13 febrero 2024

Un tal Pedro Páramo *

  * Escrito por Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (un extracto de su novela, Pedro Páramo).

 

«Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea...»

Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice.

«... Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas.

»—En el mar sólo me sé bañar desnuda —le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen «picos feos», que gruñen como si roncaran y que después de que sale el sol desaparecen.

Él me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí.

»—Es como si fueras un «pico feo», uno más entre todos —me dijo—. Me gustas más en las noches, cuando estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad.

»Y se fue.

»Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos: rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo.

»—Me gusta bañarme en el mar —le dije.

»Pero él no lo comprende.

»Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas.»


Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos, sin quitarse el sombrero, se acomodaron a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate cuando les trajeron, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles. Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra, aguardaba el Tilcuate.

—Patrones —les dijo cuando vio que acababan de comer—, ¿en qué más puedo servirlos?

—¿Usted es el dueño de esto? —preguntó uno abanicando la mano. Pero otro lo interrumpió diciendo:

—¡Aquí yo soy el que hablo!

—Bien. ¿Qué se les ofrece? —volvió a preguntar Pedro Páramo. —Como usté ve, nos hemos levantado en armas.

—¿Y?

—Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?

—¿Pero por qué lo han hecho?

—Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté?

Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.

—Yo sé la causa —dijo otro—. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir.

—¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? —preguntó Pedro Páramo—. Tal vez yo pueda ayudarlos.

—Dice bien aquí el señor, Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos agenciarnos un rico pa que nos habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A ver tú, Casildo, como cuánto nos hace falta?

—Que nos dé lo que su buena intención quiera darnos.

—Éste «no le daría agua ni al gallo de la pasión». Aprovechemos que estamos aquí, para sacarle de una vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche.

—Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo.

—Pos yo ahí al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo. ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo?

—Les voy a dar cien mil pesos —les dijo Pedro Páramo—. ¿Cuántos son ustedes?

—Semos trescientos.

—Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así?

—Pero cómo no.

—Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos.

—Sí —dijo el último en salir—. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre.

Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano.



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