24 diciembre 2021

“Flying west”

Ha empezado a afligirme el impredecible periplo que pudieran transitar un par de mis más queridos amigos, a quienes he tenido muy cerca en el último medio siglo de mi vida. Ellos han sido parte de aquellos "otros hermanos" que me regaló la vida; y hoy, son amigos entrañables que se preparan para lo que los pilotos norteamericanos llaman en forma eufemística: “to fly west”: “volar hacia el ocaso", "marcar rumbo hacia Occidente" o "poner proa hacia el sol poniente”.

 

Entré al prodigioso mundo de la aviación hace más de medio siglo. No lo hice por decisión propia, respondí a la propuesta generosa de otro aviador, quien me invitó a acompañarle. Tan pronto como pasé a formar parte del nuevo gremio, uno particular y diferente, tuve que aprender un nuevo “lingo”, se trataba de una jerga especial y distinta: la jerigonza de la aviación. El piloto no dice “comprendido”, dice “Charlie, Charlie”; no expresa un “recibido”, enuncia un “Roger”; no dice “alto y claro”, dice “cinco por cinco”; no desea un buen día, desea “cielos azules o despejados”; no emite un “saludos”, dice “siete tres”; no expresa “espere un momento”, dice “QAP”. Mi instructor, en la academia de vuelo, no me decía “vamos a volar”, decía “let’s kick the tires and light the fires” (“pateemos las ruedas y encendamos el fuego”). El piloto no transporta un supernumerario, lleva un “deadhead“ (un “cabeza muerta”); no dice que alguien falleció, sino que “se fue al oeste” (“he flew west”).

 

Lo triste, lo más triste, volviendo a mis amigos, es que saben lo que les espera; ellos saben o, al menos, sospechan que les queda poco tiempo de vida. En el fondo, también saben, pero sin querer olvidan, que a todos mismo nos queda ya poco tiempo de existencia… ¿Qué puede uno decirles, a más de acompañarlos en su calvario, de tarde en tarde? ¿Cómo ayudarles a superar o, al menos, aminorar, esa su sensación de desesperante impotencia? Solo me animo a recordarles una breve frase que, travieso, solía repetir mi difunto hermano Adrián: “Quien va al anca, no va atrás”; o, quizá, a participarles de mi convencimiento, que lo que importa no es ya el tiempo que queda, que los días son solo un guarismo de la cronología, que lo que de verdad cuenta es la intensidad cómo vivieron sus días, las pasiones o sentimientos que abrigaron, las ilusiones que hicieron crecer, los desafíos que se impusieron…

 

Ir hacia poniente, al ocaso (la caída del sol) o hacia Occidente, es una manera figurada de representar el cese de nuestra existencia. Quien inventó aquello de que alguien “went west” (se fue al oeste), no lo hizo durante el vertiginoso desarrollo de la aviación, iniciado a comienzos del siglo pasado. Aquello incluso trasciende el período de las grandes guerras (hay quienes dicen que inventaron los pilotos de la II Guerra Mundial). La verdad es que su uso bien pudiera ser parte de los más tempranos decires de los albores de la humanidad, de la misma historia del hombre. Desde siempre la caída del sol ha simbolizado el final de la vida de una persona. Aquella tierra del sol poniente, siempre fue, en muchas culturas, algo así como la morada de los que se nos adelantaron al Paraíso. Así, la caída del sol fue una suerte de símbolo de algo que desaparecía, para volver a asomarse en el nuevo amanecer.

 

He leído que la idea de relacionar el ocaso con la vejez y la muerte, pudiera venir de los romanos y que no deja de existir una curiosa coincidencia: la palabra Occidente viene de la voz latina “occidere”, que también tiene un significado alternativo (aunque no está relacionado) que se traduce como matar; por algo, a quien muere como víctima de un asesinato se le dice “occiso”. Occidente está relacionado con algo que cae, que declina, que se hunde o se desploma, que llega a su ocaso. He aprendido que para los celtas, el occidente estaba emparentado con el fin del mundo y con la muerte. No es coincidencia que la parte más occidental de Galicia (que a su vez querría decir tierra de los celtas”) se dio en llamar Finisterre (“tierra del fin del mundo” o “el final de la tierra”).

 

Muchas antiguas civilizaciones, como egipcios, hebreos, griegos y romanos, creyeron en el “inframundo” (un mundo que quedaba debajo de la tierra); conjeturaron que si aquél lugar existía, el mismo debía tener una puerta de ingreso. Unos se imaginaron que el lugar donde caía el sol era la morada a donde se dirigían las almas de los difuntos. Pero no todos creyeron lo mismo: para otros, mencionar aquello del inframundo o bajo mundo, significaba un lugar desgraciado que lo identificaron con el infierno, un sitio al que solo iban los perversos. Al oeste, en cambio, se lo identificaba con el Paraíso, un lugar para los virtuosos y valientes, un territorio en donde aquello de “gozar del descanso eterno” no era más que otro circunloquio que disimulaba la aspiración del hombre de todos los tiempos: aquella de poder gozar de un privativo lugar donde se pudiera disfrutar de lo que no siempre se tuvo en la tierra. Y eso solo se lo podía conseguir cuando se viajaba con singladura hacia el Occidente. ¡Due west!


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