09 septiembre 2020

A caballo entre dos sistemas

Entre los últimos años del siglo pasado y los primeros del presente, mientras cumplía mis primeros cinco años al servicio de Singapore Airlines, estuve asignado al sorprendente, aunque algo carente de potencia, Airbus A340. Su gran ventaja era que nuestros vuelos, de preferencia, cubrían los destinos europeos; iba pues con relativa frecuencia a la capital danesa, la tierra de Søren Kierkegaard, la de la diminuta estatua a la Pequeña Sirenita del cuento de Hans Christian Andersen, la de los Jardines de Tívoli; la ciudad que posee un planetario dedicado a un astrónomo, contemporáneo y compañero de observaciones de Johannes Kepler: un noble danés llamado Tycho Brahe. Me refiero a la más oriental de las ciudades de Dinamarca, la animada y siempre cordial Copenhague.

El cómodo y sobrio hotel que nos albergaba estaba situado en un lugar inmejorable, a tiro de piedra de aquellos jardines y del planetario; ahí mismo daba inicio un alegre camino peatonal que transcurría paralelo al lago de San Jorge y que conducía hacia el norte, hasta llegar a los astilleros que enfrentaban la entrada al Báltico y que hospedaban a la enigmática sirenita. Por un motivo, quizá más relacionado con la casualidad que con las caprichosas preferencias que dispensan a las tripulaciones los protocolos hoteleros, las habitaciones que nos tocaban en suerte, en forma casi invariable, procuraban una vista exenta de obstrucciones al estrecho de Oresund y al formidable puente que une Copenhague con Malmo, en la antigua provincia danesa de Escania, que había sido cuna del astrónomo y aristócrata antes mencionado.

Bien vale en este punto una breve digresión: Escania, nombre idéntico al de los portentosos camiones suecos, constituye la parte más meridional de Suecia. Sin embargo, hasta hace solo doscientos años, fue parte del reino de Dinamarca. Al parecer su etimología está emparentada con la de Escandinavia; según unos quiere decir tierra riesgosa o de peligro; según otros, solo representa un significado inocuo: quiere decir “bancos de arena”. Hoy, el sólido e interminable puente referido, a más de lucir su nada usual arquitectura, une los dos países en cuestión de pocos minutos. Así, la majestuosa obra vial consolida una relación de intercambio y amistad construida sobre la base de una integración productiva y civilizada.

Thyge Ottesen Brahe había nacido hacia el final de 1546. Aquello de Tycho fue iniciativa suya pues prefirió latinizar su nombre. Se crió desde muy tierno con uno de sus tíos, quien se encargó de procurarle una educación esmerada. Terminados sus estudios, y dadas sus relaciones con la realeza, le fue permitido construir un formidable observatorio, en donde realizó todo tipo de mediciones de los cuerpos celestes utilizando los más avanzados equipos disponibles para la época. Brahe estaba convencido de que el estudio de los astros debía merecer una observación permanente y sistemática. De sus metódicos estudios llegó a prefigurar un sistema que no coincidía totalmente con el de Ptolomeo ni tampoco con el de Copérnico, e ideó uno que combinaba ambas propuestas. Postulaba que los planetas giraban alrededor del sol; pero que el Sol y la Luna giraban alrededor de la Tierra.

Hacia el final de su vida (murió de 55 años, y probablemente envenenado) Tycho se trasladó a Praga, donde tuvo oportunidad de trabajar asistido por Kepler; ahí efectuó una serie de observaciones todavía inéditas para la época. Kepler, sin embargo, estaba persuadido de un concepto diferente de cosmología, había sido influenciado por la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico, un astrónomo revolucionario que había nacido en Prusia, en el año de 1473, cuando esta formaba parte del reino de Polonia. Copérnico había retomado, luego de dieciocho siglos, el sistema propuesto por Aristarco de Samos (c. 300 a.C.), a su vez inspirado en Filolao de Crotona y Anaxágoras.

Esta siempre fue una propuesta desautorizada por la Iglesia Católica por considerar que iba en contra las Escrituras; de hecho, los científicos que respaldaban a la Iglesia suscribían como verdadero el sistema ideado por Ptolomeo, un astrónomo griego del Siglo II d.C, que conjeturaba, basado en otros sabios de la antigüedad, que no solo la Luna y el Sol, sino que todos los astros giraban alrededor de nuestro planeta. Tan tarde como en 1616, la Iglesia había prohibido la publicación de los trabajos de aquel clérigo polaco y los había incluido en el temido Índice; esto para no mencionar el histórico litigio que se produjo en los tiempos de Kepler, cuando Galileo se basó en sus observaciones para declarar, ante la ira papal, que “la Tierra se mueve”, motivo por el que se vio obligado a guardar arresto por el resto de su vida.

Curiosamente, la controversia parecería no haber terminado. Existen todavía en la actualidad posturas reacias a aceptar el sistema heliocéntrico, en el que el Sol y las estrellas no giran alrededor de nuestro planeta y en el cual la Tierra sigue sus ordenados movimientos de rotación, traslación y declinación de la forma en que ya lo había prefigurado el genio renovador del alemán Johannes Kepler.

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