28 junio 2022

Eso de “hacer llegar”

En días pasados dejé suspendida en el aire (“blowing in the wind”) una inquietud, aquella de si resulta realmente correcta la locución verbal “hacer llegar”, no solo porque no significa exactamente enviar o remitir (parecería sonar más distinguida que mandar), sino porque algo nos dice que pudiera tratarse de un innecesario giro de la lengua francesa. Muchos creen que el solo hecho de enviar no responde completamente a la idea de hacer llegar, pues no satisface la acción transitiva complementaria, la de entregar (o recibir). Se trataría de la misma diferencia que hay en el inglés entre los verbos transitivos “to send” y “to deliver”. Nótese que, para nuestro caso, pudiera ser más apropiado: “to pass on” (nuestro coloquial “pasar”). Del mismo modo, usamos en inglés “convey” cuando la intención es la de entregar un mensaje o transmitir un saludo o felicitación.

 

Para empezar, el uso de hacer llegar es frecuente, si no común, tanto en España como en América. Es probable que la intención de dicha utilización estribe en un cierto cultismo, es decir en el deseo de no usar una expresión de apariencia prosaica como sería “voy a mandar” o “voy a enviar”. A la gente pudiera parecerle preferible, más elegante y apropiado –sobre todo en lenguaje administrativo– el uso de un “voy a hacerle llegar” o cualquiera de sus variantes (me ha hecho llegar, te haré llegar, me hizo llegar, etc.). Nótese, como antes se había indicado, que el mero envío no cumple con la intención final de la transferencia que no es otra que la recepción, aquella que completa la entrega de lo enviado.

 

Semánticamente, por otra parte, enviar no puede significar lo mismo que hacer llegar. Sería fácil demostrarlo con un simple ejemplo y para ello reemplazaríamos enviamos por hicimos llegar: “le hicimos llegar el billete al pasajero pero no lo recibió”… por ejemplo. Aquí parecería haber una cierta inconsistencia; entonces, ¿en qué mismo quedamos, le hicimos llegar o no?, si le hicimos llegar el billete, ¿por qué no lo recibió? Por ello, hay quienes sostienen que hacer llegar solo debería utilizarse con referencia al pasado, pues no se puede asegurar la entrega si se refiere al futuro; personalmente, pienso que no, pues cuando usamos la expresión no estamos afirmando que haremos la supuesta entrega sino únicamente que nos aseguraremos de que la misma se produzca.

 

De acuerdo con el diccionario, una acepción del verbo hacer es la de componer o arreglar (en el sentido de “hacer preparativos”); así decimos: hacer la maleta, hacer la cama o hacer el desayuno, no estamos indicando que vamos a fabricar o a construir ni la cama, ni la maleta ni la comida. Con idéntico propósito, si digo hago llegar significa que “hago preparativos o arreglos para que algo se entregue”; aunque, si digo “me hizo llegar”, ya no se habla de los eventuales arreglos o preparativos sino puntualmente de algo que ya se cumplió, pues ya se lo entregó. Otra forma muy común de hacer llegar es su utilización con el sentido de participar o de entregar algo que no es físico, como cuando decimos hago llegar mi saludo o mis felicitaciones. Sería justamente el uso con este mismo sentido el que influiría para que también se use para el caso de cualquier otra entrega física.

 

En cuanto a que se trate de un galicismo o de un giro de otra lengua europea adaptado a nuestro idioma, parece que un uso similar existe en otras lenguas del romance, pero no en el latín y tampoco en el italiano; lo que hace probable que también otros idiomas de origen latino (portugués, catalán) lo hayan tomado de otra lengua, y eventualmente del francés. Respecto a esta posibilidad, hay quienes piensan que no solo sería un innecesario galicismo (si se trata del francés), sino incluso un disparate. Por lástima no domino el francés, ni lo he podido confirmar, por lo que dejo esta posibilidad en el campo de la conjetura.

 

Pero, existe un uso de la locución que sería perfectamente aceptable, es cuando hablamos de llegar a tiempo o de llegar tarde a un evento específico y culpamos a una determinada circunstancia de un eventual retraso; esta situación nada tiene que ver con un envío o entrega. Así podemos referirnos a un determinado motivo para justificar que algo se encargó de “hacer(nos) llegar tarde”; un caso similar es cuando se utiliza la expresión para invocar una expectativa de carácter positivo, como “hacer llegar lejos”. Pero, en estos casos, se trata de variantes que ya no están relacionadas con el verbo entregar.


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26 junio 2022

Bullas, asonadas y otros ruidos

En días pasados preguntaba qué mismo quieren los dirigentes de la CONAIE, Confederación de Nacionalidades Indígenas (está claro que si los que son dirigentes no lo saben, tampoco llama la atención que los que no lo son reclamen y protesten sin saber por qué). Lo importante sería saber no por qué protestan, sino por qué utilizan ese tono. ¿Por qué el encono, la violencia, la amenaza, el secuestro y la agresión para expresar su desacuerdo? Ojo: no es que subestime la razón de su protesta o inconformismo, siempre pensé que algo de noble y digno existe en la rebeldía, no es algo que pueda menospreciar y, menos, irrespetar.

