30 marzo 2021

Teoría de la lentitud *

* Escrito por Arturo Pérez Reverte, Patente de Corso. 22 de marzo de 2020

 

Hasta no hace mucho, ser lento era una virtud. No hablo de ser perezoso o indolente, sino de hacer las cosas despacio, con eficacia pero concediéndoles el tiempo necesario. Moverse, caminar, despedirse con lentitud cortés, remarcaba la dignidad de las personas. Confería un aire respetable. Incluso, elegante. Por eso los antiguos monarcas, los filósofos, los aristócratas, se movían despacio. La razón era el respeto que entonces inspiraban los ancianos y la gente mayor, experimentada, libre ya de las prisas e impulsos de la juventud. Eran ésas unas referencias que se procuraba imitar. La literatura española del Siglo de Oro abunda en tales situaciones, con la figura del hidalgo pobre que, cuando salía a la calle fingiendo haber comido, caminaba con digna lentitud. Con altiva y sosegada calma.

 

Pero no hace falta ir tan lejos. Todos recordamos ejemplos recientes, familiares o no, de quienes hacían las cosas despacio. De quienes se movían, no ansiosos por hacerlo todo cuanto antes, sino empleando el tiempo adecuado. Sin demora, pero sin prisa. Fijándose en lo que hacían y planeaban hacer, daban autoridad a sus actos y decisiones. Y la vida les era más provechosa. Más rentable. Invertían tiempo en percibir matices, circunstancias, caracteres. Nuestros abuelos no pretendían hacerlo o tenerlo todo en el acto. Al moverse y vivir despacio, hacían su existencia más rica y plena. También la de quienes los rodeaban.

 

Un tigre, un gato que caza, son lentos hasta el salto final. Creo que nos equivocamos renunciando a la lentitud en favor de una engañosa rapidez que a menudo anula cierta clase de eficacia. Antes, viajar no era sólo ir de un lugar a otro, sino un modo de vivir mientras viajabas: paisajes vinculados a reflexión y tiempo para ésta. Ahora nos movemos deprisa por autopistas sin nada que mirar, saltamos de aeropuerto en aeropuerto y hasta el turismo es itinerario fijo e ineludible, visita aquí y allá, comida a las dos y selfi a las cinco. Nueva York en dos días, China en cuatro. Cruzamos océanos en once horas y recorremos continentes de punta a punta en la mitad de ese tiempo, renunciando a los trenes que en sí mismos suponían una aventura; a los transatlánticos que dejaban espacio a las relaciones, a la reflexión y a la vida.

 

Queremos en casa lo deseado al día siguiente de adquirirlo en Amazon; nos entregamos sin reservas al producto industrial y renunciamos al trabajo minucioso del artesano; buscamos el significado de una palabra pulsando en un teléfono móvil, renunciando al placer de hojear despacio un libro o un diccionario; privándonos así, también, de las sorpresas inesperadas, los descubrimientos colaterales que ese hojear de páginas puede depararnos.

 

Por supuesto, vivir con lentitud sin parecer torpe o indolente, o serlo, es arte de unos pocos. Hay que trabajarlo y pagar el precio. Pero quien sabe ser lento acaba siendo rico; y el apresurado suele caer, además, en el ridículo. Aunque tampoco el ejercicio de la lentitud sea una garantía contra la ridiculez. Hay una especie de movimiento social, el Slow –nacido en 1986 cuando el periodista Carlo Petrini se indignó por la apertura de un McDonald’s en el centro de Roma–, que defiende ciudades lentas, comida lenta, moda lenta. Como todos los movimientos de los que se apropia el mundo actual, mezcla principios muy razonables con demagogias varias y alguna tontería.

 

Pero, en mi opinión, las ventajas de una inteligente lentitud no necesitan adscribirse a movimiento alguno; entre otras cosas porque las tendencias sociales suelen acabar en manos de agencias publicitarias. La lentitud positiva es un asunto individual, de cómo cada ser humano desea vivir y relacionarse con el entorno. Viajar, comer, leer… Incluso, vestir. La obsesión por comprar ropa continuamente, por renovar el vestuario cada cinco minutos, llega a lo enfermizo en las sociedades acomodadas. En oposición, y al menos en lo que a ropa masculina se refiere, nada me parece más adecuadamente lento que pocas prendas de buena calidad, ligeramente usadas, clásicas y pasadas de moda: es decir, de las que no pasan de moda nunca.

 

Y hasta el insulto, puestos a ello, queda maravillosamente resaltado por la digna lentitud de quien lo emite. Los niños de Cartagena adorábamos a Pinares, el cochero fúnebre, al que cuando pasaba solemne y vestido de negro en el pescante de su coche de caballos decíamos, para provocarlo: «Pinares, ¿nos das una vuelta?». Y él, volviendo despacio el rostro, nos miraba muy serio. Y luego, sosegado, tranquilo, respondía: «Cuando se muera vuestra madre la voy a llevar por todos los baches –aquí hacía una lenta y digna pausa–. Hijos de la gran puta».


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27 marzo 2021

Santiago, ¡y cierra España!

Haciendo memoria, debo haber vivido en La Floresta tres o cuatro años. Era este un barrio tranquilo que, quizá como El Batán, se había convertido en una prolongación de otro sector de la ciudad que se había desarrollado por iniciativa del Seguro Social y que se lo ha mal llamado como Mariscal, que es en realidad una contracción de su nombre: Ciudadela Mariscal Sucre. Si la tranquilidad de sus calles era uno de sus principales atractivos, la gran ventaja de La Floresta era que, a pesar de ser un barrio recoleto, quedaba cerca de cualquier lugar de la urbe; nada quedaba lejos, era un sector conveniente, hacía fácil llegar pronto a cualquier parte.

Ahí viví desde mi último año de colegio, desde cuando tuve diecisiete años. Por un motivo que alguna vez me explicaron, y que hoy no me viene al recuerdo, alguien había propuesto que se usaran nombres de ciudades españolas para la nomenclatura de sus diferentes calles. Algunas fueron bautizados con el nombre de lugares pertenecientes a Galicia (Coruña, Lugo, Pontevedra), la misma tierra gallega que supuestamente guarda los restos del patrón de España: Santiago de Zebedeo, conocido como Santiago el Mayor o Santiago Apóstol (hubo también otro Santiago, un hijo de Cleofás, este era pariente del Señor, y lo llamaban como Santiago el Menor).

Galicia queda al nor-occidente de España, justo al norte de otra tierra que habla una lengua parecida: Portugal. Pudiera decirse que el Gallego es un idioma intermedio entre el portugués y el castellano. No es infrecuente escuchar bromas relacionadas con la supuesta ingenuidad de los gallegos; la verdad es que es gente laboriosa, imaginativa, celosa de su heredad y nada incauta. El nombre de Galicia se debe a sus ancestros celtas (o kélticos); de hecho, este nombre no es sino una evolución, o si se prefiere una deformación, de la toponimia que encontraron los romanos, que era utilizada por los habitantes de este rincón de Europa, que entonces se creía que marcaba el fin del mundo: no olvidar que ese “Finisterre” se encuentra en la parte más occidental de Galicia.

Fue en La Floresta, justamente, que conocí a un grupo de vecinos (los mismos que, sumados a mi hermano Adrián, formaban una media docena); todos se dejaron seducir por los aeronáuticos cantos de sirena. Quizá veían llegar de viaje todos los viernes a un joven aviador que anunciaba su llegada a Quito con un inesperado rasante sobre el barrio. Era tal vez que me vieron tan joven, y ya dueño de un atractivo oficio, que decidieron también probar fortuna con los “aparatos voladores más pesados que el aire”. Uno era Adrián, dos se llamaban Edgar (conocimos al uno como Cucho y al otro lo apodábamos de Flaco), otro se llamaba Luis, a un quinto reconocíamos en forma indistinta como César o Pacho, y había un sexto a quien llamábamos Santiago.

En los textos neo-apostólicos (Mateo 10, 2-4 y Lucas 6, 14-16), cuando se habla de los discípulos de Jesús, se menciona que entre los doce escogidos había tres parejas de hermanos: Simón (Pedro) y Andrés; Santiago el Mayor y Juan (ambos, hijos de “Boanerges”, un individuo de gesto irascible y talante avinagrado, por ello los apodaron como “hijos del trueno”); y, Santiago el Menor y (Judas) Tadeo. Estos dos últimos eran hermanos entre sí y parientes de Jesús; además, se comenta que había un cierto parecido entre ellos. Aquí es importante hacer una necesaria aclaración, porque la Biblia usa a veces en forma equívoca el término “hermano”: ora como pariente y ora como hermano de sangre. A estos Santiago se los conocía con el nombre hebreo de Jacob (James en inglés); por ello, pasado el tiempo, ya convertidos en santos, se transliteró su nombre: de Saint Iacob (o Jacob) a San Thiago o San Diego. De ahí, el nombre devendría en Santiago… Por ello, sería incorrecto decir San Santiago.

Ahora bien: nos cuenta la tradición, o las creencias (¿leyendas?) que, acordada la inicial evangelización, luego de Pentecostés, a Santiago  le habría correspondido viajar a Hispania (la actual Península Ibérica). Regresó a Judea al final de su vida, por una milagrosa invitación de la Virgen María que lo habría visitado en Cesaragusta (la actual Zaragoza); pero fue decapitado durante el reino de Herodes Agripa. Asimismo, sus restos habrían sido trasladados a Galicia y el apóstol estaría enterrado en el santuario de Compostela (que es probable que quiera decir ‘Campo de estrellas’, en razón de los fuegos fatuos que habrían anunciado la existencia de los restos en un cementerio de la Coruña). Esta historia, sin embargo, no ha sido respaldada, pues la evangelización ocurrió muchos siglos más tarde.

La devoción a Santiago fue determinante durante los tiempos de la Reconquista; Santiago Matamoros fue un referente emblemático en las luchas contra los musulmanes. Al grito de: ¡Santiago, y cierra España!, se produjeron los principales triunfos logrados por la cristiandad en esas memorables batallas. Aquello de “cierra”, era una especie de grito de guerra, una suerte de arenga en el campo de batalla; viene del verbo “cerrar” que en la milicia quiere decir “cerrar filas”, pero sobre todo:  acortar la distancia con el adversario, “embestir o acometer, trabar batalla”.


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23 marzo 2021

Un breve capítulo

... “El séptimo planeta fue, por consiguiente, la Tierra.

 

¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores. Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que antes de la invención de la electricidad había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros...”

 

El anterior es un reeditado extracto del primer párrafo del Capítulo XVI de “El principito”, una conocida novela corta de Antoine de Saint-Exupéry, el aviador, periodista y escritor francés. Realmente, más que un extracto del Capítulo XVI, es la mitad del capítulo en su integridad. Si “El principito” habría de ser la última obra escrita por el autor, antes de su prematuro fallecimiento, es congruente pensar que sus cálculos acerca del número de borrachos y vanidosos que existen en el mundo, los pudo haber hecho un par de años antes de su muerte. En efecto, hoy existen siete mil ochocientos cincuenta millones de personas en el mundo, casi cuatro veces más que las que había en 1940: dos mil millones. Hoy habría, siguiendo la relación, alrededor de treinta millones de borrachos y algo más de mil doscientos millones de vanidosos... la sexta parte de la humanidad.

