05 septiembre 2020

Tal vez fui un Montessori?

Hay ocasiones en que no estoy totalmente convencido de lo que comento. En aquellos casos, prefiero el uso del verbo sospechar; esto quizá venga de mi naturaleza suspicaz. Sí, porque aunque no soy desconfiando, estoy convencido de que me anima la casi permanente tendencia a conjeturar, a imaginar posibilidades, a destrabar indicios; creo que me viene de siempre esta curiosa condición de inferir en base a lo que observo…

Sospecho pues -me permito conjeturar una nueva vez- que nunca había oído hablar de María Montessori, y de su famoso método, hasta que el primero de mis cuatro hijos fue a su primer parvulario; y, desde luego, hasta cuando sus padres fuimos invitados a recibir información de las características de aquella novedosa forma de educar a los niños, basada en lo que entonces ya se proclamaba como un muy efectivo concepto. Los maestros ya no estaban ahí para “enseñar”, o para “transmitir conocimientos”. Ahora, lo importante era proporcionar un ambiente especial para desarrollar el cerebro y la psiquis de los chicos. Ahora, el trabajo era menos riguroso, y la escuela trataba de proporcionar un espacio atractivo y un material didáctico más selecto.

“Algo así como el paraíso”, es lo primero que pensé. Aunque ya bien meditado, para lo que hubiese sido mi caso, era como un verdadero regreso al paraíso que yo mismo conocí; porque, a pesar de que el método publicitado, que le anunciaron a mi madre, no era el Montessori, algo parecido yo mismo experimenté en lo que sería mi primer año de primaria. A mi madre le habían ponderado de un método concebido por un clérigo francés conocido como Juan Bautista de la Salle, cuyo sistema consistía en educar a los niños en grupo, pero no le habían comentado de ciertas técnicas que se habrían de aplicar en mi primer año de escuela. No le hablaron de una forma de nueva pedagogía, tampoco de un nuevo método basado en la colaboración mutua y ya no en la competencia.

Un señor de apellido Andrade fue el responsable de crear ese ambiente que yo ya había tenido y que ahora, en la presentación que nos habían preparado, se nos ofrecía como algo inédito. Andrade (Carlos era su nombre) pasó a ser la exacta antítesis del educador rígido e intolerante que fungió como mi primer maestro de escuela; se trataba de un malhumorado clérigo mercedario que obedecía al nombre de hermano Landívar. Con el tiempo, la aversión y desafecto que por él fui sintiendo, casi de manera inconsciente me hicieron cambiar su apellido, el mismo que pasé a convertirlo en “Alcíbar”, tal sería la avinagrada naturaleza de sus irascibles arrebatos… Su furia era su pedagogía; su férula era su método.

Landívar habría de convertirse en el imponderable ogro de mi primera y frustrada experiencia escolar, que habría de terminar en el exacto día de mi quinto cumpleaños. Con mi retiro de aquella, mi primera escuela, terminarían los reglazos que a diario recibía en mis resentidas falanges; y no es que el interfecto lo hacía para desahogar conmigo su ojeriza o saciar su inquina, lo hacía con todos mis demás compañeros. No estuvo ahí para enseñarnos a leer y a escribir; lo hizo para demostrar cómo no debía tratar un buen educador a sus alumnos. Hoy recuerdo las aulas y corredores de aquel colegio, recuerdo su hermosa iglesia, sus jardines y la soberbia arquitectura de su convento; pero si de algo no me puedo olvidar, es lde a pérfida sonrisa del hermano Landívar. Ni de aquel su talante áspero, o de sus despiadados castigos, de sus perversos medios.

Con Andrade, por otro lado, las clases se conducían mediante el estímulo y el respeto: todo se orientaba a un claro propósito: aprender a hacer uso de la libre iniciativa. Las actividades eran variadas y estaban supervisadas por quien procuraba el desarrollo integral de sus discípulos. Pero, había algo más: el aula lucía siempre ordenada, había ahí algo de colorido y agradable; pudiera decirse que prevalecía un sentimiento compartido, todos participábamos de “la alegría del aprendizaje”. Existía, quizá, el mismo ambiente que aquella italiana de apellido Montessori había ideado para potenciar a sus alumnos y estimular su autoestima.

Conjeturo que el Sr. Andrade supo aprovechar la edad de quienes fuimos sus pupilos; nos hizo sentir que podíamos escoger nuestras actividades, supo adaptar su método a nuestro propio ritmo de aprendizaje y al ímpetu de nuestras inquietudes. Era, no cabe duda, otro Montessori. Hoy, si aún vive, debería estar ya frisando los noventa. Y, si bien lo pienso, quienes le siguieron deben haber sido influenciados por el mismo método, uno que nunca dejó de privilegiar la motivación y el respeto. Era un tiempo en que todavía llamábamos de “señor” a los profesores; entonces no imaginábamos que pasados solo seis años, serían ellos mismos, nuestros maestros, los que pasarían a dirigirse a nosotros utilizando aquella misma forma, anteponiéndola a nuestro apellido…

Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario