28 abril 2020

Una pequeña parcela

“...nada se posee totalmente, ni la verdad ni el error ni el conocimiento ni el recuerdo", "...no podemos heredar sino lo mismo que nuestros antepasados nos legaron, la comunidad del pasado y la voluntad del porvenir, unidos en el presente por la memoria, por el deseo y la sabiduría…” Carlos Fuentes. “Los años con Laura Díaz”.

He vuelto a leer a Carlos Fuentes aprovechando del confinamiento. Hoy he hecho auditoría y me he encontrado con al menos seis o siete obras suyas en mi librero (transijo por una vez a la tentación de llamarle “biblioteca”). Advierto que, a excepción de “En eso creo”, habría dejado de leer al autor mejicano por algo más de treinta años. Noto también que un par de esos libros ni siquiera los he hojeado, son los más extensos; “Cambio de piel” es uno de ellos. Me pregunto cuál fue el motivo para ello, si se trató de un simple olvido o quizá de un inconsciente acto de “procrastinación” o aplazamiento. Así y todo, reviso lo subrayado en los que sí los he leído y me sobrevive la incómoda impresión de que parecería que jamás siquiera los hubiera abierto...

He empezado con “Los años con Laura Díaz”, una novela de carácter histórico; en ella se destacan el desarrollo de la frase extensa y el buen manejo del idioma. No está allí el Carlos Fuentes identificado con el Boom y lo “real maravilloso”. La trama está bien urdida y la ambientación con los diferentes gobiernos de México la hacen muy interesante. Solo cuando se termina su lectura, se puede advertir, a través de la revisión de los “Reconocimientos”, que lo que ha tenido entretenido al lector es, en realidad, la historia de varias generaciones de la familia de este autor galardonado con el Cervantes y el Príncipe de Asturias. En la novela se aprecia la gran capacidad narrativa de Fuentes y, sobre todo, su portentosa cultura y formidable erudición.

Al principio del capítulo final del libro, encuentro una palabra de la que alguna vez hice fisga, y descubro que ella es parte, nada menos, que del nombre original de la ciudad de Los Ángeles, en California: “Puebla de Nuestra Señora de Los Ángeles de Porciúncula, fundada en 1769 por una expedición de españoles en busca de sitios donde establecer misiones cristianas”. Una vez investigado el sentido de la simpática palabra, descubro que quiere decir “pequeña porción de tierra” y que es voz relacionada con la devoción a San Francisco de Asís. En efecto, encuentro que Porciúncula es una capilla integrada en la Basílica de Santa María degli Angeli, ubicada en el municipio del mismo nombre, en Umbría, Italia. Y yo que me había burlado de quienes habían estudiado en un centro educativo lojano, que fuera bautizado con tan franciscano nombre...

Aquí bien vale una digresión histórica. Cuando Sebastián Moyano (Benalcázar) fundó San Francisco de Quito, tuvo cuidado en mantener como eje longitudinal de la urbe la que entonces se llamara Calle Angosta (sendero conocido como Camino Real antes de la colonia, y como España o Calle del Correo, años más tarde. Hoy calle Benalcázar), no solo porque unía el templo del sol (Panecillo) con el templo de la luna (San Juan o Huanacauri), sino porque estaba avecinada a la Plaza de San Francisco, lugar que correspondió al centro de la urbe en tiempos prehispánicos. Nótese que este importante enclave no fue a manos de las dos principales comunidades religiosas (dominicos y agustinos), sino a otra más humilde, a la de los seguidores del santo de Asís. Tal era el grado de veneración que por siempre despertó el fraile italiano.

Parece que en Ecuador existe también una suerte de consagración a este curita ejemplar, y es por ello que no podía faltar un lugar bautizado como el sitio mencionado. Así es como en Loja existe un plantel educacional con el nombre de La Porciúncula, en testimonio de la devoción que el santo provoca por todas partes.

Volviendo a mis lecturas de Carlos Fuentes, también me estoy entreteniendo con "Terra Nostra", quizá su libro más emblemático. Terra Nostra es un libro monumental (tiene más de mil páginas); basta leer el primer capítulo para caer en cuenta que Fuentes es parte del realismo mágico, allí una anciana nonagenaria pare un crío que nace con seis dedos en los pies y una cruz de carne dibujada entre las cuchillas de su espalda... La novela nos deja la impresión de que sería una historia contada con un método parecido al utilizado en la "Rayuela" de Cortázar; es decir, no haría falta leer los capítulos en el mismo orden que están presentados, y uno podría escoger cualquier capítulo al azar y luego leer cualquier otro, sin suscribirse a un esquema lineal; y luego hacerlo, a partir de ahí, sin orden ni concierto, como dando saltos y brincos transversales, igual que lo que se nos ha sugerido probar con la travesura caprichosa del enigmático escritor argentino.

