31 agosto 2021

De patrones y revoluciones

Es la Juan Larrea una calle más bien corta, no tiene más de cinco cuadras; de hecho, empieza al sur en la Antonio Ante, donde se encuentra el Consejo Provincial, y sigue hacia el norte hasta concluir en el ingreso principal de la Escuela Espejo de varones. Tal era el sentido que la calle tenía en mis años de infancia, en estos días corre en sentido contrario; esto, de todos modos, no hubiese importado en aquellos días: el barrio era todavía “un barrio residencial”, lo que solo quería decir que casi no transitaban vehículos. En la esquina que daba con la Juan Pablo Arenas, estaba ubicado el cine Alameda, el mismo que, asimismo, quedaba a tan solo una cuadra del Colegio Mejía. Ahí cerca, y tan solo a media cuadra, se ubicaba la fuente más lejana de mis memorias olfativas: era un local que estaba ubicado detrás de un pequeño patio interior; había que subir unas gradas. Era la panadería “Arenas”.

 

Ahí, en la Juan Larrea, estaba situada la última casa en que transcurrió mi verdadera infancia; allí viví entre los cuatro y seis años (he aprendido que infancia viene de la voz latina infantia que curiosamente quiere decir “no saber hablar”…). No debe confundirse a la Juan Larrea con la Manuel Larrea, calle que está ubicada una cuadra más hacia el oriente, es decir hacia la Ave. 10 de Agosto; esta última es algo más larga, empieza en la Santa Prisca y termina en la Ave. Pérez Guerrero, que conecta al parque de El Ejido con la Universidad Central y que quizá, y por lo mismo, es mejor conocida como “Diagonal Universitaria”.

 

Encuentro en ese formidable texto de la nomenclatura de las calles de Quito que debemos a Ángel Dávalos (“Quito. Significado y ubicación de sus calles”), la razón para que se hubiese dado ese nombre a la primera de estas calles: ella hace honor a Juan de Larrea y Guerrero, un prócer riobambeño que el día de Navidad de 1809 “asistió a la sesión conspiradora pro libertad, en (la hacienda) Chillo”, y que “después de escapar de las persecuciones del 2 de agosto, volvió a tomar parte en la defensa de Quito en 1812”. Por su parte, el otro Larrea, el que da nombre a la calle paralela, fue Manuel Larrea y Jijón, también un ilustre prócer, que “perteneció a una familia de la nobleza” quiteña. El “luchó por la causa de la independencia, tomando parte en la jornada del 10 de agosto de 1809”. Lo conocían como marqués de San José.

 

La casa de la Juan Larrea estaba ubicada en un solar más bien angosto, de no más de quince pasos de frente: era una de las dos casas gemelas que estaban adosadas en el lado occidental de la calzada. El dormitorio principal, el mismo que daba a la calle, estaba protegido por un ventanal que, visto desde afuera, parecía estar custodiado por dos puertas que tenían entrada directa desde la calle; la puerta principal o portón de entrada, estaba ubicada al lado derecho, vale decir que al lado norte, este daba acceso a una especie de recibo que estaba protegido por una mampara de vidrio, el vestíbulo daba ingreso a un corredor en forma de L, que, a su vez, rodeaba un patio abierto, y facilitaba la entrada a las distintas habitaciones que tenía la casa.

 

La otra puerta, la que estaba a la izquierda del ventanal, era algo más angosta y daba acceso directo a un taller de costura que tenía mi madre. Allí resaltaban una máquina de coser, una enorme canasta dedicada a acomodar los géneros y demás cortes de tela que le habían sido encargados y, sobre todo, una enorme mesa que servía a mi madre para diseñar sus moldes. Mamá no era costurera de oficio, había estudiado diseño de modas; y era, por lo mismo, más bien lo que pudiera llamarse una modista, con la diferencia de que solo ponía sus reconocidas habilidades al servicio de sus parientes y de las amigas que apreciaban su oficio. Claro que sabía coser, pero lo más importante era que sabía, por sobre todo, dibujar y… cortar.

 

Eran sus artilugios una serie de reglas de diferentes como curiosas formas y tamaños (¡cuántas veces no las utilicé en mis vespertinas batallas imaginarias!) y, asimismo, una variedad de tijeras con las que daba forma a esos moldes. Grande debe haber sido mi sorpresa cuando, sabedor de que sus empleados llamaban a papá como “patrón Gustavo”, escuché a mamá decir un día que “iba a tener que crear un nuevo patrón”…

 

He pensado en estos días en este distinto sentido de la palabra patrón, no con el significado de amo o patrono, sino con el de referencia, cuando he leído un artículo de prensa en el que se considera al gran escritor francés Gustave Flaubert como el “patrón de la novela moderna”, y no he caído en cuenta del significado aplicado, hasta que he advertido que se refería al autor de Madame Bovary más bien como la guía y la norma, como la muestra y el ejemplo, como el modelo y el paradigma de cómo debe ser escrita una novela. Así, he recordado también el sentido con que se utilizaba la voz revolución en la casa de mi abuela, nunca como asonada o cambio político, sino como sinónimo de alboroto, entrevero, escándalo y confusión.


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27 agosto 2021

Renunciar, verbo intransitivo

Estoy convencido de que “renunciar” no tiene en nuestro idioma la implicación negativa que tiene en el inglés. Hay algo de ominoso, de vergonzante en ese idioma, que estigmatiza a quien ejercita su acción. Quien renuncia no es alguien que encontró una mejor opción y se retira para experimentar una más conveniente situación, es alguien que se deja ganar, que se da por vencido, que cede ante las circunstancias, a la voluntad o al capricho ajeno; es alguien que baja los brazos y se deja avasallar. Si no, vaya usted al traductor de Google y confirmará mi aserto: “to quit” se traduce como renunciar, mientras que “quitter” quiere decir cobarde...

 

Renunciar no siempre es malo. Y no solo que no lo es, sino que puede ser la mejor alternativa. A veces renunciamos por descontento, por solidaridad, porque no estamos de acuerdo con una determinada acción, actitud o medida; lo hacemos por dignidad o simplemente porque comprendemos que si no lo resolvemos de esa manera, si no renunciamos, tarde o temprano seremos víctimas de lo que, por no mover el bote, por no hacer sentir mal a nadie o para que no nos crean que somos disociadores, o por temor al “qué dirán”, decidimos callar. Entonces nos convertimos no solo en cómplices o culpables, sino en verdugos de nuestro propio destino. Nos exponemos así, y sin siquiera darnos cuenta, a vivir por siempre arrepentidos.

 

Renunciar no siempre es de timoratos o pusilánimes. Al contrario, requiere muchas veces de una dosis enorme de determinación y valentía, implica tener que enfrentarse a lo que puedan pensar los demás. Se trata de hacerse valorar, de saberse priorizar uno mismo. Por otro lado, significa apostar a algo muy importante: la armonía con lo que uno más valora, saber poner por delante la propia tranquilidad. Conseguir la paz interior requiere a menudo no solo de coraje y valentía, sino también de actuar con el más auténtico sentido de integridad. Saber rechazar algo que nos perjudica o incomoda, no necesariamente consiste en pecar de inconformista, significa no renunciar a unos ideales y creencias, valores que estamos obligados a hacer respetar.

 

Alguna vez, en mis tiempos de copiloto, se tomó una decisión que me afectaba; de ella dependía mi inmediato ascenso. Es más, iba a afectar también a mis demás compañeros de promoción. Si no expresaba mi desacuerdo y renunciaba, nada me garantizaba que lo decidido no crearía un precedente negativo y pusiera en riesgo la razón misma por la que había buscado empleo en esa misma organización. Hice un acto de conciencia, vi los pros y contras, procuré analizar con tranquilidad las alternativas y renuncié. Bien sabía que mi decisión iba a interpretarse como un gesto de resentimiento e intemperancia, como una reacción de soberbia, como un acto de inmadurez y vanidad. Era para mí un asunto de principios, era sobre todo un asunto de dignidad.

 

En una ocasión más reciente, había otra decisión operacional que debía tomarse; esta vez el asunto tenía que ver directamente con la capacitación adecuada de los tripulantes y, por lo mismo, con la seguridad aérea. Se quería, con una disposición administrativa, eliminar de un plumazo el segundo simulador al año de los pilotos a mi cargo. Jamás se quisieron tomar en cuenta los argumentos técnicos que traté de exponer. Bien visto, hacer ese entrenamiento una sola vez al año, solo significaba un ahorro que no llegaba a un veinte por ciento; en este sentido, no solo se trataba de un desperdicio sino también de un absurdo despropósito.

 

Finalmente la decisión administrativa se impuso; pude pasarla por alto, pero sentí que mi obligación era renunciar. Pasaron los meses y, para despecho de quien provocó la situación, me pidieron volver… Alguien tomó conciencia de que no se estaban priorizando los criterios técnicos y reconoció el imponderable factor de la seguridad aérea. Ese alguien cayó en cuenta que un mejor entrenamiento solo redundaba en un mejor desempeño de los pilotos y en una mayor eficiencia operacional. He notado que quienes se oponen a implementar ciertas medidas, nunca están dispuestos a asumir la responsabilidad de las consecuencias que provocan.

 

Podrán tomarnos por recalcitrantes o testarudos, pero no queda más: hay que tener los redaños o agallas para saber renunciar. A fin de cuentas, siempre hay un riesgo en aquello de no quedarse. No deja de ser curioso: eso de “tener agallas” es una locución que quiere decir “tener los arrestos, la valentía o la audacia”. No sé de dónde salió. Siempre me pregunté qué tenían que ver el coraje o la valentía con los branquias de los peces (o de los moluscos, los cangrejos y los gusanos)… No sé qué sería preferible, si renunciar a los caprichos del idioma o a las curiosidades de la zoología… Sí, manda huevos, no es fácil ser un “quitter”, un obcecado renunciante.


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24 agosto 2021

Semblanza de tres ciudades

Hoy quiero hablarles de tres lugares míticos; son ciudades en las que nunca estuve pero cuyos nombres me fascinaron desde siempre. Hay en ellos una cuota de magia e íntima evocación; con solo pronunciarlos, algo en ellos sugiere la mención de un lugar singular, ahíto en epifanías e intricados misterios. Son nombres que embrujan, que cuentan prodigiosas aventuras, nos hablan de ignotos y escondidos secretos. Mencionar esos nombres nos remite a viejas lecturas, a cuentos escuchados en nuestra infancia. Nunca estuve en esos sitios, pero alguna vez los sobrevolé… Representan cimas de la cultura o de la religiosidad del hombre.

 

Uno se llama Katmandú, es la capital de Nepal, se encuentra ubicado en un estrecho valle y se supone, o eso dice su tradición, que se asienta sobre una vieja laguna; la ciudad es como un puente entre la India y China, en ella rozan y se toleran el budismo y el hinduismo. Tiene solamente un millón de habitantes, pero tiene gran importancia como centro religioso y espiritual. Su aeropuerto, dada la topografía, es uno de los más críticos y complicados del mundo; en él se han producido incontables tragedias porque su aproximación es de una sola vía, ya que –una vez iniciada– exige una alta dosis de conciencia situacional para abortar la maniobra en caso de cualquier imprevisto mal funcionamiento de las radio-ayudas o de un súbito problema mecánico. Allí el piloto debe estar siempre preparado para el sobrepaso.

 

Debo, en este punto, hacer un comentario personal. Cuando en 1994 fui a entrevistarme con Singapore Airlines, fue mi intención inicial aplicar para el Airbus A-310, avión para el que ya me encontraba calificado. Una de mis primeras exploraciones, junto con la novedosa cultura asiática, estuvo relacionada con la red de rutas de esa flota. Me seducía la posibilidad de volar hacia lugares nunca antes escuchados como Kuching o Port Moresby; o simplemente exóticos, como Bali, Calcuta o Kota Kinabalu. Tuve que declinar la oferta, debido a la duración del contrato, aunque quedó abierta la posibilidad de mi ingreso para volar un equipo más pesado cuando se presentara la ocasión. Años después, sobrevolaría su emplazamiento en mis viajes sobre el Himalaya, en ruta entre Arabia Saudita y el sureste asiático, con rumbo hacia Hong Kong y Ho Chi Ming, mientras operé “free-lance” para la Air Atlanta Icelandic.

 

Hay otra ciudad cuya sola mención me remite a los viajes de Marco Polo y, quién sabe si incluso, a los cuentos árabes. Su nombre está relacionado con periplos y tesoros fabulosos, es un topónimo de sonido exuberante y seductor, constituye el lugar de reabastecimiento y tránsito por antonomasia. Fue visitada por Alejandro Magno y Gengis Khan, era la ciudad mimada por Tamerlán; se llama Samarcanda, es una de las ciudades más antiguas del mundo y ha servido como encrucijada de los caminos asiáticos de la antigüedad. Está ubicada en el actual Uzbequistán. La sobrevolé decenas de veces cumpliendo la ruta entre Shanghái, o Beijing, y los más importantes destinos europeos, mientras trabajé para una empresa carguera constituida por un “joint venture” entre China Eastern y la Singapore Airlines: se llamó Great Wall Airlines. La ruta exigía desplazarse hacia el norte para evitar el efecto del jet-stream.

 

Pero existe otra ciudad, cuyo nombre acicateó desde siempre mi traviesa curiosidad, su nombre insinúa una expedición al lugar más apartado de la tierra, es sinónimo de estar “en la mitad de ninguna parte”; está en el borde meridional del desierto del Sahara y quiere decir “la tierra de Baktú”. Es todavía lugar importante en las rutas trans-saharianas y se encuentra en la mitad norte de la República de Mali. Está situada cerca del cauce del Níger, justo antes de que este vira hacia el sudeste, para luego dirigirse a desembocar, formando un delta, en el océano Atlántico. Hoy no tiene más de cincuenta mil habitantes, fue centro de universidades y madrazas religiosas; su nombre resuena con el eco de una catarata. Se llama Timbaktú (aunque la conocen en español como Tombuctú).

 

Jamás soñé con sobrevolarla, hasta que tuve oportunidad de realizar varios vuelos desde Ámsterdam a Johannesburgo; volaba entonces al servicio temporal de la SIA Cargo, subsidiaria de Singapore Airlines. Esta circunstancia sucedió porque la ruta utilizaba una aerovía ubicada hacia el occidente de Libia, dadas las restricciones de sobrevuelo establecidas por ese país islámico; y porque, además, tuvimos que desviar por efecto de la meteorología. Aquel hito fue registrado como parte del caprichoso derrotero que en esa ocasión me llevó sobre algunos países africanos: Argelia, Mali, Níger, Nigeria, Camerún, Congo, República Democrática del Congo (que antes fuera conocida como Zaire) y finalmente Zambia, Zimbabue y Botsuana, antes de aterrizar en Sudáfrica.

 

Hoy recuerdo aquellos raros privilegios: haber podido mirar esos panoramas desde el cielo. Su sola memoria me llena de reverencia ante Dios y ante la vida, y me empuja a expresar mi gratitud, con nostalgia y humildad.


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20 agosto 2021

Aquella noche con Sara *

* Escrito por: Arturo Pérez Reverte - Patente de Corso - 21 de junio de 2021

 

No hay una sola vez que pase frente al teatro de La Latina de Madrid que no los recuerde, a los dos: a Sara Montiel y a mi padre. En ese antiguo local, que ahí sigue desde 1917, ocurrió a principios de los años 80 algo para mí mágico e inolvidable, medio minuto de elegancia y glamour, treinta fascinantes segundos sobre Tokio. Uno de esos instantes que, como diría cierta testa coronada, o ahora no tanto, lo llenan a uno de orgullo y satisfacción.

 

Mi padre era de los que sabían cómo encender un cigarrillo, bailar el tango, remangarse una camisa y qué hacer con el sombrero cuando se lo quitaba. O sea, un señor. Nacido a tiempo para hacer la Guerra Civil –le tocó el lado republicano como podía haberle tocado cualquier otro–, tenía maneras de las que solíamos llamar de las de antes. Por lo demás, como a muchos jóvenes de su generación, lo habían formado las lecturas y el cine, que en ese tiempo tenía una influencia extraordinaria. Creció y llegó a su madurez con ciertos códigos y actitudes que no lo abandonaron hasta su muerte, y jamás olvidaré las palabras de uno de sus amigos durante su entierro, que bastan, supongo, para colmar el orgullo de cualquier hijo: «Era un hombre honrado y un caballero».

