13 diciembre 2019

A garrote limpio

Ojos azules color de cielo,
tiene esta guambra para mirar. Bis.
Qué valor, qué conciencia,
tiene esta guambra para olvidar. Bis.

Aunque me maten a palos ya,
estoy resuelto a cualquier dolor. Bis.
Qué valor, qué conciencia,
tiene esta guambra para olvidar. Bis.

Las anteriores son las primeras estrofas del albazo (o pasacalle) “Ojos azules”, como lo encuentro en el internet; sin embargo, esta letra no es idéntica a como creo que la cantaba mi abuela (ella misma, una cuencana de porte distinguido, con los ojos azules más hermosos que jamás haya visto en mi vida). Ella no tarareaba aquel “… a palos ya”, que resultó del empeño de mi búsqueda, sino -como creo recordarlo- con un “… a palotear”, verbo, este, de veras existente, aunque poseedor de un disímil significado (golpear unos palos con otros).

Sin pararme en por qué una canción de extracto popular pudo haber hecho apología de unos ojos azules, inexistentes en el estrato social que pudo haber inspirado la canción, siempre me pareció que la letra hacía referencia a un castigo atávico para las razas aborígenes de nuestra tierra: la pena de prodigar garrotazos o de castigar a punta de palazos. Recuerdo que en nuestras casas, cuando éramos niños, a veces nos castigaban con una vieja correa, pero la amenaza admonitoria era, en forma invariable, la de “te voy a dar palo”. Difícil no hacer referencia, en estas reflexiones, a aquel “palo porque bogas, palo porque no”.

He meditado en la casi olvidada tonada al comprobar la curiosa metamorfosis que fue experimentando la poco civilizada, y nada cristiana, costumbre de “educar” a la sociedad mediante el uso del garrote, artilugio con el que se castigaba a la víctima hasta cumplir con un número determinado de golpes; esto si “solo” se trataba de aleccionarlo, o hasta que “pasara a mejor vida” si se trataba de la pena de muerte, mejor conocida como “pena capital” (término derivado de cabeza, quizá por aquello que se pretendía lastimar; o, tal vez, por estar el infamante castigo a la cabeza de las más rigurosas sentencias).

Donde pasó a humanizarse la crueldad humana fue justamente con la pena capital. De pronto, los grupos de reflexión (equivalentes a los que hoy abogan por los derechos humanos) empezaron a cuestionar que eso de matar a garrote, es decir a palo pelado, tomaba demasiado tiempo; y, por lo tanto, hacía sufrir en exceso a la víctima (como también a la “impresionada” y un tanto escandalizada audiencia). Los tribunales decidieron, por lo mismo, suspender este tipo de castigo y reemplazarlo por otro que convertiría a ese tránsito en algo menos prolongado: la horca, con lo cual la muerte se produciría por estrangulamiento con una cuerda de esparto. Comprobaron por lástima que, al final del día, el largo de la tortura seguía siendo similar, para despecho de su inusitada magnanimidad...

Al no conseguirse el resultado previsto, de eliminar el tiempo de agonía de la víctima (algo con lo que sí tuvieron éxito los franceses -inventores de una máquina conocida como guillotina-), se decidió por la utilización de un implemento con el que la muerte se producía de manera casi inmediata; con este, la víctima podía ubicarse en un asiento adosado a un madero, y ya no podía patalear porque sus pies descansaban en el suelo. Para ello, le colocaban un collar metálico alrededor de la nuca, y el verdugo designado quedaba encargado de ir apretando, poco a poco y desde atrás, un tornillo sinfín, cuyo propósito era el de romper una de las vértebras cervicales, para que así el reo muriera “con dignidad”…

Lo curioso del nuevo mecanismo era que, aunque la muerte en la práctica se producía por estrangulamiento, a este se lo siguió llamando “garrote”. El deceso del sentenciado se producía por la dislocación de la apófisis odontoides. El procedimiento lesionaba la cervical, trituraba el bulbo raquídeo y producía un coma cerebral, con lo que la muerte -en teoría- se producía en forma instantánea. Con el tiempo, se dieron cuenta de que tampoco este castigo nada tenía de humano, civilizado ni cristiano, y así la pena “por garrote”, utilizando el novedoso aparato, y ya no a base de garrotazos, también fue suspendida y eliminada.

He averiguado que Felipe VII abolió la horca e instituyó el garrote. Hubo tres tipos de pena, de acuerdo con el linaje: garrote noble para los hijosdalgo; garrote ordinario para el pueblo llano; y garrote vil para la plebe o para los delitos infamantes. La forma de castigo era siempre idéntica, lo único que cambiaba era cómo los condenados llegaban al patíbulo: los primeros montando caballo ensillado, los segundos en mula y, los de garrote vil, en burro y sentados mirando la grupa, aunque en ocasiones arrastrados. Es decir había segregación hasta para eso. ¡Absurdas contradicciones que pueden tener la intolerancia y... la bondad!

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