28 enero 2020

Nostalgias y despedidas

Se repite la historia, solo cambia el actor... La frase es tomada de la letra de una canción de José Feliciano, quizás mi preferida (La balada del pianista, desconozco su autor); sin embargo, la sentencia no solo se me hace cierta, por su rigor y humano contenido, sino que contiene una profunda y singular filosofía. Hoy me encuentro en Houston; estoy en Estados Unidos porque he venido a “aviar” al mayor de mis nietos (tiene algo menos de catorce años), y debe hacer, en esta ciudad, su conexión aérea antes de volver al país donde vive: Australia.

La frase no tiene relación con el viaje, sino con la prematura orfandad de Benjamín, primer hijo de Bernardo, mi primogénito. Justo hoy, 20 de enero, es día de un triste aniversario; se conmemora la prematura partida de su querida madre. Se me hace inevitable relacionar la inesperada situación de este jovencito, con lo que yo mismo viví, siendo niño, con mi propia y particular historia. No muchos entienden lo qué pasa por la cabeza de un pequeño niño cuando pierde en forma impensada al ser más importante de su vida, quien con amor e ilusión lo había traído al mundo; aquel ser maravilloso e irreemplazable que fuera su propia madre.

Y aquí estoy, tratando de satisfacer sus postreros antojos, procurando asegurarme de que sus bártulos caben (cuándo no) en el reducido espacio que ha reservado con ilusión en su constreñido equipaje... Cómo no recordar, por lo mismo y en forma inevitable, los viajes que hice en tiempos de mi infancia, para visitar a mi padre ausente o para vacacionar con mis familiares que vivían en recónditas ciudades; o en los preparativos que hice para participar en esporádicos paseos escolares o en fugaces excursiones infantiles...

Experimento de nuevo, parecida sensación a la que en una ocasión viví cuando fui a dejar a su padre en la universidad. Entonces, no había todavía Internet, las comunicaciones eran costosas en demasía (el único medio era el teléfono) y las remesas debían ser enviadas con anticipación y por correo... Pero esos pocos días compartidos, para ayudarlo a instalarse, en el que sería su lugar de estudio, residencia y formación académica, fueron parte del viaje esencial que debí realizar como padre, y que no pude eludir ni dejar de hacer, justamente porque se trataba de una ocasión que no hubiera tenido oportunidad de repetir nunca más en la vida.

Aquella fue una experiencia afectiva repleta de irremplazables vivencias, que nunca estuvo exenta de contradictorios e impensados sentimientos. Vivimos momentos fugaces que marcaron nuestra relación entre padre e hijo para siempre; fueron episodios que sirvieron de ancla y de sustento, que nos afirmaron en la persuasión de que nos habíamos embarcado en un acuerdo compartido; algo tan íntimo y sagrado como una promesa o un juramento. Haber acompañado a un hijo para que, por primera vez, se instale en el espartano (y aún desordenado) lugar que le habían asignado en el campus de su aún no explorada universidad, será siempre la oportunidad afectiva más maravillosa que un joven padre puede experimentar alguna vez en su vida.

Hubo un tiempo en que aquello de “aviar”, en el sentido de encaminar o acompañar durante la primera parte del camino, constituía una costumbre corriente. Para decirlo con verdad, creo que no solo fue corriente, sino incluso frecuente. Es probable que el gran culpable de la desaparición de esta ya olvidada costumbre no sea otro que el vertiginoso desarrollo que ha ido teniendo la aviación, y con él la transportación aérea en el mundo; hubo una época en que era una civilizada costumbre aquello de acompañar a alguien para que se despidiera “poco a poco”, para que sintiera el calor del afecto y la compañía, y no se sintiera solo en la primera parte del trayecto.

Yo mismo lo hice muchas veces cuando niño. Mi nunca olvidada abuela tenía en esos días un hermano casi indigente que, como recuerdo, se sentía desdeñado -si no despreciado- por sus cicateros hijos. Por sus labios supe, desde siempre, cuan tortuoso y difícil era aquello de soportar las inclemencias del invierno en el inhóspito e insalubre suburbio porteño; venía de rato en rato a Quito, apostando a la fortuna de que sus compasivos parientes le pudieran “regalar alguna cosita”. Luego de tres o cuatro días de estadía, y de afrontar los achaques respiratorios que le producían los vientos de la serranía, acomodaba sus cachivaches en un maletín improvisado y se aprestaba a renovar aquel tránsito ritual… el de su (probable) última despedida.

El viejo se llamaba José Antonio, era un anciano de ojos claros y mirada melancólica que prefería caminar a todas partes. La abuela me pedía que lo acompañase hasta la estación de buses de la 24 de Mayo; yo lo hacía sin rezongar, aun a sabiendas de que no habríamos de tomar el transporte público. Sabía de lo tristes que resultaban aquellos adioses para mi afligida abuela y no quería perderme los singulares coloquios de ese anciano pobre, enfermo y solitario, acostumbrado a vivir de los ocasionales destellos que tiene la caridad; sujeto a la obcecada rutina que impone la soledad, a las limitaciones con que nos puede castigar la indigencia, al capricho con que nos trata la fortuna a la hora de repartirnos, con su travesura, la precariedad o la opulencia...