 

Nadie desconoce el sentido metafórico de “El principito”, el formidable mensaje de su enseñanza moral. Ese primer párrafo, se habría convertido en un impensado postulado: “uno de cada seis individuos es vanidoso”. La verdad, no existe nada de empírico en la propuesta. Para proponerla, Exupéry se habría basado en un sencillo cálculo matemático. Con el tiempo, habríamos de preguntarnos si aquel teorema, debido tal vez a un error en su planteamiento, no habría sido propuesto exactamente al revés; y si, en la práctica, serían más bien cinco de cada seis individuos los que de veras "seríamos" presuntuosos y presumidos. Así, estaría también por determinarse si el grupo restante, el constituido por el otro 17%, no estaría conformado por quienes no habrían podido ubicarse mientras se efectuaba el pretendido cálculo... En definitiva, estos últimos no habrían sido tomados en cuenta, porque habrían estado haciendo justamente lo que más les interesaba: mirar su propio reflejo en el espejo...

 

“El principito” habría de convertirse en el libro más famoso del aviador francés. Ha llegado a ser uno de los libros más leídos, traducidos y vendidos en el mundo. Con el tiempo se habría de traducir a un cuarto de millar de idiomas y se habrían de vender casi ciento cincuenta millones de ejemplares. Por su estructura y dibujos (realizados por el propio autor) parece un cuento infantil, pero está escrito para tratar los asuntos que inquietan y nunca han dejado de interesar a gente de todas las edades. Su contenido es de tono poético y su carácter es moral y filosófico; está, por tanto, repleto de hábiles y profundas reflexiones acerca de aspectos que desde siempre han preocupado al hombre, relacionados con la tesitura de la condición humana.

 

Saint-Exupéry no se habría de hacer famoso por esta pretendida proposición de estadística social. A lo largo de veinte fructíferos años que coinciden con sus trashumantes periplos, habría de entregarnos al menos otras cinco obras, todas basadas en su oficio itinerante. Entre ellas destacan: El aviador, Correo del sur, Vuelo nocturno, Tierra de hombres y Piloto de guerra. Antoine habría nacido con su siglo, a fines de junio de 1900. Su familia pertenecía a una aristocracia de provincia. Quizá a ello se deba, como fue la costumbre en su tiempo, la gran cantidad de nombres -nada menos que cinco- con que rindieron homenaje a su nacimiento cuando lo llevaron a la pila del bautismo: Antoine Marie Jean-Baptiste Roger... Como se puede notar, solo en nombres se habrían gastado una fortuna… y, como si aquello no hubiese sido suficiente, le encargaron un condado y le pusieron un guion al apellido: conde de Saint-Exupéry.

 

Su infancia y adolescencia coincidieron con los años iniciales del desarrollo de la aviación moderna. Su gran sueño habría sido ingresar a una academia de vuelo y convertirse en piloto aviador. Y eso fue lo que primero hizo: a los veintiún años ya había terminado su entrenamiento. Lo demás vino por añadidura: se enroló en el servicio postal que se había establecido entre el sur de Francia y el Sáhara Español (ubicado hacia el occidente del desierto del Sahara y hacia el sur de Marruecos). Esa experiencia le habría servido como acicate para contar sus historias y plasmarlas en su perseverante actividad literaria.

 

Saint-Exupéry estuvo por un corto tiempo en Sudamérica; algo relacionado con la aviación comercial lo situó en forma fugaz en la Argentina. Allí fungió brevemente de director de una empresa aérea, subsidiaria de la Aeropostal francesa. De vuelta en Europa se enroló en un proyecto de apoyo a las tropas aliadas; el grupo del que pasó a formar parte, había escogido como base de operaciones la isla de Córcega. Murió justamente en una de esas misiones de apoyo, cuando estaba conduciendo un vuelo en el área del Valle del Ródano (Rhone, en francés). Sus restos fueron encontrados, más tarde, cerca de una diminuta isla del Mediterráneo Occidental, ubicada pocos kilómetros al sur de Marsella. Se presume que fue derribado por un aparato enemigo; eran los tiempos de la Segunda Guerra.

 

Solo había vivido cuarenta y cuatro años... ¡Había recién escrito un escueto y sumario capítulo!


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19 marzo 2021

Disquisiciones perrunas

Alguien que ha leído una de mis previas entradas, me ha pedido una explicación; ha querido saber qué mismo he querido decir con aquello de estar “perrunamente acompañado”… Por lo tanto, y antes de que la suspicacia dé pábulo a la presunción, o de que se intente sugerir que aquello pudiera estar emparentado con mis eventuales o supuestos -aunque nunca consentidos- devaneos, quisiera ofrecer una sencilla explicación, la misma que demostrará, como habrá de notarse, que la expresión usada todo tiene de inocuo y nada de innoble o retorcido.

Primero les he de comentar que soy el orgulloso poseedor de una mascota canina de raza Schnauzer; este ejemplar pertenece a una variedad conocida como “Gigante”. Me ha comentado alguien que conoce de estas cosas, que este no es sino un híbrido, una cruza del Gran Danés (una raza de tamaño grande) con el Schnauzer estándar o regular, que es más bien un ejemplar de raza pequeña, casi comparable con cualquier caniche. Ahora bien, de cómo lo hacen para juntarlos… pues, no tengo ni la más remota idea, pero sospecho que tan extraño e incómodo acoplamiento debe ser algo tan sobremanera difícil de conseguir, que ni siquiera he querido imaginarme…

El animalito es de un color negro azabache, un negro retinto, el color de la pizarra. Por ello se llama Fusco que, en nuestra lengua, quiere decir justamente eso: negro. Fusco creció junto a otra mascota de raza distinta y pronto se hicieron más que amigos: fueron hermanos inseparables. Hoy, ambos tendrían algo más de seis años, pero un cierto día, Maxy, el hermano de Fusco, fue diagnosticado con una forma agresiva de cáncer. Fue una historia muy triste para el primer canino que, no solo significó que se quedase viudo (¿por qué no existe una palabra en nuestro idioma para designar a quien pierde un hermano?), sino que fue motivo para que cayera en un estado de depresión que le hizo cambiar su modo de comportamiento. El duelo le ha tomado, algo más de medio año.

Fusco es un perro inquieto y juguetón, es afectuoso y zalamero; solo que al revés, porque no le gusta adular sino que le acaricien todo el tiempo. Se puede decir que desde que enfrentó su viudez ya no le gusta retozar como antes en el jardín; ahora prefiere pasar dentro de casa gran parte del tiempo, se ha tomado muy a pecho su nueva misión: quiere estar siempre protegiendo a sus amos. No hay nada que le divierta tanto, temprano en la mañana, como salir a pasear en auto. Cualquiera pensaría que lo que le interesa es sentir el vértigo de la velocidad o la variedad del paisaje; yo mismo estuve persuadido de que lo que quería era acompañarme… pero nada de eso había sido cierto; lo que realmente quería era conocer otros ignotos ejemplares. Parece que se había enamorado…

Esto ha hecho, que en los días de fin de semana se haga acreedor a gozar de más largos circuitos; así que, a la par que él se entretiene, yo he ido también conociendo nuevas rutas, nuevos sectores y distintos barrios. Mientras él va explorando, olfateando, inquiriendo y buscando… yo también voy oteando y descubriendo lugares que antes me eran insospechados; a la par que compruebo cómo se organizan, van creciendo y progresan estos diversos rincones. Antes fueron barrios carentes de atención que hoy, poco a poco, se han ido empoderando.

Uno de aquellos sábados, estacioné el vehículo a la vera del camino; me hallaba junto a una población conocida por el nombre de Angamarca. Se trata este de un recoleto poblado ubicado hacia el oriente de El Tingo. Quise averiguar si podían darme información de un lugar que había estado buscando. Me acerqué a un individuo que limpiaba la maleza del exterior de un solar no construido. Me comentó que hacía el viaje desde Quito, cada quince días, solo para atender su pequeña chacra, palabra quichua que significa “terreno de cultivo avecinado al lugar donde se vive” (término ya aceptado por la Academia). Creo, sin embargo, que la palabra no se la usa tanto para significar granja o alquería, sino más bien para referirse a un terreno donde se ha sembrado maíz.

Por fin terminamos por coincidir en lo comentado con el afable individuo que, gentil, trató de atender mi porfiada consulta. Para mi sorpresa, conocía a la persona cuyo domicilio yo había estado buscando y que ahora trataba de ubicar. Adivinó que yo indagaba por la ubicación de aquella residencia, porque hacía poco su propietario había fallecido, intuyó que quizá quería saludar a su familia, aunque reconoció que no estaba familiarizado con el sitio, ni sabía cómo ni de qué otra manera hubiese podido asistirme. “Consulte en el directorio telefónico”, me aconsejó, sabio y asertivo… Nunca pude haber imaginado la menospreciada efectividad de aquel olvidado implemento!

Pero el Fusco estaba intranquilo esa mañana… no aprobaba que hubiéramos interrumpido nuestra auditoria. Estaba ansioso por continuar la itinerante evaluación de su variado y profuso paisanaje…


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16 marzo 2021

El cuento de procrastinar...

Creo que aquél fue un típico acto de procrastinación (a veces me pregunto si aquello de procrastinar es realmente un acto, es decir una acción o es solo una omisión). Ese sábado dejé para otro día mi deseo de saber qué era de él, mi intención de irlo a visitar. Lo que sucede es que a veces, cuando paso por ahí, no me puedo detener; esos paseos tienen un fijo y predeterminado propósito y en la totalidad de esas ocasiones me encuentro perrunamente acompañado. Y ese día no fue la excepción, de modo que tuve que dejar mi prevista visita “para otra vez”…

Conocí personalmente a Hernán Rodríguez Castelo en mi temprana participación del que fuera mi primer concurso intercolegial de oratoria (estrictamente, el único en que hubiera participado). Hernán era por entonces un ya reconocido crítico literario, mantenía una columna en la sección cultural del periódico El Comercio; columna en la que escribía su crónica respecto a las actividades relacionadas con las distintas (aunque exiguas) actividades de este tipo que ocurrían en la capital. Guardo por ahí, un recorte de prensa en el que, sin haberme antes conocido, hizo un breve pero generoso comentario de mi humilde intervención (“el orador más vivo de la sesión fue Alberto Vizcaíno de La Salle, su fogosidad y brío triunfaron…”).

Lejos habría estado de sospechar que ese mismo personaje, de modos clericales -que con solo caminar denunciaba que, si no había cursado el seminario, por lo menos había estudiado alguna vez con los jesuitas- se habría dado modos un día para conseguir mi número y llamarme por teléfono, solo para anunciarme que quería pedirme un pequeño favor y que quería venirme a visitar. Yo era ya, a la sazón, un bisoño comandante de la única aerolínea internacional que había en el país y efectuaba esporádicos vuelos hacia los dos destinos que Ecuatoriana realizaba hacia el sur del Continente: Santiago de Chile y Buenos Aires, esa misma ciudad a la que Pedro de Mendoza habría bautizado como “Real de Nuestra Señora de Santa María del Buen Ayre”, en honor a la Virgen de Bonaire, conocida también como de la Candelaria.

Esa tarde conversamos con Hernán de lo humano y lo divino (nunca mejor dicho). Hablamos del episodio mencionado, obviamente no recordaba que ya pasada una década, seguía siendo yo “el mismo muchacho”; conversamos de nuestro mutuo interés por la lectura y, claro, de sus escarceos con respecto a su pasión: los cuentos infantiles. ¿Qué era lo que quería pedirme?, pues algo del todo inofensivo: quería que le ayudase a adquirir una serie de cuentos, cuyos títulos los habría seleccionado en un largo y extenso catálogo. Se trataba, en forma preferente, de eso, de cuentos infantiles, que yo debía comprar u ordenar en Buenos Aires. “Pero existe un pequeño problema”, me confesó. “Se trata de ediciones antiguas y son ejemplares agotados. No se los puede conseguir en las librerías; hace falta que alguien se dé el trabajo de acudir a una de las ‘librerías de viejo’ y trate de conseguir unos pocos de estos cuentos. No importa que sean ejemplares usados”.

Según recuerdo, solo efectuábamos dos vuelos semanales hacia esas dos ciudades. Tal vez martes y viernes, regresando miércoles y sábados. Viajábamos, por lo mismo, dos tripulaciones: una operaba los dos tramos de ida y vuelta de la parte de la ruta a Santiago; mientras que una segunda tripulación volaba en condición de personal supernumerario (como pasajeros) hasta este destino, y tomada el mando en esta estación para efectuar “las piernas” restantes, hacia y desde Buenos Aires. Solo que había un pequeño problema -cara a mi propuesta aventura “samaritana”-, y es que normalmente llegábamos al aeropuerto de Ezeiza demasiado tarde. Esto, para el propósito, se complicaba, pues la pernocta era sumamente corta y también debíamos madrugar para efectuar el tramo de retorno y cumplir con el itinerario de regreso hasta Pudahuel.

Pero Hernán era “un hombre de Dios” y la desafortunada circunstancia de que yo no pudiera hacer la indagación de su encargo, realmente no importaba. Como pasa en estos casos, apareció de la nada un muy servicial “ángel de la guarda”; tenía nombre y apellido, era el jefe de estación y se llamaba Claudio Macri. Él mismo se fue encargando (ya en gerundio) de aquella y otras ocasionales adquisiciones. Más de una vez tuve que ocupar parte de mis maletas con los cuentos que había encargado mi amigo, gracias a la ayuda de Claudio. Nunca vi tan dichoso a Hernán, como cuando iba a retirar de mi casa su invalorable “tesoro”. Nunca, tampoco, me sentí más feliz como cuando entregaba sus cuentos a este hombre con apostura de adulto y corazón de párvulo.

La misma semana, luego de aquel sábado que me propuse ir a visitarlo, me topé con una breve nota en el obituario. Hernán Rodríguez Castelo había fallecido, era aquel mismo amigo que disfrutaba como un niño la ocasional encomienda que le traía a mi retorno de Buenos Aires, era el mismo autor de “El Grillito del Trigal”, un hermoso cuento que les obsequió a mis tiernos hijos; era un hombre que sabía que “no se puede vivir del cuento” y, también, que cuando algo se deja para mañana, a menudo puede ser para cuando ya sea demasiado tarde...


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12 marzo 2021

No lo sé *

* Por Laura Ferrero, escritora. Tomado de El País, de España.

 

No sé si el aumento de un 500% de las acciones de Tesla puede considerarse una burbuja, tampoco si Messi terminará o no la temporada siguiente en el Barça (ni si debería hacerlo). No puedo pronunciarme sobre las implicaciones que tiene resolver la Conjetura de Hodge, aunque el premio para quien la resuelva, cifrado en un millón de dólares, tendría que ser un aliciente para intentarlo. Por otro lado, ignoro por qué Hilaria Baldwin, nacida en Boston, afirma contundente que es mallorquina —a mí también me gusta Boston, pero suelo recordar que no nací ahí—.

 

Tampoco sé qué contestar cuando me preguntan si la autoficción es tramposa, aunque no añado, como sospecho, que cada uno hace lo que puede (esa gran verdad que nos hermana a todos bajo el mismo paraguas: uno no hace lo que quiere si no lo que buenamente puede). Sigo sin saber qué opinión me merece la dieta Keto o el paleotraining, ni por qué lado es mejor que caiga el papel higiénico, si pegado del lado de la pared o lejos de ella. Por si todo esto fuera poco, sigo sin entender las consecuencias de la aperturidad fáctica del Dasein, y no he logrado dilucidar, a pesar de haber leído bastante sobre el tema, si la ballena de los 52 hercios es la ballena más solitaria de la tierra o más bien al contrario: la ballena más absolutamente libre y feliz que, sabiéndose no escuchada, recorre a sus anchas el océano.

 

En otro orden de cosas, sigo sin saber cuántos emoticonos debería poner para que te creas que te quiero o si a estos efectos, el corazón rojo suma más puntos que el azul. Ignoro si mi vecino Juanjo, que se acaba de separar, debería alquilar ese piso en las afueras a pesar de que entonces el trabajo le quede más lejos. También si la paella que hace mi madre no es, en realidad, más que arroz con todo según los puristas de la paella. No tengo una opinión formada sobre si mi padre debería aprovechar la jubilación para ponerse a tocar el piano, ni si debería fiarme de todo este negocio de la fertilidad que me mira en forma de folleto desde la repisa de la cocina diciéndome “no dejes que sea tarde”. Por último, no sé si hubiera sido mejor que en vez de escribir una columna sobre las cosas que no sé, lo hubiera hecho al revés, pero entonces, quizá, mi lista no hubiera arrancado más allá del primer párrafo tentativo. Y con suerte.

 

Si el saber no ocupa lugar, ese mantra que tantas veces nos repitieron en la infancia ante la reiterada queja por tener que memorizar larguísimas listas de ríos y afluentes, de regiones más y menos desarrolladas de Europa, lo que sí lo ocupa es la inmediatez que le pedimos a la opinión. En esta misma línea, unas semanas atrás, el respetado y admirado periodista Iñaki Gabilondo se despedía de la radio después de 60 años de carrera, y dejaba su tribuna hablada diaria manifestando que le costaba muchísimo opinar. Él, que ha apuntalado una vida en el sabio oficio de preguntar y buscar respuestas, llegaba a esa conclusión: “Hay quien tiene certezas: no tengo ese consuelo”. Suspiré: no todo está perdido.

 

Dicen que vivimos en la era de la información, pero a mí me parece que más bien se trata de la de la opinión, entendida no como opinión fundada sino como la expresión —o la expansión— de una subjetividad. Nadie quiere parecer ignorante, ni tardar demasiado en pronunciarse con respecto a un tema candente, pero la opinión requiere de eso que se llama reposo. Tranquilidad. Tiempo.

 

Entre mis diarios, encontré la siguiente anotación: uno de sus discípulos le preguntó al gran poeta J. V. Foix qué era necesario hacer para convertirse buen escritor y él, sin dudarlo, le respondió: “Voy a darte no uno sino seis consejos. ¡Seis! En primer lugar, tienes que leer, eso es lo más importante. En segundo, pero no menos necesario, deberías leer. Después, siguiendo esta misma línea, hay que leer. A ver, veamos, en cuarto lugar… es necesario caminar. Mucho. En quinto, volver a caminar. Y ya, para terminar, ¿sabes qué es aconsejable también? Caminar”.

 

Escucho a menudo la expresión de “crear opinión”, como si esta surgiera por generación espontánea, setas que uno descubre en el improvisado jardín del pensamiento, y así contamos con muchos opinadores de todo, pero pocos sabedores de nada. Opinar desde la ignorancia o desde el dato parcial es fácil, amplificar las opiniones de otros también. Basta echar un vistazo a las redes sociales o tertulias radiofónicas y televisivas. Pero la opinión no puede convertirse en eso que hacemos cuando ponemos “likes” acríticos y engañosos en una red social, un acto que pide más de lo que da.

 

En tiempos como los que corren no está de más recordar a los maestros como J. V. Foix, que nos instan a seguir leyendo, a seguir andando para recordar que tenemos muy pocas certezas. Una de las pocas que me quedan a mí es que es valiente y necesario, cuando no sabes, simplemente decirlo: no lo sé.


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09 marzo 2021

Entre la candidez y la nostalgia

Me gustaba el título: “Entre la ira y la esperanza“. Era uno de los primeros libros que habré acomodado en mi entonces incipiente librero. Se trataba de una edición del 67, cuando su autor, Agustín Cueva, apenas frisaba los 30 años. Cumplido más de medio siglo desde cuando probablemente lo adquirí, me puse a buscarlo y ahí estaba… Ese ocre difuminado que, cual un estigma, va marcando en el papel la impronta de los años, ahora daba cuenta de los estragos del transcurso del tiempo. Y eso mismo reflejaba el retrato de quien lo había escrito. Parecía un muchacho recién graduado inconsciente del porfiado paso de los días.

 

De familia lojana, aunque nacido en Ibarra, Cueva realizó sus estudios en Quito. Quizá influenciado por su padre, optó por la sociología y pronto incluyó entre sus intereses la crítica del arte ecuatoriano. Su viaje a Francia lo ayudó a esbozar un criterio revisionista de nuestra cultura. Su postura se manifiesta acre y descarnada en el ensayo anotado; en él cuestiona aquello que antes se pudo haber ponderado. Acusa a nuestras expresiones culturales de exentas de originalidad y está persuadido de que aquellas manifestaciones artísticas no tuvieron un proceso autónomo y renovador. Considera que no puede ser arte lo que careció de originalidad, que no podía tener carácter auténtico lo que se hizo por encargo, que tampoco hubo creación sino solo una producción estimulada por la mera habilidad manual.

 

Cueva asumió la cátedra muy temprano. Su pensamiento fue conocido y apreciado en otros países y pronto fue invitado a continuar con sus actividades académicas en Santiago de Chile y en Ciudad de México; este ejercicio de la cátedra le habría de otorgar un importante reconocimiento internacional y habría de situarle entre los más destacados sociólogos del continente. De ahí en adelante, pudiera decirse que Agustín Cueva era menos conocido en su país de origen que en los principales círculos culturales y políticos que reclamaban la causticidad de sus puntos de vista, que valoraban el novedoso rigor de sus opiniones.

 

He recordado el título, al tratar de poner nombre a esta entrada, justo cuando los vaivenes del conteo electoral parecían indicar que Guillermo Lasso no había alcanzado los votos suficientes para participar en el balotaje, y daban por temporales contendores, para una segunda vuelta, a Andrés Arauz -hasta hace solo seis meses un virtual desconocido- y a Yaku Pérez, un representante de ciertos sectores indígenas y de otros grupos identificados con reclamaciones ecologistas. Pérez, con un discurso candoroso, conciliador y ajeno a lo puramente reivindicativo, había logrado una cuota de apoyo inédita en la serranía, de modo especial entre los segmentos jóvenes del electorado. Su mensaje era una apuesta con un tono de candidez; su propuesta era un romántico manifiesto, un canto colmado de poesía.

 

Era difícil inferir que quienes votaron por Arauz, no lo hicieron -en su mayoría- en apoyo a quien lo auspició. De igual forma, hubiese sido simplista concluir que quienes votaron por otros candidatos lo hicieron solo para rechazar a Correa; interpretarlo así sería pecar de ingenuidad y de ausencia de sentido lógico. Lo que sí es cierto es que muchos lo hicieron influenciados por el recuerdo, y la nostalgia, del estilo de gobernar del líder ausente. Este grupo estaba integrado por quienes rechazaban la “traición” de Moreno, reprsentaba a quienes estaban inconformes con la aparente persecución que había soportado su controvertido líder. Arauz, en tanto, no había sido un mal candidato, pero su mensaje había resultado confuso y a momentos evasivo.

 

El Tribunal Supremo Electoral había cometido sus errores; sin embargo, el tiempo se fue encargando de reponer el orden anticipado de las principales posiciones. Aun así, y a pesar de la tardía inclusión de Lasso entre las dos primeras opciones, creo que se produjo un inesperado hecho insólito, me refiero al súbito cambio de opinión de quienes inicialmente lo apoyaban, que pasaron a pensar que Yaku podía ser un mejor candidato para derrotar al correísmo. Esta posibilidad habría puesto a los simpatizantes de Lasso en una insoluble alternativa, en un inesperado dilema: tener que escoger entre la candidez y la nostalgia…

 

Postulo que quienes hubiesen preferido fugazmente votar por el candidato del agua y la “pachamama”, olvidaron algo esencial: Pérez no había tenido una considerable y consistente votación en las provincias de la costa. Además, y de cara a un resultado que dé al traste con las aspiraciones del correísmo, parecerían no haber tomado en cuenta que el electorado costeño puede ser muy poco proclive a apoyar a un candidato indígena. Más aún, de darse el caso de que Pérez triunfara, era probable que su gobierno no tuviera ni la estructura ni el sustento, ni tampoco los cuadros ejecutivos para asegurar un gobierno estable y duradero.

 

¿Qué deficiencias pudo haber enfrentado el impensado presidente?, ¿qué pudo provocar la vulnerabilidad de su eventual gobierno? Me permito apuntar algunos de los principales elementos: la falta de cohesión del conglomerado indígena y su natural incapacidad para propiciar y negociar acuerdos con otros sectores sociales; la inevitable volatilidad del apoyo al obstinado dirigente, dada su inestable condición de elegido circunstancial; la falta de cuadros propios para asumir y encarar un gobierno incluyente... Sí, era probable que se hubieran dado las condiciones para un gobierno sin el adecuado sustento político; pudo haber sido un gobierno débil y fugaz, proclive a la sedición y al golpe de estado.


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05 marzo 2021

Hidalgo por mar, hidalgo por el diablo

Estoy bastante familiarizado con el fútbol inglés; por ello, estoy apercibido de que cuando un jugador consigue tres goles en un mismo partido, ha conseguido un “hat-trick”. En nuestros países, en cambio, lograr un par de goles se llama “una dupleta”; pero, eso de conseguir tres es tan poco común, que no se le ha ocurrido a nadie todavía, llamarlo con un nombre especial. Últimamente, sin embargo, parecería que el término -lo de "hat-trick"- nos ha invadido, cada vez lo encuentro con más frecuencia incluido en las reseñas escritas en español. Hoy he querido investigar por qué se dice así. ¿Qué es esto del “truco del sombrero”?, su traducción literal.

 

Pues bien, esto es lo que he descubierto: aquello del “hat-trick” no empezó realmente en un campo de fútbol; la expresión es copiada del cricket, un juego europeo con el que no estamos muy familiarizados. La frase se usa en ese deporte cuando un jugador consigue tres “wickets” (podemos llamarlos "portillos" o goles) en tres jugadas consecutivas. Cuando esto sucede, el club le concede al afortunado jugador un sombrero (?) para celebrar este insólito logro. Conozco, además, que puede decirse póker cuando se marcan cuatro tantos.

 

He pensado en esto de “sacarse un sombrero”: creo que resultaría equivalente a ganarse ese símbolo que identifica a los magos: el sombrero de copa. Vendría a ser una suerte de reconocimiento por “haber sacado algo del sombrero”, reconocería una maniobra de prestidigitación. Nótese que esto de sacarse algo de dicho adminículo equivaldría también a otra expresión: la de “sacarse algo de la manga”. También decimos en español “sacarse de la chistera”, palabra está última que, como queda indicado, se refiere al “sombrero de copa”, prenda que identifica y sirve de símbolo al mago. Ahora bien, chistera tiene una interesante etimología. La voz viene del vasco ”txistera”, y este del latín “cistella” que quiere decir "cestilla", una cesta pequeña.

 

A propósito del vasco, existe un juego originario del País Vasco y Navarra que se conoce como “jai-alai” o pelota vasca, este se juega con una especie de raqueta que es, más bien, una pequeña cesta (o “cestilla”). El jai-alai se juega en una cancha llamada frontón, regularmente se lo hace entre dos parejas, o al menos con la participación de dos personas; los tantos se consiguen golpeando la bola contra una pared, procurando que la misma no pueda ser devuelta por el adversario; algo parecido al “raquetball” cuando se lo juega bajo cubierta. A los jugadores de pelota vasca (‘pilota’ en euskera) se los llama “pelotaris”.

 

Es probable que el jai-alai haya inspirado otros deportes como el tenis y el juego de palma francés (el “jeu de paume”). La variable más practicada tal vez sea la “cesta punta”. Esta utiliza como instrumento una cesta de mimbre alargada, curva y cóncava que sirve para coger la pelota; la utilizada por los zagueros es más larga que la de los delanteros, encaja en la mano como un guante. Sirve para lanzar la pelota con más certeza y velocidad (por puntería y fuerza). Esta “cesta punta” se conoce como “jai-alai”, que significa “fiesta alegre” en euskera.

 

A veces puedo dar la impresión de que presumo de ancestros vascos; pero, es que llevo un apellido vasco. Cuando fui por primera vez al País Vasco, intenté deletrear mi apellido al registrarme en un hotel enfrentado a la playa de “La Concha”, en San Sebastián. Fue innecesario e inútil: “No hay un apellido más vasco que el suyo”, me dijo la dependiente. En efecto: una de las principales provincias vascas es justamente Vizcaya o Biscaya, cuya capital es Bilbao. El idioma de esos lares es el euskera, a la tierra se la llama Euskadi y su bandera es la ikurriña. Los apellidos vascos son por lo común largos y difíciles de pronunciar: Etxeverría, Goicotxea, Zubizarreta… Estoy de acuerdo, nada hay más vasco que mi apellido...

 

Si usted, distinguido lector, revisa los capítulos VIII y IX de la primera parte del Quijote, luego de ocurrido aquel episodio de los molinos de viento, esos que el Ingenioso Hidalgo creía  que eran unos peligrosos y desaforados gigantes, va a encontrarse con un episodio en el que el Caballero de la Triste Figura tiene un altercado con un escudero vizcaíno que, junto a dos frailes, acompañan a una dama vizcaína que se dirige a Sevilla. Se trata de un escudero mal hablado; no dice “malas palabras”, habla mal el castellano. Dicho vizcaíno, al igual que muchos personajes de la célebre novela, se habrían inspirado en individuos oriundos de Esquivias, la tierra de Catalina de Salazar y Palacios, la esposa de Cervantes...

“Entendióle muy bien Don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
⁃ Si fueras caballero, como no lo eres, yo ya hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
⁃ ¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas! (*) Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira que otra cosa dices.
⁃ ¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! - respondió Don Quijote”.

 

(*) Como explica el texto: Llevar el gato al agua es una frase castellana, que significa ver quién puede más.


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02 marzo 2021

Aperitivos y “muertes súbitas”

Ayer quise prepararme un aperitivo. Mi primer impulso fue recurrir a un Garibaldi, que consiste en una combinación de Campari con zumo de naranja y al que me gusta rociar con algún licor incoloro (es el Garibaldi especial). Prefiero este Campari al Negroni (mezcla de Campari, ginebra y vermouth rojo), porque lo encuentro menos amargo. El Garibaldi debe su nombre a uno de los artífices de la unidad italiana, pues combina el Campari del norte con la naranja del sur de la península. Al final, opté más bien por un Aperol Spritz, también fácil de elaborar, que me permitía aprovechar un “prosseco” que había puesto a enfriar desde el día anterior.

El Aperol es muy popular en el norte italiano; sin embargo, solo se dio a conocer en el resto del mundo debido a una inesperada carencia de cochinilla, el insecto del que se extrae el pigmento que se utiliza para dar color al Campari. Se supone que la fórmula de este es un secreto comercial, pues se conjetura que es preparado con más de treinta ingredientes, aunque tengo la sospecha de que no han de ser más de diez. Al igual que el Aperol, utiliza naranja amarga y ruibarbo, pero yo no estoy seguro de que no utilice sus otros dos ingredientes: la genciana y la cascarilla o chinchona, que muy pocos conocen que es nada menos que la planta nacional del Ecuador; y cuya corteza tiene, entre sus bondades, la de proporcionar la quinina que se utiliza para combatir la malaria.

 

Creo que la cascarilla es más conocida como chinchona (o cinchona por su grafía italiana, donde la sílaba “ci” se pronuncia “chi”). En cuanto a este nombre, se debe al de la primera persona europea que habría utilizado la quina, o quinina, con relativo éxito para curarse del temible paludismo: doña Ana Osorio, condesa de Chinchón, esposa de uno de los virreyes del Perú. Si bien la chinchona es muy conocida y casi silvestre en gran parte de la América andina, se presume que las mejores variedades se obtienen en el Valle de Malacatos, ubicado en el sur del Ecuador. La apariencia exterior de la “cascarilla” es inconfundible por sus flores rosáceas; y es muy probable que este nombre se deba al uso de su corteza.


Yo era todavía muy niño, quizá tenía unos siete años, cuando a poco de fallecida mi madre, papá decidió dejar sus acostumbradas actividades en Quito, y se fue a vivir en Guayaquil; se llevó consigo a Adrián, el menor de mis hermanos mayores. Lo habían designado para una importante función en un organismo recién creado para combatir la ominosa malaria. Sería la primera vez que escucharía la sugestiva palabra, no imaginaba que el nombre venía de una voz italiana que significaba mal aire... Entonces, no decían que alguien trabajaba para una entidad que combatía una afección que era ocasionada por la picadura de un mosquito; decían, trabaja “para la malaria”, con un sentido totalmente opuesto a lo que la función significa.


La historia de la humanidad es la de una lucha persistente contra una serie de padecimientos infecciosos. De acuerdo a la OMS, hay más de doscientos millones de personas en el mundo afectadas por la malaria. Tal vez, hasta una quinta parte de este número pudiera estar muriendo por la dolencia; se cree que por lo menos la mitad de la población mundial vive en áreas infectadas. Sus síntomas son: cansancio, dolor muscular, fiebre y escalofríos; puede afectar a todos los órganos internos y, en un grado avanzado de la infección, compromete al hígado de la víctima del contagio. La enfermedad es causada por un parásito llamado "plasmodium".


La denominación oficial de la cascarilla se debería a ese científico genial que fue el botánico y zoólogo sueco Carlos de Linneo, verdadero padre de la taxonomía; él vivió en gran parte del siglo XVIII y fue el inventor de un sistema de clasificación conocido como “nomenclatura binomial”. Linneo habría de ser reconocido como uno de los más importantes sabios de su tiempo; llamó al árbol que produce la amarga quinina como cinchona, basado en la escritura italiana de la palabra. Sería el primer naturalista preocupado por crear un sistema de nominación de los seres vivos que obedeciera a un concepto sistemático. Su apellido había sido inventado por su padre. Significa tilo ("lind"), primer apellido no patronímico en Suecia.

 

Pero... más bien volvamos a Giuseppe Garibaldi, gran artífice de la unidad italiana. Garibaldi luchó buena parte de su vida en algunos países de nuestra América; se cuenta que estando en Lima habría conocido a una dama diez años mayor a él, Manuela Sáenz de Vergara y Aizpuru, cuando nuestra compatriota ya frisaba los cincuenta años. Este fue abuelo de otro Garibaldi cuyo recuerdo está perpetuado en la Ciudad de México con una plaza que lleva su nombre, famosa por reunir a innumerables conjuntos de mariachis. Si no recuerdo mal, está ubicada en el barrio de La Lagunilla, junto a una calle que lleva el nombre de nuestro país.

 

Cuentan que Giuseppe Garibaldi (esta vez el abuelo) habría “colgado los guantes” en forma un tanto anecdótica. El singular personaje no habría “entregado las armas” por culpa de la malaria ni porque le habría caído el árbol que produce la quinina. Habría fallecido “haciendo aquello”... claro que no se sabe si “se cayó del potro” por culpa de un espasmo; por un paro cardíaco o un infarto cerebral; o, quién sabe, si por un proyectil disparado por un marido celoso. Lástima que no vivió para contarlo; ese habría sido su “último acto”…


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