 

La generación de mi padre, como todas, tenía sus mitos. Incluían éstos el cine y la música, las canciones que habían estado de moda en su juventud: tangos, boleros, copla. Y entre los mitos femeninos, el más destacado fue Sara Montiel. Cualquiera que haya visto las antiguas películas de aquella mujer bellísima y fascinante, quien la recuerde junto a Gary Cooper y Burt Lancaster en Veracruz o con Rod Steiger y Charles Bronson en Yuma, o en películas españolas como Varietés, El último cuplé o La violetera, sabrá de qué estamos hablando. Con canciones como Fumando espero, El relicario, Nena o Ven y ven, Sara Montiel dio la puntilla al tono atiplado de Raquel Meller, Imperio Argentina, Concha Piquer y otras estrellas de la canción nacional, imponiendo su tono susurrante y grave, de un erotismo profundo, tan denso y carnal como ella misma. Y de ese modo se convirtió en el gran icono erótico de los varones españoles de su tiempo.

 

No recuerdo el año, ni tampoco el título del espectáculo. Saritísima, me parece, o Una noche con Sara. Algo así. Ella representaba su espectáculo de canciones en el teatro La Latina. Debía de tener ya cincuenta y tantos años, casi sesenta, pero conservaba la gracia, el desparpajo y la simpatía de siempre, la voz sugerente y grave y un físico más que razonable para su edad, que embutía para el espectáculo en ceñidos trajes de noche con generosos escotes. Yo estaba en Madrid entre dos viajes, mis padres vinieron a pasar unos días y los invité a ver el espectáculo. Sentado en una butaca contigua al pasillo, con mi madre y conmigo al lado, mi padre disfrutó en vivo de unas canciones que conocía de memoria. Era la primera vez que veía a Sara Montiel en persona, y mi madre y yo lo observábamos a hurtadillas, disfrutando ambos de la felicidad que mostraba, ante su antiguo ídolo femenino, aquel hombre de casi setenta años educado y tranquilo.

 

Fue entonces cuando ocurrió. Ella había bajado del escenario, escotada, sexy, micrófono en mano, y cantaba caminando por el pasillo. Y cuando llegó a nuestra altura, al mirarme casualmente a media canción, yo le hice un gesto disimulado, señalando a mi padre, que la miraba arrobado. Y Sara Montiel, con aquella rápida inteligencia intuitiva, la gracia y el descaro que con toda justicia la habían hecho famosa, se lo quedó mirando y acto seguido, le pasó un brazo alrededor del cuello, se sentó en sus rodillas, y acercando la boca a su oído le cantó, bajito, grave y susurrante, aquello de Juró amarme un hombre / sin miedo a la muerte. Después le acarició la nuca, se puso en pie y siguió su camino mientras todos cuantos estábamos alrededor aplaudíamos entusiasmados.

 

Mi padre no despegó los labios en toda la función. Tan impasible como solía, salió del teatro con mi madre cogida del brazo y paseamos hasta la cercana Plaza Mayor. Esperábamos algún comentario, pero no hizo ninguno. Caminaba en silencio. Era una noche agradable, nos sentamos a tomar algo en una terraza y yo mencioné al fin la escena del pasillo. «Sigue siendo una artista enorme», comenté, divertido. Entonces vi sonreír a mi padre, y aquella sonrisa parecía rejuvenecerle treinta años el rostro. «Sí, verdaderamente es mucha mujer», dijo. Y después, tras golpear suavemente un extremo en el cristal de su reloj, encendió despacio un cigarrillo.


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17 agosto 2021

"Capaz" que gana Carapaz

Jamás había escuchado su nombre hasta hace unos pocos meses; es más, creo que nunca antes lo había escuchado como apellido. Tenía entendido que así como existen apellidos en Imbabura que terminan en “qui/quí”, existían del mismo modo otros apellidos en el norte del Ecuador y en el sur de Colombia (la tierra preincaica de los Pastos) que asimismo terminaban en “bas/pás/paz”. De pronto su nombre se hizo conocer y, poco a poco –igual como llegan los rumores–, fuimos enterándonos que lo conocían en Colombia, tierra de destacados ciclistas, y que había empezado a sobresalir en diversos circuitos de ese deporte. Richard Carapaz pasó a ser un nombre familiar, como lo fueron los hermanos Pozo González en mis días de escuela.

Hace pocos años Carapaz se integró a uno de esos equipos profesionales de ciclismo; lo hacía como “gregario”, es decir como un acompañante designado para escoltar, marcar el paso y proteger al líder de un determinado conjunto de ciclistas. Estos equipos son necesarios por la modalidad de las competencias y, por lo que interpreto, porque su organización está relacionada con el auspicio económico del grupo en las competiciones. Si alguien quiere llegar a destacarse como ciclista deber ser parte de un equipo y está obligado a empezar como gregario; no hay alternativa, tiene que pedalear fuerte para ayudar y ver ganar a otro (lo que en mi oficio hacen los copilotos). No le queda más. Ahí debe tener paciencia y saber esperar.