 

Cuando era “guambra” (muchacho en quichua) se pusieron de moda las movilizaciones políticas (nunca supe por qué solo sucedían después de las cinco de la tarde); la gente las llamaba “bullas”; siempre me pareció un modo inofensivo para llamar a esos embriones de asonada, a esos disturbios que muchas veces no pasaban del desafío y la amenaza, y quedaban solamente en eso: en puro ruido, un ruido poco sonoro, inconsistente y vacío…

 

Pero ya no son eso las movilizaciones en estos días. Ya no son solo ruido, ni siquiera “mucho ruido” como en la canción de Sabina. Hoy vislumbran un intento malévolo y perverso por lastimar, por hacer daño. Ya se sabe: es la metodología de la ofensiva insensatez, con sus atentados a la propiedad ajena, sus torpes “travesuras” y sus lamentables decesos. Su impronta parece también invariable, con su negativa radical a aceptar el diálogo, no se diga la búsqueda del justo medio, la civilizada transacción. “O me das lo que pido, o te sigo atacando y destruyendo”: el sumun de la destrucción y la nueva política… Además, “me das lo que te pido, pero no te ofrezco nada a cambio”: no tengo obligaciones, ¡solo tengo derechos!

 

Y, claro… esta irracional actitud nadie comprende; la gente observa los daños, ve el efecto que los desmanes tienen en la propiedad y la seguridad de sus vidas, y reacciona. Esto produce un daño automático y colateral: es la sensación en quienes no los entienden, o que entendiéndolos no están de acuerdo, que ellos son violentos por no otro motivo que porque son indígenas. Y creo que esto es precisamente lo más perjudicial y más triste, no solo porque les hace daño a ellos mismos, sino porque esto destruye todo esfuerzo previo que se pudo haber implementado para cimentar un sentido de nacionalidad. Sí porque la nacionalidad no es una entelequia romántica es algo necesario para crecer como nación, y que es indispensable para identificarnos y buscar juntos lo que llamamos porvenir.

 

Han pasado quince días de disturbios y no se tiene claro qué nos depararán los venideros. Es probable que a inicios de semana me hubiese dejado llevar por el optimismo, pero no contaba con que probablemente el líder de los insurrectos también estaba supeditado a hallar el respectivo consenso entre sus adeptos. En este punto, he manifestado mi aspiración por que cualquier resolución que se tome, no solucione solo parcialmente el problema, pues ya es hora que enfrentemos el tema como colectividad y busquemos una iniciativa que sea valedera para un período importante de tiempo. He hablado incluso de la eventual creación de una entidad gubernamental, preferentemente un ministerio, con autonomía, fondos y recursos propios, con la participación de las comunidades y sin injerencia política.

 

Unos pocos me han expresado su desacuerdo, pues se preguntan por qué se privilegiaría la situación del indígena sobre la del montubio, el negro u otros campesinos. Hubo incluso quien no estuvo de acuerdo con el uso del apelativo “indígena” por considerarlo peyorativo. Se me recomendó utilizar el término inexacto de campesino. Creo, en cuanto a esto, que existe una distorsión: indígena no es un apelativo asignado al miembro de un grupo racial o social; etimológicamente solo significa nativo u originario del país, solo significa nacido en el lugar. Idéntica observación pudiera efectuarse a palabras sustitutivas como aborigen o autóctono, que, más o menos, quieren decir “que ha nacido y además vive en el lugar”. El tema creo que es culpa de Colón que creyó que había llegado a las Indias y llamó a sus aborígenes indios. Pero no los estamos llamando indios, que quizá podría ser peyorativo, sino indígenas. Además, no somos nosotros, ellos mismos se llaman así: eso mismo es la CONAIE.

 

El punto importante es que debemos fortalecer nuestro sentido de nacionalidad; y, para ello, y para resolver el problema de la vivienda y el bienestar, de la salud y educación de nuestros “campesinos”, debemos buscar, ante todo, una solución integral, definitiva y permanente.



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24 junio 2022

El hombre de la linterna

He vuelto sobre La Odisea en estos días; la mía es una vieja versión de bolsillo editada por Bruguera, debo haberla leído por primera vez hace tal vez unos cuarenta años, lo denuncia aquel ocre de sus páginas que, cual áurea impronta, ha ido marcando el paso del tiempo. Esta vez, mi lectura es lenta y pausada, es a fin de cuentas la historia de un largo viaje o, aun mejor, la historia de un viaje no muy largo que tomó demasiado tiempo (bien pensado, la vida misma es también un largo viaje). Todavía subsiste un debate de si la obra fue ideada y escrita por Homero o si el autor griego la estructuró sobre la base de lo que otros habían ya compuesto. La Odisea no es una novela: al igual que La Ilíada, es un poema épico, pero nunca intenté leerla en verso.  

 

La versión más aceptada es la de que estos poemas eran memorizados desde la escuela y fueron pasando oralmente de generación en generación. Homero que, según se cuenta, había sido un hombre ciego, habría tenido la genialidad de poner los versos en orden y darles una secuencia definitiva unos ocho siglos antes de nuestra era. Habría sido un rey, realmente un tirano de Atenas, conocido como uno de los Diez Sabios de Grecia y que obedecía al inusual nombre de Pisístrates (o Pisístrato) quien habría dispuesto, hacia el 550 a.C., que se pasaran, esta y otras obras, a la escritura, aprovechando un formidable invento fenicio, su revolucionario alfabeto.

