16 abril 2019

La saga del 737 MAX

Debo haber estado en mis últimos años de colegio cuando Boeing puso a volar el 737, el avión comercial que más se ha vendido en el mundo (se han producido más de 10.000 aparatos y están ordenados más de 5.000). Era un aparato destinado a satisfacer el segmento de 80 a 100 pasajeros. El “baby Boeing”, o “la chanchita”, como dieron en llamarle, era un bimotor al que le habían asignado el fuselaje del B-727 y la cola del más formidable entrenador que tuvimos los pilotos en la segunda mitad del siglo pasado: el sin par Boeing 707. El 737 no era, en estricto sentido, un nuevo desarrollo o el resultado de una nueva tecnología; fue la simple adaptación de conceptos que antes ya se habían probado. Esa era -en apariencia- la razón de su éxito y su fortaleza. El tiempo se encargaría de demostrar que esa terminaría siendo también su debilidad. Eso parece siempre ocurrir cuando, nos propongamos o no, estiramos demasiado las sábanas...

Tan solo una década después, Boeing propuso al mundo otras interesantes alternativas. Ahí estaban el 757 y el 767, dos bimotores de fuselaje distinto (el uno de pasillo único y el otro “casi” un avión de fuselaje ancho) que compartían una idéntica cabina de mando. Con ello, había nacido un nuevo concepto, el de las habilitaciones comunes, uno que Airbus perfeccionaría más tarde y que llamaría CCQ (Cross Crew Qualification), con el que, en teoría, un piloto de A-320 podría volar también otros modelos del mismo fabricante, como el A330 o el A340. Boeing tampoco se conformó con las nuevas versiones del gigante 747: desarrolló un nuevo y enorme bimotor, el B-777; y empezó a soñar con un avión súper eficiente, el B-787 “Dreamliner”..

De pronto, todo se transformó en una carrera entre dos caballos. Airbus apostó a la tecnología, mientras Boeing se empeñaba en aviones sencillos y resistentes que los pudiera entender y controlar cualquier piloto; se había dado anticipadamente cuenta del crecimiento vertiginoso que habría de tener la aviación comercial en el mundo. Airbus, por otro lado, fue desarrollando nuevos conceptos que Boeing se tardó en imitar. Así, de esta competencia y del enfrentamiento entre estos dos disímiles paradigmas, fueron surgiendo novedosas alternativas que irían cambiando la idea original que tuvo la aviación moderna. Así surgió la cabina de sólo dos pilotos, el sistema gerencial de vuelo, los sistemas integrados de monitoreo, etc., etc.

Mientras esto pasaba, Boeing no quería quedarse atrás, en especial en un mercado que se iba convirtiendo en muy importante, en términos de venta individual: el de los bimotores de un solo pasillo con capacidad para hasta 220 pasajeros. Fruto de esta iniciativa fue la idea de dotar al 737 de una serie de avances que eran ya estándar en otros aviones: pantallas EFIS en la cabina de mando; alas más ligeras y aerodinámicas; y motores cada vez más grandes y potentes, poseedores de una gran eficiencia operacional. Así vinieron las variantes del modelo Clásico, luego las del NG (Next Generation) y, finalmente, las del 737 MAX. Aquí parece que empezó el problema: los motores pasaron a tener demasiado empuje y se tuvo que buscar una nueva ubicación para adaptarlos al diseño original del avión (su distancia al piso era muy corta).

Los ingenieros advirtieron el problema, pero hubiese sido muy costoso y habría tomado mucho tiempo re-certificar el MAX como un nuevo avión. Era más fácil y económico “hacer que pareciera” que el nuevo avión era, en apariencia, similar al original; e instalaron un nuevo sistema para compensar la distorsión aerodinámica que el nuevo motor producía. Nada de esto parecía inconveniente; lo malo es que no se lo comunicó a los operadores ni a sus pilotos. Estos nuevos artilugios ni siquiera fueron incluidos en los manuales de vuelo y tampoco se cambiaron los procedimientos operacionales para el caso de recuperar el control en caso de falla. A nadie se le entrenó ni se le advirtió qué hubiera tenido que hacer, en caso de que algo funcionara mal.

Esto pudo haber tenido una motivación adicional: si no se ofrecía la misma habilitación para el MAX, hubiera existido menos estímulo para su comercialización; las aerolíneas hubieran tenido que entrenar masivamente a sus pilotos en el nuevo avión, y esto hubiese significado un elevado costo en entrenamiento inicial. Además, no certificarlo como nuevo, permitía reducir el tiempo de entrenamiento, como si se tratase de otro 737 más. Y así, la transición al MAX solo requeriría de un par de horas de diferencias en cualquier iPad...

Esta parece ser la historia detrás del MCAS, un sistema instalado en el 737 MAX para compensar el exceso de ángulo de ataque que producía el motor que se le había provisto. Un sistema que llegaba a oponerse a los comandos de los pilotos cuando trataban de corregir una acción errática del mismo. Los últimos accidentes han demostrado que las adaptaciones nunca estuvieron debidamente supervisadas y que, en la prisa por certificar el avión, no se lo dotó de un adecuado número de sensores para proporcionar una información confiable. Se desdeñó la redundancia y se afectó la seguridad... Se tensaron las cuerdas y se fue demasiado lejos!

Al momento, y siguiendo una directiva que la FAA (la entidad que debió supervisar en forma más adecuada el proceso de certificación del 737 MAX), se encuentran en tierra todos los aviones pertenecientes a este tipo; una medida que se debió implementar con mejor oportunidad. Se trataría de hacer “reajustes en el software”, eufemismo usado para expresar que se van a hacer modificaciones para dar una solución integral al problema, y así evitar una nueva desgracia.

Pero, si de verdad se quiere eliminar toda posibilidad de una nueva catástrofe, no va a ser suficiente con limitar la autoridad del MCAS para comandar la activación de los ajustadores verticales (“trím tabs”); haría falta instruir en forma adecuada a los pilotos en cuanto a cómo reconocer con oportunidad un eventual errático comportamiento del conflictivo sistema y en saber cómo desengancharlo, en caso necesario. Además, se debería incluir información del mencionado sistema en los manuales de vuelo, e instalar suficientes sensores de ángulo de ataque que garanticen una operación más confiable del avión cuando lo pongan a volar otra vez.

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