Pero algo sucedió. Sea que alguien de más arriba se lesionó o el chico del Carchi empezó a exhibir la madera de la que estaba hecho, pero el asunto es que paso a paso, pedaleo a pedaleo, Richard, “La locomotora del Carchi”, empezó a destacarse en su equipo y a ser reconocido entre los mejores ciclistas internacionales. Más temprano que tarde ya había ganado carreras importantes, entre ellas el Giro de Italia, se había impuesto en la Vuelta a España y cumplió una formidable actuación en el publicitado Tour de Francia, llegando tercero. Nadie esperaba tanto de este menudo muchacho, menos todavía si era conocido que no había recibido apoyo estatal. Sus logros dependían de su propio esfuerzo. Más meritorio todavía si se trataba de un muchacho de condición humilde.

De modo que, cuando supimos que integraría el equipo olímpico del Ecuador que viajaría a Tokio, nos pareció que tendría una honrosa participación pero que tenía muy poco chance de triunfar, porque sería parte de un equipo nacional con recursos y fondos limitados. Nunca nos imaginamos que en su cabeza y corazón ya venía albergando el sueño de coronarse como campeón olímpico y de ganar una medalla de oro como el mejor ciclista en el mundo en su especialidad. Sabiendo como sabemos del desarrollo que tiene el ciclismo en los demás países, todo nos imaginamos pero no que nos daría un alegrón y que lo estaríamos viendo triunfar.

He ahí que, haciendo una carrera estratégica inteligente, Richard fue por el oro, se desprendió del grupo líder cuando faltaban solo veinte de los 234 kilómetros de la exigente carrera, ensayó una esforzada fuga y se adelantó al pelotón. Así, en forma espectacular, sostenida y vibrante, se hizo de la punta de la competencia y nunca más la abandonó. Luego de más de seis horas de carrera, obtuvo una ventaja inesperada sobre su inmediato contendor: casi un minuto en el reloj. Había evitado tener que competir en los últimos metros y segundos, donde podían tener mejores posibilidades la fuerza física y los amagues de los demás competidores. No podía dejar tan precioso y ansiado resultado en manos de la elusiva diosa fortuna.

Capaz, la primera palabra del título de hoy, y que la uso porque rima con Carapaz, es un adjetivo cuyo significado equivale a hábil, apto, e incluso a preparado o idóneo. Se la utiliza también con el sentido de “con capacidad de” como cuando se dice: capaz de dictar sentencia. En América, sin embargo, especialmente en los países andinos, se la usa como parte de una curiosa locución (capaz que) con el sentido de quizás, tal vez, a lo mejor o "es probable que". Bien sé que no es un uso adecuado, suena más bien como una expresión prosaica e inelegante (capaz que pido vacaciones). Se le ha pegado a uno de mis hijos, “capaz” porque vive ausente del país…

Según un interesante trabajo, Carapaz pudiera ser un palabra perteneciente a la lengua pasto –que algunos confunden con el “quillasinga”–; el pasto fue una lengua hablada en la sierra, desde el río Angasmayo (o quizá el Guáitara) en Nariño hasta el río Mira o Chota en el sur. De esa región habla el cronista Cieza de León. A la parte ecuatoriana pertenecerían Guaca o Huaca, y Tutsa o Tuza que fuera fundada por Sebastián de Benalcázar pero que cambió de nombre a San Gabriel, en honor a García Moreno que la habría reconstruido luego del terremoto de 1868. Existen muchos topónimos y antropónimos en esta lengua terminados en paz o pás; el morfema, según otro autor, bien pudiera significar familia o estirpe. Me aventuro a completar: “linaje o estirpe de campeones”.


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13 agosto 2021

Las persianas de Aladino

Muchas veces la gente me pregunta acerca de asuntos relacionados con aviación, y cuyas respuestas no siempre conozco; claro, si la gente me pregunta, no es porque crea que tengo la sabiduría para contestar cualquier tipo de asunto, lo hace simplemente porque sabe que soy piloto. Supone, por lo mismo, que puedo saber la respuesta.

La mayoría de esas preguntas, claro está, las puedo responder; sin embargo, siempre hay algunas que exceden no solo mis conocimientos sino también el nivel regular de imaginación que puedan tener las personas. A veces me expresan interesantes inquietudes: ¿por qué son redondas u ovaladas las ventanas de los aviones?, por ejemplo. O, si no, ¿por qué es que se apagan las luces de la cabina durante los despegues y aterrizajes nocturnos?; esto último sumado a otra, aún más inquisidora indagación, aquella de ¿por qué, en cambio, nos piden que mantengamos levantadas (o abiertas) las persianas de las ventanillas en esas fases del vuelo? ¿No es acaso un contrasentido?, nos escrutan muy serios nuestros siempre curiosos amigos…

Anteayer nomás, uno de ellos me conversaba de las bondades del Boeing-787, mejor conocido como “Dreamliner”, y me preguntaba que cómo funciona, que cuál es la tecnología que usan para oscurecer electrónicamente sus ventanas, asunto del que yo ni siquiera me había enterado, ni hablar de dar una explicación de cómo puede ser eso posible. La verdad es que puede ser una coincidencia, pero como mis vuelos han bajado en intensidad o frecuencia, no había tenido oportunidad todavía de volar en el 787. En efecto, las ventanillas de este portentoso aparato ya no están equipadas con las persianas tradicionales; disponen de un interruptor, a manera de reóstato, que gradúa la luminosidad (o si se prefiere, la cantidad de oscuridad) que desea seleccionar el pasajero ubicado en el asiento contiguo a la ventana; en otras palabras, es un mando que oscurece la ventana ¡como por arte de magia!

