19 septiembre 2020

De pícaros y picardías

Mateo Alemán había nacido el mismo año que Miguel de Cervantes; y, por curiosa coincidencia, en el mismo mes. Hubo circunstancias que los emparentaron: la literatura, su país de origen, haber sido considerados como los precursores de la novela moderna y, desde luego, haber sufrido los rigores del cadalso. Esta última condición bien pudo haber sido una bendición disimulada: aquella forma de aislamiento les habría de inspirar la idea germinal para las obras que perpetuarían sus respectivos nombres.

No es improbable que mientras el Manco de Lepanto (que en realidad era tullido, que no es lo mismo) rumiaba su suerte en la cárcel Real de Sevilla o, quién sabe si antes, en aquel quinquenio de su prolongado cautiverio en los calabozos de Argel, y esbozaba el argumento de lo que sería el Quijote; Alemán maldecía al mundo por su situación financiera mientras leía y releía el Lazarillo de Tormes y, a la par que hacía planes para estructurar su futura y particular novela picaresca, estudiaba y aprendía los modos y la jerga de los maleantes, así como los vulgarismos y vocablos usados por crimínales y proxenetas, para poderlos utilizar más tarde en su referencial Guzmán de Alfarache.

Por esos mismos años, y mientras ambos apuraban el paso del tiempo para cumplir con sus condenas -y Alemán tomaba frágiles recaudos y hacía efímeras promesas para nunca incurrir en nuevas e innecesarias deudas-, un chico nacía en Madrid, mientras sus futuros modelos ya superaban la treintena. Tanto Alemán como Cervantes habrían de convertirse en fuente de imitación para quien llegaría a ser, por propia cuenta, maestro de la sátira y de la ironía, y autor de una historia cautivante. La habría de titular: “La vida del Buscón” (“llamado don Pablos; ejemplo de Vagamundos y espejo de Tacaños”). También había visto la luz en septiembre. Lucía un solitario nombre y quizá alardeaba de sus múltiples apellidos. Lo habían bautizado como: Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos.

Quevedo se había distinguido desde temprano por los destellos de su precoz inteligencia; además, ciertos defectos físicos que lo caracterizaban (era cojo y miope) parecían amplificar la gracia de su vivaz ingenio. Desde joven se había respaldado en sus relaciones con la nobleza; y pronto había conseguido el elusivo reconocimiento, si no el auspicio, de las principales figuras literarias de su tiempo. Reputados escritores como Lope y Cervantes habrían comentado con elogios su provocador estilo, que más de una vez le habría de ganar detractores y enemigos. Dedicó gran parte de su vida a la poesía; pero sería el Buscón la obra que le daría un lugar en el Siglo de Oro. Un siglo, por lo demás, que empezaría en el mismo año del Descubrimiento y la Reconquista, que “duraría” algo más de siglo y medio, y que vería aparecer la primera Gramática del castellano, la de Antonio de Nebrija.

Francisco de Quevedo fue un destacado exponente del conceptismo, una corriente literaria que consistía en expresar las ideas con el menor número de palabras, las mismas que se debían asociar con gracia y agudeza, procurando aplicar con habilidad el múltiple sentido de los diversos conceptos (su herramienta es la llamada polisemia). Pero, sería con el Buscón que Quevedo emplearía toda la fuerza y el ímpetu de su estilo, echando mano de la sátira para burlarse de la sociedad y ridiculizar los intentos de ascenso social de ciertas clases; quizá exagerando aquellos anhelos, pero recordándonos también de los caprichos aleatorios que suele tener la fortuna en cuanto a su asignación antojadiza de la cuna de los hombres.

Transcurridos cuatrocientos años desde su publicación, muchas de las voces empleadas en la novela han perdido su anterior significado y gran parte de aquellas expresiones ya no son entendidas por el enorme número de lectores que en la actualidad la revisan. Se ven obligados a recurrir, por lo mismo, a versiones que aclaran el significado que tuvieron entonces las palabras y que explican el doble y triple sentido de las frases y sentencias que son utilizadas en los diálogos. Esto interrumpe la fluidez de la lectura y disminuye el disfrute espontáneo de aquel estilo polisémico al que nos hemos referido.

Es, hacia el final del Primer Capítulo, que Pablos cuenta que es hijo de barbero y de una mujer conocida, por mal nombre, como “alcagüeta”; y refiere, en su párrafo final, que su padre en cierta ocasión “fue a rapar a uno, no sé si la barba o la bolsa: lo más ordinario era uno y otro”. Encuentro en la citada frase, así como en la posterior explicación, atribuída a Covarrubias, que aquello de rapar, como sinónimo de: ‘afeitar o cortar el pelo con navaja’, y metafóricamente, “tomar alguna cosa con fuerza, violencia o engaño”, se usa como sustento para la explicación que siempre he defendido del apotegma castellano de “poner las barbas -que no las “bardas”- en remojo” (favor revisar Itinerario Náutico del 15 de julio de 2013).

En efecto, de la lectura de la frase del escritor madrileño, pudiéramos colegir que el sentido de la sugestiva sentencia no puede ser sino el siguiente: “hay que estar preparado para que a uno le roben descaradamente” (con fuerza, violencia o engaño); o, lo que sería lo mismo: “hay que estar siempre preparado para lo peor”. No se debe olvidar que aquello de “rapar”, a más de barbear o afeitar, también significa: esquilmar, desnudar, pelar o robar...


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario