27 febrero 2024

¿Se hunde Kansai? *

* Escrito por Jean Carmela Lim para AeroTime Hub, con mi traducción y reedición.

Cuando el Aeropuerto Internacional Kansai (KIX), de Osaka–Japón, abrió sus puertas en 1994, se lo consideró una maravilla de la ingeniería. Es uno de los aeropuertos flotantes que existen en el mundo; su construcción costó aproximadamente 20 mil millones de dólares. Treinta años después, sigue siendo un centro importante de distribución de tránsito aéreo en Japón. En 2022, se lo consideró el tercer aeropuerto más ocupado del país (más de 35 millones de pasajeros al año), después de los de Narita (NRT) y Haneda (HND), ubicados en Tokio.

 

Kansai sirve como centro de operaciones paraa algunas de las principales aerolíneas niponas, como All Nippon Airways (ANA), Japan Airlines y Nippon Cargo Airlines (NCA); e incluso para Peach, una aerolínea de bajo costo. Sin embargo, algunos expertos temen que el aeropuerto pudiera hundirse y quedar bajo el nivel del mar para 2056. Para llegar al meollo del problema, sería necesario conocer algunos antecedentes de este importante aeropuerto:

 

¿Por qué Kansai está en medio del mar?

El aeropuerto se construyó para aliviar la congestión en el aeropuerto Itami (ITM) de Osaka: ubicado al norte de la ciudad, que también sirve a Kobe y Kioto. Su ubicación inicial estaba programada para que se lo construya cerca de Kobe (al occidente de Osaka), pero los funcionarios de la ciudad y los lugareños se opusieron al plan inicial. Esto dio lugar a la decisión de construir el nuevo aeropuerto en un sitio muy particular, una isla artificial en el Mar Interior de Seto, en la Bahía de Osaka, al sur-occidente de la urbe, donde las operaciones podían efectuarse las 24 horas del día sin tener que incomodar a los residentes.

 

Para construir un aeropuerto en medio del mar, los ingenieros tuvieron que drenar millones de litros de agua de un lodo de arcilla blanda, de hasta veinte metros de profundidad, que se encontraba debajo del terreno del actual aeropuerto, antes de que se pudiera construir un malecón. La tierra reclamada se asemejaba a una esponja húmeda que se transformó en una base seca y densa que pudiera soportar el peso de la estructura del aeropuerto.

 

Los equipos de construcción colocaron arena, con un espesor de cinco pies de profundidad, sobre el fondo marino de la arcilla e instalaron 2,2 millones de piezas de tubería vertical, cada una de alrededor de unas 16 pulgadas de diámetro. Estas tuberías fueron rellenadas con arena (pilotes) y fueron apuntaladas en la arcilla para proporcionar una cimentación más resistente y estable. La construcción comenzó en 1987 y tardó siete años en completarse.

 

¿Por qué se está hundiendo el aeropuerto?

A lo largo de sus 30 años, este aeropuerto flotante ha resistido un gran terremoto: el de Hanshin en 1995, que alcanzó una magnitud de 7,2 grados y cobró más de 6.000 vidas. En 1998, también sobrevivió al tifón Stella, que provocó más de setenta deslizamientos de tierra; no obstante, el aeropuerto se está hundiendo más rápido de lo que se había previsto, debido a que, como se indica, su base es similar a una esponja. Los expertos habían calculado que el aeropuerto se hundiría unos 5,7 metros hasta 1990, pero en la realidad se ha hundido un total de 8,2 metros.

 

En una entrevista efectuada para Smithsonian Magazine en 2018, Yukako Handa, el representante del concesionario del aeropuerto, habría comentado: "Cuando se construyó Kansai, el relleno necesario se calculó en función del nivel del suelo y del hundimiento estimado en los primeros 50 años, luego de la construcción"; pero, en la práctica, hasta el 2018 se habría hundido 38 pies (doce metros y medio), un 25 % más de lo que los expertos esperaban. A pesar de esos ominosos temores, las perspectivas siguen optimistas y el aeropuerto se ha seguido expandiendo. En diciembre se inauguró un nuevo terminal internacional, con previstas nuevas extensiones que se completarán hasta el año 2025.

 

Nota: volé a Kansai mientras operaba el Airbus A-300-600 para Korean Air; entonces tenía una sola pista. Existe una aproximación escalonada que se inicia sobre Okayama. Una vez sobre la bahía, se reciben vectores para situarse en tramo de viento al norte de la pista. Luego de un estrecho viraje hacia final, se soportan fuertes vientos cruzados con incesantes ráfagas que se amplifican en final corto con el efecto de sotavento producido por el terminal aéreo.