 

Este curioso nombre, el de Pisístrates, aunque añadido de un “de Sínope”, lo había encontrado alguna vez con anterioridad; era el nombre de pluma que había escogido uno de los lectores de este mismo blog, quien en cierta ocasión me distinguió con uno de sus comentarios. En aquella oportunidad quise sospechar que se habría tratado del nombre copiado de un antiguo filósofo, solo para luego comprobar que el único conspicuo personaje de aquella etapa de la historia había sido Diógenes de Sinope (no confundirlo con el historiador, Diógenes Laercio), quien en efecto había nacido en ese lugar, una pintoresca y pequeña península ubicada al norte del Asia Menor (lo que antiguamente llamaban Ponto), sobre la costa sur del mar Negro.

 

Diógenes fue un sabio errabundo, era mejor conocido como “el Cínico”, en atención a su desapego por los bienes materiales y a su irreverencia por las tradiciones. Cínico en filosofía no significa falso, desvergonzado o insolente; en la práctica, quiere decir perruno. Llamaron así a los cultores de una escuela porque era el nombre de un gimnasio de Atenas donde se reunían (Kynykos o Cinosargo querría decir perro ágil o blanco) o porque la gente relacionaba su actitud con la de los perros –kyon– y los llamaba "cínicos". Él mismo se hacía llamar “Diógenes, el perro” y era famoso por deambular en compañía de unos exiguos bártulos que completaban la sumatoria de sus pertenencias: un cayado o bastón para ayudarse a caminar, una túnica para abrigarse y una rústica faldriquera donde alojaba su escudilla y un cuenco, usados para servirse los alimentos y el agua que le regalaban.

 

Cuentan que un día tuvo que revisar la real necesidad de su bagaje: se topó con un muchacho que embutía en un trozo de pan unas lentejas y que, luego de comer, se servía del cuenco de sus manos para beber agua. Desde entonces, Diógenes prescindió de su saquillo. Es famosa también su disputa con Platón, a quien había escuchado que el hombre era solo un “bípedo implume” (sin plumas). Al día siguiente se acercó donde Platón enseñaba y le lanzó un gallo desplumado; “aquí tienes tu hombre”, ironizó. Ante lo ocurrido, Platón tuvo que darle la razón y optó por revisar su definición; la versión mejorada pasó a ser “bípedo implume de uñas anchas”…

 

En otra ocasión se le había acercado el futuro Alejandro Magno, hijo de Filipo de Macedonia y también discípulo de Aristóteles. “Soy Alejandro”, le había saludado. “Y yo, Diógenes, el perro”, este habría respondido. “¿Por qué te desprecias a ti mismo?”, habría preguntado Alejandro.  “Porque adulo a los que me alimentan, ladro a los que no y muerdo a los que me ahuyentan”, habría respondido. “Pídeme lo que desees”, habría concedido Alejandro; “Solo retírate que me estás haciendo sombra”, habría contestado el filósofo. Sorprendido Alejandro por esas respuestas, finalmente le habría averiguado: “¿Qué. No me temes?”, a lo que el de Sinope le habría preguntado a su vez: “¿Eres un hombre bueno o un hombre malo?”. Al contestar el futuro conquistador que se consideraba un hombre bueno, Diógenes le habría replicado finalmente: “entonces, ¿por qué tendría que temerte?”…

 

Este es el mismo sabio que cuando yo era niño aprendí que iba de día por las calles de Atenas armado de una linterna (realmente un candil). Entonces, explicando el contrasentido, el filósofo expresaba: “Es que, busco un hombre, tan solo un hombre”… Dicen que Diógenes vivía en una austera tinaja y que jamás dejó nada escrito.


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21 junio 2022

Primer cruce del Atlántico *

* Escrito el 21 de mayo por Alec Wignall para AeroTime, con mi traducción y edición.

 

Charles A. Lindbergh – Un día como este, hace 95 años, Charles Lindbergh aterrizó en el aeródromo de Le Bourget, en París, a las 10:22 de la noche, convirtiéndose en la primera persona en volar sola, sin paradas, a través del Atlántico. Luego de volar una distancia de 5.800 kilómetros, este chico de 25 años, llegó 33 horas y media después de haber salido de Nueva York. Fue bienvenido por una multitud de 150.000 personas en las afueras de París.

 

Nacido en Detroit, Michigan, el 4 de febrero de 1902, Charles Augustus Lindbergh había demostrado desde muy temprana edad interés por varios medios de transportación, antes de optar por estudiar ingeniería mecánica. Cuando cumplió 20 años había expresado su interés por volar y dejó sus estudios para alistarse en la escuela de vuelo Nebraska Aircraft Corporation, en Lincoln, NE. Fue, luego de hacer su primer vuelo, que empezó a tomar lecciones de pilotaje. Habiendo establecido sus metas, dejaría Lincoln y empezaría a ahorrar dinero y a ganar experiencia de vuelo. Más tarde se dedicó a efectuar vuelos de demostración (hazañas aéreas), muy populares en los años 20 del siglo pasado, caminando sobre el ala o actuando como paracaidista.

 

En 1923, Lindbergh compró un biplano Curtiss NJ-4 por $ 500 y luego de media hora de instrucción, voló solo por primera vez. Con solo cinco horas al mando, realizó su primer “cross-country” volando más de 140 millas. Para 1924 habría iniciado su entrenamiento de vuelo, graduándose con el Servicio Aéreo del Ejército de Estados Unidos. Posteriormente, regresó a sus travesuras de demostración, ahora bajo el apodo de “El Intrépido Lindbergh”. Más tarde también trabajó como instructor de vuelo y transportó correo desde St. Louis a Chicago.

 

El vuelo transatlántico – Hasta mediados del pasado siglo, los buques oceánicos de pasajeros fueron el único medio para cruzar el Atlántico. En 1913 el Daily Mail ofreció un premio de £ 10.000 al primero en cruzar en avión el Océano, pero debido a la primera guerra mundial, solo fue en 1919 que se pudieron efectuar algunos intentos. En mayo de ese año, el hotelero neoyorquino Raymond Orteig ofreció una recompensa de $ 25.000 al primero en volar sin escalas entre Nueva York y París. Solo siete años después se hicieron los primeros intentos. Seis pilotos murieron en varias tentativas sin éxito y algunos se lesionaron en otros accidentes.

 

El “Espíritu de San Luis” – Siendo todavía un desconocido, Lindbergh encontró ayuda financiera gracias a dos hombres de negocios de San Luis, quienes le proporcionaron $ 15.000 para que intente ganar el Premio Orteig. Dar con el avión adecuado resultó una tarea difícil ya que las empresas más importantes, incluyendo Wright Aeronautical y Columbia Aircraft Corp., insistían en escoger el piloto. Finalmente Lindbergh optó por Ryan Aircraft Company que estaba basada en San Diego; la pequeña fábrica acordó construir un monoplano en 60 días. El modelo Ryan NYP (New York–París) tenía un solo asiento y un solo motor, era un avión de ala alta, basado en el similar “Ryan M-2”, un avión-correo. El “Ryan NYP” fue bautizado como “Espíritu de San Luis” en honor a la ciudad donde había nacido Lindbergh. Así, el 10 de mayo de 1927, luego de los respectivos vuelos de prueba, Lindbergh se dirigió al campo de Roosevelt, Nueva York, para preparar su intento trasatlántico.

 

Primer solo transatlántico – En la madrugada del 20 de mayo de 1927, Lindbergh despegó de Roosevelt, en Long Island. El avión pesaba solo 2.7 toneladas cuando inició el viaje. Durante todo el vuelo el piloto se enfrentó a situaciones desafiantes, navegó con elementos básicos y rudimentarios –derrota estimada, posición y velocidad a tierra calculada en base a los datos iniciales– y sin ayuda de equipos de radio-navegación. Lindbergh aterrizó en Le Bourget a las 10 de la noche del día siguiente, luego de 33 horas y media de vuelo... Ya era toda una celebridad.

 

Habrían de pasar 31 años para que se efectúe el primer vuelo de servicio Londres y Nueva York; esto sucedió cuando un De Havilland Comet de la BOAC cruzó sobre el Atlántico. En comparación con el vuelo de 1927, el vuelo subsónico más rápido es de 4 horas 56 minutos (en vuelo de América a Europa). En la era del Concorde, este emblemático aeroplano logró un cruce en solo 2 horas 53 minutos. En la actualidad el “Espíritu de San Luis”, que fuera tripulado por Lindbergh, se encuentra en exhibición en el National Air and Space Museum, en Washington D.C.


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19 junio 2022

¿Qué ch... quiere la CONAIE?

Mi mujer dice que son unos salvajes; yo digo que son gente ignorante. La verdad es que no sé qué mismo viene primero, si son salvajes por lo ignorantes o si ignorantes como consecuencia de su salvaje condición. Sea lo que sea, lo uno parece consustancial a lo otro, y el punto es que la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) representa, en el mejor de los casos, solo a un siete por ciento de la población del Ecuador, lo cual tampoco quiere decir que todos los indígenas estén de acuerdo con sus propuestas. De hecho, ni siquiera saben a qué conducen esas propuestas. Nosotros mismo, los demás ecuatorianos, no estamos seguros de qué es lo que quieren si, por lo que parece, ellos tampoco lo saben, tampoco lo tienen claro… 

Lo cierto es que la CONAIE es (debe ser) una organización de carácter social, pero con su insistencia en interrumpir las actividades productivas, ejercita el vandalismo y paraliza el país. Se supone que ahora funge de organización política (ellos dicen que su principal empeño es “bajar” al presidente), como si todo lo anteriormente mencionado pudiera considerarse como política. Yo, por mi parte, creo que todo aquello es más bien acción destructiva. Vamos, digámoslo de una vez: es pura actividad ilegítima, ilegal y terrorista. ¿Qué, si no, es todo aquello de destruir negocios, amedrentar a la gente que quiere movilizarse e incendiar vehículos, cuyos propietarios han cometido el aparente delito de tratar de llegar a su casa y solo procuran evitar a esas hordas de asalariados, que ni siquiera saben quién les paga, menos qué mismo quieren?

 

Partamos de que la protesta es un derecho inalienable y, además, consagrado en la Constitución. Creo que eso está fuera de duda, nadie lo discute. Pero la protesta debe tener canales, métodos y mecanismos que aseguren que lo que se hace, con el pretexto de reclamar, no afecte adversamente a los demás ciudadanos (en este caso, el otro 93 %). Protestar no puede ser solo tirar piedras, obstruir caminos, incendiar neumáticos o invadir la propiedad ajena (he visto turbas de indígenas alienados secuestrando vehículos de distribución de lácteos y solazándose en regar esos productos en la calzada para que los aprovechen los perros); protestar es argumentar razones, transmitir las causas de un supuesto malestar y reclamar por soluciones. Lo demás, no solo es incivil y bárbaro, es delincuencial y criminal; debe ser vedado y castigado con todo el rigor de la ley. Y sin atenuantes.

 

Ahora bien, ¿qué van a hacer los indígenas cuando “se bajen al Lasso” –como ellos dicen– o se tomen la atribución de destituir al presidente? ¿Acaso van ellos a asumir la administración del estado?, ¿realmente, saben cómo hacerlo?, ¿van ellos a proporcionarse la soluciones a los supuestos problemas por los que están reclamando? Me temo que no, si ni siquiera saben cómo expresarse. Se niegan a aceptar el diálogo, la forma más civilizada y democrática de cualquier método de convivencia. Pero, además, ¿quién les ha otorgado esa potestad, la de abrogarse la facultad de cesar en sus funciones a un mandatario legítimamente elegido?

 

En medio de todo este absurdo y anárquico guirigay, ¿qué dicen los partidos políticos? (que se llenan la boca hablando de democracia cuando hay este tipo de protestas violentas nada tienen de democráticas); ¿qué quieren ellos?, ¿pescar a río revuelto, a ver si se favorecen con los eventuales y turbios resultados? Aquí sí: ¿qué chu(ros) quieren? ¿Quo vadis?, ¿a dónde vamos con su cómplice –conspirador y copartícipe– silencio? Tal vez lo entendamos si solo consideramos su inmoral interés, su torpe ambición… Pero, ¿dónde queda el país que dicen defender?, ¿dónde la paz, la tranquilidad, el bienestar de los demás ciudadanos, a los que dicen “representar”? En fin, tantas preguntas, que mientras unos protestan nadie se atreve a contestar. En medio de todo: ¿qué dice la Asamblea? ¡Mudos! No parece que sus integrantes quieran decir nada. ¿Podemos llamar “democracia a esta absurda forma de relajo? Mientras tanto, los revoltosos siguen actuando al costado de la ley...

 

¡Bajarse al presidente!... Manido y recurrente grito de guerra que desconoce toda forma de correcta y establecida manera de manifestación democrática, elemento esencial de esa misma democracia que les permite tan impune y cobardemente destrozar y agredir todo lo que quizá es símbolo de lo que ellos no pueden comprender. ¿A dónde, si no, podemos ir como sociedad, si caemos en manos de la incultura y el analfabetismo, la ineptitud y el oscurantismo, el gesto artero y el grito aleve, la ignorancia más servil y la más torpe inexperiencia?

 

A lo mejor no hemos entendido lo que quieren… ¿Lo saben ellos, los indígenas? O ¿será que alguien los está utilizando?, justamente por lo que son... Y que los convierte en eso, nada más que en eso: en lamentable “carne de cañón”... Por ello, y para finalizar, termino preguntando ¿Qué esperan nuestras autoridades para declarar a este grupo subversivo como una organización delictiva que actúa al margen de la institucionalidad?


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17 junio 2022

Otra media vuelta de tuerca…

Algo hay de obsesivo en la obra del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), Premio Cervantes 1980. Y aunque no digo fúnebre, sí lo encuentro algo luctuoso y patético. Bastaría con revisar algunos de los títulos de sus obras: La vida breve, Los adioses, Para una tumba sin nombre, La muerte y la niña, Juntacadáveres o –su testamento literario y probable nota de despedida– Cuando ya no importe, para respaldar mi convencimiento. Esto parece develar su permanente inquietud, convertida en recurrente obsesión, frente a las intrincadas intermitencias con que nos suele angustiar nuestra humana fragilidad cuando nos abocamos a la inusitada idea de la muerte. Se sabe que no era amigo de solemnidades y de tomarse a sí mismo en serio; y aunque dicen que no era un hombre triste, se cuenta que Onetti era un tipo tímido, melancólico y hasta ermitaño.

 

Gracias a la sugerencia de un querido amigo he vuelto a leer a Juan Carlos Onetti. “He vuelto al sur”, como en la canción de Astor Piazzolla. La nota cordial que he recibido ausculta mis opiniones frente a la nouvelle (novela corta) de título sugestivo Los adioses (que no había leído). En el mensaje, me pide analizarla y comentarle mis impresiones. Al revisar la solicitud, intuyo la razón del requerimiento; adivino que mi amigo “ha mordido el anzuelo”, que ha sido influenciado por uno de los recursos que suele tener el escritor y que ha caído en una de esas “trampas” que Onetti suele utilizar para involucrar a sus lectores en la solución de sus acertijos, o para anticipar la posible intención de sus subyacentes secretos. Decido entonces asumir el desafío y me doy a la tarea de buscar la obra en las librerías, sin éxito; esto me obliga  a acudir a la asistencia de una refundida “librería de viejo”…

 

La lectura resulta breve; la historia transcurre en una aldea cercana a la sierra donde un antiguo jugador de básquet, enfermo, y probablemente desahuciado, recibe un tratamiento paliativo. La obra está escrita sin mencionar el nombre de algunos de sus escasos personajes, a excepción del médico, la mucama y el ayudante de un almacén de ultramarinos. El dueño de la tienda es quien hace de narrador y quien va contando sus impresiones acerca de la estadía del individuo, quien recibe la visita ocasional de su aparente esposa (ella se aloja en el hotel del pueblo con el hombre) y de una chica bastante más joven que la narración sugiere que pudiera tratarse de la amante del individuo. Cuando la chica llega al pueblo, el hombre la aloja en un sitio distinto: una recoleta cabaña distante del hotel. El guion es simple pero se hace confuso ante la indefinición de la relación de las mujeres.

