12 septiembre 2020

Una teoría del trabajo

Jamás había ido con tanta frecuencia a aeropuertos a los que nunca había ido antes, a los que iba por primera vez en mi vida. Sucedió en los tres años que estuve vinculado a la empresa escandinava Icelandic, a principios de la década que está por fenecer. A su vez esta, que sería mi última aerolínea, era una corporación catalogada como ACMI (que arrienda aviones con tripulación incluida), la misma mantenía un contrato condicionado con SAUDIA, la línea aérea de Arabia Saudita. Esto se debía a que su operación estaba circunscrita a vuelos que debían efectuarse, por nueve meses en el año, para cubrir las peregrinaciones a La Meca, la ciudad sagrada, a la que deben viajar, al menos por una vez en la vida, los seguidores de Mahoma, el profeta.

Sí, ya se en lo que están pensando… Efectivamente, en otras latitudes y en otros menos tolerantes tiempos, esta “incorrección”, o proscrito comportamiento, hubiese sido causa suficiente para merecer la hoguera o cualquier de los castigos relacionados con los protocolos inquisitoriales que estuvieron tan en boga en los siglos pasados; y todo por la inexcusable afrenta de “dormir con el enemigo”; es decir, haber servido de instrumento para la movilización religiosa de los “infieles” islámicos a su periplo itinerante...

Con mis nuevos patronos, debía estar disponible seis meses en el año; vale decir que trabajaba a medio tiempo. Esta es una modalidad conocida como “freelance” y que significa ir o hacer algo “por libre”. De acuerdo con el diccionario, consiste en hacer algo “sin someterse a las costumbres establecidas”. Es un contrato “sin contrato”... En efecto, aquel vínculo laboral tiene validez mientras el “contratado” desee trabajar, con la pérfida contrapartida de que el vínculo tiene vigencia mientras uno sea necesario. Pudiera decirse que el reclutado trabaja mientras quiera y por el tiempo que quiera; pero que acepta tan insidiosa condición: que la relación puede terminar sin previo aviso y, desde luego, sin derecho a reclamo ni compensación. No hay posibilidad de indemnización.

Era muy simple: la paga era proporcional a lo que se trabajaba. Si no se volaba, no había retribución; al fin y al cabo, solo se estaba de servicio la mitad del tiempo. “Fair enough!”. Ese era el trato y nadie tenía porqué quejarse; ¡guerra avisada no mata gente! Y, después de todo, no estaba tan mal, se continuaba volando alrededor del mundo, se seguía “manejando” un aparato fascinante, el incomparable Boeing 747-400; tenían la gentileza de alojarnos en los mejores hoteles del sistema de rutas y, encima de todo, solo había que trabajar la mitad de tiempo. En resumen: estaba prohibido quejarse. Creo que a la edad que ya tenía (había pasado los 60) ya no había nada más que pedir. Era la transición ideal para retirarse de la línea de vuelo.

Nunca me hubiese imaginado, en mis años anteriores como comandante, que terminaría mis horas como aviador, luego de hacer unos periplos tan novedosos e interesantes. Volé a un sinnúmero de destinos cuyos nombres jamás había escuchado. Estuve en muchísimas ciudades de países como Irán o Pakistán, con tal de que tuviesen un aeropuerto adecuado para la veintena de Jumbos que tenía mi aerolínea, conocí así casi todos los países islámicos que hay en Asia y África; algunos de ellos, rodeados de historia y de misterio, de leyenda y tradición.

Si bien los países del norte de África han recibido una gran influencia europea, en especial los occidentales, entre los asiáticos hay uno en particular que llamó mucho mi atención, en parte porque se advierte un desarrollo inusitado y reciente; y quizá también porque es inevitable reconocer que existe una gran identidad en cuanto a la similitud de nuestras razas. Uno camina por las calles de Ankara o Ismirna; de Anatolia, Kusadasi o Éfeso y no puede sino someterse al asombro y concluir que está transitando realmente por cualquiera de las calles de nuestros países. Y no solo es la apariencia física: pudiera decirse que hay algo en la manera de ser y en la actitud de aquellas gentes que nos relaciona e identifica. Uno no llama la atención a nadie, nadie lo ve como diferente.

Así estuve en la diminuta Éfeso, la de la supuesta epístola de Saulo de Tarso -San Pablo- a sus creyentes, y razón en la etimología para una voz curiosa: “adefesio”. Allá fui algunas veces, a su aeropuerto avecinado a Kusadasi, a un lugar en el que, según la tradición, y más probablemente la leyenda, habría vivido la Virgen María. Turquía es un país prodigioso, es difícil concebir que estas mismas tierras, debido a su privilegiada ubicación, sedujeron a tantas y tantas civilizaciones; y constituyeron un día la parte oriental de la Grecia clásica.

Una mañana me llamaron de Operaciones. Debía trasladar a seiscientos sesenta peregrinos -la capacidad del 744 en una sola clase- que debían retornar al aeropuerto de GAP o Sanliurfa, ubicado al poniente de la represa de Atatürk (bautizada así en honor del verdadero Padre de la Patria de los turcos). La represa está ubicada en un lago situado en el curso inicial del legendario Eufrates. En sus orillas se asienta Samsat, conocida en nuestro idioma como Samósata, cuna de un hombre que hace dieciocho siglos se convirtió en maestro de la ironía y el sarcasmo; que fue paradigma y referente, y que influenció con su estilo a una infinidad de polemistas y escritores, como Rabelais y Voltaire, como Quevedo y Cervantes. Lo conoce la Historia como Luciano, Luciano de Samósata.

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