Houston, enero de 2020

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12 enero 2020

Algo más del año cero...

Se llamaba Dionisio, aunque lo apodaban de “Exiguo”. Nadie está muy seguro del porqué del remoquete, si era por causa de su corta estatura o quizá porque la prodigalidad no era una de sus principales virtudes; tal parece que se trataba, más bien, de un auto-reconocimiento de su propia humildad. Lo cierto es que a nuestro personaje, que era un curita de origen bizantino, a quien todos distinguían por su erudición y porque le fascinaban los números, las cuentas y las matemáticas, se le había ocurrido un buen día, que por qué había que seguir marcando las fechas sobre la base de una pagana referencia, la del año de la fundación de Roma.

Dionisio había vivido alrededor del año 500 d.C.; monje al fin, habría sido el primero en imaginar el Anno Domine o Año del Señor, un sistema de medición del tiempo creado inicialmente como método para calcular la fecha del domingo de Pascua. El nuevo sistema, que habría de dar origen a lo qué pasó a conocerse como “la Era Cristiana”, se proponía reemplazar a las llamadas “tablas dioclecianas”, o tablas de Diocleciano, un emperador famoso por sus persecuciones a los cristianos. Para sus cálculos, Dionisio no prefiguró un año cero, puesto que el concepto del cero no era conocido todavía en Europa por esas épocas, y determinó que Jesús habría nacido en el año 754 a.u.c. (ab urbe condita) o 754 después de la fundación de Roma.

Por lástima, Dionisio cometió un error de entre cuatro y siete años, al poner fecha al reinado del rey Herodes I el Grande, con lo que hacía parecer que Jesús habría nacido algunos años después de la fecha real. Con ello, el Salvador no solo no habría nacido un 25 de diciembre (adaptación ideada por la Iglesia para poder ajustar la Natividad a las fiestas saturnales, celebración pagana), sino -además- tres o cuatro años antes del año que marcaría el inicio de la era cristiana. Por otro lado, no está claro, tampoco, si la fecha para determinar la Encarnación hacía caso a la concepción o al nacimiento de Jesús (otros nueve meses de diferencia).

Si algo genera en la actualidad controversia es la disputable existencia (aquello de si realmente existió o no) aquel año cero; pero, como hemos indicado más arriba, ese fue un año que nunca existió. En buen romance, al 31 de diciembre del año 1 a.C. le siguió el 1 de enero del año 1 d.C.; esto solo quiere decir una cosa: que no hubo un año, con sus 365 días, entre los dos años mencionados, sino solo un fugaz instante. Lo comentado equivaldría, en una eventual proposición matemática, a que los años antes de la era cristiana sean expresados como guarismos negativos (-1, -2, etc.), y los pertenecientes a nuestra era (a.D.) como números positivos.

En la actualidad, la polémica se renueva cada diez años, especialmente cada vez que está por terminar un año terminado en nueve. Resulta el caso que, como dicha condición refleja el inicio de un decenio (por ejemplo, el de los actuales años veinte), se tiende a confundir esa misma condición con el inicio de una nueva década (y en algunos casos con un nuevo siglo). Sin embargo, una década solo comienza el primero de enero del año que termina en 1 de esa década (2021) y no termina hasta que no haya concluido el 31 de diciembre del siguiente año que termina en cero (2030). De otro modo, la que fue la primera década de nuestra era siempre será una década incompleta, justamente por la inexistencia de aquel disputado año cero.

Preparando esta nota, he observado una serie de comentarios respecto al “grave error histórico” de quienes no tomaron en cuenta el año cero para los cálculos que fueron correspondientes. Esta gente olvida fácilmente que el concepto del cero como número fue desconocido por Europa hasta ya entrado el segundo milenio. Mal pudo entonces haberse considerado un período de 365 días como “año cero”, si todavía no se había registrado el cero ni como concepto ni como número. Por todos es conocido que, incluso ahora, todavía utilizamos los símbolos arábigos para lo relacionado con los números cardinales y persistimos en el uso de los números romanos para la representación de los números ordinales (primero, segundo, etc.). En estos números no existe, nunca existió, un símbolo para representar el cero.

Si bien Dionisio el Exiguo fue el verdadero inventor del Anno Domine o Año del Señor, fue realmente el venerable Bede, un monje benedictino, el que popularizó el uso de la expresión, al haberla utilizado en sus trabajos casi un cuarto de siglo después.

