30 septiembre 2019

El mensajero de los dioses

Fui al servicio de la Singapore Airlines, SIA, hacia finales de 1997. Si hubiese sido un famoso futbolista, o si se hubiera tratado de un pase deportivo, la prensa habría comentado que Korean Air había “vendido mi pase”, o que me había “comprado” la SIA... Fui asignado a volar el auspicioso Airbus 340 en mi nueva empresa (puede decirse que me pasaron, de delantero, a una posición en el medio campo...). Era la del A340, una flota privilegiada; ahí permanecí los primeros cinco años de mi experiencia en Singapur. Volábamos a aeropuertos ubicados en casi todo el mundo y casi todos éramos pilotos extranjeros o expatriados, lo que allí llaman “expats”.

El gran atractivo de mi flota era que no hacíamos rutas cortas (ya había tenido yo bastante con aquel Lago-Coca-Sacha-Shushufindi-Lago. Bis.); y que, sobre todo, nuestros principales destinos eran las más interesantes capitales europeas: Paris, Copenhague, Atenas, Viena, Roma... Sí, la nuestra era una flota entretenida y aventajada. Los del 340, éramos los chicos consentidos de la empresa; a fin de cuentas, nos habían “comprado” a los mejores equipos del mundo, éramos unas auténticas “prima donas”, éramos los niños mimados del mediocampo!

Paris, la vieja Lutecia, fue a donde iba con más frecuencia durante esos años. Ahí llegábamos en un hotel que estaba ubicado en el Distrito Octavo, y muy cerca del Arco del Triunfo, a un tiro de ballesta de la Porte Maillot y a un tiro de piedra del Palais des Congress (perdonen aquí el aparente cultismo, con el abusivo uso de los sintagmas), probablemente el Concorde Layayette o el Le Meridien, muy cerca de mi restaurante preferido, el Ralais de Venise, de L’Entrecôte (cuyo nombre me inspiraría el del restaurante que yo mismo abriría después) y, además, equidistante entre dos vías que corren paralelas: la Avenue de la Grande Armée y la Avenue des Ternes.

Muchas veces tomé esta última avenida para mis solitarias y matutinas caminatas. Sospecho que su nombre responde al apellido de algún personaje famoso, porque ‘ternes”, en francés, quiere decir aburrido y no creo que a nadie se le haya ocurrido llamar como “Avenida del aburrimiento” a una vía que, una veintena de cuadras más hacia el oriente, se convierte en una de la más famosas calles que existen en el mundo: la Rue du Faubourg Saint-Honoré, la calle del Barrio de San Honorio. Allí se encuentran precisamente las tiendas más elegantes y caras de la ciudad; y una en especial, a la que hoy me quiero referir, y que alguna vez fue más bien un lugar de expendio de monturas y artículos de cuero. Su nombre es sinónimo de lujo: Hermés.

Aunque con distinta acentuación, Hermés quiere decir lo mismo en nuestro idioma: Hermes o Mercurio, el mitológico mensajero de los dioses. Así llamaron a la tienda, porque Hermés era el apellido de sus primeros dueños. Con el tiempo, Hermés se convirtió en una marca de prendas elegantes de vestir y otros accesorios; y se constituyó en uno de los nombres más exclusivos y reconocidos entre las marcas de la moda. Si bien Hermés hoy se especializa en eso, en prendas de vestir, artículos lujosos de cuero, accesorios especiales, perfumes, joyas y relojes, en sus inicios se distinguió como distribuidor de artículos relacionados con los carruajes de tiro (de ahí su logotipo). De hecho, al principio la tienda sólo vendía monturas, arneses y similares aparejos. Más tarde, Hermés pasó a ser reconocida por sus clásicos y elegantes maletines de cuero.

En cuanto a Hermes, heraldo o mensajero de los dioses, era también considerado como el patrón de los mensajeros y, por asociación, dios tutelar de los viajeros. Desde siempre se lo relacionó con el comercio, y también con la astucia y el ingenio. Existe además algo curioso: no solo era el heraldo predilecto de la divinidad, se lo había designado como protector de ladrones, pícaros y mentirosos… Hermes, como mensajero, requería del don de la palabra para transmitir sus mensajes; por lo tanto se lo asociaba con la persuasión, la escritura y la elocuencia. Todo parecía confundirse y combinarse en Hermes que, como era capaz de moverse por doquier, de robar y de mentir, se lo consideraba pícaro y embaucador; y era percibido como "el gran tramposo".

Resulta intrigante que los dioses mayores hayan dado a Hermes dones tan dispares y, en apariencia, tan contradictorios. Dicen por ahí que cuando los dioses otorgan tanto privilegio es porque quieren perder a quienes favorecen... lo hacen, dicen, para confundirlos y darnos una lección o advertencia a los demás mortales. Empero, parece asimismo que los hombres nunca aprendemos la lección; y, en nuestra loca vanidad, a veces queremos tener la pretensión de que nuestra vida nunca termina, que los que mueren siempre son los otros, y que nuestra existencia es para siempre... Estoy persuadido que quizá hay algo recóndito y subyacente en nuestra cultura occidental que nos hace pensar así; que la muerte simplemente no existe...

