13 diciembre 2022

Itaewon en la nostalgia

Me temo que no existe una palabra en castellano para expresar la nostalgia de la tierra, esa añoranza por el lugar donde se ha nacido o donde se creció… Pensándolo mejor, existe una: “morriña”; pero, asimismo, me parece que tiene un uso bastante local: se la utiliza en forma preferente en Galicia y conjeturo que se debe a su vecindad con Portugal. En inglés existe una (“homesick”); aunque, tomada literalmente, entraña más bien un sentido de morbidez. No hay tampoco un vocablo que represente un tipo parecido de nostalgia, ese que nos producen lugares donde hemos vivido en forma temporal, esos sitios a los que alguna vez hemos considerado nuestro “hogar”.

 

Eso me pasa por ejemplo con ciudades y países donde residí en forma prolongada: me sucede con Seúl, lugar en donde estuve basado por veinte días al mes por algo más de dos años; lo mismo me pasa con Singapur, en donde residí por doce años continuos; o con Shanghai donde presté mis servicios por tres. Similar sentimiento me produce Jeddah, una ciudad árabe avecinada al Mar Rojo, en la que probablemente estuve afincado la mitad de mi última asignación como piloto durante los tres años que estuve contratado por Air Atlanta Icelandic. A esta reflexión me ha remitido la tragedia ocurrida hace unas pocas semanas, cuando fallecieron –como consecuencia de una estampida humana– más de 150 personas en una muy popular y emblemática calle de Seúl.

 

Trabajé por algo más de dos años en Corea al servicio de la Korean Air, pero desde la primera vez que fui a Itaewon me pareció una rúa con un carácter alegre y diferente; era un lugar diseñado para extranjeros, un sitio donde se podía hacer compras con confianza y a precios razonables; un lugar donde, dada la cultura gastronómica del país, se podía probar también algo diferente, algo que no tuviera el sabor característico de la comida local. Y no es que yo sintiera algún remilgo hacia la cocina coreana (la verdad que esta me fascina), era simplemente que cuando se hacían tres comidas diarias saboreando una sazón repetida, de repente hace falta “ir-a-por” una bien preparada hamburguesa, hecha a la manera americana y empujada por una bien fría cerveza…

 

Recordar Itaewon, esa bullente vía principal de un barrio ubicada al sur de Myeong–Dong, es rememorar la calleja inevitable a donde acudíamos un par de veces por semana. ¿Hacía falta hacerse un traje a la medida o comprar esos zapatos que nos obligaban a “importar” nuestros hijos?, pues había que ir a matar un poco de tiempo libre en Itaewon. Así aprendimos “el sistema” de compra-venta vernáculo, el de un país donde los comerciantes mantienen un precio razonable y solo conceden un 10% de descuento si uno se anima a emitir un “chom-kaka-chuseyo” (literalmente: “por favor-rebaja-deme”). Allá fuimos muchas veces, ya sea para cumplir con un encargo o para escuchar música country, comer algo ligero al estilo occidental y beber una refrescante “mekyú” (cerveza).

 

Fue en Seúl donde aprendimos a utilizar las rutas del metro para movilizarnos con cierta independencia. Ahí, las estaciones del subterráneo son auténticos refugios antiaéreos, pasadizos interminables que recorren gran parte de la ciudad, cuyo comercio bulle y donde se puede hacer todo tipo de actividad sin tener que salir a la intemperie. Ahí, una multitud de vagabundos hacen fila, hacia el final de la tarde: toman asiento en el piso de sus amplios corredores y esperan con paciencia la provisión de un refrigerio gratuito que es distribuido por cualquiera de las fundaciones de asistencia. Comen esos pobres desgraciados con tal fruición que hacen pensar que se les sirve potajes suculentos.

 

Itaewon está ubicado no lejos del Memorial de Guerra y de la base americana de Yongsan, lugar donde, dada nuestra condición de expatriados, se nos daba oportunidad de ingreso a un buen número de restaurantes de franquicia occidental. Esto, no obstante, solo fue esporádico; los pilotos extranjeros pronto habíamos desarrollado un gusto especial por la cocina coreana: había un comedor gratuito en las oficinas de operaciones y recibíamos en el avión un delicioso refrigerio que llamaban “toshirá”, tentempié tan adictivo como inolvidable.

 

Más tarde, aprendería a buscar comida coreana en otros lugares. Me haría entender con solo decir: “mekyú hana chom chuseyo”; o: “mandú–kuk”, “bibim pab”, “sun-du-bu-yigué” o “yu-kié-yang”, sin olvidar ese “chom chuseyo” (por favor); o, simplemente, viendo lo que otros se servían y pronunciando un muy sencillo “tokaté” (páseme lo mismo)… Hoy no puedo imaginar cómo se produjo la inusitada estampida: un hecho tan triste como inesperado. Corea es tierra de gente reservada, aunque amable y muy gentil. Hice allí muchos amigos; me propuse aprender tres palabras por día; ellos me enseñaron a contar en su idioma; logré aprender a leer y a escribir en el sorprendente “hangul”.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario