31 diciembre 2021

Entre el adiós y el olvido

Mi querida cuñada Eulalia (conocida por familiares y amigos, como Lalita), la mujer de mi siempre ecuánime hermano Luis Eduardo (para sus primos, "el Mullito"), creo que alguna vez me insinuó, con esa sonrisa cargada de tierna sabiduría que solo ella tiene, que “ya le deje descansar en paz” a mi nunca olvidada abuela Carlota. La verdad, he hecho lo que he podido, pues, contrario a lo que se pudiera pensar, reconozco que ella fue tan esencial en mi formación, que es justamente a ella, en forma muy especial, a quien debo los más importantes cimientos que apuntalaron mis valores, principios y carácter. Ella fue quien asumió, con dulzura y no disimulada pasión, la responsabilidad de nuestra formación (la de mis hermanos menores y la mía) y procuró transmitirnos sus preceptos y creencias.

 

Fue ella, con la compañía siempre bondadosa y tutelar de mi querida tía Anita, quien enfrentó la ausencia de esa mujer dulce y afectuosa que había sido mi madre y buriló en nuestras mentes y corazones, los que serían los derroteros morales que habrían de marcar los días de nuestra existencia. De ella aprendí las mejores virtudes y cualidades que, si hoy no las tengo, siempre procuré llegar a poseer: responsabilidad frente a la familia y la sociedad; solidaridad con los que más necesitaban; y empatía con aquellos que se sienten desvalidos.

 

Nunca le vi firmar con su apellido de soltera. “Carlota Vda. de Moncayo” era como firmada sus notas, esquelas y documentos; como conservando con una cuota de presunción el apelativo de la estirpe que había sido de su marido. Recuerdo que ella rememoraba, con una mezcla de candor y de nostalgia, a ese hombre que había sido tan reconocido en su tierra. La suya era una nostalgia por el único hombre que amó, aquel individuo de andar cadencioso y sereno cuya honradez y devoción lo habían convertido en referente de su Riobamba natal. Nunca supe ni cómo ni dónde se conocieron. Siendo ella oriunda de Cuenca nunca supe el porqué ni el cómo de sus iniciales encuentros. La abuela no “cantaba”; quiero decir: no hablaba como una cuencana tradicional. Aparte de ello, su hablar era más bien tranquilo cual dulce susurro, pero pronunciado con propiedad y con indefinido acento.

 

A ella escuché aquel “adió” o “adiós” tan distinto al que solemos utilizar para anunciar nuestras despedidas; era un adiós que denunciaba un auto reproche, una nota de fastidio ante un inesperado olvido. “Adió, me olvide de pasar por el correo”, “adió, no me acorde de ‘parar’ el arroz”, “adió, no pasé a pagar la pensión”; esas fueron sus formas asiduas y recurrentes de lamentar su mala memoria o su falta de prolijidad o, quizá, de reconvenirse a sí misma. Ese adió era una mezcla de lamento y de promesa, algo así como una advertencia y una forma de propia e íntima sanción ante el propósito de no dejar que otros asuntos interfirieran con el cuidadoso cumplimiento de sus asumidos compromisos. Era también como su elaborada persuasión, la de que no siempre son involuntarios los olvidos… Y así, con aquella misma indeliberada intención, aquel “adió” contagió también a sus hijos.

 

Por un motivo que desconozco, esa particular forma de adiós no aparece recogida en el diccionario, ni tampoco en la mayoría de los del habla local; hay en el DLE una acepción parecida en el sentido de expresar inconformidad o lamento (desilusión, desencanto o sorpresa, dice el diccionario): “adiós, se me pasó el transporte”, “adiós, se descompuso el computador”. Pero no hay nada, con excepción del diccionario de Miño-Garcés, que refleje el uso de ese adió, o de adiós, con el significado de reconocer un no deseado olvido. Ha sido, a pesar de ello, que hoy he escuchado una vieja melodía interpretada por un conocido cantante español que, al referirse a la palabra adiós, dice en forma textual: “no es una despedida ni un olvido”. Por ello me he preguntado si no se ha desdeñado esa vieja acepción, no por falta de uso, sino por pura desatención o simplemente por descuido.

 

Una tarde descubrí el motivo de por qué a la abuela le gustaba planchar de espaldas. Era que había aprendido a disimular su llanto y a esconder sus lágrimas, sin que nadie le tuviera que preguntar por la razón para que sus hermosos ojos azules estuvieran inundados de nostálgica melancolía… Extrañaba sin resignación a mi madre, la primera de sus hijas; ella le llenaba de ilusión. Nunca se imaginó que un día pudiera faltarle y jamás se preparó para tan prematura separación. Muchas tardes de sábado la acompañé al camposanto de San Diego; aquel fue por muchos años su ritual de despedida. “Adió –debe haberme dicho un día– creo que olvidé comprar pensamientos en el mercado, esas eran las flores que a ella le gustaban, eran las que mi hija adorada siempre prefería”…


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28 diciembre 2021

La palabra experimento *

* Escrito por Martín Caparrós, para El País Semanal. 20 de noviembre de 2021.

 

Somos experimentos, tememos los experimentos, condenamos los experimentos. Somos experimentos: nos vamos buscando, a veces encontramos, muchas no. Somos experimentos: probamos, comprobamos, aprobamos, reprobamos, e intentamos seguir adelante. En el experimento sin cesar que es una vida, nos gustaría pensar que sabemos qué hacemos —pero no. Hacemos, está claro, experimentos.

 

La palabra experimento acepta —como debe— definiciones varias, pero todas coinciden en decir que se trata, en síntesis, del conjunto de pruebas necesarias para saber si algo funciona o no: maneras de buscar. Experimento supone incertidumbre, y las personas siempre le escaparon. Contra la incertidumbre inventaron las religiones, las diversas certezas, los rituales: lo que fuera para no reconocerla.

 

Así, a puro miedo, creyeron que sabían lo que eran y lo que debían ser, y ni pensaban en cambiarlo. Un dios les había dicho todo; no tenía sentido buscar más. Hasta que sí empezó a tenerlo: muchas de esas cosas que el dios había inventado eran insoportables —tantos males, los reyes, el sudor, la injusticia— y empezaron a ensayar remedios: a hacer experimentos. Se arriesgaban: los curas, cuando los descubrían, los encerraban y torturaban y quemaban. Pero siguieron adelante: intentaron experimentos con los cuerpos, máquinas, maneras; buscaron, fueron cambiando todo aquello que tantos consideraban inmutable: supieron que saber es una búsqueda sin fin. Hace dos o tres siglos la palabra experimento se volvió una clave.

 

Esas personas construían aquello que, con el tiempo, se llamó “método científico”. El método científico —el juego del ensayo y el error— necesita de los experimentos para saber qué es error y qué no: alguien piensa algo, cree que algo es así o asá, pero nadie tiene por qué creerle hasta que esos experimentos lo confirman. El experimento —el intento— es lo que hace que la ciencia sea lo contrario de la religión: la conciencia de que sabemos casi nada frente a la pretensión de que unos pocos saben todo.

 

Somos incertidumbre pero tratamos de olvidarla: negar que es la materia de la que estamos hechos. Preferimos vivir creyendo que sabemos, que hay cosas que son seguras y garantizadas. Hasta que algo nos sacude y nos obliga a recordar que no es así: que todo es un experimento. Una peste, digamos, un cataclismo: maneras de romper con las ideologías de la magia. En Lisboa, en 1755, un terremoto mató a decenas de miles de personas. Era el día de Todos los Santos y tantos muertos estaban en iglesias escuchando misas: nadie entendió por qué aquel dios masacraba a sus fieles. El terremoto de Lisboa sacudió las mentes europeas: pocas cosas influyeron tanto en la construcción de esa conciencia crítica que terminaría, décadas después, en la Revolución Francesa. Las garantías de la religión —y los reyes que esa religión imponía— se estaban derrumbando.

 

Ahora, en estos días, la peste nos puso en otra encrucijada. Nos demostró que la seguridad que suponemos puede romperse de un día para otro —y nos obligó a definir cómo reconstruirla. Por milenios, la primera reacción de muchos frente a tanta amenaza habría sido la superstición: más misas, rogativas, procesiones, súplicas. Ya no: el 13 de marzo de 2020 el vicario del Papa en Roma, la capital católica, cerró sus 900 iglesias para evitar contagios. Fue una fecha decisiva, que alguna vez estará en los libros de historia.

 

Faltos de magia, nos resignamos a la ciencia; quebradas las certezas, a la duda. No sabemos, sabemos que no sabemos, vivimos un gran experimento: nos prestamos con avidez a una vacuna que nadie había probado. Somos un gran experimento —y nos aterra, pero sabemos que no tenemos más remedio. Salvo algunos trogloditas, los hombres y mujeres asumimos que solo la ciencia podía salvarnos de esta —y que la ciencia no es segura: ofrece probabilidades. Lo que empezó en Lisboa se extendió: necesitábamos, quizás, esta peste para acabar de confirmarlo. El mundo entero, en estos días, aceptó que todo era un experimento y, más aún, que el experimento es la forma de la vida; que nadie sabe y que saberlo es la única manera de quizás, alguna vez, aprender algo.


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24 diciembre 2021

“Flying west”

Ha empezado a afligirme el impredecible periplo que pudieran transitar un par de mis más queridos amigos, a quienes he tenido muy cerca en el último medio siglo de mi vida. Ellos han sido parte de aquellos "otros hermanos" que me regaló la vida; y hoy, son amigos entrañables que se preparan para lo que los pilotos norteamericanos llaman en forma eufemística: “to fly west”: “volar hacia el ocaso", "marcar rumbo hacia Occidente" o "poner proa hacia el sol poniente”.

 

Entré al prodigioso mundo de la aviación hace más de medio siglo. No lo hice por decisión propia, respondí a la propuesta generosa de otro aviador, quien me invitó a acompañarle. Tan pronto como pasé a formar parte del nuevo gremio, uno particular y diferente, tuve que aprender un nuevo “lingo”, se trataba de una jerga especial y distinta: la jerigonza de la aviación. El piloto no dice “comprendido”, dice “Charlie, Charlie”; no expresa un “recibido”, enuncia un “Roger”; no dice “alto y claro”, dice “cinco por cinco”; no desea un buen día, desea “cielos azules o despejados”; no emite un “saludos”, dice “siete tres”; no expresa “espere un momento”, dice “QAP”. Mi instructor, en la academia de vuelo, no me decía “vamos a volar”, decía “let’s kick the tires and light the fires” (“pateemos las ruedas y encendamos el fuego”). El piloto no transporta un supernumerario, lleva un “deadhead“ (un “cabeza muerta”); no dice que alguien falleció, sino que “se fue al oeste” (“he flew west”).

 

Lo triste, lo más triste, volviendo a mis amigos, es que saben lo que les espera; ellos saben o, al menos, sospechan que les queda poco tiempo de vida. En el fondo, también saben, pero sin querer olvidan, que a todos mismo nos queda ya poco tiempo de existencia… ¿Qué puede uno decirles, a más de acompañarlos en su calvario, de tarde en tarde? ¿Cómo ayudarles a superar o, al menos, aminorar, esa su sensación de desesperante impotencia? Solo me animo a recordarles una breve frase que, travieso, solía repetir mi difunto hermano Adrián: “Quien va al anca, no va atrás”; o, quizá, a participarles de mi convencimiento, que lo que importa no es ya el tiempo que queda, que los días son solo un guarismo de la cronología, que lo que de verdad cuenta es la intensidad cómo vivieron sus días, las pasiones o sentimientos que abrigaron, las ilusiones que hicieron crecer, los desafíos que se impusieron…

 

Ir hacia poniente, al ocaso (la caída del sol) o hacia Occidente, es una manera figurada de representar el cese de nuestra existencia. Quien inventó aquello de que alguien “went west” (se fue al oeste), no lo hizo durante el vertiginoso desarrollo de la aviación, iniciado a comienzos del siglo pasado. Aquello incluso trasciende el período de las grandes guerras (hay quienes dicen que inventaron los pilotos de la II Guerra Mundial). La verdad es que su uso bien pudiera ser parte de los más tempranos decires de los albores de la humanidad, de la misma historia del hombre. Desde siempre la caída del sol ha simbolizado el final de la vida de una persona. Aquella tierra del sol poniente, siempre fue, en muchas culturas, algo así como la morada de los que se nos adelantaron al Paraíso. Así, la caída del sol fue una suerte de símbolo de algo que desaparecía, para volver a asomarse en el nuevo amanecer.

 

He leído que la idea de relacionar el ocaso con la vejez y la muerte, pudiera venir de los romanos y que no deja de existir una curiosa coincidencia: la palabra Occidente viene de la voz latina “occidere”, que también tiene un significado alternativo (aunque no está relacionado) que se traduce como matar; por algo, a quien muere como víctima de un asesinato se le dice “occiso”. Occidente está relacionado con algo que cae, que declina, que se hunde o se desploma, que llega a su ocaso. He aprendido que para los celtas, el occidente estaba emparentado con el fin del mundo y con la muerte. No es coincidencia que la parte más occidental de Galicia (que a su vez querría decir tierra de los celtas”) se dio en llamar Finisterre (“tierra del fin del mundo” o “el final de la tierra”).

 

Muchas antiguas civilizaciones, como egipcios, hebreos, griegos y romanos, creyeron en el “inframundo” (un mundo que quedaba debajo de la tierra); conjeturaron que si aquél lugar existía, el mismo debía tener una puerta de ingreso. Unos se imaginaron que el lugar donde caía el sol era la morada a donde se dirigían las almas de los difuntos. Pero no todos creyeron lo mismo: para otros, mencionar aquello del inframundo o bajo mundo, significaba un lugar desgraciado que lo identificaron con el infierno, un sitio al que solo iban los perversos. Al oeste, en cambio, se lo identificaba con el Paraíso, un lugar para los virtuosos y valientes, un territorio en donde aquello de “gozar del descanso eterno” no era más que otro circunloquio que disimulaba la aspiración del hombre de todos los tiempos: aquella de poder gozar de un privativo lugar donde se pudiera disfrutar de lo que no siempre se tuvo en la tierra. Y eso solo se lo podía conseguir cuando se viajaba con singladura hacia el Occidente. ¡Due west!


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21 diciembre 2021

Cándidos y candidatos

Es probable que la primera palabra con la que reemplacé la voz ingenuo fue cándido, quizá sin caer en cuenta que cándido también (y sobre todo) quiere decir inocente. Esta reflexión viene a cuento de lo publicado en días pasados en “La palabra del día” de Ricardo Soca, que copio más abajo, donde se menciona la etimología de la palabra candidato, la misma que en forma curiosa viene de candidatus, personaje que no es quien se postula o propone para una función, dignidad o cargo, sino quien, para hacerlo en la antigua Roma, se vestía una túnica blanca (candida) para distinguirse como tal, queriendo demostrar con ello honradez y candor para ser considerado para la posición que, como aspirante que era, pretendía conseguir.

 

No deja de ser curioso que, con el paso del tiempo, las palabras puedan ir significando algo no solo diferente sino incluso contradictorio y hasta paradójico. Hoy en día lo que un candidato representa o trata de reflejar es cualquier cosa menos inocencia, ingenuidad o candor. De hecho, nadie espera tampoco que un candidato trasunte con su actitud que es un sabido o un sapo vivo, pues más bien aspira a ganarse la confianza de sus electores demostrando con sus entrevistas y presentaciones que es coherente y articulado;  asimismo, lo que trata es de vender una imagen de listo e inteligente, de ingenioso y perspicaz. No le iría bien si trataría de exhibir que es todo un paradigma del candor. Debe reflejar su integridad, pero transmitir sagacidad.

 

Son palabras parecidas, pero un candidato no puede, no deber ser un “candidote”…

 

Revisemos lo que dice “La palabra del día” en su página de elcastellano.org:

 

Candidato:

 

“Se denomina así a la persona que pretende alguna dignidad, honor o cargo. Con la extensión de la democracia desde la segunda mitad del siglo xviii, la palabra candidato es hoy harto conocida en toda la comunidad hispano hablante. No era así en el siglo XVIII, como permite comprobar el Diccionario de autoridades, que define: Es el que pretende y aspira o solicita conseguir alguna dignidad, cargo, o empleo público honorífico. Es voz puramente Latina y de rarísimo uso.

