27 diciembre 2022

Ni lo uno ni lo otro...

El otro día, que con inusitada deferencia un buen amigo me invitó a tomar unos “provectos vinos”, que le habían obsequiado, recordé –mientras conversaba– la escena final de una película que alguna vez vi en mis ya olvidados días de colegio. La cinta estaba protagonizada por Marlon Brando y Vivien Leigh en los papeles principales; en ella Brando, que interpreta a un tal Stanley Kowalski, llamaba a su esposa desde fuera de la planta baja de un patio interior en tono perentorio y asaz imperativo. “Hey, Stella, ¡Stella!”, profería insistente el personaje (así, alargando la “a” y añadiéndole una “h” al final), mientras los espectadores presentíamos que esa toma marcaría el inminente final de la laureada pieza dramática que Elia Kazan había llevado a la pantalla.

 

Mientras lo comentaba, habría jurado que el título obedecía al de un drama de Tennessee Williams. Me parecía que su título debía corresponder al que ahora recordaba y que no podía ser otro que “La gata sobre el tejado caliente” (“A cat over the tin roof”, en inglés). Mas, habiendo compartido similar recuerdo con los demás amigos presentes, y una vez que lo habíamos indagado, comprobamos –para sorpresa mía– que la película no habría sido protagonizada por Brando sino por otro famoso actor: el recordado Paul Newman. De momento, reconocí que pudiera haberme equivocado de protagonista pero, luego de cavilar un poco, preferí reconocer que tal vez pude haberme confundido y que en lo que probablemente me había extraviado era en el nombre de la obra, es decir en el de la película…

 

Nunca me gustó leer dramas; siempre preferí la fluidez natural de la novela o del relato. Eso de que se indique, renglón por renglón y párrafo por párrafo, quién decía qué, o qué era lo que hacía cada personaje, siempre me pareció una fórmula artificial, si no impostada, un método que alteraba el flujo expedito con que se desarrollaba la trama, ese ritmo natural con que deben discurrir los diálogos. Quizá se debía a que no supe apreciar con oportunidad que un drama no está escrito solo para su lectura, y que también puede tener un propósito ulterior: ser representado. Todo “playwright” es, en cierto modo, algo más que una simple historia: es una guía para cuando se exhiba la obra; lo cual requiere de una ambientación indispensable para lograr su correcta interpretación.

 

Una vez que hubimos consultado, y frente a la posibilidad de que hubiera confundido el nombre del actor de reparto, recordé el título de otro drama de Williams, y que también había sido llevado a la pantalla  (e interpretado por el mismo Paul Newman): “Un largo y ardiente verano” (“A long, hot summer”), cuyo título en español hacía referencia, en forma más exacta, a un episodio relacionado con cierto incendio (el adjetivo ‘ardiente’ hacía referencia a la naturaleza del flagelo). Aclaro que esta última obra no se habría basado en un drama de Tennessee Williams sino en una novela de William Faulkner (“El villorrio”). Por todo esto y en mi afán de desenredar la confusión que yo mismo había creado, y ahora con la intención de resolver el acertijo, tuve más tarde que investigar por propia cuenta y reconocí que el verdadero título de la cinta comentada había sido uno del todo diferente: “Un tranvía llamado deseo”…

 

“A Streetcar Named Desire” es una película basada en otro drama del mismo Williams (esto pudo haber abonado a mi confusión original). En esa pieza, un joven y vital Marlon Brando personifica a aquel marido atribulado. Ahí, en una de las más sensacionales actuaciones del inicio de su carrera, Brando realiza una interpretación que no solo le haría merecedor de un general reconocimiento, sino que haría innecesario que tuviera ya que preocuparse de conseguir otro papel importante. Aquel estentóreo llamado de “!Stella, Stella!”, proferido por Brando hacia el final de la película, vendría a convertirse, más que en un crucial elemento del diálogo, en una desafiante proclama de intención, en una tarjeta de presentación que le permitiría ingresar en ese exclusivo andarivel al que solo acceden los mejores.

 

Siempre admiré la habilidad de Tennessee Williams para intitular sus creaciones. En cuanto a los filmes comentados, debo haberlos presenciado durante los últimos años de secundaria: se convirtieron así en mis primeras “películas prohibidas”… Y no es que fueran cintas eróticas, peor aún calificadas como pornográficas; era que las habían catalogado como restringidas para la incipiente edad que yo entonces reclamaba. Conjeturo que si las vi, a pesar de las restricciones que existían, habría sido porque pude utilizar alguna forma de subterfugio… Cuando se es muchacho, es la curiosidad –más que algún otro “oscuro e inquieto deseo”– la que nos sirve de acicate para romper los diques que impone la despótica censura, esa misma que limita nuestra presencia en aquellos espectáculos.


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23 diciembre 2022

¿Develar o desvelar?

Noto, de un tiempo a esta parte, que ahora se usan los términos develar y desvelar como si fueran sinónimos; es más, la academia los ha reconocido (no estoy seguro desde cuándo) como equivalentes. Yo, por mi parte, no estoy ni puedo estar de acuerdo, aunque participo de la idea que desvelar, aparte de permanecer despierto, quiere decir también dar claridad a un asunto, mas no porque se quite un velo (que eso es develar) sino porque se lo alumbre…

 

Para comenzar, y como yo lo entiendo, deberíamos referirnos primero al significado, o a las acepciones, del vocablo “vela” que, como lo define y explica el diccionario de la Academia, responde a tres distintas posibilidades. Yendo de atrás para adelante (o de última a primera) serían las que siguen: una tercera es volantín o voltereta, pero esta no es de importancia para este análisis porque tiene un uso bastante local; solo se la utiliza en Andalucía. La segunda es la relativa al velamen marinero, se refiere a ese trozo de lona que sirve para ser colocado en los mástiles del bote para dar impulso a la embarcación aprovechando la fuerza que promueve el viento.

 

Pero es la primera acepción la que nos interesa; aquella que, de acuerdo con dicho catálogo de significados, quiere decir “acción y efecto de velar”; de esta acepción vienen palabras como velador (centinela o cuidador nocturno, mesa de noche o, también, lámpara nocturna), desvelarse (mantenerse despierto a pesar propio o realizar algo mientras nos privamos del sueño), velatorio (guardia o acompañamiento a los deudos después de un deceso). Es en esta acepción donde también se incluye una octava explicación, aquella que dice literalmente: “Pieza generalmente cilíndrica o prismática y de cera o parafina, con un pabilo en su eje y que se utiliza para alumbrar”. Aquí estaría el quid (la esencia, el qué o el porqué) de la cuestión; es lo que llamamos con un término marinero ambiguo, pues así se conoce también algo que proviene de los cetáceos y que se asemeja a la cera: una substancia llamada esperma…

 

Veamos: hubo un tiempo en que no había electricidad; pudiera decirse que la primera aplicación práctica de la electricidad fue el alumbrado público. Hacia 1880 (hace solo ciento cuarenta años) un mecánico alemán de nombre Heinrich Göbel habría patentado el primer bombillo, foco eléctrico o lámpara incandescente (por esta situación, Göbel mantuvo una disputa con Tomás Alva Edison), este fue un invento fundamental para el desarrollo de la humanidad; de aquí en adelante ya se pudo hacer muchas cosas durante las horas de la noche, sin tener que recurrir a la vela, ese artilugio que emitía una luz mortecina y que representaba la incierta posibilidad de consumirse o apagarse, y el peligro adicional de que pudiera provocar incendios y otras desgracias.

 

Pero existía algo más… Resulta que cuando la gente “pasaba a mejor vida”, es decir “se moría” (alguien ya dijo que “morirse es una costumbre que suele tener la gente”; apostaría que fue Jorge Luis Borges), había la tradición de mantenerla en casa por dos o tres días, mientras se realizaban los trámites de defunción correspondientes y se daba oportunidad para que otros familiares y amigos de la familia del occiso tuvieran oportunidad de acercarse a ofrecer sus condolencias y respetos pertinentes. Conjeturo que como esto era un proceso continuo, y que duraba de 48 a 72 horas, otros familiares y amigos se turnaban para acompañar a los deudos en las horas nocturnas. A este proceso se llamaba “velación” y no precisamente porque había que mantener la claridad con velas, sino porque los voluntarios se pasaban literalmente la noche en vela”, es decir sin dormir.

 

Para entonces desvelarse ya significaba privarse de sueño en forma voluntaria mientras se efectuaba cualquier tarea, labor o actividad: eso y no otra cosa era el celador nocturno o “velador”. Imagino, asimismo, que de ahí proviene otra curiosa expresión, aquella de “no tener vela en ese entierro” que, obviamente no hacía referencia a las espermas que se encendían sino a la condición de tener tal grado de cercanía –como amigo o familiar– que otorgaba el derecho a participar de algo tan íntimo como asistir en una cláusula, como la de las jornadas nocturnas, que permitía la acción y efecto de “velar” que, como se explica, era la parte nocturna del proceso fúnebre. De ahí vendría lo que más tarde se llamó velatorio: el trámite que ocurría anterior al entierro.

 

Hay, sin embargo, otra interesante connotación que contiene el vocablo vela. Y es que este trozo de género era lo más conspicuo que tenía la embarcación, lo más prominente: nada había tampoco que llegue tan alto. De todo ello debe haber surgido una simpática expresión, aquella de ser “un tonto (o un pendejo) a la vela”, que no quería decir ser un zoquete rapidísimo sino un estúpido “a más no poder”. Es decir era el mote que se ganaba el que en el concurso de los tontos “llegaba más alto”, es decir segundo (no ganaba por tonto). Bueno… “a la vela” también quiere decir “hecho a propósito”. Similar a “como anillo al dedo”: o sea, un tonto que “ni qué otra” para la situación…


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20 diciembre 2022

Toc toc, toc toc

No, el título esta vez no se refiere a ese sonido onomatopéyico de llamar a la puerta, acción similar a la que provocan los muchachos en el día de Halloween la tarde-noche del 31 de octubre, la víspera misma de mi cumpleaños, ocasión cuando van por las casas del barrio a la caza de golosinas y caramelos a la voz de “Trick or treat”. Hablo de otro TOC, de un síndrome o prurito del que creo no estar exento; los psicólogos parece que hacen millones con aquel diagnóstico. Se trata del Trastorno Obsesivo Compulsivo. Pudiera ser que yo también esté suscrito a tan rancio y mórbido club. Por lo menos, mis críticos así me han dicho…


Pero, antes de que les explique porqué estoy persuadido de tenerlo, y ya que he mencionado el eslogan utilizado por los niños en esas tardes de brujas y telarañas, calabazas y disfraces, les voy a rogar su paciencia para contarles el motivo para que se repita tan curiosa como tradicional expresión. Literalmente, “trick or treat” (se pronuncia “tric or trit”) quiere decir: “truco o trato” (cuidado: es “treat” y no “threat”, que significa amenaza). Ahora bien, revisemos el motivo de la costumbre, el porqué para que los chicos disfrazados de trasgos, brujas, fantasmas o esqueletos pidan dulces (y hasta esperen dinero). Veamos por qué…