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23 febrero 2024

Cuando el tiempo se detiene

Me devano los sesos preguntándome por qué usamos esa frase, la de “devanarse los sesos”, si devanar significa enrollar. Sospecho que si queremos darle un mejor sentido a la expresión, sería preferible emplear un verbo que equivalga a desenrollar… El punto es que a veces siento que me los devano (o lo que fuere) tratando de recordar cómo fue que conocí a alguien por primera vez. Esto no sucede con Leo, el esposo de una de mis primas, cuando lo reviso transcurridos más de 50 años… De paso, Leo es hipocorístico para un mogollón de nombres, como Leonidas, Leonel, Leopoldo, Leocadio, Leovigildo, Leoncio y, claro, hasta Leonardo…

En su caso, que lo recuerde marca más bien la diferencia. Y, para ello, haría falta ir al contexto, al cómo y al cuándo, al dónde y al porqué. Así que se me hace preciso confesar que cuando tuve quince años –unos dos antes de conocerlo–, me escapé un día del colegio y falté a clases de la tarde. Fui a ver una película de Alfred Hitchcock que se llamaba Psicosis; estaba hecha en blanco y negro, era protagonizada por Anthony Perkins, y la habían prohibido para menores de 18 años. Había transigido a la tentación y a las insistencias de un compañero de “pupitre”.

 

Ahí vi imágenes que recordaría después con persistencia: como esa esperpéntica mansión ubicada sobre un promontorio junto a un motel de carretera; o la de aquel joven perturbado llamado Norman Bates que era el propietario del motel y cometía un brutal asesinato en el cuarto de baño donde se duchaba una guapa pasajera; o aquella otra, donde un psicópata disfrazado de inofensiva abuela, se bamboleaba en la mecedora de esa siniestra residencia. ¡Cómo olvidar la escena en que Bates, armado de un cuchillo de cocina, y con musical fondo de suspenso, asesinaba a esa desnuda mujer que trataba de protegerse atrás de una cortina!

 

O esa casa se inspiró en la de mis tíos (los padres de mi prima) o la cinta me produjo tal impresión que recordaba aquel lúgubre lugar cada vez que iba a visitarles… Algo había en esa morada que me rememoraba esa mansión aterradora. Para colmo, había en el jardín de entrada un rabioso mastín que obligaba a sus víctimas a esquivarle, saltando a través de unos espinosos arriates… Una vez en el hall, y antes de tomar la grada, a su derecha había una puerta vidriada guarnecida por unos lánguidos visillos, parecía custodiar un aposento clausurado.

 

Era el sancta sanctorum de la casa; verdadera “sala de reliquias”. A ese recinto solo se tenía acceso en tres ocasiones puntuales: cuando íbamos de visita a escuchar tangos o cuentos infantiles; cuando se exhibía, por fin de año, un descomunal y anacrónico pesebre navideño (tenía dinosaurios y tanques de combate); o, cuando se nos invitaba a presenciar la exhibición de “los-juguetes-que-se-guardaban”… Se trataba de un avión a batería que autónomo giraba en espacio reducido; y de un trencito que recorría una pista instalada en el piso de la sala.

 

El primero encendía las luces, replicaba el ruido de los reactores y, cuando se detenía, abría una escotilla, dejaba bajar una escalerilla y desplazaba una preciosa azafata que saludaba agitando la mano… El otro era algo más complejo: requería de más espacio para desplazarse, era un convoy eléctrico que circulaba sobre una riel que había que armar sobre el entablado. Con el tiempo, ese trencito mecánico me habría de ayudar a comprender la letra de una canción de Serrat, conocida como La mujer que yo quiero. La marca del artilugio se había ido confundiendo (como ocurre con Gillette) con el nombre de aquel juguete... “Tiene muchos defectos, dice mi madre/ Y demasiados huesos, dice mi padre/ Son todos suyos mis compañeros de antes/ Mi perro, mi “Scalextric” y mis amantes. Pobre Juanito (?)…

 

Fue en esa misma sala, que un día conocí a Leonardo. Yo era entonces un chico retraído y algo solitario. Vecinos y primos como éramos con Patricia, ella se fue convirtiendo en guardián de mis confidencias e inseguridades; así fue creciendo una intimidad acicateada por la complicidad y la confidencia; ella sabía de mis arrebatos y devaneos…

Pero también hubo música de fondo; la entonaba Salvatore Adamo. Así lo proclamaba la cubierta de su LP: Cuando el tiempo se detiene. Su dulzona letra rezaba así: Es niebla y sombra el porvenir, solo hay recuerdo en la añoranza/ La vida vuelve a sonreír, pues recordar es revivir/ Que el tiempo y el destino detengan su camino/ Y aquel cariño al evocar, podrá un instante eternizar”… Gran amigo y empresario, un día Leo descubrió que si se quiere hacer jugo de naranja hay que tener las naranjas; y que si se las tiene, resulta imposible hacer jugos con sabor a otras frutas...


