31 agosto 2021

De patrones y revoluciones

Es la Juan Larrea una calle más bien corta, no tiene más de cinco cuadras; de hecho, empieza al sur en la Antonio Ante, donde se encuentra el Consejo Provincial, y sigue hacia el norte hasta concluir en el ingreso principal de la Escuela Espejo de varones. Tal era el sentido que la calle tenía en mis años de infancia, en estos días corre en sentido contrario; esto, de todos modos, no hubiese importado en aquellos días: el barrio era todavía “un barrio residencial”, lo que solo quería decir que casi no transitaban vehículos. En la esquina que daba con la Juan Pablo Arenas, estaba ubicado el cine Alameda, el mismo que, asimismo, quedaba a tan solo una cuadra del Colegio Mejía. Ahí cerca, y tan solo a media cuadra, se ubicaba la fuente más lejana de mis memorias olfativas: era un local que estaba ubicado detrás de un pequeño patio interior; había que subir unas gradas. Era la panadería “Arenas”.

 

Ahí, en la Juan Larrea, estaba situada la última casa en que transcurrió mi verdadera infancia; allí viví entre los cuatro y seis años (he aprendido que infancia viene de la voz latina infantia que curiosamente quiere decir “no saber hablar”…). No debe confundirse a la Juan Larrea con la Manuel Larrea, calle que está ubicada una cuadra más hacia el oriente, es decir hacia la Ave. 10 de Agosto; esta última es algo más larga, empieza en la Santa Prisca y termina en la Ave. Pérez Guerrero, que conecta al parque de El Ejido con la Universidad Central y que quizá, y por lo mismo, es mejor conocida como “Diagonal Universitaria”.

 

Encuentro en ese formidable texto de la nomenclatura de las calles de Quito que debemos a Ángel Dávalos (“Quito. Significado y ubicación de sus calles”), la razón para que se hubiese dado ese nombre a la primera de estas calles: ella hace honor a Juan de Larrea y Guerrero, un prócer riobambeño que el día de Navidad de 1809 “asistió a la sesión conspiradora pro libertad, en (la hacienda) Chillo”, y que “después de escapar de las persecuciones del 2 de agosto, volvió a tomar parte en la defensa de Quito en 1812”. Por su parte, el otro Larrea, el que da nombre a la calle paralela, fue Manuel Larrea y Jijón, también un ilustre prócer, que “perteneció a una familia de la nobleza” quiteña. El “luchó por la causa de la independencia, tomando parte en la jornada del 10 de agosto de 1809”. Lo conocían como marqués de San José.

 

La casa de la Juan Larrea estaba ubicada en un solar más bien angosto, de no más de quince pasos de frente: era una de las dos casas gemelas que estaban adosadas en el lado occidental de la calzada. El dormitorio principal, el mismo que daba a la calle, estaba protegido por un ventanal que, visto desde afuera, parecía estar custodiado por dos puertas que tenían entrada directa desde la calle; la puerta principal o portón de entrada, estaba ubicada al lado derecho, vale decir que al lado norte, este daba acceso a una especie de recibo que estaba protegido por una mampara de vidrio, el vestíbulo daba ingreso a un corredor en forma de L, que, a su vez, rodeaba un patio abierto, y facilitaba la entrada a las distintas habitaciones que tenía la casa.

 

La otra puerta, la que estaba a la izquierda del ventanal, era algo más angosta y daba acceso directo a un taller de costura que tenía mi madre. Allí resaltaban una máquina de coser, una enorme canasta dedicada a acomodar los géneros y demás cortes de tela que le habían sido encargados y, sobre todo, una enorme mesa que servía a mi madre para diseñar sus moldes. Mamá no era costurera de oficio, había estudiado diseño de modas; y era, por lo mismo, más bien lo que pudiera llamarse una modista, con la diferencia de que solo ponía sus reconocidas habilidades al servicio de sus parientes y de las amigas que apreciaban su oficio. Claro que sabía coser, pero lo más importante era que sabía, por sobre todo, dibujar y… cortar.

 

Eran sus artilugios una serie de reglas de diferentes como curiosas formas y tamaños (¡cuántas veces no las utilicé en mis vespertinas batallas imaginarias!) y, asimismo, una variedad de tijeras con las que daba forma a esos moldes. Grande debe haber sido mi sorpresa cuando, sabedor de que sus empleados llamaban a papá como “patrón Gustavo”, escuché a mamá decir un día que “iba a tener que crear un nuevo patrón”…

 

He pensado en estos días en este distinto sentido de la palabra patrón, no con el significado de amo o patrono, sino con el de referencia, cuando he leído un artículo de prensa en el que se considera al gran escritor francés Gustave Flaubert como el “patrón de la novela moderna”, y no he caído en cuenta del significado aplicado, hasta que he advertido que se refería al autor de Madame Bovary más bien como la guía y la norma, como la muestra y el ejemplo, como el modelo y el paradigma de cómo debe ser escrita una novela. Así, he recordado también el sentido con que se utilizaba la voz revolución en la casa de mi abuela, nunca como asonada o cambio político, sino como sinónimo de alboroto, entrevero, escándalo y confusión.


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