31 diciembre 2021

Entre el adiós y el olvido

Mi querida cuñada Eulalia (conocida por familiares y amigos, como Lalita), la mujer de mi siempre ecuánime hermano Luis Eduardo (para sus primos, "el Mullito"), creo que alguna vez me insinuó, con esa sonrisa cargada de tierna sabiduría que solo ella tiene, que “ya le deje descansar en paz” a mi nunca olvidada abuela Carlota. La verdad, he hecho lo que he podido, pues, contrario a lo que se pudiera pensar, reconozco que ella fue tan esencial en mi formación, que es justamente a ella, en forma muy especial, a quien debo los más importantes cimientos que apuntalaron mis valores, principios y carácter. Ella fue quien asumió, con dulzura y no disimulada pasión, la responsabilidad de nuestra formación (la de mis hermanos menores y la mía) y procuró transmitirnos sus preceptos y creencias.

 

Fue ella, con la compañía siempre bondadosa y tutelar de mi querida tía Anita, quien enfrentó la ausencia de esa mujer dulce y afectuosa que había sido mi madre y buriló en nuestras mentes y corazones, los que serían los derroteros morales que habrían de marcar los días de nuestra existencia. De ella aprendí las mejores virtudes y cualidades que, si hoy no las tengo, siempre procuré llegar a poseer: responsabilidad frente a la familia y la sociedad; solidaridad con los que más necesitaban; y empatía con aquellos que se sienten desvalidos.

 

Nunca le vi firmar con su apellido de soltera. “Carlota Vda. de Moncayo” era como firmada sus notas, esquelas y documentos; como conservando con una cuota de presunción el apelativo de la estirpe que había sido de su marido. Recuerdo que ella rememoraba, con una mezcla de candor y de nostalgia, a ese hombre que había sido tan reconocido en su tierra. La suya era una nostalgia por el único hombre que amó, aquel individuo de andar cadencioso y sereno cuya honradez y devoción lo habían convertido en referente de su Riobamba natal. Nunca supe ni cómo ni dónde se conocieron. Siendo ella oriunda de Cuenca nunca supe el porqué ni el cómo de sus iniciales encuentros. La abuela no “cantaba”; quiero decir: no hablaba como una cuencana tradicional. Aparte de ello, su hablar era más bien tranquilo cual dulce susurro, pero pronunciado con propiedad y con indefinido acento.

 

A ella escuché aquel “adió” o “adiós” tan distinto al que solemos utilizar para anunciar nuestras despedidas; era un adiós que denunciaba un auto reproche, una nota de fastidio ante un inesperado olvido. “Adió, me olvide de pasar por el correo”, “adió, no me acorde de ‘parar’ el arroz”, “adió, no pasé a pagar la pensión”; esas fueron sus formas asiduas y recurrentes de lamentar su mala memoria o su falta de prolijidad o, quizá, de reconvenirse a sí misma. Ese adió era una mezcla de lamento y de promesa, algo así como una advertencia y una forma de propia e íntima sanción ante el propósito de no dejar que otros asuntos interfirieran con el cuidadoso cumplimiento de sus asumidos compromisos. Era también como su elaborada persuasión, la de que no siempre son involuntarios los olvidos… Y así, con aquella misma indeliberada intención, aquel “adió” contagió también a sus hijos.

 

Por un motivo que desconozco, esa particular forma de adiós no aparece recogida en el diccionario, ni tampoco en la mayoría de los del habla local; hay en el DLE una acepción parecida en el sentido de expresar inconformidad o lamento (desilusión, desencanto o sorpresa, dice el diccionario): “adiós, se me pasó el transporte”, “adiós, se descompuso el computador”. Pero no hay nada, con excepción del diccionario de Miño-Garcés, que refleje el uso de ese adió, o de adiós, con el significado de reconocer un no deseado olvido. Ha sido, a pesar de ello, que hoy he escuchado una vieja melodía interpretada por un conocido cantante español que, al referirse a la palabra adiós, dice en forma textual: “no es una despedida ni un olvido”. Por ello me he preguntado si no se ha desdeñado esa vieja acepción, no por falta de uso, sino por pura desatención o simplemente por descuido.

 

Una tarde descubrí el motivo de por qué a la abuela le gustaba planchar de espaldas. Era que había aprendido a disimular su llanto y a esconder sus lágrimas, sin que nadie le tuviera que preguntar por la razón para que sus hermosos ojos azules estuvieran inundados de nostálgica melancolía… Extrañaba sin resignación a mi madre, la primera de sus hijas; ella le llenaba de ilusión. Nunca se imaginó que un día pudiera faltarle y jamás se preparó para tan prematura separación. Muchas tardes de sábado la acompañé al camposanto de San Diego; aquel fue por muchos años su ritual de despedida. “Adió –debe haberme dicho un día– creo que olvidé comprar pensamientos en el mercado, esas eran las flores que a ella le gustaban, eran las que mi hija adorada siempre prefería”…


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