30 septiembre 2020

El misterio de isla Bermeja *

* Por Marina Gómez-Robledo. Tomado de El País de España.

"Tendría que estar ahí, 100 kilómetros al noroeste de la península de Yucatán, en el Golfo de México, a 22 grados, 33 minutos latitud norte y 91 grados, 22 minutos longitud oeste. Ahí lo sitúa incluso Google Earth. Pero en ese punto no hay nada. La isla Bermeja se ha convertido en una isla fantasma. El misterio, en principio, no debería tener mayor trascendencia geopolítica. Se trata de un pequeño pedazo de tierra sin aparente importancia —descrita por el escritor Blas Moreno de Zabala en 1732 como un islote con agua limpia al sur, con piedras debajo del mar al este, y con un barranco color bermejo (rojizo) y poblado de árboles— pero si existiese significaría una mayor extensión del patrimonio marítimo de México y por ende, derecho sobre los yacimientos petroleros submarinos de la zona.

En junio del año 2000 el ex presidente mexicano Ernesto Zedillo y el entonces jefe del Gobierno de Estados Unidos, Bill Clinton, pactaron las fronteras marítimas de ambos países. Cada país luchó entonces por un número mayor de millas náuticas. En este periodo el enigma de la Isla Bermeja se intensificó, y las teorías conspiratorias comenzaron a surgir.

Se barajó todo tipo de hipótesis: la isla se hundió a causa de un maremoto, desapareció por el calentamiento global, fue dinamitada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), para que EE UU tuviera ventaja sobre el petróleo del lugar. Las dudas surgieron porque la Bermeja aparece señalada en los mapas de los siglos XVI hasta el XIX, e incluso está presente en un libro de las islas mexicanas de 1946, editado por su Secretaría de Educación Pública.

La primera referencia de la isla Bermeja data de 1536, según una investigación publicada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Alonso Chávez escribía ese año: “la Isla en términos de Yucatán, es […] pequeña y de lejos bermejea”. A partir de ahí la isla aparece en la mayoría de las cartografías del Golfo de México, a veces como Bermeja y otras como Bermejo. Las características a las que hacía referencia Blas Moreno de Zabala son, para el INEGI, dudosas, ya que en dicha zona las islas están formadas por arrecifes coralinos, “sin agua dulce y sin arboleda”. Desde 1775 las sospechas de la no existencia de la Bermeja comenzaron a brotar. No obstante, siguió presente en los mapas. En un texto de Guillermo Prieto de 1850 se lee: “Esta isla, que se sitúa en todas las cartas, es muy dudosa su existencia […] sin embargo, la colocamos en la carta en la latitud…”. Y en algunos mapas (como el de la fotografía) ya aparece un signo de interrogación junto al nombre.

Las inquietudes siguieron presentes entre los políticos mexicanos. En 2008 el Senado de la República Mexicana solicitó al Gobierno que realizara una expedición para comprobar la existencia de la famosa isla Bermeja. El 20 de marzo de 2009 un grupo de investigadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) zarpó en búsqueda del islote que, de existir, proveería de millones de euros al país azteca. Después de una semana de viaje, no hallaron nada. Ni en la superficie, ni en la profundidad. Dos expediciones más fueron encargadas, pero se llegó a la misma conclusión: la Bermeja no existe. Según el INEGI y el director del instituto de Geofísica de la UNAM, Jaime Urrutia, la idea de este islote se debe a un error cartográfico que se copió en los mapas posteriores sin que nadie lo verificara.

A pesar de que estas investigaciones parecen concluyentes, el Gobierno mexicano no parece tenerlo claro. Relaciones Exteriores considera el asunto demasiado delicado para dar una respuesta inmediata. Nadie sabe si ese islote bermejo, una tierra hasta ahora solo imaginada, con un barranco rojizo y un mar infinito al sur, flotó alguna vez en el Golfo de México."

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26 septiembre 2020

Cambia, todo cambia

No, no es ella quien primero lo dijo, o lo cantó. No, no fue Mercedes Sosa, aquella tucumana que murió en el 2009 a los setenta y cuatro años. Ni siquiera un tal Julio Numhauser, a quien se le atribuye la autoría de la canción, tanto de la letra como de su música. No, ni siquiera él. Quien primero lo dijo, fue un individuo un tanto callado y circunspecto que había nacido en Éfeso (ciudad ubicada en la actual Turquía, que ya no existe, porque, claro, todo cambia). Había nacido en el 540 a.C y había vivido por unos setenta años; era filósofo y se llamaba Heráclito. Se dice que se le oía repetir una forma de aforismo: “todo fluye, nada permanece”. Hizo famosa aquella frase que enuncia que “nadie se baña dos veces en el mismo río”.

Heráclito forma parte de una etapa germinal en el desarrollo de la filosofía griega. Su pensamiento contribuyó a esa suerte de antinomia que propició el impulso inicial de la dialéctica y la metafísica. Su interpretación de que la oposición de los contrarios aporta al equilibrio del cosmos y a darnos un mejor entendimiento de cómo funciona el mundo, ayudó a postular la moderación y el autoconocimiento como ideales éticos de la actividad humana. Heráclito no fue un historiador, pero marcó un sendero para quienes habrían de estudiar la Historia, para aplicar una mejor forma de interpretarla. Sus conceptos influenciaron a estudiosos del siglo pasado, su huella se percibe en los trabajos de Spengler y Toynbee.

He ido de Heráclito a Toynbee porque una de esas almas caritativas, que quizá ha sabido interpretar mi debilidad por los asuntos de la Historia, ha tenido la generosidad de obsequiarme una novela de Santiago Posteguillo; esta se titula “Yo, Julia” (Premio Planeta 2018). Se trata de una historia novelada relacionada con la vida de la esposa del emperador Septimio Severo. Antes había leído otras obras del joven escritor español, en especial su trilogía de Escipión el Africano, un general romano que se enfrentó a la dinastía cartaginesa de los Barca: Asdrubal, Amílcar y Aníbal; generales que, participaron en las guerras púnicas por el control del comercio y la navegación en el mar interior, el tranquilo e indulgente Mediterráneo.

Me enteré de esas guerras y de los indómitos Barca en cuarto año de colegio. Era mi profesor de Historia un religioso lasallano a quien habíamos bautizado con el remoquete de Micerino (nombre de un faraón egipcio). Una tarde el buen lego me sorprendió copiando; me excusé explicándole que lo había hecho porque no había logrado identificar quién de los tres Barca era el primero de aquellos caudillos. Más tarde me llamó a su presencia y compartió conmigo una sencilla fórmula para identificar el orden correcto de los miembros de la dinastía. “Todos esos nombres comienzan con A, me dijo; de ahí, para conservar el rigor cronológico, solo toma los nombres y ordénalos de acuerdo con el alfabeto. Amilcar, Aníbal y Asdrubal. Ese, y no otro, es el orden correcto”.

De vuelta a la novela que trato de comentar, Posteguillo se sustenta en los pilares del rigor histórico para ir hilvanando una trama cautivante que sirve de anzuelo y acicate. El autor consigue mantener el interés de sus lectores combinando los episodios reales, registrados en el pasado, con las intrigas palaciegas y esas vicisitudes y concupiscencias que son parte de la condición humana. Julia se convierte en la principal y nunca disputada protagonista; su leitmotiv -en apariencia- es asegurar la instauración de una dinastía, pero su verdadera motivación es la de construir un legado que más tarde ha de reconocer la posteridad. No hay futuro posible si no se alimenta del presente, y no hay legado si primero no se afianza en un sentido de permanencia. La historia de Julia es la de su lucha por su propia supervivencia.

Me entretienen mucho las biografías. Hasta aquí he podido disfrutar por lo menos de tres relacionadas con la “vida y milagros” de los emperadores romanos: “Yo, Claudio”, de Robert Graves; “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar; y “Valerio, historia de un resentimiento”, de aquel famoso médico e historiador español llamado Gregorio Marañón. No obstante, las obras citadas fueron realmente biografías, y no historias noveladas, como la que comento. En cuanto a los textos anteriores de Historia, siempre disfruté de los historiadores clásicos, como Tucídides, Tácito o Plinio. A Heródoto lo leí con suspicacia, porque a menudo contó temas fantásticos y que no había visto. Para una interpretación distinta de lo contado he preferido a los dos ya nombrados: al alemán Oswald Spengler, autor de “La decadencia de Occidente”; y al británico Arnold Toynbee, con su “Estudio de la Historia”.

Spengler cree que las civilizaciones se van precipitando hacia un proceso de extinción. Toynbee es menos pesimista, defiende la postura de que las civilizaciones surgen por la presencia de un desafío, el mismo que es asumido por un grupo especial que representa a una élite. No habría, como en Spengler, un proceso ascendente caracterizado por unos modos particulares de hacer las cosas (la cultura) y otro de declinación, con un colapso posterior y una eliminación inevitable. La Historia es el reflejo de la evolución humana, no solo una manera de contar lo sucedido. Jamás deja de ser un proceso continuo. Cierto es que quienes cuentan lo sucedido son casi siempre los vencedores; pero aún así, lo cierto es que “todo fluye y nada permanece”. Que cambia, todo cambia...


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23 septiembre 2020

Errores preocupantes *

* Escrito por Clement Charpentreau, para AeroTime Hub. Con mi traducción y reedición.                  
Título original: “El Congreso encuentra errores ‘preocupantes’ en la fabricación del Boeing 737 MAX”.

“La investigación de la Cámara de Representantes de Estados Unidos culpa severamente al fabricante de aviones y a la Administración Federal de Aviación (FAA) por su papel en los accidentes de dos aviones Boeing 737 MAX que provocaron la muerte de 346 personas. Después de 18 meses de investigación, la mayoría demócrata del Comité de Infraestructura y Transporte de la Cámara de Representantes ha publicado un informe final de 239 páginas, que detalla un "patrón perturbador de errores en los cálculos técnicos y preocupantes fallos de gestión cometidos por Boeing" durante el proceso de fabricación del 737 MAX; así como descuidos en la supervisión por parte de la FAA.

"Boeing cometió errores en el diseño y desarrollo del MAX, y la FAA falló en su supervisión de Boeing y en su certificación de la aeronave", afirma el informe. “Los accidentes del MAX no fueron el resultado de una falla aislada, un error técnico o un evento mal administrado. Ellos fueron la horrible culminación de una serie de suposiciones técnicas defectuosas por parte de los ingenieros de Boeing, falta de transparencia por parte de la administración de la empresa y una supervisión extremadamente insuficiente por parte de la FAA".

El informe del Comité señala “presunciones de rendimiento y diseños defectuosos” hechos por Boeing, especialmente en el sistema MCAS. Se critica el hecho de que el sistema actuaba sobre sensores no redundantes, su clasificación como un sistema no crítico y la suposición de que los pilotos serían capaces de contrarrestar su mal funcionamiento.

Se condena una "cultura de encubrimiento" del fabricante, en especial respecto a la ausencia de una alerta de desacuerdo de ángulo de ataque (AOA) en las aeronaves entregadas a los clientes. La seguridad del Boeing 737 MAX se vio aún más comprometida por la presión de la dirección de la empresa, con el objeto de mantener la producción según lo programado, para poder competir de este modo con el nuevo avión A320neo de Airbus y así evitar costos innecesarios. Esos hallazgos se hacen eco del informe del Inspector General del Departamento de Transporte (DOT), publicado en junio de 2020, que reveló que Boeing desvió la atención de la FAA del sistema MCAS y ejerció una "presión indebida" sobre los funcionarios asignados para la certificación de la aeronave.

También se cuestiona la capacidad de supervisión de la Agencia Federal: “La FAA no pudo ejercer plenamente su autoridad de supervisión y esta falla afectó negativamente a la seguridad aérea”, dice el informe. "La agencia no hizo suficientes consultas ni examinó en forma adecuada las respuestas de Boeing con respecto a cuestiones críticas relacionadas con la certificación, que implicaban el entrenamiento de los pilotos y el diseño técnico".

“Estos problemas deben ser abordados, tanto por Boeing como por la FAA para corregir las malas prácticas de certificación que han surgido, para reevaluar los supuestos primordiales que afectan la seguridad y para mejorar la transparencia; para que de este modo se pueda conseguir una supervisión más eficaz”, concluye el Comité. Tras la publicación del informe, el presidente del comité, Peter DeFazio, calificó la certificación de la aeronave como "una verdadera locura". “Vamos a tomar medidas en nuestra legislación para que esto nunca más vuelva a suceder, mientras que tratemos de reformar el sistema”, prometió DeFazio.

Dos representantes republicanos, Sam Graves, de Missouri, y Garret Graves, de Louisiana, que forman parte del Comité de Infraestructura y Transporte de la Cámara, cuestionaron la objetividad de la investigación. "Las recomendaciones de los expertos ya han dado lugar a cambios y reformas, y aún hay más por venir", dijeron los representantes en un comunicado conjunto. "Estas recomendaciones, y no un informe de investigación partidista, deberían servir como base para la acción del Congreso".


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19 septiembre 2020

De pícaros y picardías

Mateo Alemán había nacido el mismo año que Miguel de Cervantes; y, por curiosa coincidencia, en el mismo mes. Hubo circunstancias que los emparentaron: la literatura, su país de origen, haber sido considerados como los precursores de la novela moderna y, desde luego, haber sufrido los rigores del cadalso. Esta última condición bien pudo haber sido una bendición disimulada: aquella forma de aislamiento les habría de inspirar la idea germinal para las obras que perpetuarían sus respectivos nombres.

No es improbable que mientras el Manco de Lepanto (que en realidad era tullido, que no es lo mismo) rumiaba su suerte en la cárcel Real de Sevilla o, quién sabe si antes, en aquel quinquenio de su prolongado cautiverio en los calabozos de Argel, y esbozaba el argumento de lo que sería el Quijote; Alemán maldecía al mundo por su situación financiera mientras leía y releía el Lazarillo de Tormes y, a la par que hacía planes para estructurar su futura y particular novela picaresca, estudiaba y aprendía los modos y la jerga de los maleantes, así como los vulgarismos y vocablos usados por crimínales y proxenetas, para poderlos utilizar más tarde en su referencial Guzmán de Alfarache.

Por esos mismos años, y mientras ambos apuraban el paso del tiempo para cumplir con sus condenas -y Alemán tomaba frágiles recaudos y hacía efímeras promesas para nunca incurrir en nuevas e innecesarias deudas-, un chico nacía en Madrid, mientras sus futuros modelos ya superaban la treintena. Tanto Alemán como Cervantes habrían de convertirse en fuente de imitación para quien llegaría a ser, por propia cuenta, maestro de la sátira y de la ironía, y autor de una historia cautivante. La habría de titular: “La vida del Buscón” (“llamado don Pablos; ejemplo de Vagamundos y espejo de Tacaños”). También había visto la luz en septiembre. Lucía un solitario nombre y quizá alardeaba de sus múltiples apellidos. Lo habían bautizado como: Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos.

Quevedo se había distinguido desde temprano por los destellos de su precoz inteligencia; además, ciertos defectos físicos que lo caracterizaban (era cojo y miope) parecían amplificar la gracia de su vivaz ingenio. Desde joven se había respaldado en sus relaciones con la nobleza; y pronto había conseguido el elusivo reconocimiento, si no el auspicio, de las principales figuras literarias de su tiempo. Reputados escritores como Lope y Cervantes habrían comentado con elogios su provocador estilo, que más de una vez le habría de ganar detractores y enemigos. Dedicó gran parte de su vida a la poesía; pero sería el Buscón la obra que le daría un lugar en el Siglo de Oro. Un siglo, por lo demás, que empezaría en el mismo año del Descubrimiento y la Reconquista, que “duraría” algo más de siglo y medio, y que vería aparecer la primera Gramática del castellano, la de Antonio de Nebrija.

Francisco de Quevedo fue un destacado exponente del conceptismo, una corriente literaria que consistía en expresar las ideas con el menor número de palabras, las mismas que se debían asociar con gracia y agudeza, procurando aplicar con habilidad el múltiple sentido de los diversos conceptos (su herramienta es la llamada polisemia). Pero, sería con el Buscón que Quevedo emplearía toda la fuerza y el ímpetu de su estilo, echando mano de la sátira para burlarse de la sociedad y ridiculizar los intentos de ascenso social de ciertas clases; quizá exagerando aquellos anhelos, pero recordándonos también de los caprichos aleatorios que suele tener la fortuna en cuanto a su asignación antojadiza de la cuna de los hombres.

Transcurridos cuatrocientos años desde su publicación, muchas de las voces empleadas en la novela han perdido su anterior significado y gran parte de aquellas expresiones ya no son entendidas por el enorme número de lectores que en la actualidad la revisan. Se ven obligados a recurrir, por lo mismo, a versiones que aclaran el significado que tuvieron entonces las palabras y que explican el doble y triple sentido de las frases y sentencias que son utilizadas en los diálogos. Esto interrumpe la fluidez de la lectura y disminuye el disfrute espontáneo de aquel estilo polisémico al que nos hemos referido.

Es, hacia el final del Primer Capítulo, que Pablos cuenta que es hijo de barbero y de una mujer conocida, por mal nombre, como “alcagüeta”; y refiere, en su párrafo final, que su padre en cierta ocasión “fue a rapar a uno, no sé si la barba o la bolsa: lo más ordinario era uno y otro”. Encuentro en la citada frase, así como en la posterior explicación, atribuída a Covarrubias, que aquello de rapar, como sinónimo de: ‘afeitar o cortar el pelo con navaja’, y metafóricamente, “tomar alguna cosa con fuerza, violencia o engaño”, se usa como sustento para la explicación que siempre he defendido del apotegma castellano de “poner las barbas -que no las “bardas”- en remojo” (favor revisar Itinerario Náutico del 15 de julio de 2013).

En efecto, de la lectura de la frase del escritor madrileño, pudiéramos colegir que el sentido de la sugestiva sentencia no puede ser sino el siguiente: “hay que estar preparado para que a uno le roben descaradamente” (con fuerza, violencia o engaño); o, lo que sería lo mismo: “hay que estar siempre preparado para lo peor”. No se debe olvidar que aquello de “rapar”, a más de barbear o afeitar, también significa: esquilmar, desnudar, pelar o robar...


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16 septiembre 2020

Maneras de volar que no hacen volar *

* Por Raúl Andrade Moscoso.
   Tomado de Claraboya. Escrito el 6 de mayo de 1955

El primer instrumento de vuelo que poseyó el hombre, fue su imaginación. Tendido de cara al cielo, contemplando el atirabuzonado ir y volver de los pájaros, ideó liberarse de las limitaciones terrenales y surcar los espacios, en un justísimo anhelo de cambiar de paisajes, de climas, de preocupaciones. Leonardo de Vinci, en el Renacimiento, efectúa experimentos y construye complicados artefactos: es una viva alegoría del anhelo humano, tan legítimo, de volar.

Mas, solo las brujas medioevales y algún demonio prófugo de las hospederías de don Pedro Botero, cumplen con el propósito de vuelo, de manera simplista. Las unas, emplean el fácil y barato vehículo del cabo de escoba, luego de sus invocaciones cabalísticas al Macho Cabrío, en pleno aeródromo lunar. Los otros, más pacientes y sapientes, convierten los pliegues de sus capas de fuego, en grandes alas movedizas. Estos son, en cierta forma, precursores de los murciélagos, mientras, las brujas, a pesar de sus valerosas experiencias en el arte de volar y sobrevolar, brujas, desamparadamente brujas, continúan.

El hombre corriente, no obstante su petulancia, sus recursos, su imaginación caudalosa, llega a sentirse inferiorizado frente al murciélago, al demonio, a la bruja. Carece de recursos para volar. Don Francisco de Goya, en sus geniales y rabiosas pesadillas, ya intuye a un monstruo volador, con cabeza de grifo y alas lúgubres. Docenas de inventores ardientes y audaces se arrojan desde los tejados de sus respectivas casas de habitación, envueltos en alas de lona armadas sobre varillas de paraguas. El resultado es infalible: las alas se niegan a funcionar y los precursores del vuelo se estrellan contra las losas de los patios, en un estrepitoso fracaso de huesos rotos. Continúa, el hombre, tristemente ligado a la tierra, envidioso de las membranas ágiles de los vampiros.

¿Cómo es posible, -exclama en sus desesperados soliloquios-, que el ratón, con ser una despreciable alimaña, haya colmado sus ambiciones trocándose en murciélago y que, el hombre, con ser el dechado de la perfección terrena, permanezca tal cual, sin esperanzas de convertirse, a su vez, en una especie de murciélago? En ese afán impetuoso, inventa la levita de faldones largos y los chaqués de faldones cortos, en la esperanza de que una brisa levantisca lo ayude a despegar del suelo. Los sueños se reducen a vanas ilusiones, a pesadillas fatigosas, a desconsoladoras evidencias. Para alcanzar la imposible certeza, ha debido esperar y desesperar durante largos siglos.

Mientras llegábale la hora de su liberación terrestre, liberación condicional y transitoria, el hombre encontró sustitutos en el sueño. Cuántas veces imaginando que volaba, aterrizó con violencia en el suelo de su habitación, con el estrépito correspondiente y la fría y desconsoladora realidad del vaso de noche derramado. Así se vio obligado a transferir su anhelo para tiempos mejores, hasta cuando las arriesgadas acrobacias de Santos Dumont, certificaron la estabilidad de los aparatos a locomoción más pesados que el aire.

Los indios americanos, con su recóndita sabiduría, hallaron en dos hierbas nativas, la ayuda artificial del vuelo: la marihuana y el shanshi. Los fumadores de marihuana, según comprobaciones técnicas, experimentaron la sensación del vuelo, luego de unas cuantas bocanadas de ese viento del diablo. La imaginación del fumador se acelera en proporciones desacompasadas y excesivas, hasta cuando, la realidad, en una u otra forma, lo vuelve a tierra.

El indio de la comarca ecuatoriana, según se asegura, en cuanto prueba el shanshi experimenta, así mismo, una precisa y angustiosa sensación de hallarse en vuelo y persiste en su manía aérea, aun cuando los efectos del vegetal ya han sido eliminados. A través de innumerables experiencias, incontables fracasos, por fin, ha encontrado el hombre la manera de emular al murciélago.

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12 septiembre 2020

Una teoría del trabajo

Jamás había ido con tanta frecuencia a aeropuertos a los que nunca había ido antes, a los que iba por primera vez en mi vida. Sucedió en los tres años que estuve vinculado a la empresa escandinava Icelandic, a principios de la década que está por fenecer. A su vez esta, que sería mi última aerolínea, era una corporación catalogada como ACMI (que arrienda aviones con tripulación incluida), la misma mantenía un contrato condicionado con SAUDIA, la línea aérea de Arabia Saudita. Esto se debía a que su operación estaba circunscrita a vuelos que debían efectuarse, por nueve meses en el año, para cubrir las peregrinaciones a La Meca, la ciudad sagrada, a la que deben viajar, al menos por una vez en la vida, los seguidores de Mahoma, el profeta.

Sí, ya se en lo que están pensando… Efectivamente, en otras latitudes y en otros menos tolerantes tiempos, esta “incorrección”, o proscrito comportamiento, hubiese sido causa suficiente para merecer la hoguera o cualquier de los castigos relacionados con los protocolos inquisitoriales que estuvieron tan en boga en los siglos pasados; y todo por la inexcusable afrenta de “dormir con el enemigo”; es decir, haber servido de instrumento para la movilización religiosa de los “infieles” islámicos a su periplo itinerante...

Con mis nuevos patronos, debía estar disponible seis meses en el año; vale decir que trabajaba a medio tiempo. Esta es una modalidad conocida como “freelance” y que significa ir o hacer algo “por libre”. De acuerdo con el diccionario, consiste en hacer algo “sin someterse a las costumbres establecidas”. Es un contrato “sin contrato”... En efecto, aquel vínculo laboral tiene validez mientras el “contratado” desee trabajar, con la pérfida contrapartida de que el vínculo tiene vigencia mientras uno sea necesario. Pudiera decirse que el reclutado trabaja mientras quiera y por el tiempo que quiera; pero que acepta tan insidiosa condición: que la relación puede terminar sin previo aviso y, desde luego, sin derecho a reclamo ni compensación. No hay posibilidad de indemnización.

Era muy simple: la paga era proporcional a lo que se trabajaba. Si no se volaba, no había retribución; al fin y al cabo, solo se estaba de servicio la mitad del tiempo. “Fair enough!”. Ese era el trato y nadie tenía porqué quejarse; ¡guerra avisada no mata gente! Y, después de todo, no estaba tan mal, se continuaba volando alrededor del mundo, se seguía “manejando” un aparato fascinante, el incomparable Boeing 747-400; tenían la gentileza de alojarnos en los mejores hoteles del sistema de rutas y, encima de todo, solo había que trabajar la mitad de tiempo. En resumen: estaba prohibido quejarse. Creo que a la edad que ya tenía (había pasado los 60) ya no había nada más que pedir. Era la transición ideal para retirarse de la línea de vuelo.

Nunca me hubiese imaginado, en mis años anteriores como comandante, que terminaría mis horas como aviador, luego de hacer unos periplos tan novedosos e interesantes. Volé a un sinnúmero de destinos cuyos nombres jamás había escuchado. Estuve en muchísimas ciudades de países como Irán o Pakistán, con tal de que tuviesen un aeropuerto adecuado para la veintena de Jumbos que tenía mi aerolínea, conocí así casi todos los países islámicos que hay en Asia y África; algunos de ellos, rodeados de historia y de misterio, de leyenda y tradición.

Si bien los países del norte de África han recibido una gran influencia europea, en especial los occidentales, entre los asiáticos hay uno en particular que llamó mucho mi atención, en parte porque se advierte un desarrollo inusitado y reciente; y quizá también porque es inevitable reconocer que existe una gran identidad en cuanto a la similitud de nuestras razas. Uno camina por las calles de Ankara o Ismirna; de Anatolia, Kusadasi o Éfeso y no puede sino someterse al asombro y concluir que está transitando realmente por cualquiera de las calles de nuestros países. Y no solo es la apariencia física: pudiera decirse que hay algo en la manera de ser y en la actitud de aquellas gentes que nos relaciona e identifica. Uno no llama la atención a nadie, nadie lo ve como diferente.

Así estuve en la diminuta Éfeso, la de la supuesta epístola de Saulo de Tarso -San Pablo- a sus creyentes, y razón en la etimología para una voz curiosa: “adefesio”. Allá fui algunas veces, a su aeropuerto avecinado a Kusadasi, a un lugar en el que, según la tradición, y más probablemente la leyenda, habría vivido la Virgen María. Turquía es un país prodigioso, es difícil concebir que estas mismas tierras, debido a su privilegiada ubicación, sedujeron a tantas y tantas civilizaciones; y constituyeron un día la parte oriental de la Grecia clásica.

Una mañana me llamaron de Operaciones. Debía trasladar a seiscientos sesenta peregrinos -la capacidad del 744 en una sola clase- que debían retornar al aeropuerto de GAP o Sanliurfa, ubicado al poniente de la represa de Atatürk (bautizada así en honor del verdadero Padre de la Patria de los turcos). La represa está ubicada en un lago situado en el curso inicial del legendario Eufrates. En sus orillas se asienta Samsat, conocida en nuestro idioma como Samósata, cuna de un hombre que hace dieciocho siglos se convirtió en maestro de la ironía y el sarcasmo; que fue paradigma y referente, y que influenció con su estilo a una infinidad de polemistas y escritores, como Rabelais y Voltaire, como Quevedo y Cervantes. Lo conoce la Historia como Luciano, Luciano de Samósata.

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09 septiembre 2020

A caballo entre dos sistemas

Entre los últimos años del siglo pasado y los primeros del presente, mientras cumplía mis primeros cinco años al servicio de Singapore Airlines, estuve asignado al sorprendente, aunque algo carente de potencia, Airbus A340. Su gran ventaja era que nuestros vuelos, de preferencia, cubrían los destinos europeos; iba pues con relativa frecuencia a la capital danesa, la tierra de Søren Kierkegaard, la de la diminuta estatua a la Pequeña Sirenita del cuento de Hans Christian Andersen, la de los Jardines de Tívoli; la ciudad que posee un planetario dedicado a un astrónomo, contemporáneo y compañero de observaciones de Johannes Kepler: un noble danés llamado Tycho Brahe. Me refiero a la más oriental de las ciudades de Dinamarca, la animada y siempre cordial Copenhague.

El cómodo y sobrio hotel que nos albergaba estaba situado en un lugar inmejorable, a tiro de piedra de aquellos jardines y del planetario; ahí mismo daba inicio un alegre camino peatonal que transcurría paralelo al lago de San Jorge y que conducía hacia el norte, hasta llegar a los astilleros que enfrentaban la entrada al Báltico y que hospedaban a la enigmática sirenita. Por un motivo, quizá más relacionado con la casualidad que con las caprichosas preferencias que dispensan a las tripulaciones los protocolos hoteleros, las habitaciones que nos tocaban en suerte, en forma casi invariable, procuraban una vista exenta de obstrucciones al estrecho de Oresund y al formidable puente que une Copenhague con Malmo, en la antigua provincia danesa de Escania, que había sido cuna del astrónomo y aristócrata antes mencionado.

