20 febrero 2024

La fragosa saga de Juan Pérez

'Saga' es una palabra muy linda; bien bonita, como dicen por ahí. Quiere decir leyenda, fábula, cuento; también estirpe y hasta odisea, o un relato novelesco que abarca vicisitudes de una familia; pero también significa mujer que presume de adivina y hace encantos o maleficios. Hoy quiero usarla para hablar de alguien a quien de chico no conocieron por su muy famoso nombre sino por el de Juan Pérez, el nombre más común, el más repetido que existe en nuestro idioma. Su padre, de nombre Nepomuceno había sido un joven agricultor y por aquello de las guerras revolucionarias de su tierra (principios del siglo XX), se habría visto obligado a deambular por varios lugares.

Juan Nepomuceno, que así era su nombre, se había casado joven, unos veinticinco años, con una chica todavía más joven, digamos que diecisiete, y pronto se había ido llenando de hijos, como era normal en esos tiempos, no se diga en una cultura como la mexicana en que ellos –los hijos– eran “la bendición de Dios” y donde no había que preocuparse por su mantenimiento porque, qué caray, “ellos venían con el pan bajo el brazo”. Al padre parece que le venía bien la agricultura, tenía ciertas habilidades para organizar siembras y cosechas, y para manejar estancias, pero aquello de las escaramuzas libertarias, amén de los conflictos cristeros, lo tenían ajetreado yendo de un pueblo para el otro.

 

Así les nació un hijo en Apulco, otra hija en Ciudad Guzmán, un tercero en Sayula (todas pequeñas ciudades ubicadas al sur de Guadalajara); y aun otros dos hijos más: uno en esta misma ciudad y otra chica en San Gabriel (más tarde, Venustiano Carranza). Con el tercer vástago optaron, otra vez, por el nombre de Juan Nepomuceno, luego de coquetear con uno que sonaba más rápido y moderno: Juan Carlos. Y así le dijeron al cura: que el niño había nacido el 16 de mayo de 1917, que querían bautizarlo con sus apellidos: Pérez Rulfo y Vizcaíno (él era Pérez-Rulfo y ella Vizcaíno Arias). Más tarde, en la inscripción del Registro Civil, omitieron el Rulfo, y registraron al muchacho como Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno. “Alguien”, con bolígrafo y tiempos más tarde, habría añadido al margen un “Carlos”…

 

Algo de esa lucha con los nombres parece haberle quedado a Juan Rulfo, autor él de esa extraordinaria novela que es Pedro Páramo, “una de las mejor escritas en castellano –según Jorge Luis Borges– y una de las más señeras de toda la literatura universal”… No hay relato en el que Rulfo no utilice esos nombres poco frecuentes, extravagantes o “raros” como Terencio, Ubillado o Tiburcio, que quizá estén basados en usos ancestrales o en el santoral católico. Ya, en esa novela, Rulfo recuerda una pequeña parte de aquellas letanías que escuchara en su niñez: “Santa Nulinona, virgen y mártir; Anercio, obispo; santas Salomé viuda, Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato”… “Estoy repasando una hilera de santos –dice uno de sus personajes– como si estuviera viendo saltar cabras”.

 

Aquello del Rulfo, no obstante, no parece un capricho del escritor; sería más bien la adopción de un nombre de pluma o, quién sabe, habría sido una forma de conciliar una “promesa de familia”. Así lo explicaba un señor Aguilera en un artículo con el que me topé por casualidad: “la adopción del apellido Rulfo –decía– se habría debido a una petición de la abuela María, pues en su familia hubo siete hermanas y un solo varón que murió soltero y sin descendencia. Para evitar que se perdiera el apellido pidió a los nietos que así procedieran. Lo hicieron los hermanos, por medios legales, pero no Juan, que únicamente tomó ese apellido, el de Rulfo, para publicar sus escritos”.

 

El padre de Rulfo habría muerto en 1923 (Juan tendría seis años); lo había asesinado un tipo borracho y pendenciero, llamado Guadalupe Nava. Todo habría ocurrido por un litigio por unas reses de ganado. Al parecer, no hubo pendencia ni discusiones pero lo cierto es que lo dispararon por la espalda. De esto pareció caer sobre la familia una suerte de maldición o mala racha; algunos parientes fueron asesinados, y otros murieron de manera inesperada o fortuita. En noviembre de 1926 habría muerto la madre, de un infarto, y entonces Juan y su hermano Severiano habrían pasado a estudiar en un orfanatorio de Guadalajara. Allí, en la lista de registros de 1930, constaría Juan Pérez Vizcaíno, “un niño retraído, de 13 años de edad, al que le gustaba jugar solo”. Estaba inscrito en el 6to grado “A”, con el número 35.

 

Recuerdan sus amigos que “era muy estudioso y se pasaba encerrado leyendo… era muy observador, hablaba poco pero su plática era ‘rete’ muy agradable; era muy romántico y nos gustaba oírle hablar”… “Se enamoró de una chica muy guapa, Clara Aparicio. Alta, morena, de pelo largo, muy bien formada. Una real hembra”… Él no parecía el hombre para ella, pero le habló ‘bonito’ y se casó con ella”… Juan Rulfo murió en Ciudad de México el 7 de enero de 1986.


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