 

El autor jamás deja en claro el parentezco de estos personajes femeninos con el enfermo. Hábilmente oculta la realidad de su circunstancia –ese es su señuelo–; deja que sea la conjetura del lector la que determine la condición de las mujeres. Ellas han venido manteniendo con el paciente una relación epistolar y lo visitan en forma esporádica. Así, la suspicacia de quienes hacen de observadores (la mucama, el enfermero y el dueño del almacén) se convierte en indispensable respaldo que oscurece o aclara el parentesco y que difumina la trama. Con ello, la estrategia del escritor surte efecto y el lector se obliga a deducir la relación, sobre la base de suponer la incierta condición de las mujeres. Al final, igual a lo que ocurre en la vida y a pesar de las apariencias, lo que tiene que pasar sucede. Sin embargo, la naturaleza de tales relaciones tampoco altera el imprevisto desenlace.

 

El juego de Onetti es un desafío a nuestros prejuicios; hace meditar en las posibilidades de distorsión de la realidad a que puede conducir un eventual enigma. La edición en mi poder ha facilitado la tarea; su versión incluye una nota preliminar preparada por un amigo personal de Onetti. Este es un aporte valioso, aunque se convierte en inesperado “spoiler”, uno de esos nunca solicitados anticipos que arruinan la sorpresa… Este sugiere que la chica es hija del enfermo, lo que explica el desencuentro cuando ambas mujeres coinciden en una visita simultánea. Este aporte para explicar el parentezco constituye lo que el presentador llama su “media vuelta de tuerca”.

 

Yo me permito conjeturar algo distinto, ello me impulsa a aportar con otro pequeño ajuste de tuerca: la joven es efectivamente la hija, y la mujer que visita al enfermo en el hotel es en realidad la amante; ello obliga al paciente a alojar a su hija en un lugar distinto. La amante (a quien acompaña un chico que bien puede ser hijo del enfermo), decide –luego de la entrevista– dejar de visitar al paciente e interrumpe el envío de esas cartas que, desde el principio del relato, ella enviaba a la tienda y se entregaban con la complicidad del propietario. Esa sería la única interpretación posible. No anticipo el desenlace para no estropear el propósito de quien intente desenredar la trama. Aquí, el lector se convierte en protagonista y deberá encontrar las respuestas por propia cuenta.


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14 junio 2022

De celibatos y esos asuntos

El artículo que he transcrito en la entrada anterior, me lleva a varias reflexiones respecto a las circunstancias que enfrenta la Iglesia católica. Asuntos como el celibato, la participación de la mujer en el tratamiento de algunos temas postergados y la intervención inclusiva de la jerarquía de la Iglesia en asuntos sociales, son parte de una agenda que debe ser atendida sin retraso. Tan importante como todo eso sería el replanteamiento de una serie de criterios absurdos y obsoletos que solo pudieran comprenderse como posturas coyunturales, lamentablemente estos siguen aferrados a la tradición cual si fuesen parte de la doctrina o cual si fuesen dogmas de fe.

 

Jesús nunca menospreció a las mujeres, aunque bien sé que nunca las incluyó entre los apóstoles que le acompañaron; obviamente, aquello debe haber ocurrido como un factor de costumbre social: en esos tiempos no hubiese sido bien visto que unas pocas mujeres, a cuento de tratar de colaborar con el apostolado, dejaran sus hogares y se pusieran a deambular por todos los rincones de Judea. Eso más, ¡en compañía de hombres!... Esto, para no mencionar la continua presencia de María Magdalena, en los desplazamientos del Salvador, compañía que ha entrado a veces en el plano de la suspicacia, la controversia, y aun de la irreverencia; sin olvidar que incluso sería autora de un evangelio apócrifo, es decir no ajustado a los cánones establecidos por la Iglesia.

 

Nada existe tampoco, ni en los sermones ni en las tertulias de Jesús, que denuncie su desdén por el matrimonio o por las mujeres. Su propia condición de soltería nunca fue puesta de ejemplo como arquetipo de abstinencia o castidad, sino como una muestra de desapego a los asuntos terrenales o como simple factor práctico dado su quehacer trashumante. Jesús siempre tuvo palabras y gestos de respeto para las mujeres, incluso para las que sufrieron la malicia de los fariseos que sugerían que debían merecer la reprobación y el castigo, como aquella que fue acusada de adulterio. “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, les espetó, sin que esto quisiera decir que “quien no haya incurrido en adulterio” sí podría criticarla, sino simplemente que quien se sienta libre de culpa pudiera hacerlo. La suya fue una admonición implícita: la de no juzgar al prójimo.

 

Luego de la muerte y resurrección de Jesús, durante los primeros años, no hubo evangelios u otros textos. Los apóstoles y los primeros conversos, se dedicaron a la errabunda tarea de predicar el mensaje del Mesías; ellos eran gente humilde, no eran sabios ni tenían experiencia como predicadores. Sería Pablo, “el apóstol de los gentiles” quien, gracias a su preparación y condición intelectual, el que ayudaría a sentar las bases para estructurar lo que más tarde se daría por llamar “cristianismo”. Sus cartas o epístolas van poniendo los primeros cimientos doctrinarios de la nueva religión y son el puntal para su estructura orgánica. Pablo habla de asuntos relacionados con la castidad de los predicadores o de las mujeres que han enviudado; cree que es preferible casarse a “tener que arder de deseo”. Lo suyo son exhortaciones. El celibato solo empezaría a practicarse a partir del siglo II.