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06 enero 2020

Un martes de amigos

Somos alrededor de quince, tal vez uno más o uno menos. Nos reunimos todos los martes a eso de las cinco. Claro, unos tienen que irse más temprano, por aquello del “toque de queda” (su particular Contraloría) y por eso adelantan su convenido registro y han convertido la función en una suerte de matinée algo prolongado... Somos quizá unos ocho los que asistimos con más frecuencia, somos los más asiduos. Nos conocemos “de toda la vida”, aunque no necesariamente desde niños. En mi caso, y para evitar la perífrasis, pudiera confesar que los conozco desde los últimos años de colegio. Desde cuando todavía éramos lo que aún no hemos dejado de ser: unos niños grandes y, ante todo, buenos amigos!

Nos unen valores y afinidades, esa es una identidad cimentada en la aceptación de nuestras debilidades y mutuas falencias; nos reúnen las ganas de embromar y de reír sin reticencia, el deseo obcecado e ingenuo de arreglar el mundo “de una sola” y, desde luego, la ocasional nostalgia… Pudiera decirse que todos pertenecemos a la misma generación, nos  diferencian tal vez un par de años; nos graduamos en distintos colegios, casi siempre particulares y religiosos (lo cual, en nuestros tiempos fue también algo inevitable) pues, como se sabe, “nadie es perfecto”. Hoy, casi todos nos hemos retirado, pero antes habíamos optado por diversas actividades o por disímiles profesiones u oficios en la vida.

Hay en el grupo ingenieros, agricultores, aviadores, industriales, abogados… Nos juntamos para compartir la broma, la anécdota, los rumores y el recuerdo. Tal vez solo nos reúna lo que nos diferencia a los humanos de las demás especies: la razón, la risa, la memoria -los compartidos recuerdos-; ello, a pesar de que hemos ido ya llegando a una edad en que lo que compartimos, más bien, son nuestras desmemorias, los recurrentes olvidos, esos ya difuminados y resbaladizos recuerdos.

Tomábamos vino, y solo vino, en un principio. Ese era el pretexto: “reunirnos a tomar solo un vinito”; pero entonces, algún personaje volátil, pérfido y travieso llegó un buen día con la proscrita novelería de que nos tomáramos más bien un buen frasco de whiskey. Ya se sabe, por aquello de “la acidez y la astringencia de los taninos”… Esto, para no mencionar ese otro argumento, aquel de que “el fruto de la vid” contribuye en forma invariable a que perdamos el sueño. Lo cierto es que desde entonces ya no se toma más vino en el grupo, todos han cambiado la uva por los cereales y han pasado a preferir aquel dorado producto, el añejado “escocés”. No existen registros, sin embargo, de que el fastidioso insomnio haya suspendido su indeseado efecto.

Pero no se crea que solo nos la pasamos bebiendo… Alguna “picadita” también se le solicita a la fémina que, en el apacible lugar donde nos juntamos, han dedicado para nuestro bienestar y tranquilo esparcimiento. Sin perder de vista, eso sí, que cada fin de semestre habremos de compartir nuestro tradicional “almuerzo de aniversario”, ceremonia fraternal en la que nunca hemos traicionado el prometido ofrecimiento de comportarnos como bien llevados y entretenidos compañeros.

Cuando en otros ambientes, a veces alguien me ha pedido que diga algo acerca de los amigos, he optado por referirme a la anécdota que cuenta García Márquez en el prólogo de sus “Doce cuentos peregrinos”… Ahí comenta el Nobel acerca de un extraño sueño que alguna vez le inspiró el cuento que jamás había escrito; relata que asistía a su propio entierro y que sus amigos iban “vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta”. Hacia el final de la ceremonia, cuando estos empezaron a despedirse, él intentó acompañarlos e irse con ellos; entonces, alguien le advirtió “en forma severa y terminante” que él tenía que quedarse, que era el único que no podía irse, pues para él ya se había acabado la fiesta… “Solo entonces comprendí -expresa el Gabo- que morir no era otra cosa que ya no poder estar nunca más con los amigos”...

Ay, la muerte… aquello es algo de lo que nunca hablamos con intención en nuestros martes de amigos; esto, a pesar que estamos convencidos de que -como dicen por ahí- “ya están disparando cerca”. No quiere decir que a ella ni la ignoremos ni la desdeñemos; pero… para qué hablar de algo que sabemos que tarde o temprano nos ha de ocurrir a todos en forma inexorable, persuadidos como estamos que si nos reunimos es para seguir hablando de lo vivido con pasión y alegría, o de lo que han sido nuestras mejor recordadas experiencias, aquellas que hoy más encienden nuestra nostalgia; locuras, ingenuidades y arrebatos que hoy nos hacen apreciar de mejor manera la amistad y la vida; y valorar aquellas únicas y siempre inolvidables vivencias.

La tarde ya va terminando… Hay -alrededor de la desordenada mesa- uno como rumor de promesas y despedidas. Hasta el próximo martes, musitan los amigos. Entonces, una nueva y postergada cita, a lo largo de lo que será la nueva semana, ha de renovar otra vez su espera.

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