26 septiembre 2020

Cambia, todo cambia

No, no es ella quien primero lo dijo, o lo cantó. No, no fue Mercedes Sosa, aquella tucumana que murió en el 2009 a los setenta y cuatro años. Ni siquiera un tal Julio Numhauser, a quien se le atribuye la autoría de la canción, tanto de la letra como de su música. No, ni siquiera él. Quien primero lo dijo, fue un individuo un tanto callado y circunspecto que había nacido en Éfeso (ciudad ubicada en la actual Turquía, que ya no existe, porque, claro, todo cambia). Había nacido en el 540 a.C y había vivido por unos setenta años; era filósofo y se llamaba Heráclito. Se dice que se le oía repetir una forma de aforismo: “todo fluye, nada permanece”. Hizo famosa aquella frase que enuncia que “nadie se baña dos veces en el mismo río”.

Heráclito forma parte de una etapa germinal en el desarrollo de la filosofía griega. Su pensamiento contribuyó a esa suerte de antinomia que propició el impulso inicial de la dialéctica y la metafísica. Su interpretación de que la oposición de los contrarios aporta al equilibrio del cosmos y a darnos un mejor entendimiento de cómo funciona el mundo, ayudó a postular la moderación y el autoconocimiento como ideales éticos de la actividad humana. Heráclito no fue un historiador, pero marcó un sendero para quienes habrían de estudiar la Historia, para aplicar una mejor forma de interpretarla. Sus conceptos influenciaron a estudiosos del siglo pasado, su huella se percibe en los trabajos de Spengler y Toynbee.

He ido de Heráclito a Toynbee porque una de esas almas caritativas, que quizá ha sabido interpretar mi debilidad por los asuntos de la Historia, ha tenido la generosidad de obsequiarme una novela de Santiago Posteguillo; esta se titula “Yo, Julia” (Premio Planeta 2018). Se trata de una historia novelada relacionada con la vida de la esposa del emperador Septimio Severo. Antes había leído otras obras del joven escritor español, en especial su trilogía de Escipión el Africano, un general romano que se enfrentó a la dinastía cartaginesa de los Barca: Asdrubal, Amílcar y Aníbal; generales que, participaron en las guerras púnicas por el control del comercio y la navegación en el mar interior, el tranquilo e indulgente Mediterráneo.

Me enteré de esas guerras y de los indómitos Barca en cuarto año de colegio. Era mi profesor de Historia un religioso lasallano a quien habíamos bautizado con el remoquete de Micerino (nombre de un faraón egipcio). Una tarde el buen lego me sorprendió copiando; me excusé explicándole que lo había hecho porque no había logrado identificar quién de los tres Barca era el primero de aquellos caudillos. Más tarde me llamó a su presencia y compartió conmigo una sencilla fórmula para identificar el orden correcto de los miembros de la dinastía. “Todos esos nombres comienzan con A, me dijo; de ahí, para conservar el rigor cronológico, solo toma los nombres y ordénalos de acuerdo con el alfabeto. Amilcar, Aníbal y Asdrubal. Ese, y no otro, es el orden correcto”.

De vuelta a la novela que trato de comentar, Posteguillo se sustenta en los pilares del rigor histórico para ir hilvanando una trama cautivante que sirve de anzuelo y acicate. El autor consigue mantener el interés de sus lectores combinando los episodios reales, registrados en el pasado, con las intrigas palaciegas y esas vicisitudes y concupiscencias que son parte de la condición humana. Julia se convierte en la principal y nunca disputada protagonista; su leitmotiv -en apariencia- es asegurar la instauración de una dinastía, pero su verdadera motivación es la de construir un legado que más tarde ha de reconocer la posteridad. No hay futuro posible si no se alimenta del presente, y no hay legado si primero no se afianza en un sentido de permanencia. La historia de Julia es la de su lucha por su propia supervivencia.

Me entretienen mucho las biografías. Hasta aquí he podido disfrutar por lo menos de tres relacionadas con la “vida y milagros” de los emperadores romanos: “Yo, Claudio”, de Robert Graves; “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar; y “Valerio, historia de un resentimiento”, de aquel famoso médico e historiador español llamado Gregorio Marañón. No obstante, las obras citadas fueron realmente biografías, y no historias noveladas, como la que comento. En cuanto a los textos anteriores de Historia, siempre disfruté de los historiadores clásicos, como Tucídides, Tácito o Plinio. A Heródoto lo leí con suspicacia, porque a menudo contó temas fantásticos y que no había visto. Para una interpretación distinta de lo contado he preferido a los dos ya nombrados: al alemán Oswald Spengler, autor de “La decadencia de Occidente”; y al británico Arnold Toynbee, con su “Estudio de la Historia”.

Spengler cree que las civilizaciones se van precipitando hacia un proceso de extinción. Toynbee es menos pesimista, defiende la postura de que las civilizaciones surgen por la presencia de un desafío, el mismo que es asumido por un grupo especial que representa a una élite. No habría, como en Spengler, un proceso ascendente caracterizado por unos modos particulares de hacer las cosas (la cultura) y otro de declinación, con un colapso posterior y una eliminación inevitable. La Historia es el reflejo de la evolución humana, no solo una manera de contar lo sucedido. Jamás deja de ser un proceso continuo. Cierto es que quienes cuentan lo sucedido son casi siempre los vencedores; pero aún así, lo cierto es que “todo fluye y nada permanece”. Que cambia, todo cambia...


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