Bien vale en este punto una breve digresión: Escania, nombre idéntico al de los portentosos camiones suecos, constituye la parte más meridional de Suecia. Sin embargo, hasta hace solo doscientos años, fue parte del reino de Dinamarca. Al parecer su etimología está emparentada con la de Escandinavia; según unos quiere decir tierra riesgosa o de peligro; según otros, solo representa un significado inocuo: quiere decir “bancos de arena”. Hoy, el sólido e interminable puente referido, a más de lucir su nada usual arquitectura, une los dos países en cuestión de pocos minutos. Así, la majestuosa obra vial consolida una relación de intercambio y amistad construida sobre la base de una integración productiva y civilizada.

Thyge Ottesen Brahe había nacido hacia el final de 1546. Aquello de Tycho fue iniciativa suya pues prefirió latinizar su nombre. Se crió desde muy tierno con uno de sus tíos, quien se encargó de procurarle una educación esmerada. Terminados sus estudios, y dadas sus relaciones con la realeza, le fue permitido construir un formidable observatorio, en donde realizó todo tipo de mediciones de los cuerpos celestes utilizando los más avanzados equipos disponibles para la época. Brahe estaba convencido de que el estudio de los astros debía merecer una observación permanente y sistemática. De sus metódicos estudios llegó a prefigurar un sistema que no coincidía totalmente con el de Ptolomeo ni tampoco con el de Copérnico, e ideó uno que combinaba ambas propuestas. Postulaba que los planetas giraban alrededor del sol; pero que el Sol y la Luna giraban alrededor de la Tierra.

Hacia el final de su vida (murió de 55 años, y probablemente envenenado) Tycho se trasladó a Praga, donde tuvo oportunidad de trabajar asistido por Kepler; ahí efectuó una serie de observaciones todavía inéditas para la época. Kepler, sin embargo, estaba persuadido de un concepto diferente de cosmología, había sido influenciado por la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico, un astrónomo revolucionario que había nacido en Prusia, en el año de 1473, cuando esta formaba parte del reino de Polonia. Copérnico había retomado, luego de dieciocho siglos, el sistema propuesto por Aristarco de Samos (c. 300 a.C.), a su vez inspirado en Filolao de Crotona y Anaxágoras.

Esta siempre fue una propuesta desautorizada por la Iglesia Católica por considerar que iba en contra las Escrituras; de hecho, los científicos que respaldaban a la Iglesia suscribían como verdadero el sistema ideado por Ptolomeo, un astrónomo griego del Siglo II d.C, que conjeturaba, basado en otros sabios de la antigüedad, que no solo la Luna y el Sol, sino que todos los astros giraban alrededor de nuestro planeta. Tan tarde como en 1616, la Iglesia había prohibido la publicación de los trabajos de aquel clérigo polaco y los había incluido en el temido Índice; esto para no mencionar el histórico litigio que se produjo en los tiempos de Kepler, cuando Galileo se basó en sus observaciones para declarar, ante la ira papal, que “la Tierra se mueve”, motivo por el que se vio obligado a guardar arresto por el resto de su vida.

Curiosamente, la controversia parecería no haber terminado. Existen todavía en la actualidad posturas reacias a aceptar el sistema heliocéntrico, en el que el Sol y las estrellas no giran alrededor de nuestro planeta y en el cual la Tierra sigue sus ordenados movimientos de rotación, traslación y declinación de la forma en que ya lo había prefigurado el genio renovador del alemán Johannes Kepler.

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Secuelas de la mala reputación *

   La historia del DC-10. ¿Puede la mala reputación tumbar un avión?
* Tomado de AeroTime News. Escrito por: Rytis Beresnevicius, con mi traducción y edición.

La década del 70 fue en realidad una época mágica, varios fabricantes compitieron por la oportunidad de estar en el centro de la atención. Los aviones propulsados ​​a reacción estaban dando pasos agigantados en términos de capacidad y rendimiento. No solo aparecieron otros aviones nuevos como el Boeing 747 o el Lockheed L-1011, sino también aparatos supersónicos (SST), como el Concorde y el Tupolev. Sin embargo, hubo un avión, que transportó sus primeros pasajeros en los años 70, y que disfrutó de una atención especial. Por lástima, para la McDonnell Douglas, el DC-10 surgió en medio de una atención que no caracterizó a los trimotores jet de una manera positiva.

Pero, ¿fue su reputación la que lo derrumbó, dado que las aerolíneas no estaban muy interesadas en ordenarlo luego de que la FAA le retiró temporalmente su certificado tipo en el verano de 1979? ¿O es que fue víctima de las circunstancias y de la competencia? A lo largo de más de un siglo de aviación comercial, la FAA había retirado sus certificados a un puñado de aviones. El de Havilland Comet, el Concorde, los Boeing 737 MAX y 787 Dreamliner, son algunos de los jets que estuvieron parados en tierra, a más del DC-10. Si bien el Dreamliner ha disfrutado hasta aquí de una carrera exitosa, no se puede decir lo mismo del Concorde, del Comet o del DC-10. El capítulo final del 737 MAX aún no se ha escrito, pues las autoridades no han aprobado todavía sus vuelos comerciales.

Las historias del Comet y el DC-10 tienen un parecido sorprendente. Ambos sufrieron una multitud de accidentes cuando la seguridad aérea estaba empezando a desarrollarse. Ambos fueron penalizados hasta que se realicen cambios en sus diseños, pues se consideró que algunos de sus elementos no podían garantizar la seguridad de los pasajeros. El de Havilland, el primero en su tipo, había mostrado similar debilidad: su fuselaje no pudo soportar los cambios de presurización y comenzó a agrietarse. Los problemas de reputación del DC-10 se debieron a sus accidentes relacionados con las puertas de carga. Si no se aseguraba correctamente el mecanismo de cierre, la puerta quedaba en posición incorrecta y posteriormente explotaba debido a diferencias de la presión. Dos accidentes de alto perfil ocurrieron debido a la misma falla: los vuelos 96 de American Airlines y el vuelo 981 de Turkish Airlines, siendo este último uno de los accidentes más mortales de la historia.

