20 diciembre 2022

Toc toc, toc toc

No, el título esta vez no se refiere a ese sonido onomatopéyico de llamar a la puerta, acción similar a la que provocan los muchachos en el día de Halloween la tarde-noche del 31 de octubre, la víspera misma de mi cumpleaños, ocasión cuando van por las casas del barrio a la caza de golosinas y caramelos a la voz de “Trick or treat”. Hablo de otro TOC, de un síndrome o prurito del que creo no estar exento; los psicólogos parece que hacen millones con aquel diagnóstico. Se trata del Trastorno Obsesivo Compulsivo. Pudiera ser que yo también esté suscrito a tan rancio y mórbido club. Por lo menos, mis críticos así me han dicho…


Pero, antes de que les explique porqué estoy persuadido de tenerlo, y ya que he mencionado el eslogan utilizado por los niños en esas tardes de brujas y telarañas, calabazas y disfraces, les voy a rogar su paciencia para contarles el motivo para que se repita tan curiosa como tradicional expresión. Literalmente, “trick or treat” (se pronuncia “tric or trit”) quiere decir: “truco o trato” (cuidado: es “treat” y no “threat”, que significa amenaza). Ahora bien, revisemos el motivo de la costumbre, el porqué para que los chicos disfrazados de trasgos, brujas, fantasmas o esqueletos pidan dulces (y hasta esperen dinero). Veamos por qué…

 

Para empezar “treat” tiene un plural curioso: con solo aumentar la ese ya no quiere decir trato, también significa algo muy distinto: golosinas o antojitos… Parece que la costumbre de pedir algo en retribución a los vecinos esa noche, es una vieja costumbre que ya hubo en la isla de Rodas en la antigüedad. Quienes persistieron con ella, y tal vez la perfeccionaron, fueron los escoceses e irlandeses, cuyos muchachos tenían la tradición de ir de visita a la puerta de las casas vecinas, recitando una breve poesía en espera de un pequeño regalo (podía ser algo de comida, un pedazo de torta e incluso dinero) a cambio de la promesa de abstenerse de hacer travesuras en la vecindad (aunque era una promesa inocente, se convertía también en una velada amenaza).

 

Todo habría empezado en la Edad Media, se trataría de una práctica celta, realmente un festival celebrado el último día de octubre y el primero del mes siguiente, para conmemorar el advenimiento del invierno (debe haber sido un mago infalible –digo yo– quien, a pesar de ser tan precoz su vaticinio, habría hecho tan exacta predicción del día de mi futuro cumpleaños…). Entonces la gente se disfrazaba de hadas bienhechoras o de almas o espíritus de los fallecidos, quienes, en su renovada visita de regreso a este mundo, pedían ser aplacados con un bocado o refresco a cambio de interceder por la buena fortuna de quienes fueran generosos, a la vez que los protegían de ellos mismos… Pronto la costumbre pasó a los demás países de Europa y, más tarde, a otros países y a los EE UU. Lo cierto es que desde entonces, según parece y por lo menos para beneficio de los ilusionados niños, “el truco pagó”…

 

Ahora sí, no merodeemos más y volvamos a mi pretendido TOC. Resulta que no hay nada que más me incomode y a la vez sorprenda que comprobar con exasperación, y en forma frecuente y cotidiana, que mis propios conciudadanos se resisten a la civilizada costumbre de ubicar sus vehículos dentro de los límites señalados en todos aquellos espacios dispuestos para estacionamiento vehicular localizados frente a un sinnúmero de negocios particulares y otros establecimientos. Lo inaudito es que lo mismo no ocurre en las zonas de parqueo ubicadas en lugares congestionados y controlados de la ciudad, ni qué decir en los instalados en los centros comerciales.

 

En todo otro lugar, especialmente en los barrios suburbanos (no digo marginales) la gente –esto es los conductores convertidos en desaprensivos usuarios–, simplemente ubica su vehículo donde y cómo le da la santísima gana. No importa el espacio (me refiero al ancho) que ha sido asignado, si amplio o relativamente estrecho, estos usuarios van y se colocan donde quieren y como les da su impulsivo arbitrio, sin consideración a la necesidad de quien pueda venir después. ¿Acaso lo hacen por falta de cultura o por descortesía?, ¿quizá por complejo de inferioridad o simplemente porque creen que lo hacen “solo por un ratito nomás”? Lo cierto es que afectan a los locales que ofrecen sus servicios y, aunque no lo sepan apreciar, a los demás usuarios y a ellos mismos. No harían lo mismo si fueran controlados o, menos aún, si supieran que pudieran ser sancionados… ¡Aunque fuera por un ratito nomás!


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