16 septiembre 2020

Maneras de volar que no hacen volar *

* Por Raúl Andrade Moscoso.
   Tomado de Claraboya. Escrito el 6 de mayo de 1955

El primer instrumento de vuelo que poseyó el hombre, fue su imaginación. Tendido de cara al cielo, contemplando el atirabuzonado ir y volver de los pájaros, ideó liberarse de las limitaciones terrenales y surcar los espacios, en un justísimo anhelo de cambiar de paisajes, de climas, de preocupaciones. Leonardo de Vinci, en el Renacimiento, efectúa experimentos y construye complicados artefactos: es una viva alegoría del anhelo humano, tan legítimo, de volar.

Mas, solo las brujas medioevales y algún demonio prófugo de las hospederías de don Pedro Botero, cumplen con el propósito de vuelo, de manera simplista. Las unas, emplean el fácil y barato vehículo del cabo de escoba, luego de sus invocaciones cabalísticas al Macho Cabrío, en pleno aeródromo lunar. Los otros, más pacientes y sapientes, convierten los pliegues de sus capas de fuego, en grandes alas movedizas. Estos son, en cierta forma, precursores de los murciélagos, mientras, las brujas, a pesar de sus valerosas experiencias en el arte de volar y sobrevolar, brujas, desamparadamente brujas, continúan.

El hombre corriente, no obstante su petulancia, sus recursos, su imaginación caudalosa, llega a sentirse inferiorizado frente al murciélago, al demonio, a la bruja. Carece de recursos para volar. Don Francisco de Goya, en sus geniales y rabiosas pesadillas, ya intuye a un monstruo volador, con cabeza de grifo y alas lúgubres. Docenas de inventores ardientes y audaces se arrojan desde los tejados de sus respectivas casas de habitación, envueltos en alas de lona armadas sobre varillas de paraguas. El resultado es infalible: las alas se niegan a funcionar y los precursores del vuelo se estrellan contra las losas de los patios, en un estrepitoso fracaso de huesos rotos. Continúa, el hombre, tristemente ligado a la tierra, envidioso de las membranas ágiles de los vampiros.

¿Cómo es posible, -exclama en sus desesperados soliloquios-, que el ratón, con ser una despreciable alimaña, haya colmado sus ambiciones trocándose en murciélago y que, el hombre, con ser el dechado de la perfección terrena, permanezca tal cual, sin esperanzas de convertirse, a su vez, en una especie de murciélago? En ese afán impetuoso, inventa la levita de faldones largos y los chaqués de faldones cortos, en la esperanza de que una brisa levantisca lo ayude a despegar del suelo. Los sueños se reducen a vanas ilusiones, a pesadillas fatigosas, a desconsoladoras evidencias. Para alcanzar la imposible certeza, ha debido esperar y desesperar durante largos siglos.

Mientras llegábale la hora de su liberación terrestre, liberación condicional y transitoria, el hombre encontró sustitutos en el sueño. Cuántas veces imaginando que volaba, aterrizó con violencia en el suelo de su habitación, con el estrépito correspondiente y la fría y desconsoladora realidad del vaso de noche derramado. Así se vio obligado a transferir su anhelo para tiempos mejores, hasta cuando las arriesgadas acrobacias de Santos Dumont, certificaron la estabilidad de los aparatos a locomoción más pesados que el aire.

Los indios americanos, con su recóndita sabiduría, hallaron en dos hierbas nativas, la ayuda artificial del vuelo: la marihuana y el shanshi. Los fumadores de marihuana, según comprobaciones técnicas, experimentaron la sensación del vuelo, luego de unas cuantas bocanadas de ese viento del diablo. La imaginación del fumador se acelera en proporciones desacompasadas y excesivas, hasta cuando, la realidad, en una u otra forma, lo vuelve a tierra.

El indio de la comarca ecuatoriana, según se asegura, en cuanto prueba el shanshi experimenta, así mismo, una precisa y angustiosa sensación de hallarse en vuelo y persiste en su manía aérea, aun cuando los efectos del vegetal ya han sido eliminados. A través de innumerables experiencias, incontables fracasos, por fin, ha encontrado el hombre la manera de emular al murciélago.

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