La FAA decidió revocar su certificado luego de que un DC-10 de American, que operaba el vuelo 191, perdiera un motor justo después del despegue, al salir del aeropuerto O'Hare de Chicago, poco después de un incidente relacionado con una puerta de carga. El motor izquierdo, con sus cubiertas, se separó de la aeronave, golpeando las líneas eléctricas e hidráulicas. Según la FAA, tal separación resultó en la pérdida de "los instrumentos de vuelo del capitán, la computadora de aviso de “stall” del lado izquierdo, el “stick shacker”, los instrumentos del motor # 1, el sistema de aviso de desacuerdo de los slats y parte del indicador de posición de los controles de vuelo".

Sin subestimar la investigación referente al vuelo comentado, la Administración halló también otros nueve DC-10 con grietas en los soportes del motor, con lo que la reputación del avión a los ojos del público se hizo añicos. La imagen de un DC-10, inclinándose bruscamente hacia la izquierda al despegar desde O'Hare, coincidiendo con los dos accidentes anteriores, fue suficiente para terminar con el avión. Hasta 1978, las aerolíneas habían ordenado 350 aviones de fuselaje ancho McDonnell Douglas. Después de 1979, el número se redujo a 77. Muchos pedidos también fueron cancelados. Los números que ha proporcionado Boeing, que se fusionó más tarde con McDonnell Douglas, muestran hasta qué punto el DC-10 se hundió en popularidad entre sus potenciales clientes.

La década de los 70 vio la aparición del Airbus A300, que ofrecía una mejor economía operativa al utilizar solo dos motores. Boeing anunció en 1978 el B-767, otro bimotor de fuselaje ancho, poco antes de que el DC-10 se fuera a tierra. Al mismo tiempo, el DC-10 tuvo que competir con otros dos aviones de cabina ancha, el L-1011 y el B-747. Los viajes internacionales no eran tan populares como ahora y la competencia era más reñida. Además, la década de 1970 vio dos crisis energéticas, cuando los precios del petróleo se dispararon masivamente, afectando más la capacidad de los consumidores. Los costos de las aerolíneas, naturalmente, subieron con los precios del petróleo, y reducir el número de motores ayudaba a minimizar los costos. Sin embargo, McDonnell Douglas no se rindió con el sueño del tri-motor; el MD-11, un derivado del DC-10, recibió sus primeros pasajeros en 1991. El último cabina ancha de la Douglas tuvo poca popularidad y no ayudó a salvar a la empresa, que se fusionó con Boeing en 1997.

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05 septiembre 2020

Tal vez fui un Montessori?

Hay ocasiones en que no estoy totalmente convencido de lo que comento. En aquellos casos, prefiero el uso del verbo sospechar; esto quizá venga de mi naturaleza suspicaz. Sí, porque aunque no soy desconfiando, estoy convencido de que me anima la casi permanente tendencia a conjeturar, a imaginar posibilidades, a destrabar indicios; creo que me viene de siempre esta curiosa condición de inferir en base a lo que observo…

Sospecho pues -me permito conjeturar una nueva vez- que nunca había oído hablar de María Montessori, y de su famoso método, hasta que el primero de mis cuatro hijos fue a su primer parvulario; y, desde luego, hasta cuando sus padres fuimos invitados a recibir información de las características de aquella novedosa forma de educar a los niños, basada en lo que entonces ya se proclamaba como un muy efectivo concepto. Los maestros ya no estaban ahí para “enseñar”, o para “transmitir conocimientos”. Ahora, lo importante era proporcionar un ambiente especial para desarrollar el cerebro y la psiquis de los chicos. Ahora, el trabajo era menos riguroso, y la escuela trataba de proporcionar un espacio atractivo y un material didáctico más selecto.

“Algo así como el paraíso”, es lo primero que pensé. Aunque ya bien meditado, para lo que hubiese sido mi caso, era como un verdadero regreso al paraíso que yo mismo conocí; porque, a pesar de que el método publicitado, que le anunciaron a mi madre, no era el Montessori, algo parecido yo mismo experimenté en lo que sería mi primer año de primaria. A mi madre le habían ponderado de un método concebido por un clérigo francés conocido como Juan Bautista de la Salle, cuyo sistema consistía en educar a los niños en grupo, pero no le habían comentado de ciertas técnicas que se habrían de aplicar en mi primer año de escuela. No le hablaron de una forma de nueva pedagogía, tampoco de un nuevo método basado en la colaboración mutua y ya no en la competencia.

Un señor de apellido Andrade fue el responsable de crear ese ambiente que yo ya había tenido y que ahora, en la presentación que nos habían preparado, se nos ofrecía como algo inédito. Andrade (Carlos era su nombre) pasó a ser la exacta antítesis del educador rígido e intolerante que fungió como mi primer maestro de escuela; se trataba de un malhumorado clérigo mercedario que obedecía al nombre de hermano Landívar. Con el tiempo, la aversión y desafecto que por él fui sintiendo, casi de manera inconsciente me hicieron cambiar su apellido, el mismo que pasé a convertirlo en “Alcíbar”, tal sería la avinagrada naturaleza de sus irascibles arrebatos… Su furia era su pedagogía; su férula era su método.

Landívar habría de convertirse en el imponderable ogro de mi primera y frustrada experiencia escolar, que habría de terminar en el exacto día de mi quinto cumpleaños. Con mi retiro de aquella, mi primera escuela, terminarían los reglazos que a diario recibía en mis resentidas falanges; y no es que el interfecto lo hacía para desahogar conmigo su ojeriza o saciar su inquina, lo hacía con todos mis demás compañeros. No estuvo ahí para enseñarnos a leer y a escribir; lo hizo para demostrar cómo no debía tratar un buen educador a sus alumnos. Hoy recuerdo las aulas y corredores de aquel colegio, recuerdo su hermosa iglesia, sus jardines y la soberbia arquitectura de su convento; pero si de algo no me puedo olvidar, es lde a pérfida sonrisa del hermano Landívar. Ni de aquel su talante áspero, o de sus despiadados castigos, de sus perversos medios.

Con Andrade, por otro lado, las clases se conducían mediante el estímulo y el respeto: todo se orientaba a un claro propósito: aprender a hacer uso de la libre iniciativa. Las actividades eran variadas y estaban supervisadas por quien procuraba el desarrollo integral de sus discípulos. Pero, había algo más: el aula lucía siempre ordenada, había ahí algo de colorido y agradable; pudiera decirse que prevalecía un sentimiento compartido, todos participábamos de “la alegría del aprendizaje”. Existía, quizá, el mismo ambiente que aquella italiana de apellido Montessori había ideado para potenciar a sus alumnos y estimular su autoestima.

Conjeturo que el Sr. Andrade supo aprovechar la edad de quienes fuimos sus pupilos; nos hizo sentir que podíamos escoger nuestras actividades, supo adaptar su método a nuestro propio ritmo de aprendizaje y al ímpetu de nuestras inquietudes. Era, no cabe duda, otro Montessori. Hoy, si aún vive, debería estar ya frisando los noventa. Y, si bien lo pienso, quienes le siguieron deben haber sido influenciados por el mismo método, uno que nunca dejó de privilegiar la motivación y el respeto. Era un tiempo en que todavía llamábamos de “señor” a los profesores; entonces no imaginábamos que pasados solo seis años, serían ellos mismos, nuestros maestros, los que pasarían a dirigirse a nosotros utilizando aquella misma forma, anteponiéndola a nuestro apellido…

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02 septiembre 2020

Una argumentación fútil

Siempre abrigué la sospecha, aunque nunca estuve convencido, de que una palabra inglesa, “conundrum”, pudiera tener una raíz latina. De hecho, siempre me pregunté, que de ser ese el caso, por qué era que no teníamos esa misma palabra, o quizá una parecida, en el español. Si palabras terminadas en “um”, como memorándum o vademécum se siguen utilizando en nuestro idioma, era lógico pensar que conundrum pudiera tener su origen en el idioma de Lacio. En español utilizamos palabras con similar sentido, como dilema, enigma o acertijo, que ni de lejos se parecen a la utilizada en la lengua de Shakespeare, una voz escuchada con frecuencia y en muchas partes.

Por lo mismo, si alguien trata de buscar la etimología de la palabra que he citado, casi en forma invariable va a encontrar que "su origen es desconocido" o que “no está claramente definido”; se sabe que su uso, debido probablemente a la influencia del inglés, es cada vez más frecuente a nivel internacional, sobre todo para ilustrar algo difícil o imposible de resolver. Conundrum se utiliza para expresar que algo es como un rompecabezas, un misterio, una situación paradójica; es un juego de palabras o una adivinanza, quizá una pregunta con una trampa escondida que pudiera tener un doble significado. Un conundrum representa un postulado lógico que elude una fácil solución, que encierra un acertijo; es un problema intrincado y complejo por resolver.

El OED (Oxford English Dictionary) menciona que su uso es posterior al final de la Edad Media, alrededor del SS XVI tardío, lo que pudiera significar que es una de esas voces que terminan por ser aceptadas por la frecuencia de su uso, porque se parecen a otras, porque existe una similar en otro idioma o quizá, simplemente, porque terminan por recalar en el diccionario debido a que no existe otra que pudiera expresar lo mismo. Descubrir el origen de conundrum es en sí otro enigma, elude una solución. Representa en sí mismo otro escurridizo acertijo.

A pesar de todo, parece existir una posibilidad que pudiera convencerme, a la final pudiera considerarse como una explicación basada en el latín y es la siguiente: existe en el centro de Portugal una ciudad famosa por ser un centro de estudios y de sabiduría, se llama Coímbra. Esta ciudad es la sede de una renombrada universidad que se habría fundado hace más de setecientos años (1290). Parece que superado el Medioevo, el rey encargó a diferentes comunidades religiosas la administración de las distintas facultades de este centro del saber; y, como era costumbre en esos inquietos años, existieron serias controversias entre racionalistas y nominalistas. La secular controversia de los universales.

Habrían sido los religiosos los que pusieron leña a este conflicto o, por lo menos, quienes propiciaron estas discusiones; para muchos, tan insulsas y anodinas como “averiguar el sexo de los ángeles”. Se sugiere que maestros y docentes gastaban gran parte de su tiempo, entretenidos en argumentaciones basadas en los significados de las palabras. Coímbra era conocida como Conimbrica en latín; con el tiempo, aquellas discusiones y controversias inútiles fueron bautizadas como “Conimbrienum argumentum” o, lo que es lo mismo, discusiones o “argumentos de Coímbra”, lo que viene a ser lo mismo que insulsas o insignificantes “discusiones bizantinas”...

Tal parece que aquellas “otras” discusiones, las bizantinas, no fueron sino debates que escindieron a la iglesia de Oriente por muchos siglos. Entonces se trataba de la naturaleza de los ángeles, de la verdadera divinidad de Cristo, de si Dios era uno y trino (el dogma de la Santísima Trinidad); los religiosos estaban tan empeñados en tales disquisiciones y debates de carácter escolástico que parece que no tenían tiempo sino para estos insólitos contrapunteos. Todo esto sucedía en una ciudad que primero fue conocida como Bizancio; un día fue refundada y embellecida por el emperador Constantino que la rebautizó como Constantinopla; sus pobladores habrían estado tan ocupados con sus litigios que fueron conquistados por una tribu de turcos musulmanes, los otomanos (de Osmán, su líder). Hoy la llaman Estambul...

De vuelta a la palabra inglesa, es probable que el famoso argumento de Coímbra o Conimbrienum Argumentum, se haya convertido de pronto en una fórmula demasiado larga, y en una expresión muy complicada para ser pronunciada con facilidad. La alternativa entonces pasó a ser la acordada contracción de las dos palabras y los hablantes de aquel idioma germánico insular empezaron a utilizar una palabra que les era más fácil de recordar y pronunciar. En resumen: inventaron una nueva palabra. Hoy conundrum es un término de enorme riqueza semántica; significa enigma, acertijo, dilema o misterio. Representa un problema de elusiva solución, una pregunta con dos o más significados, una trampa interpuesta. ¿Quién sabe?, tal vez una adivinanza encerrada en un juego de palabras; o, quizá, una situación controversial o paradójica. Un rompecabezas, algo imposible de resolver.

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