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20 febrero 2024

La fragosa saga de Juan Pérez

'Saga' es una palabra muy linda; bien bonita, como dicen por ahí. Quiere decir leyenda, fábula, cuento; también estirpe y hasta odisea, o un relato novelesco que abarca vicisitudes de una familia; pero también significa mujer que presume de adivina y hace encantos o maleficios. Hoy quiero usarla para hablar de alguien a quien de chico no conocieron por su muy famoso nombre sino por el de Juan Pérez, el nombre más común, el más repetido que existe en nuestro idioma. Su padre, de nombre Nepomuceno había sido un joven agricultor y por aquello de las guerras revolucionarias de su tierra (principios del siglo XX), se habría visto obligado a deambular por varios lugares.

Juan Nepomuceno, que así era su nombre, se había casado joven, unos veinticinco años, con una chica todavía más joven, digamos que diecisiete, y pronto se había ido llenando de hijos, como era normal en esos tiempos, no se diga en una cultura como la mexicana en que ellos –los hijos– eran “la bendición de Dios” y donde no había que preocuparse por su mantenimiento porque, qué caray, “ellos venían con el pan bajo el brazo”. Al padre parece que le venía bien la agricultura, tenía ciertas habilidades para organizar siembras y cosechas, y para manejar estancias, pero aquello de las escaramuzas libertarias, amén de los conflictos cristeros, lo tenían ajetreado yendo de un pueblo para el otro.

 

Así les nació un hijo en Apulco, otra hija en Ciudad Guzmán, un tercero en Sayula (todas pequeñas ciudades ubicadas al sur de Guadalajara); y aun otros dos hijos más: uno en esta misma ciudad y otra chica en San Gabriel (más tarde, Venustiano Carranza). Con el tercer vástago optaron, otra vez, por el nombre de Juan Nepomuceno, luego de coquetear con uno que sonaba más rápido y moderno: Juan Carlos. Y así le dijeron al cura: que el niño había nacido el 16 de mayo de 1917, que querían bautizarlo con sus apellidos: Pérez Rulfo y Vizcaíno (él era Pérez-Rulfo y ella Vizcaíno Arias). Más tarde, en la inscripción del Registro Civil, omitieron el Rulfo, y registraron al muchacho como Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno. “Alguien”, con bolígrafo y tiempos más tarde, habría añadido al margen un “Carlos”…

 

Algo de esa lucha con los nombres parece haberle quedado a Juan Rulfo, autor él de esa extraordinaria novela que es Pedro Páramo, “una de las mejor escritas en castellano –según Jorge Luis Borges– y una de las más señeras de toda la literatura universal”… No hay relato en el que Rulfo no utilice esos nombres poco frecuentes, extravagantes o “raros” como Terencio, Ubillado o Tiburcio, que quizá estén basados en usos ancestrales o en el santoral católico. Ya, en esa novela, Rulfo recuerda una pequeña parte de aquellas letanías que escuchara en su niñez: “Santa Nulinona, virgen y mártir; Anercio, obispo; santas Salomé viuda, Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato”… “Estoy repasando una hilera de santos –dice uno de sus personajes– como si estuviera viendo saltar cabras”.

 

Aquello del Rulfo, no obstante, no parece un capricho del escritor; sería más bien la adopción de un nombre de pluma o, quién sabe, habría sido una forma de conciliar una “promesa de familia”. Así lo explicaba un señor Aguilera en un artículo con el que me topé por casualidad: “la adopción del apellido Rulfo –decía– se habría debido a una petición de la abuela María, pues en su familia hubo siete hermanas y un solo varón que murió soltero y sin descendencia. Para evitar que se perdiera el apellido pidió a los nietos que así procedieran. Lo hicieron los hermanos, por medios legales, pero no Juan, que únicamente tomó ese apellido, el de Rulfo, para publicar sus escritos”.

 

El padre de Rulfo habría muerto en 1923 (Juan tendría seis años); lo había asesinado un tipo borracho y pendenciero, llamado Guadalupe Nava. Todo habría ocurrido por un litigio por unas reses de ganado. Al parecer, no hubo pendencia ni discusiones pero lo cierto es que lo dispararon por la espalda. De esto pareció caer sobre la familia una suerte de maldición o mala racha; algunos parientes fueron asesinados, y otros murieron de manera inesperada o fortuita. En noviembre de 1926 habría muerto la madre, de un infarto, y entonces Juan y su hermano Severiano habrían pasado a estudiar en un orfanatorio de Guadalajara. Allí, en la lista de registros de 1930, constaría Juan Pérez Vizcaíno, “un niño retraído, de 13 años de edad, al que le gustaba jugar solo”. Estaba inscrito en el 6to grado “A”, con el número 35.

 

Recuerdan sus amigos que “era muy estudioso y se pasaba encerrado leyendo… era muy observador, hablaba poco pero su plática era ‘rete’ muy agradable; era muy romántico y nos gustaba oírle hablar”… “Se enamoró de una chica muy guapa, Clara Aparicio. Alta, morena, de pelo largo, muy bien formada. Una real hembra”… Él no parecía el hombre para ella, pero le habló ‘bonito’ y se casó con ella”… Juan Rulfo murió en Ciudad de México el 7 de enero de 1986.


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16 febrero 2024

Historia de un danzante

Hacia los últimos años del siglo pasado, mientras efectuaba uno de mis vuelos con el A-340 a Paris, había quedado con Juan Cueva, entonces embajador en Francia, en ir a disfrutar un magré de canard en un bistrot vecino al Arco del Triunfo. Aunque éramos concuñados, no me unía con Juan una coincidencia ideológica en lo político. No obstante, él era hermano político de mi esposa y primo hermano de quien fuera mi madre “política”... A último momento, se nos juntó Jorge Enrique Adoum, un conocido escritor ecuatoriano a quien yo no había conocido. Juan, cuya conversación estaba siempre adornada de anécdotas y leyendas, me lo presentó: “Jorge Enrique es escritor y poeta –me comentó– , fue secretario de Pablo Neruda y es uno de los compositores de la famosa Vasija de Barro”.

Jorge Enrique me llevaba con unos 25 años y, aunque hasta entonces no lo había tratado, estaba enterado que era padre de Rosa Ángela, una chica atractiva y muy preparada que ejerció una breve función como asesora del alcalde Jamil Mahuad. Pasadas casi dos décadas luego de ese almuerzo tripartito, di por casualidad con una nota escrita por el poeta ambateño en Facebook (no descarto que pudo tratarse de una reproducción, pues Adoum había fallecido en 2009). En ella relataba como, estando en casa de Oswaldo Guayasamín y en compañía de otros artistas y escritores, se había compuesto la que sería la letra improvisada del tan conocido danzante:

 

“Una tarde, fuimos con Jorge Carrera Andrade y Hugo Alemán a la casa de Oswaldo Guayasamín. Allí estaban Gonzalo Benítez y Luis Alberto Valencia (los “Potolos”, el dúo más célebre de la música ecuatoriana), Lilian Robinson (entonces cuñada de Rolf Blomberg, periodista y uno de los mejores fotógrafos del mundo, casado luego con Aracely Gilbert) y el pintor Jaime Valencia. En el suelo, apoyado contra la pared, había un cuadro reciente de Guayasamín titulado Origen. Carrera Andrade advirtió que, en esa ‘maternidad’, el feto aparecía en el vientre de la madre en la misma posición que los cuerpos en las esculturas precolombinas. En algún momento, Jorge tomó al azar, de la biblioteca de Oswaldo, un libro que resultó ser Por el camino de Swann de Marcel Proust, que tenía cuatro páginas de guarda al final; en una de ellas escribió una primera estrofa (“Yo quiero que a mí me entierren/ como a mis antepasados/ en el vientre oscuro y fresco/ de una vasija de barro”)…

 

…“El volumen comenzó a circular (Lilian Robinson se excusó) y Hugo Alemán escribió la segunda estrofa: (“Cuando la vida se pierda/ tras una cortina de años/ vivirán a flor de tiempo/ amores y desengaños”). Le tocó el turno a Jaime Valencia: (“Arcilla cocida y dura/ alma de verdes collados/ barro y sangre de mis hombres/ sol de mis antepasados”), y después a mí: (“De ti nací y a ti vuelvo/ arcilla, vaso de barro/ con mi muerte yazgo en ti/ en tu polvo enamorado”). Alguien leyó en voz alta el resultado final. A ninguno de nosotros se le ocurrió que ese texto podría transformarse en una canción, pero recuerdo que de golpe, el libro, abierto en sus últimas páginas, estaba frente a los Potolos como una partitura. Minutos más tarde, tras haber escrito algunas notas en un pentagrama, frente a la página del texto, estrenaban Vasija de Barro…” (sigue luego una explicación de cómo la canción fue haciéndose famosa).