 

Para empezar “treat” tiene un plural curioso: con solo aumentar la ese ya no quiere decir trato, también significa algo muy distinto: golosinas o antojitos… Parece que la costumbre de pedir algo en retribución a los vecinos esa noche, es una vieja costumbre que ya hubo en la isla de Rodas en la antigüedad. Quienes persistieron con ella, y tal vez la perfeccionaron, fueron los escoceses e irlandeses, cuyos muchachos tenían la tradición de ir de visita a la puerta de las casas vecinas, recitando una breve poesía en espera de un pequeño regalo (podía ser algo de comida, un pedazo de torta e incluso dinero) a cambio de la promesa de abstenerse de hacer travesuras en la vecindad (aunque era una promesa inocente, se convertía también en una velada amenaza).

 

Todo habría empezado en la Edad Media, se trataría de una práctica celta, realmente un festival celebrado el último día de octubre y el primero del mes siguiente, para conmemorar el advenimiento del invierno (debe haber sido un mago infalible –digo yo– quien, a pesar de ser tan precoz su vaticinio, habría hecho tan exacta predicción del día de mi futuro cumpleaños…). Entonces la gente se disfrazaba de hadas bienhechoras o de almas o espíritus de los fallecidos, quienes, en su renovada visita de regreso a este mundo, pedían ser aplacados con un bocado o refresco a cambio de interceder por la buena fortuna de quienes fueran generosos, a la vez que los protegían de ellos mismos… Pronto la costumbre pasó a los demás países de Europa y, más tarde, a otros países y a los EE UU. Lo cierto es que desde entonces, según parece y por lo menos para beneficio de los ilusionados niños, “el truco pagó”…

 

Ahora sí, no merodeemos más y volvamos a mi pretendido TOC. Resulta que no hay nada que más me incomode y a la vez sorprenda que comprobar con exasperación, y en forma frecuente y cotidiana, que mis propios conciudadanos se resisten a la civilizada costumbre de ubicar sus vehículos dentro de los límites señalados en todos aquellos espacios dispuestos para estacionamiento vehicular localizados frente a un sinnúmero de negocios particulares y otros establecimientos. Lo inaudito es que lo mismo no ocurre en las zonas de parqueo ubicadas en lugares congestionados y controlados de la ciudad, ni qué decir en los instalados en los centros comerciales.

 

En todo otro lugar, especialmente en los barrios suburbanos (no digo marginales) la gente –esto es los conductores convertidos en desaprensivos usuarios–, simplemente ubica su vehículo donde y cómo le da la santísima gana. No importa el espacio (me refiero al ancho) que ha sido asignado, si amplio o relativamente estrecho, estos usuarios van y se colocan donde quieren y como les da su impulsivo arbitrio, sin consideración a la necesidad de quien pueda venir después. ¿Acaso lo hacen por falta de cultura o por descortesía?, ¿quizá por complejo de inferioridad o simplemente porque creen que lo hacen “solo por un ratito nomás”? Lo cierto es que afectan a los locales que ofrecen sus servicios y, aunque no lo sepan apreciar, a los demás usuarios y a ellos mismos. No harían lo mismo si fueran controlados o, menos aún, si supieran que pudieran ser sancionados… ¡Aunque fuera por un ratito nomás!


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18 diciembre 2022

Me tenéis acorralado, cabrones *

* Escrito por Arturo Pérez Reverte, para XL Semanal

 

Me resisto cuanto puedo, pero no hay manera. Con mi viejo Nokia en el bolsillo, que sólo sirve para hablar por teléfono y no tiene internet, ni aplicaciones, ni siquiera whatsapp –te mando un wasap, dicen, y se molestan porque no tengo–, vivo feliz y no necesito llevar otra cosa encima. Poseo ordenador, como todos, y con eso tengo la vida resuelta, o creía tenerla. Porque resulta que no. Desde hace tiempo, el mundo se confabula para complicármela. Para obligarme a utilizar un maldito smartphone, o como se llame eso. Para reventarme la puta vida.

 

Vamos a ver, pandilla de cabrones. Entiendo que hay quien por su trabajo, o por gusto, necesita o desea dar con los deditos en un móvil. Lo comprendo y apruebo, pues cada cual plantea su vida como quiere o puede. Pero dejadnos un margen de libertad a los otros, maldita sea. Dejadnos vivir. Y dejad, también, de dar pretextos a bancos, líneas aéreas y demás corporaciones y negocios sin escrúpulos que, con el pretexto de que facilitan tu vida, se la facilitan y abaratan ellos mientras la hacen imposible a quienes no queremos que nos la facilite nadie. Lo que a mí me hace fácil la vida es recibir por correo, en papel de toda la vida para poder archivarlo, los recibos de la luz, el agua, los impuestos, las multas, las comunicaciones oficiales. No tengo por qué pasar una hora descifrando si consume más el lavaplatos que la tele. Ni convertir una operación bancaria, un pago de tasas municipales o lo que sea, en complicada operación llena de claves, firmas electrónicas, confirmaciones de identidad. Eso, en el caso improbable de que todo funcione a la primera y no haya percances cibernéticos que te manden al carajo.

 

Pero es que la última faena, hijos de la grandísima, es que cada vez menos cosas se pueden imprimir. La tarjeta de embarque, la entrada de cine, la del museo, hay que llevarlas ahora en el teléfono, con su código QR. Cada vez menos sistemas permiten pasarlo a papel. Me ocurrió en el cine, el otro día. Y con billetes de una compañía aérea. Y con la reserva de un hotel. El teléfono de última generación se ha convertido en herramienta imprescindible, incluso para quienes no quieren o saben utilizarla. Si deseas viajar, gestionar algo, moverte por la vida, debes abrirte paso en una maraña de aplicaciones, viviendo en un mundo virtual de mensajes, claves y dependencias. Es cierto que los chicos jóvenes –a los que hemos educado en la suicida negación del desastre– parece que nazcan ya adiestrados. Mejor para ellos; pero ¿qué pasa con la gente mayor? ¿Qué hay de quienes no pueden o no les apetece adaptarse a esa forma de vida? Las soluciones que oyes ponen los pelos de punta. Cursos para la tercera edad, proponen. Para que los viejales nos adaptemos al asunto. Para que un abuelo de 80 tacos que no tiene sobrinos, hijos o nietos sepa bajar aplicaciones y se pase lo que le quede de vida pegado al móvil. En fin, oigan. O sea. Háganme el favor de irse a pastar.

 

Sé que todo eso es irreversible, claro. No hay otra que tragárselo. Pero al menos tengo esta página para desahogarme. Para ciscarme en los muertos más frescos de quienes me empujan al callejón sin salida, obligándome a vivir de manera insegura y humillante; y también en los muertos de quienes, borregos sumisos, se declaran felices con el sistema y son cómplices por activa o pasiva. Ésos que se resignan o complacen jugándose el subir o no subir a un avión a que les funcione el aparatito. Los que sostienen que hacer que su vida pase única y exclusivamente a través de ese chisme facilita encender la calefacción, tratar con el banco desde casa, poner o quitar alarmas, gestionar viajes o echar gasolina al depósito. Los que aceptan la dependencia absoluta del móvil pero luego se declaran desesperados cuando lo pierden, se lo roban o se les escachifolla, pues pierden las fotos de familia, las aplicaciones para moverse por el mundo, su vida entera, sin dejar atrás ningún papel, ninguna constancia, nada concreto y físico a lo que recurrir para seguir tirando. A quienes –me han hackeado el móvil, exclaman estupefactos, como si fuera imposible– los estafan o les vacían cuentas bancarias desde Singapur o la Patagonia. A todos esos estólidos pringados.

 

Será porque estoy mayor y amortizado, pero juro por el cetro de Ottokar que a veces sueño con el moderno iceberg del Titanic: una tormenta solar perfecta, el gran apagón que mande todos los móviles y todas sus aplicaciones a hacer puñetas y deje a la humanidad mirándose unos a otros sin saber qué hacer ni cómo hacerlo. Dirán ustedes que si eso ocurre, también yo me iría al diablo. Y sí, en efecto. Me iría, o me iré con todos. Faltaría más. Pero podrán reconocerme entre quienes suelten carcajadas. Aquí murió Sansón, dirá esa risa, con todos los filisteos.


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16 diciembre 2022

Homicidas, matones y asesinos

Fue leyendo uno de esos seductores libros de Historia escritos por Isaac Asimov, que descubrí la etimología de “asesino”. Si no recuerdo mal, llamaron “asesinos” (“hashishin” en árabe) a los integrantes de una secta chiíta nizarí (liderados por un tal Nizar) que dio batalla a los turcos seléucidas (fines del siglo XI). Estos nizaríes se apoderaron de la fortaleza de Alamut, ubicada al norte de Irán (sur del mar Caspio). Los turcos seléucidas (o selyúcidas) eran sunitas y seguidores de Selyuq ibn Duqaq, mejor conocido como Selchuk, que dio nombre a esa dinastía (no confundirlo con Seléuco, sátrapa de Babilonia –uno de los generales que heredaron el Imperio de Alejandro Magno– fundador de una dinastía anterior y un distinto Imperio seléucida). Los nizaríes planificaban sus crímenes y se entrenaban para matar a personajes importantes; lo hacían con premeditación y alevosía. Escogían a quien “pasarle al papayo”.

 

Hay quienes piensan que estos asesinos actuaban estimulados con “hashish” (que significa hierba en árabe) pero es probable que se trate de una distorsión. El hachís es un estupefaciente obtenido de la resina de un tipo de cáñamo, pero lo más seguro es que el término se usó como una forma de insulto para identificar a esa secta ismaelita; parece que hacía referencia a su extracto social, cual si se tratase de una ralea de hampones zafios e ignorantes; así, resultaba una forma de etiquetarlos como una chusma marginada. Eran en la realidad sicarios que cometían crímenes como una versión medieval de otro oscuro personaje: el recordado Osama Bin Laden.

 

Recuerdo de cuando era niño, que solía tratarse de “marihuaneros”, en ciertos lugares de la costa, a los delincuentes proclives a asaltar a los viandantes con el fin de robarles su cartera; estos malhechores no habrían tenido remilgos en sacar un arma blanca no solo para amedrentar sino para herir mortalmente a sus víctimas; pero no era que fumaban marihuana... Algo similar pudo haber sucedido en el medioevo con esa masa de fanáticos ismaelitas.

 

Fuera lo que fuere, los nizaríes serían los precursores de esos criminales que hoy urden delitos, los planifican con astucia y los ejecutan con métodos nunca exentos de crueldad. Así, pasado el tiempo, la palabra asesino ha servido para definir una forma de homicidio con la que se arrebata la vida en forma intencional y premeditada, no por defensa propia ni por reacción automática, carente de intención. En cuanto a alevosía, esta no se trata de un gesto altanero o grosero, como parece; significa lo que se hace a traición, sobre seguro y con cautela.