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20 septiembre 2019

De ruecas y fusayolas

Uno de mis compadres se ha propuesto, en estos días, tratar de encontrar la identidad que existe entre algunas de nuestras ideas, palabras o expresiones, con aquellas ya lejanas creencias de la antigüedad griega y latina. Me refiero, desde luego, a la relación entre aquellas y esa narración poblada de dioses y otros héroes, imbuida de gran imaginación, y nunca exenta de fantasía, que conocemos como mitología. Se me antoja irreal pensar que hasta hace tan solo dos milenios, aquellas ideas invadían los paradigmas del mundo antiguo y que no solo ejercían su influencia en la vida social y en la cultura, sino que dichas pseudo historias convertían a sus héroes y dioses en una especie de religioso santoral.

Creer en todo aquello habría constituido parte de la religión de aquellos días; la gente habría imaginado que había un dios para cada expresión y oficio de la actividad humana; todo habría estado regulado por la presencia e intervención de un consentido héroe o de alguna caprichosa, traviesa e intratable divinidad. La vida de los hombres no habría obedecido, supuestamente, a episodios que transcurrían sujetos a sus propios libretos y fortuitos desenlaces; los seres humanos habrían estado influenciados por lo que pasaba allá arriba... Se habría vivido en un mundo reflejo, cual si fuésemos marionetas animadas por un inevitable designio, o por alguna confusa y díscola rivalidad. En eso consistía el “fatum” o destino…

Entre los hallazgos de mi amigo, figura uno que tiene que ver con aquel sombrío y sibilino personaje femenino que representa a la muerte y que hemos dado en llamar “la parca”. Su indagación le ha llevado a concluir que la Parca era una de las diosas de la mitología griega; que era la encargada de decretar o determinar el tiempo de vida de los mortales, pero que no se trataba de una sola deidad, sino realmente de tres con idéntico nombre. No deberíamos hablar, por tanto, de una sino realmente de tres Parcas.

Mi amigo lo explica así: “A veces nombramos a la muerte como ‘la parca’, cuando en realidad deberíamos referirnos a ella como ‘las Parcas’, porque eran tres las diosas que simbolizaban el camino hacia la muerte, obedeciendo las órdenes del Dios Destino, el que llevaba en una urna el destino de los humanos. Las Parcas eran hijas de Temis y se llamaban: Clotos que, con hilo y telas, cosía los destinos de los humanos; Laquesis que movía la rueca, para elaborar los hilos de Clotos; y, la tercera, Atropos, que sostenía las tijeras y cortaba a discreción los hilos que unían a los humanos con la vida, en cualquier momento y sin avisar. Cuando te digan: ahí viene la Parca, pregunta siempre: cuál de las tres?"

Ahora bien, creo, para empezar, que deberíamos ponernos de acuerdo en los nombres propios de estas diosas en sus correspondientes mitologías (romana o griega), pues su nombre en latín era el de Parcas; aunque los nombres individuales que se presentan en el párrafo anterior (ya debidamente acentuados: Clotos, Láquesis y Átropos), son, más bien, los que pertenecían al panteón griego, donde las Parcas eran llamadas Moiras. Las Parcas que habían adoptado los romanos respondían a nombres distintos: Nona, Décima y Morta.

Cualquiera que fuere la forma como queramos llamarlas, Las Parcas personificaban el hado, fatum o destino. Dice la Wikipedia que “controlaban el metafórico hilo de la vida de cada mortal”. Eran “tres hermanas hilanderas que personifican el nacimiento, la vida y la muerte. Las tres se dedicaban a hilar; luego cortaban el hilo que medía la longitud de la vida con una tijera y ese corte fijaba el momento de la muerte. Ellas hilaban lana blanca y entremezclaban hilos de oro e hilos de lana negra. Los hilos de oro significaban los momentos dichosos en la vida de las personas y la lana negra, los periodos tristes”.

Pero no es de diosas hilanderas de lo que hoy quería hablarles, sino más bien de husos, ruecas, malacates, torteras y fusayolas… Recuerdo que una tarde, cuando estaba por terminar mi casa de campo, caminaba por una de las calles del centro de Santiago; de pronto ví, a través de la ventana de un almacén, una pieza de antología que llamó mucho mi atención. El artefacto realmente me cautivó, se trataba de una rueca de madera que la habilidad de un artesano había convertido en lámpara; la compré sin siquiera regatear el precio. Cuando la exhibí en casa, días más tarde, alguien me advirtió: “no, no es una rueca, dijo, se llama fusayola”.

Fusayola es una voz que no está recogida en los diccionarios; las enciclopedias tampoco parecen ponerse de acuerdo en si así es como se debe llamar al huso o a la rueca que, si bien están emparentados, son dos artilugios distintos. Pero, ya hablando con propiedad, la fusayola, que es llamada también tortera, volante o malacate, es únicamente una pieza que sirve de tope y contrapeso, y que va situada en la parte inferior del huso que sirve para hilar. Técnicamente, el huso es como una vara delgada, se parece a una gran aguja, que sirve para devanar el hilo en su rededor; la rueca, mientras tanto, consiste en una herramienta más compleja que incluye una rueda, un pedal y un huso para recoger el hilado. El huso constituye uno de los más importantes inventos que ha efectuado el hombre; es probable que se hubiera inventado en el neolítico, unos cinco milenios antes de Cristo.

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