Así que, no me ha quedado más remedio (puedo pasar por tonto pero no por ignorante), he tenido que ponerme a investigar y esto es lo que he encontrado: existe una nueva tecnología en las ventanas de los aviones, esta utiliza unos vidrios conocidos como “electrocrómicos” que se están instalando en los aparatos de última tecnología. Para empezar, los vidrios de varios paneles o capas no son una novedad, ya se utilizan en todos los aviones presurizados, la diferencia está en lo que sucede en los nuevos vidrios, y más precisamente en una de sus láminas. Se trata de un fenómeno químico. En efecto, este resultado se logra inyectando una solución química (a base de trióxido de wolframio, o tungsteno) en una de esas capas, asunto que se logra por medio de un control térmico, lo que consigue bloquear el ingreso de la energía infrarroja (no otra cosa que la luz exterior), con lo que se logra oscurecer, en forma automática, la ventanilla en cuestión y, como consecuencia, parte de la cabina.

El mando utilizado no es más que un control de temperatura de ese invisible panel intermedio: ¡a más temperatura, más oscuridad! Lo interesante de saber es que este artilugio o aditamento (“feature” lo llaman en inglés) no solo ofrece una cómoda ventaja para el pasajero, sino que está instalado también para reducir la temperatura de la cabina y conseguir así un eventual ahorro. Y, aun si este ahorro sería mínimo, eso ayudaría de todos modos a lograr una temperatura mejor regulada y, desde luego, más agradable para el pasajero.

En cuanto a “por qué las ventanas no son cuadradas”, pues no es un asunto estético, aquello tiene una utilidad aerodinámica pues, caso contrario, si los bordes de las ventanas tuvieran ángulos, la fricción crearía resistencia y podría inclusive rajar y romper las ventanillas con la presión exterior. En lo relacionado a “apagar las luces y simultáneamente abrir las persianas”, ello solo es una precaución durante las fases críticas del vuelo, para que los pasajeros estén adaptados a la oscuridad, en caso de una emergencia que requiera de una pronta evacuación. Se ha calculado que el ojo humano requiere de algunos minutos para adaptarse a la falta de claridad.

Ah, y con respecto al título… se trata del personaje de “Aladino y su lámpara maravillosa”… Un cuento que, según algunos, está incluido en Las Mil y Una Noches; según otros, se atribuiría a H.C. Andersen. En todo caso, se trata de una metáfora de lo aleatoria que suele ser la fortuna o, si se quiere, del impensado abandono de la pobreza, y de cómo debemos actuar cuando lleguemos a ricos: con sabiduría y templanza, con prudencia y humildad…


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10 agosto 2021

Elegía y tránsito del moscardón

El Fusco, la canina mascota que ha decidido convertir mi estudio en uno de sus itinerantes dormitorios, les ha tomado una feroz inquina a los ruidosos moscardones. Simplemente los odia, no los puede ver (más preciso sería decir que no los quiere oír); y esto parece darse porque los ocasionales zumbidos que emiten esos insectos alteran sus continuas y plácidas duermevelas. Hasta pudiera decirse que ahora él es capaz de acercarme por su cuenta el matamoscas para que mi consecuente gestión pudiera atemperar su exasperada crispación.

 

Para suerte del perro, mi trámite es perentorio, abreviado y conciso. Postulo que hay algo de obcecado y testarudo en aquel fastidioso zumbido, es ese un rumor que incordia y desconcentra. El abejorro no efectúa un grácil vuelo, lo suyo es un errático y bullicioso forcejeo. Pudiera decirse que aquella bulla irregular y repentina, constituye un luctuoso heraldo, el presagio que anuncia su propia e inminente defunción.

 

Pienso en el moscardón y en sus zumbidos cuando escucho esa conocida cantaleta convertida en manida denuncia: la del presidente cubano Miguel Díaz-Canel respecto a la supuesta causa de lo que pasa estos mismos días en su tierra, donde la gente cansada de su falta de libertad, de sus limitaciones para adquirir productos de primera necesidad, hastiada de la dificultad que vive para conseguir medicinas, ha comenzado a expresar su hartazgo con el sistema que la gobierna por ya más de medio siglo. Lo que se comenta nadie lo ha inventado; es evidente que existe en la isla un desatendido estado de malestar y que su Gobierno, que lleva más de sesenta años en el poder, no ha logrado proporcionar los resultados que prometió y promocionó.

 

Y ¿qué otra cosa se podía esperar? Se entiende que si se proclama una revolución es para mejorar las condiciones de vida y para lograr el bienestar general de un pueblo. Por eso, una vez que ya han pasado tres generaciones, el sistema a cargo está obligado a hacer una rendición de cuentas y justificar su permanencia sobre la base de cumplir lo prometido. Pero, si la gente se encuentra más sufrida que cuando la revolución se produjo, o si hay inconformidad y desencanto, entonces es hora de revisar qué se hizo mal y porqué no dio resultado la estrategia; es decir: hace falta efectuar un urgente y honesto ejercicio de reflexión.