 

Del mismo modo que la legislación varía, según se trate de homicidio o asesinato, también esta cambia de acuerdo a los países. Pudiera haber una diferencia muy tenue entre ambos conceptos: hay homicidios que se convierten en asesinatos en función de los agravantes que pudieran presentarse, como planificación previa, grado de maldad o ensañamiento; si existió amenaza o remuneración, etc. Todo se compendia en que el asesinato siempre implica premeditación y alevosía. Si dos personas participan de una reyerta y una resulta victimada, la tragedia puede ser considerada como un homicidio, ya que el hecho pudo suceder como consecuencia del estado de exaltación y no como algo premeditado. De igual modo, si alguien está manejando y mata por imprudencia, comete un homicidio, pero no necesariamente un asesinato. Así, todo asesinato es un homicidio pero no todo homicidio constituye asesinato.

 

De acuerdo con estudios conducidos por una prestigiosa institución inglesa, mueren en el mundo 150.000 personas por día. Una tercera parte (cerca de 50.000) fallecen debido a enfermedades coronarias. Se estima que otras 25.000 mueren de cáncer y 12.000 por causa de afecciones de carácter respiratorio. Pero existe, además, algo sorprendente: cada día se quitan su propia vida alrededor de 2.200 personas, es decir el doble del número de víctimas producido por homicidios (sin discriminar si son o no asesinatos). Esto quiere decir que anualmente se suicidan alrededor de 800.000 personas, dos veces más que quienes mueren en circunstancias asociadas con la intervención ajena, sea o no de carácter intencional. Hay, pues, mucho que todavía pudiera hacer la sociedad en este sentido.


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13 diciembre 2022

Itaewon en la nostalgia

Me temo que no existe una palabra en castellano para expresar la nostalgia de la tierra, esa añoranza por el lugar donde se ha nacido o donde se creció… Pensándolo mejor, existe una: “morriña”; pero, asimismo, me parece que tiene un uso bastante local: se la utiliza en forma preferente en Galicia y conjeturo que se debe a su vecindad con Portugal. En inglés existe una (“homesick”); aunque, tomada literalmente, entraña más bien un sentido de morbidez. No hay tampoco un vocablo que represente un tipo parecido de nostalgia, ese que nos producen lugares donde hemos vivido en forma temporal, esos sitios a los que alguna vez hemos considerado nuestro “hogar”.

 

Eso me pasa por ejemplo con ciudades y países donde residí en forma prolongada: me sucede con Seúl, lugar en donde estuve basado por veinte días al mes por algo más de dos años; lo mismo me pasa con Singapur, en donde residí por doce años continuos; o con Shanghai donde presté mis servicios por tres. Similar sentimiento me produce Jeddah, una ciudad árabe avecinada al Mar Rojo, en la que probablemente estuve afincado la mitad de mi última asignación como piloto durante los tres años que estuve contratado por Air Atlanta Icelandic. A esta reflexión me ha remitido la tragedia ocurrida hace unas pocas semanas, cuando fallecieron –como consecuencia de una estampida humana– más de 150 personas en una muy popular y emblemática calle de Seúl.

 

Trabajé por algo más de dos años en Corea al servicio de la Korean Air, pero desde la primera vez que fui a Itaewon me pareció una rúa con un carácter alegre y diferente; era un lugar diseñado para extranjeros, un sitio donde se podía hacer compras con confianza y a precios razonables; un lugar donde, dada la cultura gastronómica del país, se podía probar también algo diferente, algo que no tuviera el sabor característico de la comida local. Y no es que yo sintiera algún remilgo hacia la cocina coreana (la verdad que esta me fascina), era simplemente que cuando se hacían tres comidas diarias saboreando una sazón repetida, de repente hace falta “ir-a-por” una bien preparada hamburguesa, hecha a la manera americana y empujada por una bien fría cerveza…

 

Recordar Itaewon, esa bullente vía principal de un barrio ubicada al sur de Myeong–Dong, es rememorar la calleja inevitable a donde acudíamos un par de veces por semana. ¿Hacía falta hacerse un traje a la medida o comprar esos zapatos que nos obligaban a “importar” nuestros hijos?, pues había que ir a matar un poco de tiempo libre en Itaewon. Así aprendimos “el sistema” de compra-venta vernáculo, el de un país donde los comerciantes mantienen un precio razonable y solo conceden un 10% de descuento si uno se anima a emitir un “chom-kaka-chuseyo” (literalmente: “por favor-rebaja-deme”). Allá fuimos muchas veces, ya sea para cumplir con un encargo o para escuchar música country, comer algo ligero al estilo occidental y beber una refrescante “mekyú” (cerveza).

 

Fue en Seúl donde aprendimos a utilizar las rutas del metro para movilizarnos con cierta independencia. Ahí, las estaciones del subterráneo son auténticos refugios antiaéreos, pasadizos interminables que recorren gran parte de la ciudad, cuyo comercio bulle y donde se puede hacer todo tipo de actividad sin tener que salir a la intemperie. Ahí, una multitud de vagabundos hacen fila, hacia el final de la tarde: toman asiento en el piso de sus amplios corredores y esperan con paciencia la provisión de un refrigerio gratuito que es distribuido por cualquiera de las fundaciones de asistencia. Comen esos pobres desgraciados con tal fruición que hacen pensar que se les sirve potajes suculentos.

 

Itaewon está ubicado no lejos del Memorial de Guerra y de la base americana de Yongsan, lugar donde, dada nuestra condición de expatriados, se nos daba oportunidad de ingreso a un buen número de restaurantes de franquicia occidental. Esto, no obstante, solo fue esporádico; los pilotos extranjeros pronto habíamos desarrollado un gusto especial por la cocina coreana: había un comedor gratuito en las oficinas de operaciones y recibíamos en el avión un delicioso refrigerio que llamaban “toshirá”, tentempié tan adictivo como inolvidable.

 

Más tarde, aprendería a buscar comida coreana en otros lugares. Me haría entender con solo decir: “mekyú hana chom chuseyo”; o: “mandú–kuk”, “bibim pab”, “sun-du-bu-yigué” o “yu-kié-yang”, sin olvidar ese “chom chuseyo” (por favor); o, simplemente, viendo lo que otros se servían y pronunciando un muy sencillo “tokaté” (páseme lo mismo)… Hoy no puedo imaginar cómo se produjo la inusitada estampida: un hecho tan triste como inesperado. Corea es tierra de gente reservada, aunque amable y muy gentil. Hice allí muchos amigos; me propuse aprender tres palabras por día; ellos me enseñaron a contar en su idioma; logré aprender a leer y a escribir en el sorprendente “hangul”.


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09 diciembre 2022

¿Qué pasó con Braniff? *

 * Escrito por Alec Wignall para AeroTime. Con mi traducción y reedición.

En su apogeo, Braniff Airways fue una de las aerolíneas más rentables y de más rápido crecimiento de los Estados Unidos, siendo sus principales vuelos los internos en EE. UU. y las rutas a México y Suramérica. La aerolínea fue fundada un 3 de noviembre de 1930 por los hermanos Paul Revere y Thomas Elmer Braniff. Así, Braniff Airways Inc. comenzó a volar rutas entre Oklahoma, Kansas, Chicago y St. Louis utilizando dos aviones Lockheed Vega.

 

Los hermanos Braniff habían fundado varias empresas de aviación en el área de Oklahoma, adquiriendo experiencia en la industria. Un cambio para su éxito llegó a principios de los años 30, cuando Braniff Airways ganó contratos para correo aéreo y adquirió Long & Harman Air Lines; esto les que permitió una rápida expansión. Después de la Segunda Guerra Mundial, la aerolínea recibió derechos para volar al Caribe, México y América del Sur, con una flota de Douglas DC-4, DC-6 y DC-3. En 1951, después de meses de negociaciones, Braniff adquirió Mid-Continent Airlines. La fusión llevó el tamaño de la flota a 75 aviones y a más de 4.000 empleados. En 1955, la aerolínea ya era la décima más grande de los EE. UU.

 

En enero de 1954, Thomas Braniff murió cuando un anfibio Grumman en el que volaba se estrelló como resultado de contaminación de hielo en las alas. Poco más tarde, en junio de ese mismo año, Paul Braniff falleció de cáncer. Fue cuando Charles Edmund Beard se convirtió en el presidente de la aerolínea y fue fundamental para trasladar la empresa a la era de los reactores. Los primeros en llegar fueron los Boeing 707 en diciembre de 1959; poco después lo harían los Boeing 720. Beard también haría un depósito para dos Boeing 2707 (Transporte Supersónico) a un costo de $ 100 M por avión. Este programa fue financiado por el gobierno de los Estados Unidos, pero fue cancelado a principios de la década de 1970.

 

En 1970, Braniff recibió el centésimo Boeing 747; era el primero de una flota de 12. Al avión se lo llamaba "747 Braniff Place" y "The Most Exclusive Address In The Sky"; se convirtió en el avión insignia de la flota, atendiendo la ruta Dallas - Honolulu y, más tarde, los vuelos hacia Londres. Cuando Beard se retiró en 1964, seleccionó a Harding Lawrence para asumir el papel de CEO. Lawrence tenía experiencia con Continental Airlines y, a los 44 años, era uno de los directores generales de aerolínea más jóvenes del país. Pronto exigió una revisión de la publicidad de la empresa y puso a la aerolínea con sede en Texas en el centro de la atención mundial con la ayuda del genio neoyorquino de la publicidad Jack Tinker and Partners.

 

El diseño hasta entonces existente fue abandonado y cada avión fue pintado en un solo color distinto a partir de una paleta de tonos vibrantes cuidadosamente elegidos. Junto con la nueva imagen, se lanzó un uniforme de "la era del espacio", de alta costura, para las azafatas, y los interiores de los aviones se combinaron con telas brillantes y coloridas. El cambio en la aerolínea fue muy elegante y llamó mucho la atención, lo que llevó a muchas otras aerolíneas a hacer lo mismo. Para Braniff, la renovación constituyó un gran éxito y la compañía logró ganancias y un crecimiento récord en los siguientes 14 años. En 1978, Lawrence negoció un ventajoso acuerdo con British Airways y Air France para operar el Concorde en ciertas rutas internas de EE. UU.; era la primera vez que un supersónico se movilizaba a nivel nacional.

 

El servicio del Concorde comenzó en enero de 1979 entre Dallas y Washington, con vuelos operados con tripulación y matrícula de Braniff. Una vez en Washington, los aviones eran devueltos a BA y Air France para sus respectivos vuelos de regreso a Londres y París. Pero el Concorde no tuvo éxito en Braniff, ya que los pasajeros no le encontraron mayor ventaja. Sin embargo, debido al contrato con BA y Air France, se reembolsó a Braniff la pérdida incurrida, por lo que el costo para la empresa fue mínimo. El acuerdo se mantuvo hasta 1980, década en que Braniff Airways había experimentado un crecimiento y una expansión realmente sorprendentes.