No adivino todavía la intención de Fuentes al escribir su obra más ambiciosa, ni siquiera sospecho la razón para su título. No es este un libro en el que él hable de su tierra, ni siquiera de su patria extendida. Quizá sea un intento por explicar lo que somos, a través de interpretar la mentalidad española en los años en que el imperio español dominaba en casi todos los confines la Tierra. Por lástima, una mentalidad influenciada por la intolerancia y el celo religioso, que no siempre estuvo dispuesta a reconocer el aporte de musulmanes y judíos a su cultura. La trama se relaciona con la construcción de El Escorial, en las cercanías de la Sierra de Guadarrama; una edificación que es a la vez palacio y biblioteca, basílica y museo, panteón y monasterio; un monumento construido como mausoleo para los monarcas españoles, particularmente los Borbones y los Austrias.

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20 abril 2020

Caso fortuito o fuerza mayor

Quizá nunca me puse a pensar en ello, creo que siempre supuse que ambos eran conceptos equivalentes. La desafortunada circunstancia que atraviesa el mundo, de pronto me ha llevado a meditar en si las condiciones del título de esta entrada, son distintas, idénticas o simplemente complementarias. Alguien me ha querido explicar que la diferencia está dada porque la una es provocada por la naturaleza (como en el caso de un cataclismo, una erupción volcánica, una inundación, etc.), mientras que la otra tiene que ver con las acciones o decisiones del hombre. Sin embargo, y aunque puedo entender que la una va más allá de la voluntad del agente, y por lo mismo es inevitable, me sigue quedando confuso cuál de las dos es más grave.

Empecemos pues por tratar de definir los dos conceptos, ya que se trata de tener claro cuál entraña más gravedad, cuál es peor; por tanto, esbozo aquí lo que he aprendido o he investigado: la fuerza mayor es más grave, se trata de un acontecimiento o condición que es imprevisible y también inevitable (un terremoto, un huracán); un caso fortuito, mientras tanto, es algo que aunque pudo haberse previsto (un accidente en la carretera, la cancelación de un vuelo de itinerario por motivos técnicos, un acto terrorista, un incendio), hubo maneras con que se lo pudo evitar. Como se ve, existen dos factores que integran la ecuación: la probable previsión y la eventual capacidad para resistir el suceso o la posibilidad de poderlo evitar.

Con estos elementos, podemos utilizar la experiencia que tiene ocupado al mundo en estos mismos días y resolver que estamos lidiando con dos sucesos que están relacionados, pero que además el uno es consecuencia o derivación del otro. El primero es la inesperada pandemia que nos azota, el coronavirus; el segundo es un conjunto de imprevistas condiciones (la situación de confinamiento, la imposibilidad de contacto social y la restricción de la movilidad) que han sido aplicadas por las autoridades gubernamentales, condiciones que, aunque también pueden ser consideradas inevitables, de alguna manera se las puede administrar o se puede encontrar un modo para “circunnavegar” su efecto (como un salvoconducto o un subterfugio).

Puestas así las cosas, parece que ya lo tenemos más claro: la fuerza mayor sería la pandemia, la posibilidad del contagio; el caso fortuito estaría constituido por la serie de restricciones que han sido impuestas por las autoridades (lo cual tampoco estuvo previsto y que, asimismo, resultó en algo inesperado). Por ello, si ahora sumamos los dos elementos, podemos inferir que estamos enfrentados a dos circunstancias: debemos lidiar con un caso fortuito (el confinamiento y sus aspectos transversales), que ha sido ocasionado y ha surgido como consecuencia y efecto directo de la hecatombe viral, constituida para el ejemplo en fuerza mayor.

Así, y para efectos de “causa y consecuencia”, digamos, por ejemplo, que no logro comunicarme con mis superiores jerárquicos, pero no por culpa del inminente contagio, sino por las restricciones acordadas a la movilización. En suma, lo que me impide es el caso fortuito que ha sido, a su vez, decretado como consecuencia del probable contagio, que era la fuerza mayor. Tal parece, sin embargo, que los especialistas no han logrado ponerse de acuerdo en las diferencias; de hecho, muchos códigos civiles consideran que las dos condiciones son la misma cosa. Esto, debido a que una u otra eximen de culpa a quien puede imputársele responsabilidad.

Hago estas confusas reflexiones mientras medito, por otra parte, en el parámetro que parecen esperar las autoridades a efecto de suspender esta forma de arresto domiciliario que es el confinamiento que se nos ha impuesto. Es obvio que este no puede concluir sin que previamente se disponga de una curación o vacuna, o hasta que no se haya desarrollado aquella forma de inmunidad colectiva que se ha dado en llamar “inmunidad de rebaño”. Al respecto, parece que la expresión está un poco mal traducida del idioma original; creo que quiere decir “inmunidad de manada” y tiene que ver con la existencia de un número considerable (un alto porcentaje) de individuos que han padecido el contagio, han enfrentado las implicaciones del virus y han desarrollado los necesarios anticuerpos para sobreponerse a la enfermedad.

A lo que apunto es que lo que importa no es necesariamente que nadie se contagie, sino que de a poco se vaya constituyendo un ejército de gente inmune que permita que la pandemia sea mejor enfrentada por la sociedad. Según la OMS, Organización Mundial de Salud, un 80 por ciento de quienes se contagian lo hacen con una carga viral baja (un 60 por ciento son asintomáticos); del 20 por ciento restante, un 14 por ciento son casos severos y el 6 por ciento sobrante son casos graves. Hace falta, por lo mismo, un cambio de paradigma, enfrentar el virus con una distinta actitud, con una estrategia diferente y con una más proactiva mentalidad. Quizá esta sea la única manera de evitar una más grave desgracia, es decir una mayor mortandad.

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16 abril 2020

La maldita cola de cigala *

Alguien tenía que decirlo por mí... (“darme diciendo”, como dicen en mi tierra).

* Escrito por: Arturo Pérez Reverte
   Tomado de El bar de Zenda. Patente de corso, 21 de octubre de 2019

"La verdad es que no soy gran aficionado a la comida, pero me gusta despacharla a solas: hacerme un plato de pasta en casa, o una tortilla francesa, o lo que sea, y comerlo sin protocolos mientras echo un vistazo al Hola o a los periódicos del día. Sin estar pendiente de nadie. Y eso incluye los restaurantes: sentarte a una mesa tranquila, abrir un libro y comer a tu aire mientras lees El diamante de Moonfleet, por ejemplo. O El prisionero de Zenda, que se acaba de reeditar en una edición estupenda. Incluso, si el sitio y la clientela son adecuados, pedir un aguamanil con una rodaja de limón dentro y unas chuletillas de cordero levemente churruscadas y zampártelas cogiéndolas con los dedos, como debe ser, para disfrutarlas de verdad. Sin protocolos y sin darle conversación a nadie. Comer sin Dios ni amo.

La excepción es la familia, claro. Y los amigos. Eso es otra cosa, y las comidas con ellos son agradables. Aunque tampoco es bueno abusar de los afectos. Sobre todo cuando, como en mi caso, no eres aficionado a sobremesas largas excepto en casos singulares. Ahí, la ventaja de cuando algunos compadres vienen a cenar a casa (recuérdenme que un día cuente lo de Jabois con la botella de ginebra Plymouth de mi frigorífico, o cómo Antonio Lucas me vacía sin escrúpulos las botellas de vodka Beluga) es que cuando a las dos de la madrugada me entra sueño, hay confianza de sobra para decir «a la calle, cabrones, que os llamo un taxi», y todos, con Edu, Gistau, Raúl, Juan Eslava y las legítimas, cuando vienen, se levantan y se largan sin protestar ni enfadarse.

Con todo y con eso, lo que no soporto, ni en los amigos, ni en los enemigos, ni en los que me dan lo mismo, es lo de compartir platos. Sobre todo en los restaurantes. Ahí me llevan los diablos. Eso de llegar, sentarnos varios y que cuando se acercan el maître o el camarero alguien proponga «algo en el centro para compartir, ¿no?», me repatea los higadillos. Lo del jamón ibérico o unas gambas tiene su pase, pero alto ahí. Poco más. Del resto, prefiero meter cuchara o tenedor en mi propio plato. Así que cuando alguien sugiere el picoteo común –el pintor de batallas Ferrer Dalmau es muy de eso–, me pongo en plan Scrooge gruñón y digo «yo no comparto nada, lo mío lo pido para mí». Entonces siempre hay alguien que me mira extrañado y pregunta: «¿Y los demás?». A lo que suelo responder: «Los demás podéis iros a hacer puñetas».

Pero el colmo de los colmos, lo que altera mis sentimientos gastronómicos hasta convertirlos en impulsos homicidas, llega cuando estás sentado a la mesa con más gente y alguien que come a tu lado, hembra o varón, dice esa enorme chorrada de «prueba de lo mío, que está buenísimo», ofreciéndote meter el tenedor en su plato. Y da igual que digas que no con toda cortesía, porque algunos pelmazos insisten en el asunto. «No, en serio, prueba», dicen, e incluso pinchan algo y lo ponen en el borde de tu plato para obligarte a catarlo, te apetezca o no. Sin contar los que, no contentos con eso, y sin que los disuadan tus negativas reiteradas, tu reticencia manifiesta ni tus miradas entre furibundas y criminales, tienen los santos huevos de meter el tenedor en tu plato y pinchar algo. «A ver, déjame ver qué tal está lo tuyo», dicen. Los grandísimos cantamañanas.

A veces, alguno llega a casos extremos. De entre todas las experiencias penosas que recuerdo sobre ese particular, hay una que sigue royéndome la memoria. Me encontraba en una comida razonablemente formal, con la desgracia de que a mi derecha se hallaba una señora de buenas intenciones pero más pesada y plasta que una novela de Belén Gopegui. Y la señora se empeñaba en que probase las colas de cigala al curry de su plato. «Están maravillosas», decía la prójima. Yo me negaba, defendiendo mi territorio. «No me apetece –le repetía–. Gracias, pero no me apetece». Sin embargo, inasequible al desaliento, ella insistía. Y como al final yo, desesperado, ponía los brazos en torno a mi territorio para protegerlo de su empeño, a la buena mujer no se le ocurrió otra cosa que, con un movimiento rápido, pinchar una de sus cigalas y echármela en el plato por encima del brazo, de manera que al caer en la salsa de mi estofado me salpicó la camisa. «Huy, perdón», dijo la tía. Y acto seguido, con su servilleta, queriendo limpiarme, acabó de restregar las manchas por toda mi pechera mientras yo, paralizado por el asombro, dudaba entre darle un puñetazo a ella –violencia machista, ruina absoluta– o al marido, que estaba sentado enfrente y sonreía bobalicón y aprobador. El muy gilipollas."

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13 abril 2020

Tiempo de barbijos

Hay quienes piensan que a veces utilizo palabras que no son de uso muy frecuente (“rebuscadas”, las llama uno de mis amigos). Creo yo, sin embargo, y a riesgo de que se me acuse de pedantería, que aquello, de ser así, sería preferible a que se abuse del uso repetitivo de ciertos términos (principalmente adjetivos y sustantivos), cuando existen tantas y tantas palabras, o modos adverbiales, tanto en el nuestro como en cualquier otro idioma, que hacen “increíble” (esta es una de aquellas) que personas que tienen un respetable nivel de cultura y que están expuestas a una ocasional exposición mediática no caigan en cuenta de esta carencia de prolijidad. Entre nosotros, “tenaz” es una de esas palabras, quiere decir bueno y malo, fácil y difícil, frío y caliente; cualquier cosa pero en grado exagerado (“o sea”, ¡tenaz!).

Sí, es increíble cómo se abusa, verbigracia, de la palabra “increíble”. Acabo de leer, para muestra de ejemplo, una noticia perteneciente a un rotativo digital español relacionada con el primer ministro británico, Boris Johnson, quien se encuentra afectado por la pandemia de moda, el insidioso coronavirus. Ha afirmado, quien se ha hecho cargo de sus funciones, que “el primer ministro está en manos seguras” y que “nos mantenemos detrás de él con un increíble espíritu de equipo”. Resulta obvio que lo que ha querido expresar el funcionario, es que el mencionado espíritu es muy fuerte, cohesionado o vigoroso; y no lo que la palabra por su cuenta significa: que ese espíritu es de tal naturaleza, que los ciudadanos no lo iban a poder creer.

No le resto tampoco una probable carga de intencionalidad a la descuidada frase, o incluso un doble sentido, porque es de todos conocido que las relaciones entre los miembros del gabinete británico son, justamente, todo menos armónicas; y, como lo expresa aun mejor el medio referido: tal reafirmación de unidad ha servido más bien “para alimentar sospechas que para transmitir alguna certidumbre”. Esta situación, ya que no existe una regla clara y definida respecto a quién debe reemplazar -por imprevista necesidad o caso fortuito- al primer ministro, resulta un tanto insólita, en una nación que se ha caracterizado por estar a la vanguardia, con respecto a la forma previsible y ordenada con que se manejan sus asuntos administrativos.

Pero esto resulta comprensible para los tiempos que corren. Nadie imaginó que pudiera acontecer en el mundo una situación de las características sanitarias y, sobre todo, de tan general paralización de actividades y confinamiento, como la que estamos viviendo. Por lo mismo, y frente a la ausencia de normativas específicas para situaciones imprevistas, abundan por doquier interpretaciones arbitrarias nunca exentas de subjetivismo.

De vuelta al propósito de este escrito, conjeturo que todos estamos aquejados, de alguna manera, por esta innecesaria repetición de palabras de significado indefinido. Sé de un colega a quien alguna vez endilgaron el mote de “El impresionante”, pues desde un buen día adquirió la inveterada costumbre de utilizar en forma cadenciosa el referido calificativo (“im-pre-sio-nan-te”); así fue como, casi sin proponérselo, este pasó a convertirse en su nombre intermedio o, quizá, en su segundo apellido. De igual modo, tuve también una pareja de buenos amigos, a quienes los chuscos endilgaron el remoquete de “Los espectaculares”, por su abuso indiscriminado del pegajoso adjetivo. Quizá nadie esté exento; yo mismo creo que abuso de ciertos adjetivos.

Al respecto, revisaba en días pasados, una brillante exposición relacionada con la frágil unidad española (el tema de las autonomías), que había hecho hace un par de años, ese genial periodista e intelectual español conocido como Alfonso Ussía (España, ¿mito o realidad? Letras en Sevilla III - “Las reaparecidas esquinas del odio”); quien explicaba  porqué se resistía, y siempre se resistió, a usar la palabra maravilloso.

Todo esto sucede y nos pasa en tiempos que son diferentes. Y lo son porque, como yo ya escuchaba de muchacho, “hay un tiempo para todo, hasta para que los tiempos se junten”; y vaya que se han juntado, dando paso al tiempo de este enemigo mortal e invisible, pertinaz y silencioso. Son tiempos de guantes quirúrgicos y barbijos, de lenguaje gestual y distancias impuestas, de teletrabajo y confinamiento obligado. ¿Quién lo hubiera anticipado?; y, aun si lo hubiera, ¿quién le hubiera creído? Esto me recuerda las “temporadas” que se creaban con los pasatiempos en la escuela. Hubo tiempos de trompos, de cromos y de bodoqueras; los hubo de carreras de bolas, de horquetas y de “zumbambicos”; los hubo “de monas” y hasta de cometas.

Estos son tiempos de cuarentena y aislamiento, llevados con un rigor que hoy se nos antoja inejecutable para la arrogancia de nuestros días. Hay quienes comparan estas medidas con otras formas de “reclusión”, como el arraigo domiciliario, el exilio o el destierro. Proponemos que la palabra más adecuada para definir lo que nos ha tocado en suerte, es la voz confinamiento. Pero es imposible no advertir con ella el parentesco etimológico que existe entre el vocablo confín (con el sentido de límite, alejado, lejano o recoleto) y esa otra palabra que define nuestros actuales contratiempos; con todas sus restrictivas circunstancias, sus protectores plásticos para las manos y sus mascarillas; y, claro, con nuestro impredecible e inopinado predicamento...

Este es el inesperado y sorprendente tiempo que nos ha tocado vivir… Sí, ¡qué tiempo!

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04 abril 2020

“La cuenta del notario”

Le decían el “Loquito”. Él utilizaba la frase con frecuencia, aunque creo que lo hacía con un sentido no solo inexacto sino, además, incorrecto. Estoy convencido de que para él, aquello de “la cuenta del notario” representaba una especie de fondo abierto, un respaldo financiero para ser usado a discreción; aquél constituía un fondo inagotable hacia el que ni siquiera quedaba la obligación de que se lo tuviera que reponer o que se lo tuviera que reembolsar. Desconozco si mi querido hermano tenía la persuasión de que los notarios eran individuos cuyo oficio les permitía ir por el mundo prestando dinero, indiferentes a la posibilidad incierta de que se les pague nuestras deudas o de que su peculio ya no se pudiera recuperar.

Tampoco sé si él asociaba este peculiar concepto con el del conocido tango*, pues siempre es probable que haya tratado de transliterar su texto. No es difícil confundir notario con aquella otra voz (otario) perteneciente al lunfardo argentino, palabra que se utiliza por allá para referirse a todo aquél que se quiere dar de generoso y que termina quedando de tonto útil por querer presumir de gastador. El otario, así, sería aquel individuo que paga las cuentas ajenas por el solo aspaviento de parecer adinerado, por fingir de acomodado ante los ojos de quienes se dejan impresionar; él es el gastador o el “paganini”, tan ingenuo que se da el lujo de mantener una cuenta de incobrables, a sabiendas de que nunca le han de querer pagar.

Es posible que así fuera por el mundo mi inolvidable hermano, convencido de que eso era lo que proclamaba el contradictorio tango; con aquella su letra sórdida, que entremezclaba un valor como la gratitud con la abyección del burdel y el arrabal. Por ello, y reflexionando al canto en esa probable confusión -entre los términos notario y otario-, he recordado, otra palabra parecida, un nombre propio que quizá exista en nuestro idioma, y qué tal vez esté emparentado con Lothar, nombre que es muy frecuente en otro idioma europeo: el alemán.

Yo era todavía pequeño cuando debía escoger por cuenta propia, alguna tarde de sábado, la barbería en donde habría de irme a cortar el cabello. Existían en el barrio de San Blas, sector donde transcurrió mi infancia y mi primera adolescencia, un par de peluquerías: la una, que era la mejor dispuesta entre las dos, pertenecía a unos hermanos de apellido Romero; la otra, un poco más modesta, estaba ubicada en la bajada de la calle Montúfar, junto a un almacén de calzado deportivo llamado “Pichurca”, en la planta baja de ese enjuto edificio triangular que aún se conoce con el apodo de “Calé de queso”. Este era un establecimiento más económico; por ello, los resultados de las tareas encomendadas, no siempre estaban garantizados. Así y todo, lo preferíamos, porque en este modesto local podíamos encontrar una más generosa variedad de revistas de historietas, los llamados “cómics” (“tebeos” les dicen en España), o “penecas” como les llamaba, no sin cierto desdén, mi propia abuela.

Puede decirse, por lo mismo, que no era que íbamos a “peluquearnos”, y que, de paso, aprovechábamos para hojear una revista de caricaturas; sino que, más bien, íbamos allá (realmente matábamos toda la tarde) “para ponernos al día” con aquellas revistas recién publicadas y que, en el ínterin, aprovechábamos para, de pasada, cortarnos el cabello... No recuerdo muy bien si fue en las revistas del Fantasma (“El duende que camina”) o en las de un personaje peinado con gomina y que lucía un bigotito bien cuidado, y que además ejercía de mago y respondía al nombre de “Mandrake”, que existía un personaje caracterizado por su sentido de la lealtad y por su nunca bien ponderado físico. Obedecía al jamás escuchado nombre de Lotario. Ni notario ni, tampoco, otario; así, simplemente Lotario.

A propósito de los olvidados penecas, parece que, por algún motivo, así se dio en llamar, desde un indefinido día, a todas las revistas de historietas infantiles (peneca quiere decir niño o chiquillo); esto habría sucedido porque había existido una revista infantil, que era publicada en Chile y se conocía como “El peneca”. Esta habría sido una de las primeras revistas infantiles. Dicha publicación habría dejado de imprimirse hacia finales de los años cincuenta (aunque yo personalmente nunca la llegué a conocer). La desaparición de la revista habría dado paso a la proliferación de todas aquellas otras publicaciones que relataban las hazañas de aquel palmarés de héroes que alegraron los días de nuestra infancia (y, desde luego, de aquellas tardes de sábado de peluquería). Hubo casas en las que no se toleraban estas coloridas ediciones, como fue la mía, pues se aducía que nos distraían de nuestras tareas educativas; tal fue la intransigente rigidez con que se nos educó por aquellos años...

Al final, nunca supimos qué sentido tenía, para el Loquito, aquella su particular “cuenta del notario”; lo que pronto nos dimos cuenta era que cualquier cosa, todo mismo, podíamos cargarlo a la inagotable cuenta de su propia, desproporcionada y desbordante generosidad.

* Tango “Mano a mano”. Letra: Caledonio Esteban Flores. Música: Carlos Gardel.

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