04 abril 2020

“La cuenta del notario”

Le decían el “Loquito”. Él utilizaba la frase con frecuencia, aunque creo que lo hacía con un sentido no solo inexacto sino, además, incorrecto. Estoy convencido de que para él, aquello de “la cuenta del notario” representaba una especie de fondo abierto, un respaldo financiero para ser usado a discreción; aquél constituía un fondo inagotable hacia el que ni siquiera quedaba la obligación de que se lo tuviera que reponer o que se lo tuviera que reembolsar. Desconozco si mi querido hermano tenía la persuasión de que los notarios eran individuos cuyo oficio les permitía ir por el mundo prestando dinero, indiferentes a la posibilidad incierta de que se les pague nuestras deudas o de que su peculio ya no se pudiera recuperar.

Tampoco sé si él asociaba este peculiar concepto con el del conocido tango*, pues siempre es probable que haya tratado de transliterar su texto. No es difícil confundir notario con aquella otra voz (otario) perteneciente al lunfardo argentino, palabra que se utiliza por allá para referirse a todo aquél que se quiere dar de generoso y que termina quedando de tonto útil por querer presumir de gastador. El otario, así, sería aquel individuo que paga las cuentas ajenas por el solo aspaviento de parecer adinerado, por fingir de acomodado ante los ojos de quienes se dejan impresionar; él es el gastador o el “paganini”, tan ingenuo que se da el lujo de mantener una cuenta de incobrables, a sabiendas de que nunca le han de querer pagar.

Es posible que así fuera por el mundo mi inolvidable hermano, convencido de que eso era lo que proclamaba el contradictorio tango; con aquella su letra sórdida, que entremezclaba un valor como la gratitud con la abyección del burdel y el arrabal. Por ello, y reflexionando al canto en esa probable confusión -entre los términos notario y otario-, he recordado, otra palabra parecida, un nombre propio que quizá exista en nuestro idioma, y qué tal vez esté emparentado con Lothar, nombre que es muy frecuente en otro idioma europeo: el alemán.

Yo era todavía pequeño cuando debía escoger por cuenta propia, alguna tarde de sábado, la barbería en donde habría de irme a cortar el cabello. Existían en el barrio de San Blas, sector donde transcurrió mi infancia y mi primera adolescencia, un par de peluquerías: la una, que era la mejor dispuesta entre las dos, pertenecía a unos hermanos de apellido Romero; la otra, un poco más modesta, estaba ubicada en la bajada de la calle Montúfar, junto a un almacén de calzado deportivo llamado “Pichurca”, en la planta baja de ese enjuto edificio triangular que aún se conoce con el apodo de “Calé de queso”. Este era un establecimiento más económico; por ello, los resultados de las tareas encomendadas, no siempre estaban garantizados. Así y todo, lo preferíamos, porque en este modesto local podíamos encontrar una más generosa variedad de revistas de historietas, los llamados “cómics” (“tebeos” les dicen en España), o “penecas” como les llamaba, no sin cierto desdén, mi propia abuela.

Puede decirse, por lo mismo, que no era que íbamos a “peluquearnos”, y que, de paso, aprovechábamos para hojear una revista de caricaturas; sino que, más bien, íbamos allá (realmente matábamos toda la tarde) “para ponernos al día” con aquellas revistas recién publicadas y que, en el ínterin, aprovechábamos para, de pasada, cortarnos el cabello... No recuerdo muy bien si fue en las revistas del Fantasma (“El duende que camina”) o en las de un personaje peinado con gomina y que lucía un bigotito bien cuidado, y que además ejercía de mago y respondía al nombre de “Mandrake”, que existía un personaje caracterizado por su sentido de la lealtad y por su nunca bien ponderado físico. Obedecía al jamás escuchado nombre de Lotario. Ni notario ni, tampoco, otario; así, simplemente Lotario.

A propósito de los olvidados penecas, parece que, por algún motivo, así se dio en llamar, desde un indefinido día, a todas las revistas de historietas infantiles (peneca quiere decir niño o chiquillo); esto habría sucedido porque había existido una revista infantil, que era publicada en Chile y se conocía como “El peneca”. Esta habría sido una de las primeras revistas infantiles. Dicha publicación habría dejado de imprimirse hacia finales de los años cincuenta (aunque yo personalmente nunca la llegué a conocer). La desaparición de la revista habría dado paso a la proliferación de todas aquellas otras publicaciones que relataban las hazañas de aquel palmarés de héroes que alegraron los días de nuestra infancia (y, desde luego, de aquellas tardes de sábado de peluquería). Hubo casas en las que no se toleraban estas coloridas ediciones, como fue la mía, pues se aducía que nos distraían de nuestras tareas educativas; tal fue la intransigente rigidez con que se nos educó por aquellos años...

Al final, nunca supimos qué sentido tenía, para el Loquito, aquella su particular “cuenta del notario”; lo que pronto nos dimos cuenta era que cualquier cosa, todo mismo, podíamos cargarlo a la inagotable cuenta de su propia, desproporcionada y desbordante generosidad.

* Tango “Mano a mano”. Letra: Caledonio Esteban Flores. Música: Carlos Gardel.

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