 

Volé cientos de veces sobre Cuba, pero nunca tuve oportunidad de comprobar su real situación económica y política, las condiciones de vida de su gente, su real estado de bienestar. Ello no me impide suponer cuál es, en la actualidad, la real condición en que vive el pueblo cubano. Se observa, por lo que capta la prensa, o por lo que palpan los turistas, que las ciudades están destruidas; que el parque automotor no se ha renovado por más de medio siglo; que la gente no tiene acceso a productos esenciales, como sí los tienen otros pueblos socialistas, como el ruso o el chino, que también están gobernados con sistemas similares. Se puede inferir que el país se ha rezagado en el tiempo y que no se ha industrializado.

 

Tuve la oportunidad de trabajar en China por tres años y jamás encontré el nivel de pobreza, el atraso tecnológico que parece caracterizar a la actual situación que impera en la isla. En China, hace cuarenta años, ya cayeron en cuenta de que la igualdad era un imposible, que era solo una engañosa utopía. Advirtieron que no era justo que tengan lo mismo quienes trabajan que quienes están acostumbrados a vivir del esfuerzo ajeno, que no era justo que reciban lo mismo los vagos que los más industriosos o quienes procuraban atesorar su propio capital. Pronto reconocieron también que era importante restituir algún sentido de propiedad privada.

 

Cuando una situación así no se corrige, la gente aprende a engañar a los demás, se aprovecha del sistema, surgen las élites que viven en un estado de privilegio, son grupos que sobrevienen porque son parte de la burocracia, la milicia o el partido… Entonces, aparecen los millonarios, la “revolución” se desvirtúa y se convierte en risible farsa ridícula. Pronto, el estado de hipocresía refleja su gran mentira, la aparente "tranquilidad" es tan artificial que se hace imposible que se la pueda sustentar. Surge entonces la desilusión y el descontento, la inconformidad se convierte en general. La gente identifica el discurso con un zumbido y cae en cuenta que el moscardón carece de legitimidad, no tarda en persuadirse del engaño y comprueba su precaria y triste realidad...


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06 agosto 2021

¿Cuándo murió el latín? ¿Murió realmente? *

* Escrito por Benjamin Plackett para Live Science. Tomado de La Página del Idioma Español

 

La lengua latina se hablaba en todo el Imperio Romano. Pero ahora ningún país lo habla oficialmente, al menos en su forma clásica. Entonces, ¿se extinguió realmente el latín cuando dejó de existir el Imperio Romano? Roma era uno de los mayores imperios del mundo, pero poco a poco el dominio que ejercía sobre sus colonias fue disminuyendo hasta perder completamente el control. A pesar de ello, el latín siguió siendo la lengua franca en gran parte de Europa cientos de años después de que esto sucediera. La respuesta a la pregunta de cuándo murió el latín, la lengua de la antigua Roma, es complicada. No hay una fecha en los anales de la historia que marque el fin del latín como lengua hablada, y algunos argumentan que es porque nunca murió realmente.

 

Puede que el Vaticano siga oficiando algunas misas en latín, pero prácticamente nadie en Italia utiliza el latín en su día a día. Sin embargo, esto no equivale a la muerte del latín, según Tim Pulju, profesor titular de lingüística y clásicas en el Dartmouth College de New Hampshire. "El latín no dejó de hablarse realmente", dijo Pulju a Live Science. "Siguió siendo hablado de forma nativa por la gente en Italia, la Galia, España y otros lugares, pero como todas las lenguas vivas, cambió con el tiempo".

 

Lo más importante es que las alteraciones del latín eran propias de las distintas regiones del antiguo Imperio Romano, y con el tiempo estas diferencias crearon lenguas totalmente nuevas pero estrechamente relacionadas. "Se fueron sumando a lo largo de los siglos, de modo que el latín acabó convirtiéndose en una variedad de lenguas distintas entre sí, y también distintas del latín clásico", explica Pulju. Esas nuevas lenguas son las que hoy conocemos como lenguas romances, que incluyen el francés, el italiano, el portugués, el rumano y el español, entre otras.

 

Estas evoluciones lingüísticas se dan en todas las lenguas. Por ejemplo, el inglés. "El inglés se habla en Inglaterra desde hace más de un milenio, pero ha cambiado con el tiempo, como es obvio si se compara el inglés actual con el inglés isabelino, como se ve en Shakespeare", dice Pulju. "El inglés isabelino, de hace unos cuatro siglos, sigue siendo en su mayor parte comprensible para nosotros, pero el inglés de Chaucer, que data del siglo XIV, lo es mucho menos. Y el inglés de 'Beowulf', de alrededor del año 1000, es tan diferente del inglés moderno [que] no es comprensible para nosotros hoy". Pero nadie diría que el inglés es una lengua muerta: simplemente ha cambiado muy gradualmente durante un largo periodo de tiempo.

 

La única diferencia entre el inglés y el latín es que el inglés antiguo se convirtió en el inglés moderno y solo en el inglés moderno, mientras que el latín clásico se diversificó y dio lugar a varias lenguas diferentes. Por eso la gente tiende a pensar, quizá erróneamente, que el latín es una lengua extinta. Sin embargo, las lenguas pueden extinguirse; a veces los hablantes nativos de una lengua mueren todos, o con el tiempo su primera lengua cambia hasta que finalmente no quedan hablantes fluidos.

 

Esto ocurrió con la lengua etrusca, hablada originalmente en la actual Toscana, en Italia. "Después de que los romanos conquistaran Etruria, las siguientes generaciones de etruscos siguieron hablando etrusco durante cientos de años, pero algunos etruscos, naturalmente, aprendieron latín como segunda lengua; además, muchos niños crecieron siendo bilingües en etrusco y latín", explica Pulju. "Con el tiempo, las ventajas sociales de hablar latín y tener una identidad como romano superaron a las de hablar y ser etrusco, de modo que, con el paso de las generaciones, cada vez menos niños aprendieron etrusco". El resultado final fue que la lengua etrusca simplemente murió.