 

Para 1980, el costo del combustible había aumentado significativamente. Por primera vez, los costos del combustible eran mayores que los de mano de obra, ya que el precio del petróleo se había duplicado entre 1978 y 1979. A medida que disminuyó la demanda de carga y se dieron costos récord de combustible, se produjo la peor recesión desde la Gran Depresión de 1929. A medida que American y Delta aumentaron sus servicios, la competencia para Braniff Airways se volvía demasiado despiadada. A finales de 1981, Braniff ya no tenía el flujo de caja para respaldar sus operaciones. En mayo del año siguiente Braniff International Airways cesó sus operaciones aéreas,  cerraba así una historia de 54 años en la aviación mundial.


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06 diciembre 2022

Aquellas islas de “Bajamar”…

Debe haber sido en los años setenta; han pasado pues alrededor de cincuenta años. Entonces, tanto la radio como la televisión promocionaban a un consorcio llamado “Icelandic (Loftleiðir)– Air Bahamas” que ofrecía tarifas de bajo costo para viajar a Europa. Los vuelos se hacían a través de dos lugares de tránsito: Nassau en las Bahamas y Reikiavik en Islandia; tengo entendido que el tramo final estaba a cargo de la primera aerolínea. Pasados los años –quizá a mediados de los ochenta– Ecuatoriana de Aviación firmó un contrato con los operadores turísticos para facilitar la transportación de los pasajeros desde Nassau a Sudamérica y viceversa.

 

Para Ecuatoriana fue una pésima iniciativa: los vuelos hacia y desde Miami eran desviados dos veces por semana para hacer escala en ese aeropuerto de las Bahamas: nunca se llenaron más de doce asientos. Esto no solo incomodaba a los propios pasajeros de la aerolínea (el vuelo se demoraba más de dos horas y se tenía que hacer un aterrizaje adicional) sino que alteraba sus itinerarios. Poco a poco los directivos cayeron en cuenta que habían hecho un mal negocio; era insólito agravar el flujo de unas operaciones que ya se ejecutaban con precaria puntualidad. De todos modos, algo pasó y transcurridos pocos meses los vuelos se suspendieron.

 

En esos años actuaba ya como comandante de la línea de bandera. Un día que debía salir de Quito a Miami con mi familia en viaje de vacaciones; me llamaron en la mañana a consultar si tendría inconveniente en operar como piloto. Salimos de Quito a Guayaquil y continuamos hacia Nassau. Para ansiedad de pasajeros y tripulantes (y no se diga de mi propia familia) se desató una tormenta tropical de proporciones apocalípticas cuando trataba de aterrizar en ese aeropuerto; hice dos fallidos intentos pero no quise aterrorizar más a la parroquia; cambié el destino y proseguí a Miami. No era mi familia lo que más me preocupaba, aunque nunca los vi tan asustados. Luego vendría la calma…

 

Crucé muchas veces sobre las Bahamas (son islas que forman un estado independiente que, con Turk y Caicos –un territorio británico de ultramar–, son parte del archipiélago de las Lucayas); su sobrevuelo era parte de la ruta entre Guayaquil y New York (pocos saben que el vuelo se realiza a través del enigmático “triángulo de las Bermudas” que une justamente Miami, Bermuda y Puerto Rico). Lejos estuve entonces de sospechar que ese nombre, el de Bahama (se pronuncia ga-ja-ma) es una deformación del nombre que los españoles dieron alguna vez a esas islas de aguas poco profundas: “Islas de Bajamar” las llamaron. Una de ellas es Guanahaní, o San Salvador, la misma isla avistada por primera vez cuando alguien, desde el puente de mando, gritó una madrugada de octubre de 1492: ¡Tierra, tierra!…

 

Una noche, buscando una ruta alterna para evitar el mal tiempo sobre el “panhandle” (mango de cacerola) de la Florida, descubrí una ruta oceánica poco transitada; esta no solo permitía obtener mejores condiciones sino que eludía el “Jet Stream” (la corriente de chorro) que se desplaza en esa parte de Norteamérica con sentido nor-este. El desvío obligaba a cruzar sobre las Bahamas y luego la isla Española; desde ahí, volar directo a Cartagena sobre el Caribe y después directo a Esmeraldas. Un ahorro aproximado de veinte minutos de vuelo...

 

Muchos años después, mientras volaba con Great Wall Airlines –un “joint venture” entre Singapore Airlines (49%) y China Eastern Airlines (51%)– esta última ejercitó un aumento agresivo de capital y se produjo la posterior transformación de GWA en una nueva empresa: China Cargo Airlines. Justo cuando me encontraba a punto de extender mi contrato con mi nuevo patrono (hasta el nuevo límite de 65 años), sus directivos optaron por implementar una novedosa norma conocida como “regla del 60” (sobre los 60 años solo se podía volar hasta 60 horas mensuales y recibir el 60% de la remuneración), lo que exigía además desplazarse cada vez a Beijing para satisfacer una evaluación médica cada tres meses… Así que decliné la propuesta y entonces opté por mi retiro.

 

Pasados tres o cuatro meses, sin embargo, alguien volvió a calentarme las orejas… volvía a escuchar el nombre de la primera parte de ese viejo consorcio. Me llamaban de Icelandic, desde Reikiavik: “Captain ‘Vizcano’, we're calling you in behalf of Air Atlanta Icelandic. We would like to know if you could be kindly interested in coming to fly with us”… Una semana después me recibían en un hotel de Boston, charlábamos por veinte minutos y firmaba mi último contrato como aviador. Era un acuerdo “free lance”, es decir a tiempo parcial (me necesitaban solo seis meses por año); me entrenarían en Gatwick, cerca de Londres, y estaría basado en Jeddah, Arabia Saudita, a orillas del legendario Mar Rojo. Transportaría peregrinos a la Meca y continuaría volando, alrededor de todo el mundo, por los siguientes tres años el inolvidable Boeing 747–400. Quién se lo hubiera imaginado: ¡un “infiel” volando ahora para el Islam!


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02 diciembre 2022

Morbo gálico

Hace unos treinta años, cuando mis hijos eran todavía adolescentes, efectué con mi familia un viaje a New York y Washington. Visitar Manhattan fue una formidable experiencia durante ese verano, disfrutamos de las comodidades de un hotel recién estrenado en Times Square y pudimos sentir aquella bullente actividad que tiene la ciudad. Cuando fuimos a Washington tuvimos oportunidad de visitar dos museos extraordinarios pertenecientes al Smithsonian Institution: el Museo del Aire y del Espacio y el Museo Nacional de Historia Natural.

 

Este último presentaba una importante exhibición en esos días: era una retrospectiva de lo que había sido aquel traumático encuentro entre dos culturas disímiles cuando los españoles se encontraron con el Nuevo Continente. Sobre todo, el inesperado efecto que tuvieron ciertas enfermedades, y particularmente la viruela, en la inusitada mortandad que se produjo a lo largo del siglo XVI. Esto no se había resaltado debidamente en nuestros estudios escolares; se entendía que el aniquilamiento de la población aborigen obedeció al abuso hacia los pueblos originarios, sus precarias condiciones como esclavos; nunca se nos resaltó que había muerto tanta gente –de acuerdo con algunos, hasta un 75% de la población– debido a enfermedades, para cuyo contagio los nativos no se encontraban protegidos y, mucho menos, preparados.

 

Según los principales cronistas de Indias, un cálculo más objetivo de esas defunciones habría sido un guarismo de alrededor de un 30%. Los nativos simplemente no habían tenido oportunidad de desarrollar los anticuerpos correspondientes. Los aborígenes morían por millares. Los conquistadores tampoco disponían de recursos sanitarios para mitigar tan explosiva como desacostumbrada pestilencia; no había remedios o vacunas todavía.

 

Pero hubo algo más de lo que se hablaba en la exposición en esos días, se lo hacía en forma de conjetura: se hablaba de la posibilidad de que –cual verdadera “revancha de Montezuma”– existiera otra enfermedad que no había venido a América desde Europa, sino que hubiera viajado probablemente con rumbo opuesto. Se trataba de una afección de nombre maldito que para entonces todavía se la confundía, por sus síntomas, con el mal de Hansen (la lepra): se creía que la sífilis había sido transmitida a los descubridores en sus primeros contactos con las mujeres indígenas y que el tan temido “mal de bubas” era todavía inédito en Europa.

 

Estos días he tenido oportunidad de leer un libro muy interesante del que no tenía noticia; se trata de “1491. Una nueva historia de las Américas antes de Colón”, escrita por Charles C. Mann: realmente un texto apasionante. En “1491” (la mención del año ya es sugestiva) Mann expone el alto grado de desarrollo que habrían adquirido varias de las culturas o, si se quiere, civilizaciones americanas, mucho más adelantadas en algunos aspectos que lo que existía al otro lado del océano. Las sociedades americanas habían domesticado el maíz, tenían un calendario más exacto que el juliano, usaban matemáticas con el concepto de notación posicional y conocían el cero. Tenían ciudades más pobladas y habían incluso desarrollado formas de escritura.

 

Al final del libro existe un pequeño apéndice, “La excepción de la sífilis”; en él se contrasta, con interesantes argumentos, las diferentes posturas que pudieran existir con respecto al origen de la terrible enfermedad. Se comenta que pudo haberse desarrollado en África y que pudo existir una alta dosis de contagios poco antes de los viajes de Colón, debido al comercio de esclavos con Europa. De otra parte, hacia 1490, el Papa habría prohibido la existencia de leprosarios en el Viejo Continente, lo cual pudo haber incentivado el viaje de los afectados hacia el Nuevo Mundo. Hay indicios de que la enfermedad ya era conocida en Europa en los siglos anteriores al descubrimiento: lo prueban esqueletos encontrados en la costa oriental de Inglaterra con síntomas del mal.

 

Cuando en 1494 Carlos VIII de Francia trató de invadir Nápoles, había contratado un ejercito de mercenarios: muchos habían estado en los primeros viajes de Colón. Ya se sabe: las guerras significan saqueos, pillaje y violaciones; el mal se habría diseminado por vía venérea. Los franceses culparon a los napolitanos y lo tildaron de “mal italiano”; estos a los franceses y lo llamaron “morbo gálico”. Los cronistas de Indias registraron los contagios y esto daría lugar a que se lo conozca como “mal español”, no por los portadores sino porque muchas infecciones se dieron en la isla “Española”. Se lo conoció en el Caribe como “pinta”, ya que el capitán de la Pinta fue uno de los afectados… Lo más probable es que la horrible enfermedad ya habría existido tanto en América como en Europa dos mil años antes de 1492.


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