, es una mujer preciosa, y a lo mejor está adornada además con una gran simpatía; pero, por lástima, no es lo que llamaría una mujer “de mi tipo”. Aunque... ¡quien sabe!, de repente, voy por ahí y descubro que quizá me ha sonreído o se ha quedado embrujada por mis innegables encantos; y a lo mejor no me hago el difícil. De pronto transijo y hasta me intereso...

Intuyo que la diva gusta de adornarse con tatuajes. Aparte de esas marcas siderales y tribales que exhibe, y amén del retrato de Norma Jeane Mortenson (aquel símbolo sensual que fue mejor conocido como Marilyn Monroe) que lleva en su antebrazo derecho, Megan se ha dejado grabar un par de leyendas en distintas partes de su favorecido cuerpo. Una se sitúa en su costillar izquierdo: se trata de la estrofa de un poema de su propia autoría (“Érase una vez una niña que no conoció el amor hasta que un chico le rompió el corazón”). La otra es más visible, está localizada en la parte alta de su espalda, justo debajo de su omóplato derecho; está inscrita en caracteres góticos, consiste en una frase tomada de “El Rey Lear” de Shakespeare, que hace alusión a la futilidad de la existencia, y que traducida reza: “Todos reiremos de las mariposas bañadas en oro” (We will all laugh at gilded butterflies). Algo que, conjeturo, resulta parecido a aquella sentencia que proclama el Eclesiastés: “vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

Bien pensado, la “otra” vanidad, no ya la relacionada con la vacuidad del párrafo precedente, sino la emparentada con la soberbia y de la que, según dicen por ahí, soy uno de sus más conspicuos y destacados exponentes, no es sino aquel exceso de confianza en las propias destrezas y cualidades, o el desproporcionado crédito que damos al atractivo que nos parece despertar en los demás. Esa que, no es otra cosa que aquel defecto que a todos algún rato nos atrapa: la irresistible fatuidad. Mas la otra, la que tiene que ver con el tatuaje de marras, se relaciona más bien con aquel innecesario oropel con que queremos cargar nuestra apariencia en la vida, y que, una vez adherido a nuestra liviana naturaleza, como sucedería con las gráciles y transparentes mariposas, no nos dejaría ya por nunca poder volver a volar...

El otro personaje -de cuyo nombre no quiero acordarme- es, a su manera, un individuo singular, aunque un tanto más discreto. Alguna vez compartimos el mismo oficio; actividad ambulante que, más temprano que tarde, él dejó de practicar y que luego decidió abandonar. Es, más bien, pequeño de estatura, pero aquella no es su más sobresaliente cualidad. Hay algo, en la altivez de su apostura, que equilibra, y aun elimina, la aparente limitación de su tamaño. Posee, de otra parte, unas cejas enormes y alborotadas, dotadas de un profuso pelambre que hacen, de aquellos notorios y capilares adminículos, la parte más característica de su distinguida heredad.

El hombre tiene, ante todo, unas impostergables y nunca satisfechas ganas de reír, burlarse y embromar. Su espíritu es joven y, él mismo, no es realmente alguien que pueda llamarse viejo; aunque, asimismo y por un secreto e inexplicable motivo, siempre parece estar empeñado en tratar de parecerlo... Para ello, solo tiene que dejarse crecer su exuberante y caprichosa barba, con la que él adquiere un innegable carácter de envejecido judío errante, de vagabundo, linyera o infatigable peregrino. Con los años, se ha dedicado a ir de aquí para allá, se ha contagiado de la “lujuria por viajar”, lo que en su particular lenguaje, él llama “mataperrear”; verbo inventado para significar que se ha dedicado al extraño oficio de callejero sin rumbo, travieso y aventurero.

A la primera nombrada, no tengo el placer de ver nunca; pues, como cuento, ni siquiera la conozco y, de no ser por el intrigante tatuaje de su hombro desnudo, tampoco habría razón para que a ella me hubiese referido. Como queda dicho: ella es linda, pero no es de mi tipo (ahora que lo pienso, ¿tengo realmente uno que pudiera señalar como mi preferido?). El otro ciudadano, en cambio (“vuelta”, como a veces dice mi hermano Mullito), es mi amigo más cercano, una suerte de asignado “alter ego”, indispensable confidente y contertulio; expresión terrenal de la diosa Fortuna, disimulada en el leve caparazón del mataperros. Ser inquieto, irreverente y festivo.

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