 

Hace no mucho, revisando la biografía de J.E. Adoum, me topé asimismo con una referencia que me llevó a otra reseña, la infaltable de Vasija de barro. Al echar un vistazo a las propias referencias de este último tema, caí sin querer y por pura casualidad, en la página web de la revista Achiras (achiras.net.ec), en la que se contaba una historia muy parecida (difiere en que los ‘Potolos’ no habrían estado presentes –por lo menos inicialmente– y en que Blomberg, el padre de mi amiga Marcela, también hubiese integrado el grupo aquella tarde). En el relato se incluyen sendas biografías de los autores, así como del anfitrión, y propiciador y responsable del episodio referido.

 

En la nota de Facebook consta, asimismo, a manera de recuerdo y testimonio, una fotografía del manuscrito (con sus marcas y tachones incluidos) así como un pentagrama con su respectiva frase musical; todo borroneado en aquellas páginas finales del primer tomo de En busca del tiempo perdido, del escritor francés.

 

Nota 1: de acuerdo a lo consultado, el ‘danzante’ es un aire en compases de 6/8, cuya melodía va acompañada de acentos rítmicos por medio de acordes tonales y golpes de percusión en el primer y tercer tercio de cada tiempo. Nota 2: la ‘achira’ (¿la atzera?), es una planta de flores coloradas que vive en terrenos húmedos (de su raíz se obtiene un almidón que sirve para elaborar panecillos y bizcochos; su hoja es utilizada  para envolver los tamales).


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13 febrero 2024

Un tal Pedro Páramo *

  * Escrito por Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (un extracto de su novela, Pedro Páramo).

 

«Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea...»

Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice.

«... Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas.

»—En el mar sólo me sé bañar desnuda —le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen «picos feos», que gruñen como si roncaran y que después de que sale el sol desaparecen.

Él me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí.

»—Es como si fueras un «pico feo», uno más entre todos —me dijo—. Me gustas más en las noches, cuando estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad.

»Y se fue.

»Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos: rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo.

»—Me gusta bañarme en el mar —le dije.

»Pero él no lo comprende.

»Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas.»


Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos, sin quitarse el sombrero, se acomodaron a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate cuando les trajeron, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles. Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra, aguardaba el Tilcuate.

—Patrones —les dijo cuando vio que acababan de comer—, ¿en qué más puedo servirlos?

—¿Usted es el dueño de esto? —preguntó uno abanicando la mano. Pero otro lo interrumpió diciendo:

—¡Aquí yo soy el que hablo!

—Bien. ¿Qué se les ofrece? —volvió a preguntar Pedro Páramo. —Como usté ve, nos hemos levantado en armas.

—¿Y?

—Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?

—¿Pero por qué lo han hecho?

—Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté?

Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.

—Yo sé la causa —dijo otro—. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir.

—¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? —preguntó Pedro Páramo—. Tal vez yo pueda ayudarlos.

—Dice bien aquí el señor, Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos agenciarnos un rico pa que nos habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A ver tú, Casildo, como cuánto nos hace falta?

—Que nos dé lo que su buena intención quiera darnos.

—Éste «no le daría agua ni al gallo de la pasión». Aprovechemos que estamos aquí, para sacarle de una vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche.

—Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo.

—Pos yo ahí al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo. ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo?

—Les voy a dar cien mil pesos —les dijo Pedro Páramo—. ¿Cuántos son ustedes?

—Semos trescientos.

—Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así?

—Pero cómo no.

—Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos.

—Sí —dijo el último en salir—. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre.

Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano.



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09 febrero 2024

Aquello de “Hold short”

Existen ‘equívocos’; de ellos está repleta la aviación. Son términos que por su múltiple sentido, pueden ser usados en forma incorrecta o de modo ‘equivocado’. La comunicación en aeronáutica ha avanzado mucho pero está lejos de ser perfecta, persisten expresiones que pueden tener varios significados, en especial si no existe nitidez en la transmisión o si se las interpreta con un sentido que no fue el propósito del emisor. La costumbre puede ocasionar más de un mal rato y no sería raro que nos involucre en más de un problema. La “fuerza de la costumbre”, nos hace decir cosas que no intentábamos. Tal es el grado de expectativa que muchas veces escuchamos solo lo que queremos oír…

Esto viene a propósito del incomprensible accidente de Japan Airlines, en el que un Airbus–350 que se disponía a aterrizar en el aeropuerto Haneda de Tokio, colisionó con un Dash–8 de la guardia costera, cuya tripulación interpretó que había recibido autorización para tomar posición en la cabecera de pista. A este respecto, algunos compañeros pudimos analizar un video preparado por un piloto-comunicador (se hace llamar Capi. Layton) que recogía algunos aspectos relacionados con el siniestro, como la incursión no autorizada del Dash–8 y la razón para que la tripulación del Airbus no hubiese interrumpido su aproximación y efectuado un oportuno Go-Around.

 

Primero, quisiera explicar por qué los pilotos de Japan no habrían abortado la aproximación. Se entiende que, como la aeronave ya estaba autorizada para aterrizar, la tripulación supuso que la pista estaba libre y no contó con la posible presencia de un avión en la cabecera. Tal vez las luces de la pista disimulaban o distorsionaban su presencia. Por otra parte, existe en Factores Humanos, un aspecto psicológico aplicado en prevención e investigación de accidentes, se conoce como “visión de túnel” o fijación: el piloto viene tan concentrado que pudiera desatender otros aspectos.

 

Algo en ese video sugería un probable lapsus: quien lo preparó consideraba la situación del avión “pendiente de la autorización” de despegue como de “hold short”. Una vez revisada la cinta, expresé que aunque coincidía con el criterio del comentarista, hacía notar el lapsus mencionado. Quizá Leyton se refería, sin intención, a la condición de “position and hold” (mantenerse en cabecera y esperar) como de “hold short”. No obstante, tan pronto como lo hice, “Something funny happened in the way to the fórum”… alguien más joven, y quizá mejor actualizado, hizo notar que, justo para evitar confusiones se había optado, años atrás, por un cambio de fraseología. Se había reemplazado “Taxi into the position and hold” (Vaya a posición y mantenga) por “Line up and wait” (Cuádrese y espere), asunto que –por esas cosas que tiene la memoria– yo no había tomado en cuenta; habría olvidado que la fraseología cambió.

 

“By the way”, creo que está muy bien que cada cual tenga sus ideas y sepa discrepar; para eso mismo solemos entrenar a nuestros copilotos: para que “hablen alto”, sepan expresar su criterio y sean asertivos. En lo personal, no me incomoda que me hagan caer en cuenta cuando pudiera estar equivocado. Si alguien me hace una observación, no es que quiera contrapuntearme o darse de sabiondo: nadie es perfecto, cualquiera se equivoca. Más bien ha sido, justo por esa aclaración, que he advertido que el accidente pudo haber ocurrido por culpa de la misma fraseología y que un oscuro mensaje pudo haberse constituido en factor contribuyente, tanto si se dijo “HOLD” o se dijo “WAIT”. ¿Qué tal si se le dijo al Dash-8 que espere (wait) por instrucciones y entendió que continúe hacia la cabecera?…

 

Hubo, por lástima, una transmisión borrosa emitida por la torre que resultó determinante. En ese caso, ya ni siquiera importaría lo que habría dicho el operador, sino –sobre todo– lo que pudo haber entendido la tripulación del avión en tierra. Para saber qué pudo haber pasado, sería necesario saber cuál fue el mensaje emitido por el controlador, haya dicho lo que haya dicho. Es siempre posible que, atendiendo a una insistente solicitud de autorización de despegue (o por propia iniciativa), el controlador haya más bien informado de la presencia del A–350 en final e instruido al Dash-8 que debía continuar pendiente. Fue, al comunicar esta instrucción, que el controlador pudo haber utilizado una expresión –cualquiera que esta haya sido– que pudo ocasionar (por su falta de nitidez) la interpretación errónea.

 

Sí, cualquier palabra pudo crear la confusión; en especial si la transmisión fue borrosa; y peor si los tripulantes no hablaban buen inglés o no estaban familiarizados con la fraseología. Todas estas tragedias dejan enseñanzas. Lo sucedido, que es muy triste y lamentable, quizá impulse a que se busque una fraseología más clara, y un nuevo protocolo de comunicación; algo así como una señal adicional de semáforo para ingresar a la cabecera...


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06 febrero 2024

Otro mandamiento más

Nunca estuve de acuerdo con los diez mandamientos. No es que yo hubiera demandado un poco más de libertad; era que cuestionaba que fueran preceptos negativos (no matarás, no robarás, no mentiras), no, no y no, como en aquella balada... Ya lo expresé alguna vez, en este mismo blog, ¡qué distinto sería el mundo, si en lugar de que las tablas de la ley fueran tan “negativas”, nos dijeran: ¡sé, trata, procura! Bien visto, el mismo concepto de la ley es también negativo. El Código Civil establece en su primer e inicial artículo: “La ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite”. Nunca dice: “insta, inspira, provoca, insinúa, recomienda, sugiere”… Sí, creo que hace falta un nuevo precepto adicional…

Ya en mi primera visita a un muy importante puerto asiático que sería más tarde mi hogar por doce largos años, me di cuenta de esta curiosa –y harto mosaica– filosofía: no cruzar la vía en media calle; no mascar chicle, no estacionar con la parte posterior hacia la calzada, no botar las colillas en las veredas, no comer en el subte, no orinar en la vía pública. ¡No, no y no! Y… ¿funcionaba? Claro que sí, pero porque si no se hacía caso, si se actuaba de manera rebelde o díscola, venía un rígida y desproporcionada multa. Cualquier falta o infracción, por mínima que esta fuera, era penada con cien, doscientos, quinientos dólares. Pero, ¿eran las multas iguales para todos? Claro que sí, pero esa era precisamente una parte del problema: la multa no era equitativa: afectaba, castigaba más a los más pobres.

 

Pero lo último tampoco era lo más importante: la gente se había acostumbrado a que si la multa no era considerable, era entonces ‘pasable’ no hacer las cosas cómo se debe. En otras palabras, había una respuesta visceral, la gente se “comportaba bien” por temor al castigo. No se fue creando una cultura positiva: saber entender lo perjudicial del propio mal comportamiento y tomar la iniciativa para tratar de hacer siempre lo correcto, lo más eficiente y civilizado, lo más conveniente (no solo para uno mismo, sino para toda la comunidad). Nunca me extrañó, por lo mismo, que a mi ocasional ciudad huésped se la fuera conociendo urbe et orbi (en la ciudad y el mundo) con el remoquete de “The fine city”, lo cual no quería decir “la ciudad buena”, sino simplemente “la ciudad de las multas”, con el otro sentido que tiene la palabra fine.

 

Ya de vuelta al país, comprobé y corroboré que acá no había ni lo uno ni lo otro… No solo que no existían preceptos positivos, que no había recomendaciones o sugerencias, que no había frases inspiradoras, sino que tampoco había los preceptos negativos (no pintar grafitis, está prohibido estacionar junto a las aceras pintadas en amarillo, etc.); no, ni siquiera aparecían donde debían estar. Es más, curioso e insólito como pudiera sonar: se había impuesto una suerte de “ley de la selva”, la gente ya no hacía caso ni a las normas negativas, se había acostumbrado a incumplirlas y también se había acostumbrado a las recurrentes transgresiones de los demás.

 

Dejando a un lado, por ahora, nuestro comportamiento en lo personal (que también es importante) creo que en nada se expresa mejor nuestro actuar irrespetuoso y desordenado como en los trámites públicos y en nuestra actitud frente al tránsito vehicular; y, claro, es en esas mismas situaciones cuando mejor se refleja la ausencia de esos necesarios preceptos positivos. ¿Por qué no ceder el paso? (y no al que tiene derecho de vía, sino a quien vemos que parecería estar esperando). ¿Por qué no estar atentos al cambio del semáforo, tanto para desacelerar como para avanzar?, ¿por qué no utilizar con anticipación la luz direccional si nos proponemos virar? De nuevo, ¿por qué no aplicar preceptos positivos?, como: sé cordial, trata de ceder el paso, procura estacionar de reversa, haz un esfuerzo por no descargar en otros tus frustraciones, sé paciente, maneja tranquilo, ayuda a los otros a seguir en paz.

 

Aprovecho esta nota para hablar de algo a lo que se asigna muy poca atención: es el irregular cuidado con el que solemos estacionar. En efecto, con la rara excepción de utilizar la correcta maniobra –y el espacio provisto– ‘solo’ en centros comerciales, la gestión de estacionamiento deja mucho que desear. Usando un término bastante mal utilizado en estos días, diré que una gran mayoría de conductores estaciona en forma ‘desarticulada’, no solo que no centran el vehículo en el espacio asignado sino que no toman en cuenta el espacio de maniobra de sus vecinos. En cuanto a por qué estacionar de reversa... ¿han pensado en la posibilidad de un desastre? O, ¿qué tal, una batería descargada, si estacioné de frente y están ocupados los espacios laterales?


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02 febrero 2024

De fábulas y cuentos

De niños creíamos en un universo mágico, quizá porque soñábamos con la posibilidad de que se pudiera producir un milagro. Es la extraña fuerza que tiene el prodigio. El primer fabulador, el más antiguo contador de fabulas, habría sido un joven escritor griego llamado Esopo que, con tal de publicar sus consejas y moralejas, no dudó en hacer hablar a los animales. Su lugar de nacimiento es controvertido, unos lo ubican en Frigia, pero la mayoría coincide en que habría nacido en Tracia, hacia el occidente del Mar Negro (hoy, en el oriente de Bulgaria).

Se cree que vivió entre el 600 y el 564 a.C. (aunque hay quienes conjeturan que nunca existió). Lo citaron los principales filósofos, y también Heródoto y Aristófanes. La Suda (una antigua enciclopedia bizantina) certifica su existencia pero, aun así, su vida estará siempre envuelta en un velo de leyenda. Su obra fue recopilada en el siglo IV a.C. Después de Esopo, y por muchos siglos, nadie continuó la práctica del género; tal vez se receló que aquello de fabular era una patria reservada para los inocentes y los ingenuos. “Nadie vive del cuento”, fue el adagio repetido en tiempo de los abuelos. Sus fábulas siguen una estructura que ha sido muy estudiada e imitada; contienen un método didáctico y moral bastante definido.

 

En mis correrías por el Asia, oí hablar alguna vez de otro fabulador persa. Se habría llamado Vishnú Sharma y habría vivido en algún momento entre los siglos III a.C. y el III d.C. Sharma habría escrito una colección de cuentos en sánscrito, a la que denominó Panchatantra (de pancha, cinco; y tantra, principio). La obra contendría fábulas similares a las de Esopo, en ella se habrían inspirado escritores como Jean de La Fontaine, quien escribió algo llamado Las fábulas de Bidpai, basado en la obra del sabio indio Pilpay, una especie de Esopo extranjero para los árabes.

 

El Panchatantra habría alcanzado su forma definitiva en el siglo IV d.C., luego pasaría a convertirse en la referencia del género para el tratamiento de los personajes antropomórficos. Hacia fines del siglo VI se habría traducido al persa por orden de Cosroes I, uno de los más idóneos soberanos sasánidas. En el siglo VIII se lo traduciría del persa al árabe; de este trabajo habría surgido una versión denominada Kalila wa-Dimna. Hacia el siglo XII esta se habría traducido al hebreo y así pasó a ser conocida por toda Europa. En 1251, Alfonso X, El Sabio, habría solicitado –mientras era infante– una traducción directa del Calila e Dimna, del árabe al castellano. Mis copilotos conocían de otra versión escrita por un brahmán indio llamado Naraianá Panditá (Narayana). La obra es conocida como Hitopadesha, sus relatos consisten en fábulas; y sus personajes (que son animales parlantes) representan a las virtudes y defectos.

 

En los siglos posteriores –quizá inspirados por la estructura de estos cuentos y cuidando el propósito didáctico y moral de la fábula–, y siempre conservando el tono erótico o de humor sexual de otras obras en boga (como Las mil y una noches, una recopilación medieval de cuentos), surgieron autores como Giovanni Boccaccio (Decameron) o Geoffrey Chauser (Los cuentos de Canterbury), que dieron lustre al cuento corto; género repleto de humor y perspicacia, de ocurrencia y picardía, y cuya forma de narrativa fue replicada por futuros escritores. Ambos influenciaron a nuevos relatores que vivieron más tarde –entre la Baja Edad Media y el Renacimiento–; tal influjo pudo haber continuado hasta después del Siglo de Oro.

 

Boccaccio (1313 – 1375) había nacido en Florencia; fue humanista, a más de escritor. Viajó por Europa y a su retorno, en 1348, vivió la tragedia de la peste negra, desgracia que plasmó en su principal obra, la misma que la concluyó antes de cumplir 40 años. Boccaccio habría coincidido con Petrarca pasada la mitad del siglo. Más tarde, convencido por un monje, habría abandonado la literatura y los escritos profanos para dedicarse a la meditación y a la vida religiosa. El Decamerón es un compendio de cien historias contadas por diez chicos, siete varones y tres mujeres, que comparten una villa por quince días; todos cuentan un relato cada noche, excepto viernes y sábados. La obra fue prohibido en Italia en el Siglo XVI, acusada de lascivia.

 

Chaucer (Londres 1343–1400), fue escritor, filósofo y diplomático. Es considerado el padre de la tradición vernácula británica y se le atribuye –siguiendo el ejemplo de Dante– el mérito de haber impulsado el inglés nativo. De origen humilde (su nombre deriva del francés chausseur, que significa zapatero). Habría trabado amistad con Petrarca y Boccaccio, lo cual se testimonia por su claro influjo. Escribió Los cuentos de Canterbury entre 1382 y 1398: son historias ficticias contadas por peregrinos en su camino a la catedral de Canterbury. La obra se habría publicado recién un siglo después de haber sido escrita. Chaucer está enterrado en la abadía de Westminster.


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