 

Candidato procede del latín candidatus, ‘el que viste de blanco’, derivado del verbo candere ‘ser blanco’, ‘brillar intensamente’, voz con la que se designaba en Roma a quienes se presentaban como aspirantes a cargos públicos. En el ritual político romano, los candidatos debían cambiar su habitual toga por una túnica blanca llamada candida con la que se exhibían públicamente para manifestar la pureza y la honradez esperables en los hombres públicos.

 

Candere procede de la raíz indoeuropea kand- o kend- ‘brillar’, de la cual provienen palabras tales como candelabro, candente, candela, cándido, incandescente, incendio, etcétera. Ningún derivado de candidus llegó hasta nosotros con significado directamente alusivo al color blanco, pero la blancura deslumbrante que la palabra latina candor expresaba en la lengua de los césares se mantuvo en el español candor, con el mismo sentido de ‘sinceridad, sencillez y pureza de ánimo’ de la palabra en latín. El  diccionario académico  menciona ‘suma blancura’ como acepción de candor, pero en la práctica se usa muy poco con esa denotación.

 

Las velas, candelas o cirios se llamaban candela en latín, en alusión al brillo que provenía del calor; de ahí la palabra candente, que en latín significaba ‘blanco o brillante como consecuencia del calor’, y la castellana incandescente”. Hasta aquí la referencia.

 

Volviendo a nuestro comentario, se dice que la mujer del César no solo debe ser honesta sino también parecerlo. Algo similar sucede con el hombre público: si es candidato, porque un día probará su entereza cuando llegue a convertirse en prominente funcionario; y, si ya lo es, porque debe mantener una imagen intachable de hombre probo, digno y honesto. En nuestros días nadie va a pedirle que vista una túnica blanca, como en la antigua Roma, pero debe ganarse la confianza de quienes dirige con un desempeño exento de procedimientos sinuosos o irregulares, con un accionar carente de añagazas y trafasías, dispuesto a actuar siempre con rectitud, ponderación y decencia, con absoluta entereza e integridad.

 

Sería un cándido quien crea que puede actuar con cinismo e hipocresía, y no con probidad.


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17 diciembre 2021

"Let it be"…

Era el verano del 68. Como miembro del Movimiento Palestra, fui designado para viajar a Caracas como parte de un intercambio, diseñado para preparar a un grupo de muchachos que debían actuar como dirigentes juveniles. Me tocó en suerte repartir mi estadía en las residencias de tres de los dirigentes que habían venido a fundar el movimiento en Ecuador. Es curioso, sé que han pasado más de cincuenta años, pero hoy solo puedo recordar dos de sus nombres. Aquella fue una experiencia precoz y formidable: yo tenía a la sazón dieciséis años, pero el viaje fue, a la vez, un descubrimiento y una epifanía; exploré el país más pujante que había en esos años en América Latina y, sobre todo, me di cuenta que era hora de prepararme para la vida y de anticipar el resto de mi formación.

 

Uno de ellos se llamaba Juan Bautista; era alto, bondadoso y bien parecido, la suya era una familia de gente amigable y generosa; su padre era uno de los principales arquitectos del sistema subterráneo de transporte público que por aquellos años se estaba construyendo en Caracas. Me trataron en su casa como a un hijo. Quince años después, tan pronto como tuve los medios y la oportunidad, hice un viaje con mi familia para expresarles mi perenne gratitud, por la forma pródiga y gentil con que siempre me atendieron. Creo que aún conservo el libro de Ignace Lepp que me obsequió y dedicó su guapísima hermana mayor, a quien apodaban de Nenena. Juan Bautista era no solo un muchacho afable y servicial, era un consumado artista: cantaba, tocaba la guitarra, componía canciones y era un gran admirador del grupo que estaba de moda: los Beatles, o Escarabajos, de Liverpool.

 

Nos habían dado a compartir la misma habitación cuando me hospedé en su casa, de modo que fue inevitable estar expuesto a un tipo de música que poco a poco se me fue haciendo familiar. Por esos mismos días había salido el último “hit” de los populares melenudos, dicho éxito de ventas se conocía como “Hey, Jude”. Puedo confesar que hasta que tuve oportunidad de vivir en casa de los magnánimos Michelena, jamás se me había ocurrido poner atención a otra cosa que al ritmo y la melodía de las canciones de aquellos músicos británicos. Fue solo ahí, en casa de Juan Bautista, que fui valorando la letra y el mensaje de esas melodías que muchos creían que solo eran “música para bailar”. Más tarde habrían de hacerse muy populares otras tonadas como “Imagine” de John Lennon o “Let it be” de Paul McCartney.

 

“Let it be” no tiene una traducción complicada, si se lo hace literalmente. Puede interpretarse como “deja que ocurra”, “deja que suceda” o “deja que las cosas sigan su curso”; sin embargo, es como modismo, como frase adverbial o como expresión, que puede contener un enorme número de diversos significados, como: “no te preocupes”, “no le hagas caso” o “no le des importancia”; quizá un “no le pares bola” y hasta un “a ti qué te importa”. Todo, para incluso admitir uno que estuvo haciendo roncha hace pocos meses en la política ecuatoriana: aquél de “a mí qué ch(uros)”, forma un tanto prosaica e inelegante de comunicar lo mismo: “¡Let it be!”