 

La muerte de las lenguas no es solo un fenómeno antiguo. "También está ocurriendo con las lenguas indígenas en numerosos lugares del mundo", dijo Pulju. El Medio Oriente es una especie de punto caliente de las lenguas moribundas, lo que puede ocurrir cuando se estigmatiza socialmente el hecho de hablar una lengua no mayoritaria, no se enseña la lengua en las escuelas y se toman medidas más brutales, como la limpieza étnica y la violencia perpetrada contra las minorías. La Unesco calcula que al menos la mitad de las 7.000 lenguas que se hablan hoy en el mundo se extinguirán antes de que acabe este siglo.

 

Entonces, ¿cuándo murió el latín? No lo hizo, simplemente evolucionó.


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03 agosto 2021

La dudosa humildad de los soberbios

Hay la tendencia a pensar, entre la gente de aviación, que porque alguien ha desempeñado una función técnica con relativa eficiencia, esa persona ya está automáticamente preparada para dirigir la más importante institución aeronáutica del país. Me parece esto tan insensato como poner al mando de la Autoridad Aeronáutica a alguien sin el conocimiento técnico adecuado y, encima, sin probadas capacidades administrativas y de liderazgo.

 

Quizá no caemos en cuenta que, aunque esas otras posiciones pudieron haber guardado alguna identidad, la tarea de administrar la Dirección General de Aviación Civil requiere de otras capacidades y de distintas habilidades que son esenciales. No entender esta premisa sería como coincidir en que: para la eventual designación del titular de la organización rectora de la actividad aeronáutica, bastaría con averiguar el monto total de las horas de vuelo del pretendiente, que se obtendría con solo revisar los guarismos de su cuaderno de bitácora.

 

Hubo un tiempo en que, para efectuar esa designación, solo se pensó en la relación del postulante con las implicaciones empresariales de la actividad aérea o, peor aún, en el grado militar del aspirante, pero nunca en sus reales capacidades para analizar la problemática institucional, su experiencia o su sabiduría para entender el entorno general, su compromiso para efectuar un diagnóstico de la situación organizativa y funcional de la entidad, o para postular los instrumentos necesarios para capacitar al personal y convertirlo en cada vez más profesional y eficiente. Porque, por lástima, ante los ojos de nuestra comunidad, la DGAC se ha convertido en una organización burocrática signada por la complacencia y el desprestigio.

 

Hubo un momento en mi vida profesional en que se me propuso considerar la posibilidad de dirigir esa institución. Eran otros tiempos y yo vivía diferentes circunstancias, tanto en mi desarrollo profesional como en mi vida familiar. Hubiese significado un improductivo sacrificio, sobre todo por la circunstancia inestable y política que la posición representaba, o porque se hacía complejo estructurar un plan con el objeto de modernizar esa organización.

 

Pasado el tiempo y ya alejado de mis funciones como comandante de aerolínea, se me ha pedido integrar las ternas requeridas para optar por la nominación. He respondido, en esas ocasiones, no estar dispuesto a efectuar los contactos políticos que son requeridos, realizar los consecuentes cabildeos y aceptar los eventuales compromisos. La sola condición de hacerlo implicaba tener que depender de otras instituciones o personas para poder desarrollar un trabajo independiente. Por lástima, estuve obligado a excusarme. De más está comentar que, dada la naturaleza autoritaria del gobierno que entonces el país tenía, me parecía no poder consolidar el sustento necesario para desarrollar un proyecto como el que debía implementarse.

 

Siempre he pensado que hay un momento para retirarse con oportunidad, por doloroso o incómodo que parezca. Es más, sostengo que hay un tiempo adecuado para incorporase, con absoluta dedicación, a cierto tipo de responsabilidad. Ser honesto implica reconocer que llegamos a una edad en la que ya no basta con la experiencia; también es necesario el ímpetu y el dinamismo, la curiosidad y el espíritu de disponibilidad, y esa entrega que caracteriza a la juventud. No corresponde calcular una cuota de fama o una posición de prestigio, pues no se trata de articular un aporte a la propia vanidad. Se trata de averiguar, más bien, la posibilidad del impacto positivo que pudiera tener un determinado individuo cara a conseguir los propósitos propuestos.

 

Sea lo que sea, tengo ahora el privilegio de observar, detrás de bastidores, los empeños de unos pocos que tratan de “culminar su carrera” llegando a esa importante posición (trasuntan el aparente e improbable desapego de quienes están interesados). Se trata, creo yo, de auto proclamados candidatos que nunca se destacaron en nada y solo consiguieron un desempeño incoloro y mediocre. No importa que ahora exhiban ”la dudosa humildad de los soberbios”; su problema son sus escuálidas credenciales. Esta pretensión es hoy acolitada por la “desmemoria de los ingenuos”, la de unos pocos que quieren promocionarlos. Ellos olvidan que el objetivo no es el de buscar a alguien “para ver cómo le va”; se trata de articular una propuesta seria y encargar su ejecución al más idóneo.

 

En cuanto a mí, no me motivan ni la ambición ni el personalismo. Me estimulan la tranquilidad y la ataraxia. Es ya muy tarde para dejarme tentar por los cantos de esa lúbrica sirena que vive en las orillas cenagosas del engreimiento.


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