27 diciembre 2022

Ni lo uno ni lo otro...

El otro día, que con inusitada deferencia un buen amigo me invitó a tomar unos “provectos vinos”, que le habían obsequiado, recordé –mientras conversaba– la escena final de una película que alguna vez vi en mis ya olvidados días de colegio. La cinta estaba protagonizada por Marlon Brando y Vivien Leigh en los papeles principales; en ella Brando, que interpreta a un tal Stanley Kowalski, llamaba a su esposa desde fuera de la planta baja de un patio interior en tono perentorio y asaz imperativo. “Hey, Stella, ¡Stella!”, profería insistente el personaje (así, alargando la “a” y añadiéndole una “h” al final), mientras los espectadores presentíamos que esa toma marcaría el inminente final de la laureada pieza dramática que Elia Kazan había llevado a la pantalla.

 

Mientras lo comentaba, habría jurado que el título obedecía al de un drama de Tennessee Williams. Me parecía que su título debía corresponder al que ahora recordaba y que no podía ser otro que “La gata sobre el tejado caliente” (“A cat over the tin roof”, en inglés). Mas, habiendo compartido similar recuerdo con los demás amigos presentes, y una vez que lo habíamos indagado, comprobamos –para sorpresa mía– que la película no habría sido protagonizada por Brando sino por otro famoso actor: el recordado Paul Newman. De momento, reconocí que pudiera haberme equivocado de protagonista pero, luego de cavilar un poco, preferí reconocer que tal vez pude haberme confundido y que en lo que probablemente me había extraviado era en el nombre de la obra, es decir en el de la película…

 

Nunca me gustó leer dramas; siempre preferí la fluidez natural de la novela o del relato. Eso de que se indique, renglón por renglón y párrafo por párrafo, quién decía qué, o qué era lo que hacía cada personaje, siempre me pareció una fórmula artificial, si no impostada, un método que alteraba el flujo expedito con que se desarrollaba la trama, ese ritmo natural con que deben discurrir los diálogos. Quizá se debía a que no supe apreciar con oportunidad que un drama no está escrito solo para su lectura, y que también puede tener un propósito ulterior: ser representado. Todo “playwright” es, en cierto modo, algo más que una simple historia: es una guía para cuando se exhiba la obra; lo cual requiere de una ambientación indispensable para lograr su correcta interpretación.

 

Una vez que hubimos consultado, y frente a la posibilidad de que hubiera confundido el nombre del actor de reparto, recordé el título de otro drama de Williams, y que también había sido llevado a la pantalla  (e interpretado por el mismo Paul Newman): “Un largo y ardiente verano” (“A long, hot summer”), cuyo título en español hacía referencia, en forma más exacta, a un episodio relacionado con cierto incendio (el adjetivo ‘ardiente’ hacía referencia a la naturaleza del flagelo). Aclaro que esta última obra no se habría basado en un drama de Tennessee Williams sino en una novela de William Faulkner (“El villorrio”). Por todo esto y en mi afán de desenredar la confusión que yo mismo había creado, y ahora con la intención de resolver el acertijo, tuve más tarde que investigar por propia cuenta y reconocí que el verdadero título de la cinta comentada había sido uno del todo diferente: “Un tranvía llamado deseo”…

 

“A Streetcar Named Desire” es una película basada en otro drama del mismo Williams (esto pudo haber abonado a mi confusión original). En esa pieza, un joven y vital Marlon Brando personifica a aquel marido atribulado. Ahí, en una de las más sensacionales actuaciones del inicio de su carrera, Brando realiza una interpretación que no solo le haría merecedor de un general reconocimiento, sino que haría innecesario que tuviera ya que preocuparse de conseguir otro papel importante. Aquel estentóreo llamado de “!Stella, Stella!”, proferido por Brando hacia el final de la película, vendría a convertirse, más que en un crucial elemento del diálogo, en una desafiante proclama de intención, en una tarjeta de presentación que le permitiría ingresar en ese exclusivo andarivel al que solo acceden los mejores.

 

Siempre admiré la habilidad de Tennessee Williams para intitular sus creaciones. En cuanto a los filmes comentados, debo haberlos presenciado durante los últimos años de secundaria: se convirtieron así en mis primeras “películas prohibidas”… Y no es que fueran cintas eróticas, peor aún calificadas como pornográficas; era que las habían catalogado como restringidas para la incipiente edad que yo entonces reclamaba. Conjeturo que si las vi, a pesar de las restricciones que existían, habría sido porque pude utilizar alguna forma de subterfugio… Cuando se es muchacho, es la curiosidad –más que algún otro “oscuro e inquieto deseo”– la que nos sirve de acicate para romper los diques que impone la despótica censura, esa misma que limita nuestra presencia en aquellos espectáculos.


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