 

Trescientos años después, sería Agustín de Hipona quien asociaría la lujuria con el origen los demás pecados. Agustín inauguraría los prejuicios y esa rara inquina que pasaría a caracterizar a la Iglesia con relación al sexo. Para entonces el matrimonio no era requisito para tener relaciones sexuales y la obligación de estar casado para poder tenerlas vendría siglos más tarde. No hubo matrimonio religioso en el primer milenio; la exigencia del mismo por parte de la Iglesia solo ocurrió en 1184, cuando se lo convirtió en sacramento. Pocos años antes, durante los dos concilios de Letrán (1123 y 1139), se había prohibido el matrimonio y el concubinato de los clérigos y se anularon los matrimonios de los religiosos que ya estaban en vigor. Cuatro siglos más tarde, Martín Lutero rechazaría el carácter pecaminoso que se había querido dar al sexo y defendería el matrimonio de monjes y clérigos.

 

Los temas relativos al sexo nunca fueron parte de las enseñanzas impartidas por Jesús. Estos fueron impuestos posteriormente por la autoridad eclesiástica. El celibato no solo iría en contra las necesidades naturales del ser humano, sino que habría interferido con las vocaciones religiosas; además, ha venido a influenciar en muchos abusos que están haciendo daño a la confiabilidad y prestigio de la propia Iglesia. Religiosos y seglares, estén o no casados, sin excluir a las mujeres, deben estar en condición de participar en el análisis y toma de decisiones en los asuntos que hoy afectan a la Iglesia como entidad. El celibato debería ser abolido por antinatural y su ejercicio debería estar limitado a quienes deseen mantener esa forma de promesa de manera voluntaria.


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10 junio 2022

Contra la suegritud *

 * Escrito por Rosa Montero para El País Semanal

 

Resulta que el Papa se ha puesto a hablar de suegras. En una audiencia, hace un par de semanas, pidió que superáramos “los prejuicios más comunes” sobre ellas, y a continuación soltó la ristra habitual de topicazos. “Son también madres (…) Es cierto que a veces son un poco especiales, pero han dado todo”. ¿A veces son un poco especiales las suegras? Ya te digo. Y los carpinteros, los sexadores de pollos, los almirantes de la Armada, los bailarines de ballet, incluso los pontífices. Me refiero a que no hay colectivo humano del que no se pueda decir que a veces son un poco especiales. Como remate, el Papa añadió: “A vosotras, suegras, os digo: tened cuidado con vuestras lenguas. Es uno de los pecados de las suegras, la lengua”. Toma ya.

 

No creo que haya un tema de conversación más rancio y obsoleto que hablar genéricamente de las suegras. Bueno, quizá los chistes de mariquitas le anden a la zaga, pero yo diría que la casposa obsesión suegril sigue llevándose la palma. Resulta fastidioso que alguien que, como el Pontífice, posee una voz pública siga cosificando a la mujer así. Y es que ser suegro o suegra no es más que una circunstancia biográfica familiar, es decir, no es algo que defina la vida de nadie. Pero la suegritud femenina consiste justamente en eso, en despojar a la mujer de todos sus otros atributos y clasificarla individual y socialmente por el único hecho de haber sido madre y ahora ya madre vieja, cosa que, por cierto, la condena a la mofa, el chiste y el desdén. Y al paternalismo pontificio.

 

Cuando el Papa dice que deben tener cuidado con sus lenguas, no sé si se estará refiriendo a suegras como Angela Merkel, Christine Lagarde o Hillary Clinton, que seguro que han tenido que medir sus palabras muchas veces, pero creo que por razones distintas a las que el Papa sugiere. Por no hablar de todas esas mujeres extraordinarias que trabajan duramente y comparten sus magros salarios o sus pensiones con sus hijos y por añadidura cuidan de los nietos. A ver si quien tiene que vigilar su lengua es el Pontífice.

 

Y, por otra parte, ¿qué diantres sabe el Papa de suegras para decir nada? Cierto, a veces no necesitas tener una experiencia directa de las cosas y puedes aprender de la observación, como hizo, por ejemplo, la gran Jane Austen, que, aunque murió a los 41 años soltera y probablemente virgen, fue capaz de describir en sus novelas los entresijos del amor. Pero es que ella vivía inmersa en la sociedad, acudía a reuniones, tenía amigos, mientras que el Papa está incrustado dentro de ese mundo de célibes tan rarito. Recordemos que el celibato no es un dogma de fe, sino un reglamento de la Iglesia.

 

De hecho, los sacerdotes católicos han vivido más siglos casados que sin casarse, porque el celibato fue instituido en los dos concilios de Letrán, en 1123 y 1139. Los defensores de la medida dicen que es una prueba para demostrar la verdadera vocación del sacerdote y que permite la plena dedicación al trabajo religioso. A mí me parece un sinsentido; creo que fomenta los abusos pedófilos, el enrarecimiento mental, la falta de contacto con la vida real. Y hay muchas voces desde dentro del catolicismo que opinan lo mismo. Algunos sostienen que el celibato fue un modo de enriquecer a la Iglesia, ya que no tuvieron que compartir los feudos con los hijos de los sacerdotes.

 

A mí lo que me parece claro es que ha contribuido a hacer de esta institución uno de los más feroces reductos del machismo. Por ejemplo, para que esos sacerdotes célibes puedan dedicarse cómodamente a sus trabajos se ha estado sometiendo a muchas monjas a una penosa explotación, haciéndolas servir de criadas del clero masculino, sin sueldo ni reconocimiento a sus aptitudes (en 2018 salió un valiente artículo denunciando esto en L’Osservatore Romano, el diario oficial del Vaticano: ya digo que hay voces críticas). No me extraña que, disfrutando de semejante apaño, se nieguen a darle un lugar paritario a la mujer en el catolicismo. A la larga, todo es cuestión de poder.

 

Por cierto, ¿saben cuál es el único país del mundo (fallido Afganistán aparte) en donde la mujer no tiene voto? Pues el Vaticano, precisamente. Bien mirado, no me extraña que el Papa hable de las suegras. ¡Y eso que Francisco es tachado de extremista revolucionario por algunos de sus correligionarios! Madre mía.


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07 junio 2022

Una forma distinta de orgullo

Uno de mis queridos colegas y amigos me ha enviado (¿por qué decimos “me ha hecho llegar?) una interesante reseña de los planes de producción, el diseño, los problemas de desarrollo, los vuelos de prueba y la construcción del avión más emblemático de la aviación comercial moderna, uno que él y yo tuvimos el privilegio de volar y comandar, el majestuoso y siempre confiable Boeing 747-400, –el 744, como lo llamábamos en el Asia–, mejor conocido como Jumbo, uno de los aviones más formidables y sencillos de pilotear que se hayan construido.

 

Se me hace necesario comentar que no volé muchos tipos distintos de avión durante mi carrera aeronáutica, esto quizá se deba a que pude disponer de compromisos de trabajo estables y a las condiciones que se dieron en el desarrollo de la aviación mientras ejercí tan especial oficio. Si hago una sumaría auditoría, debo mencionar a los principales: Douglas DC-3, De Havilland DHC-6 (Twin Otter), Boeing 707, Airbus A-310 (y A300-600), Airbus 340-300 y Boeing 747-400. Asimismo, tuve la suerte de operar aeronaves sumamente versátiles y fáciles como el Twin Otter y el A-310 pero, sin dudar un instante, mencionaría como más fácil entre todos al Boeing 744, el avión más amigable que jamás haya volado en mi vida.

 

No comento la simpleza del Jumbo como un impulso de alarde o para respaldar el criterio de los que lo han volado, sino porque creo que esa virtud que se ha reconocido a la “reina de los cielos” se debe a dos factores principales: el formidable desarrollo tecnológico que alcanzó la aviación y que estuvo al servicio de todo su proceso de producción; y, el haber puesto en un solo aparato (realmente un enorme edificio que estaba en capacidad de volar) toda la potencia y versatilidad operativa que estuvieron disponibles; haciéndonos sentir, a quienes lo volamos, la engañosa impresión de que lo que estábamos manejando era en realidad un aparato mucho más pequeño y maniobrable. No una gigante aeronave capaz de levantar más de 400 toneladas de peso: algo inimaginable y realmente difícil de comprender.

 

El 747 habría de cambiar el concepto de la aviación y por siempre será considerado el hito que más influyó en el desarrollo de la industria aeronáutica. No pude volar los primeros modelos; sin embargo, el 747 que comandé –y disfruté– había recibido ya todos los artilugios y más avanzadas mejoras que se habían inventado. El Jumbo vino a establecer un nuevo modelo o paradigma, se convirtió en el arquetipo del avión cómodo y seguro (sobre todo lo último). De pronto, todas las aerolíneas querían tenerlo como símbolo de su flota, todos los pilotos soñábamos con “ponerle la mano” y, lo que más cuenta, todos los pasajeros estaban ansiosos de poder volar en él. Todos podían sentirse en el 747 no como simples viajeros sino como exclusivos clientes atendidos con todo servicio imaginable, como si estuvieran en su propia casa.

 

Si de algo le doy gracias a la vida es que tuve la rara fortuna de que las circunstancias de la aviación y mi vida se hubieran alineado; unos pocos años antes o unos pocos después, y nunca se me hubiera dado ese privilegio, y uso la palabra privilegio con intención, con el mismo sentido que la define el diccionario, como una “ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión o por determinada circunstancia”. Visto a través de ese prisma, no solo fue un privilegio, fue un don o regalo gratuito que me hará sentir por siempre como un aviador favorecido y aventajado. Otra cosa es sentarse en la cabina de mando en tierra y, al mirar hacia abajo, sentirse como si se estuviera en un tercer piso… y dueño del mundo. Tuve oportunidad de operar una versión que parecía una sala de cine volante pues contaba con su máxima capacidad: 660 asientos.

 

Más sorprendente aún es cruzar a 40.000 pies de altitud, volando a .87 (punto 87) de Mach, casi la velocidad del sonido. Ahí, encaramado sobre las nubes, a la hora del crepúsculo y en aire tranquilo, uno se siente favorecido de un inexpresable atalaya, realmente como príncipe del universo; y no es para menos: razón tiene un agradecido aviador para sentirse tan orgulloso… Volé por doce años el 747-400, registré en él algo más de 7.000 horas de vuelo; fue inevitable poder percibir esa extraña sensación que nos hace sentir aquel oscuro frenesí que a veces siente el aviador y que es tan inexplicable. Hablo de orgullo simple y puro, orgullo verdadero, nada insustancial y baladí como sentirse banalmente importante. Nada de vanidad y menos de fatuidad. Temprano la profesión nos enseña dos cosas: a no ser necios y a nunca pecar de presuntuosos.


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