 

Cuando me encuentro en momentos duros,

El recuerdo de Mary, mi madre, viene a mí,

Hablándome palabras de sabiduría,

No le pares bola (“Let it be”).

 

Y cuando la noche esté nublada,

Todavía hay una luz que brilla en mí,

Ella brilla hasta el nuevo amanecer,

Deja que lo haga (“Let it be”).

 

Claro que hay formas más poéticas de enunciar lo mismo, de espetar aquel “deja que ocurra”. Nuestros catálogos de adagios y refranes están llenos de expresiones o aforismos parecidos: “A palabras necias, oídos sordos”, “Los perros ladran, Sancho, señal es de que cabalgamos” (este último atribuido a Cervantes, aunque nunca lo pude localizar y menos confirmar). Todos llevan similar mensaje: no vale la pena hacer caso a quienes solo quieren inquietarnos o hacernos mal, a aquellos que nos quieren fastidiar o incordiar. No hay que olvidar que a la infamia y la calumnia hay que darles el mismo tratamiento que al agua que no moja: dejarla resbalar… Hoy quizá nos han de perseguir, y quizá hasta acosar, pero “a ti qué te importa” (“let it be”). A fin de cuentas, “muerto el perro, se acabó la rabia” (so, relax… “Let it be”).


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14 diciembre 2021

La onomástica y sus caprichos

Me cuenta mi amigo Darío (yo le digo Diario) que el nombre del primero de sus hijos es muy común en su patria y que en Italia existe una especie de consagración del país a San Martino, quien no es otro que un santo polaco que en la madurez de su vida fue nombrado obispo de la ciudad francesa de Tours, por lo que es más conocido como San Martín de Tours. Este santo es el mismo militar romano que en su juventud se apiadó de un mendigo a quien obsequió la mitad de su capa para protegerlo del frío. En efecto, existen, en las provincias italianas, no menos de veinte poblaciones que llevan el nombre del santo. Darío vive en ese pueblito avecinado al aeropuerto que conocemos por el nombre de Tababela, es un insigne cocinero a cuyo bondadoso talento debo que mis frugales almuerzos sean sanos y variados.

 

La pandemia, igual que a muchos, obligó a Darío a readaptar sus planes, le hizo cerrar su acogedora “trattoria” a donde yo iba de tarde en tarde. Hoy está dedicado a  la siembra de duraznos y alfalfa, aunque mantiene y atiende un local improvisado si se le anticipa con una llamada, si es que se quiere ir a visitarle. Él no ha descuidado el horno y sus peroles, pero puede decirse que ahora antepone el cuidado de su propiedad, las palas y los azadones. Hay en su feraz terreno árboles frutales, aves de corral, unas pocas ovejas y hasta una vaquilla díscola y mal acostumbrada que entiende las rogativas y admoniciones del buen Darío. Pero todo eso él lo deja a un lado cuando tiene que amasar sus pizzas y calzones, o preparar sus “tortellinis” y “gnochis”. Los ingredientes son siempre frescos y de preferencia importados.

 

“Diario” quiere pasar por campesino local. Mas, su dicción del castellano y algo peculiar en su apostura lo denuncian como europeo. Su abuelo materno habría sido ecuatoriano, pero él no podría disimular la impronta que ha dejado en sus rasgos aquello de su ancestro europeo. Inútil, por lo mismo, mencionar el remoquete que le he dado y no recordar que día se dice “giorno” en su lengua y que “agiornamento” significa actualización, literalmente “ponerse al día”, en idioma tan musical, seductor y fascinante como es el suyo. Darío ha hecho pareja con una atractiva muchacha del lugar, cuyo nombre pronuncia como Hélena –cual si fuese palabra esdrújula– y ha engendrado con ella dos hijos que llegan de la escuela a la misma meridiana hora que lo visito para saborear los frutos de sus trasiegos culinarios.

 

Por ahora, mi amigo privilegia su tiempo a la atención de sus faenas agrícolas; no lo culpo, la incertidumbre que ha generado la pandemia ha hecho que las personas demos prioridad a asuntos que se proyecten en el tiempo como estables y más rentables. La propiedad está bien ubicada y el terreno es plano y aventajado; como Darío no dispone de asistencia laboral de carácter permanente, ha asignado buena parte de su tiempo a su mejoramiento y cuidado. La ausencia de linderos hace que el tamaño real de su finca luzca indeterminado. No representa un tamaño despreciable, ni mucho menos: columbro que su extensión se aproxima a una hectárea, lo cual en los tiempos que corren y la cercanía que la propiedad tiene con el aeropuerto, le dan un valor intrínseco que respaldaría la aspiración de cualquier vecino.

 

El hijo menor, a pesar de su incipiente edad, luce más altivo e inquieto. Lo han llamado Héctor, igual que el héroe troyano que muriera en manos del Aquiles, pero no en honor a Héctor Berlioz, el compositor romántico francés, y ni siquiera usando la versión italiana (Ettore). No escapa tampoco a mi conocimiento que el nombre quiere decir “el que posee”, y no dudo, que el travieso Héctor, un día cercano, definitivamente poseerá… Pero no lo han llamado así por razones relacionadas con la preferencia o el parentesco, los motivos que tuvo Darío estuvieron alimentados por su debilidad por la música caribeña y por su gusto por las canciones del folclore argentino; son respuesta a su admiración por dos cantautores del continente que lo acogió. Ellos también fueron registrados un día con ese nombre de Héctor.

 

Se trata de Héctor Juan Pérez Martínez (nacido en 1946 en Ponce, Puerto Rico) y de Héctor Roberto Chavero Aramburu (nacido en Pergamino, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1908), ambos fueron famosos, admirados y queridos, aunque apuesto –cien a uno– a que muy pocos, quizá ninguno, de mis asiduos lectores tendrá idea de quiénes estamos hablando y tampoco de que estos fueron los nombres con los que ellos fueron inicialmente conocidos. Se trata, en el primer caso, de un formidable cantante de salsa que por mucho tiempo hizo dupla con Willie Colón, fue el compositor de “Pedro Navaja” y era mejor conocido como Héctor Lavoe (sin acento en la e), llamado así por que era conocido con el apodo de “La voz”. En cuanto al otro, se trata del autor de famosísimas canciones, como “Los ejes de mi carreta” y de “El arriero va”. Su nombre artístico: Atahualpa Yupanqui.


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10 diciembre 2021

Mi Virgen y yo *

* Escrito por Almudena Grandes. El País Semanal. 20 de noviembre de 2021

 

Para todo en esta vida, hasta para ser Virgen Santa Patrona Coronada y ascender a los cielos, creía yo que hace falta tener un poco de suerte.

—¿Y tu nombre?

—Es el de la Patrona de Madrid.

—¡Anda ya, niña! La Patrona de Madrid es la Paloma, lo sabe todo el mundo…
Así año tras año, siglo tras siglo, y eso que mi Virgen ha hecho milagros muy antiguos, algunos bonitos de verdad.

 

La tradición clásica se remonta a 712. Entonces, ante la perspectiva de una conquista árabe de la ciudad —esto es más bien confuso porque Madrid la fundaron precisamente los árabes, pero las leyendas son así—, los madrileños decidieron esconder la Virgen en la muralla de la ciudad, con dos velas encendidas. De ahí proviene nuestro nombre, Almudena, corrupción del árabe Al-Mudayna, que significa la ciudadela y proviene a su vez de Medina, la ciudad. El caso es que los devotos la escondieron muy bien, tan requetebién que al cabo de unos años ya nadie sabía dónde estaba. Cuando en el siglo XI el rey Alfonso VI decidió reconquistar —o conquistar, esto sigue siendo confuso— la ciudad, los madrileños organizaron procesiones y rogativas para intentar encontrarla, pero Almudena se resistió.

 

La máxima expresión de longevidad que mi madre era capaz de concebir acerca de un lugar, una persona o un acontecimiento consistía en dictaminar que era más viejo que el Canalillo. Sólo en segundo lugar mencionaba la Cuesta de la Vega, que se extiende sobre uno de los barrancos que actuaron como defensa natural de la vieja ciudad árabe, y sigue comunicando la calle Mayor con el río Manzanares. Mi madre se equivocaba, porque la Cuesta es mucho más antigua que el Canalillo, hasta el punto de que en el siglo XI los devotos tuvieron que recorrerla hasta cinco veces hasta que un fragmento del muro se derrumbó, dejando a la Virgen a la vista. Tres siglos después de haber sido enterrada, no sólo estaba limpia y espléndida. Las velas que la flanqueaban seguían encendidas. Pues ni con eso se ganó el crédito de patrona de Madrid.

 

Su definitivo éxito fue más raro todavía que las velas encendidas durante 300 años. En plena movida madrileña, cuando nada se llevaba menos que las vírgenes y a lo sumo triunfaban las verbeneras, Paloma por supuesto a la cabeza, el gobierno de Joaquín Leguina tuvo que afrontar el calendario festivo definitivo de la Comunidad. Y entonces, no me acuerdo del motivo concreto, Paloma resultó inviable, porque coincidía con otra fecha o algo así. Hasta que alguien recordó a esa Virgen tan sosa, sin pasodoble, sin verbena, sin tradiciones, perdida a mediados de noviembre, y como no había otra, pues esa fue. ¿Cambió algo? No. La gente tardó años en recordar el nombre de la patrona de Madrid y aun hoy son más los que no se acuerdan.

 

Mala suerte, he pensado durante la mayor parte de mi vida y sin embargo ahora ya no estoy tan segura. Miro el Madrid que viene, con todos sus multimillonarios extranjeros, con la última definición del alto standing, con sus barrios invivibles para la gente normal, con el obsceno derroche de luces navideñas en plena crisis de consumo eléctrico, con Ayuso y su chulería, con Almeida y con la suya, y me digo, pues mira, Almudena, guapa, mejor quedarnos aquí, en esta esquina donde llevamos tantos siglos tapaditas. Si lo nuestro nunca ha sido llamar la atención, ¿para qué vamos a empezar ahora? Fíjense si somos discretas que sólo se me ha ocurrido escribir este artículo precisamente el día de la Almudena, 9 de noviembre de 2021. Cuando ustedes lo lean, media España estará tocando la pandereta y muchos no entenderán nada de esta historieta medieval e incomprensible.

 

Y sin embargo Madrid habrá avanzado otro trecho hacia lo que nunca debería haber sido y nunca debería llegar a ser. La envidia de Europa, dicen. Una pequeña Nueva York de neones horteras, sin personalidad propia más allá de los churros. Las tiendas de la milla de oro estarán repletas de ricos gastando sin parar. En otros barrios, no quiero ni pensar. Lo único que sé es que mi Virgen y yo no tenemos nada que ver con esto. Ni ganas.

 

Nota: Madrid habría sido un cruce de caminos. Hay algo de controversia respecto al origen del nombre. El primer registro castellano la inscribe como Magerit, voz que vendría de magra que quiere decir cauce, y del sufijo romance “it” (proveniente del latín etum, con el sentido de abundancia). O quizá vendría del mozárabe matrice (pronunciado matrich) que equivale a matriz o fuente. Lo más seguro es que Magerit fue la arabización fonética de Matrich. Se dice que los dos nombres habrían coexistido entre las comunidades cristiana y musulmana que, asimismo, vivían en barriadas separadas por un arroyo. De ahí vendría la costumbre de decir “los Madriles”. AVM.


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07 diciembre 2021

Algo de “el olvido que ya somos”…

No he visto a mi amigo Eddie por casi cincuenta años: le perdí totalmente la pista, alguien me dijo que se habría ido a vivir en Guayaquil. Su padre fue un prestigioso aviador militar a quien se le atribuye la construcción de algunas de las pistas de aterrizaje que se hicieron en el Oriente hacia mediados del siglo pasado; fue también legislador por varias de las provincias orientales y procuró, por medio de sus renovados empeños, asignaciones gubernamentales para fortalecer su desarrollo. Hoy en día, el aeropuerto de Macas y una importante calle de Quito llevan su nombre. Pocos saben que ese nombre es el de alguien que mucho aportó para el progreso de la aviación nacional. Hoy he querido dedicar una breve reseña a su memoria.

 

Edmundo Carvajal había nacido en Guayaquil en septiembre de 1912. Habría estudiado en la escuela Numa Pompilio Llona y, más tarde, cursado la secundaria en el Vicente Rocafuerte. Luego de un par de años que ejerció como maestro, Carvajal habría iniciado estudios de arquitectura en la universidad. Pronto, sin embargo, se habría dejado seducir por el embrujo de la aviación y participado en un llamado para un curso de pilotos civiles, organizado por el Colegio Militar en Quito. Así, contando ya con 25 años, habría obtenido una beca para viajar a Venezuela con el objeto de formarse como piloto militar. En 1938 habría retornado al Ecuador y, no obstante su condición de subteniente de la Fuerza Aérea, habría colaborado con una empresa precursora de la aviación nacional: SEDTA, Sociedad Ecuatoriana de Transportes Aéreos.

 

Para 1942, ya con el grado de capitán, el distinguido oficial viajaría a Corpus Christi, Texas, donde completaría sus estudios como piloto naval, obteniendo la primera antigüedad. Fundada en 1943 la Comandancia General de Aeronáutica, precursora de la FAE, sería designado Jefe de Bases y Aeropuertos y, más tarde, Jefe de Operaciones. Por estos mismos años fue elegido también diputado, en representación de la institución armada. En 1945 sería designado Agregado Aéreo en Washington, función que habría de desempeñar por tres años. Es entonces cuando el gobierno del presidente Velasco Ibarra se interesó por la adquisición de un lote de aeronaves americanas que habían quedado como sobrantes de la Segunda Guerra Mundial. Así se adquirió una cuadrilla de doce aviones P-47 que volaron al Ecuador al mando del ahora ya Teniente Coronel Edmundo Carvajal.

 

Poco después, sería designado Comandante General de Aeronáutica, en su relevo fue ascendido al grado de Coronel. Es cuando, contando con la ayuda del mayor e ingeniero Francisco Sampedro, Carvajal pone su primordial empeño al servicio de la construcción de una serie de pistas en el Oriente; sobresalen Tena, Macas, Sucúa, Gualaquiza, Chupianza (Méndez) y Zamora, al tiempo que se negocia la pista lastrada de Río Amazonas (Shell Mera) con la empresa petrolera Shell Oil. Estas pistas se construyeron con el aporte de los moradores locales, y no solo sirvieron para la operación de avionetas sino también para la de los inolvidables Douglas C-47 Dakota, conocidos con el nombre comercial de DC-3.

 

En 1951, último de su ejercicio como Comandante General, Carvajal habría tenido un accidente en Gualaquiza que estuvo a punto de costarle la vida: estando en plena maniobra de despegue, el avión habría capotado (probablemente habría interrumpido la carrera) y el AT-6 se habría clavado de morro en la pista. Le acompañaba otra vez Sampedro, quien pocos días antes había realizado una expedición a la renombrada Cueva de los Tayos.

 

Entre 1950 y 1957,  el ahora coronel retirado, habría vuelto al Congreso en representación de Santiago Zamora. En este lapso, y en forma temporal, el ex oficial fue contratado por la línea venezolana Aeropostal, con la que realizó vuelos de carácter internacional. En 1960, ya de vuelta al Ecuador, Carvajal sería elegido senador por Morona Santiago; entonces dio impulso a la construcción de la carreta Guamote–Macas. Sin embargo, permaneció en esa dignidad solo hasta julio de 1963, cuando un golpe militar disolvió el Congreso y derrocó al presidente Arosemena Monroy. Al cabo, se incorporó a ATESA, por invitación del Cap. Cristóbal Drexel.

 

La tarde del viernes 17 de enero de 1964, cuando ya tenía ocho hijos, 20.000 horas de vuelo y recién contaba con cincuenta y un años de edad, Edmundo Carvajal realizaba un vuelo de retorno desde Sucúa a Quito, volando una Cessna 185; le acompañaba una joven religiosa y cumplía con un vuelo transportando carne faenada. De pronto, el mal tiempo se hizo general en todos los rincones de la Amazonía –una “turbonada”, llamaban los pilotos–, Carvajal salió de Sucúa y parece que intentó aterrizar en Pastaza. Nunca se logró saber nada más de él.

 

Nota: este es un breve resumen de una reseña del blog de Historia Militar Ecuatoriana.


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03 diciembre 2021

Entre la ceguera y la arbitrariedad

Todo aquello parece la increíble y triste historia de una preferencia desleal… estuve tentado a intitular la entrada como “Elogio de la estupidez” (confiando en que a nadie se le hubiese ya ocurrido). Paso por ese lugar entre dos y cuatro veces diarias, y la verdad es que no lo había notado: el nuevo hotel, recién inaugurado y ubicado a solo cinco kilómetros del aeropuerto quiteño -no me lo van a creer-, no tiene acceso vehicular autorizado a la vía pública, ni de entrada ni de salida. No solo que no se les ha ocurrido facilitarle un medio de ingreso desde la vía de retorno del terminal aéreo (un corte en el parterre para evitar el ir a volver del redondel de la E35), sino que le han impedido, vía resolución, el tránsito hacia el colector. ¿Se intenta acaso favorecer al otro hotel que ya existe?

 

A ver si lo entiendo, porque para explicarlo, resultaría difícil: el hotel Holiday Inn, ubicado junto al Colector de Alpachaca, a un minuto de la Aduana (Tabacarcen) y cinco del terminal aéreo, no tiene autorización para disponer de una vía interna, tanto de ingreso como de egreso, para conectarse desde sus instalaciones con la vía pública. No solo eso, la orden llegó a sus constructores cuando ya habían terminado la obra muerta y, si no abortaron el proyecto, fue por que la inversión ya había sido demasiado alta, y esperaban la posibilidad de que la decisión pudiera revertirse. Quizá las autoridades no se fijaron a quién perjudicaban (quién sabe), el caso es que la decisión no tuvo ni tiene patas ni cabeza. Todo ello es para no creer, constituye un solemne despropósito; es verdaderamente para ser publicado por Ripley!

 

La verdad, ni yo mismo había caído en cuenta y fue de forma inopinada que un día lo advertí. Una mañana quise averiguar si disponían de algún plan especial de servicio de almuerzo; así que me detuve, y al ver que no se podía ingresar, utilicé una rampa ad-hoc que se ha construido para las busetas (el “shuttle bus”) del hotel. Entré entonces al edificio, solo para confirmar que el acceso vehicular estaba proscrito…

 

Soy un enamorado del turismo; aprecio ese apostolado de servicio que es la organización turística. El turismo es una de las industrias más sacrificadas, pero también más apasionantes que existen. Tenemos uno de los países más hermosos del Planeta, pero hay todavía mucho por hacer en Ecuador. El turismo es, además, una actividad incomprendida, de la que siempre se habla mucho, pero no se le sabe dar el respaldo y apoyo que se merece. Por todo ello, es incomprensible lo que vive este hotel; y me extraña más todavía, que el tema no haya trascendido, que aquello a nadie parezca importarle. ¿Cómo puede ser esto posible?

 

Quien quiera llegar desde el terminal al hotel por propios medios, debe salir del aeropuerto y conducir hasta el redondel de El espejo; luego, debe virar a la izquierda y avanzar por unos quinientos metros hacia El Quinche, entonces virar en U por unos cuatrocientos; luego debe tomar por derecha por cinco kilómetros, siguiendo una especie de ruta paralela al Colector de Alpachaca, hasta llegar al ingreso posterior del Holiday Inn. No hay otra alternativa, ni de entrada ni de salida. La única otra opción sería volverse desde El espejo y solicitar servicio de “valet parking” en la rampa utilizada por el referido servicio de “shuttle” del propio hotel.

 

Para quienes ansiamos el desarrollo turístico del sector, el escollo se nos antoja absurdo e inconveniente. Entendemos que la disposición apunta a un propósito de seguridad vial; sin embargo, esto bien pudiera gestionarse con señalización adecuada, medios de advertencia y conceptos de ingeniería debidamente aplicados. Nada que no pueda ser implementado. Parte del derecho a la propiedad, es poder utilizar el propio espacio, sus frentes e ingresos. Lo que existe, como probable ordenanza, es justamente lo contrario: un impedimento para este tipo de iniciativas, que no solo aportan a la comodidad del turista, sino que incluso apoyan el desarrollo comercial del propio aeropuerto. Un hotel es siempre un complemento, nunca una desventaja, peor un óbice o un obstáculo. No creo, tampoco, que se trate de una condición impuesta por los vecinos. La reflexión inevitable es la de que las entidades públicas están en la obligación de dar facilidades para asegurar el éxito de toda inversión de carácter turístico. Del mismo modo, deben promover la igualdad de oportunidades para los inversionistas.

 

Es importante apoyar los esfuerzos de la empresa privada; y comprender que medidas como la comentada solo entorpecen y restan estímulo para estos esfuerzos. En realidad ¿a quién molesta un paso directo entre el hotel y la vía, a quién perjudica? Siento que los verdaderos perjudicados son los usuarios del aeropuerto y, en el fondo, todos aquellos individuos que gastan su dinero para recompensar el esfuerzo de quienes hacen verdadero turismo. Aquello que se ha dispuesto, perjudica al turismo. Es inconveniente, y muy probablemente inconstitucional; no da otra opción al turista y no favorece al interés del propio aeropuerto.


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