29 abril 2022

Esos tigres no tragan trigo

“…tenía frente a mí (y digo frente a mí) la belleza que se puede ver, tocar, oír, oler y gustar con todos los sentidos: ver con las manos, oír con la boca, gustar con los ojos, oler con los poros del cuerpo”. Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres.

 

Se llama aliteración. No es más que un ejercicio fonético; consiste en una figura retórica que utiliza palabras con sonidos parecidos. Su propósito no es crear una frase coherente, sino articular una entidad léxica que genere dificultad para quien intenta repetirla. Cómo olvidar los trabalenguas que aprendimos cuando niños: “Pablito clavó un clavito en la calva del calvito”; o “Erre con erre, cigarro; erre con erre carril, rápido corren los carros del ferrocarril”. El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante utilizó ese recurso para intitular su más ambiciosa novela, se refería a ella como TTT, o Triple Te, para facilitar a sus lectores la pronunciación de la breve frase.

 

Tres tristes tigres es una cacofonía pero también el nombre que llegó a ser definitivo, aunque terminaría siendo un título intraducible. El primero había sido “Vista del amanecer en el trópico”, con él ganó en 1964 el premio Biblioteca Breve. Desde el principio, Tres tristes tigres tendría problemas con la censura, no solo porque el gobierno castrista la consideró contrarrevolucionaria, sino porque debido a sus relatos eróticos, la criba franquista la habría calificado de "obscena, moralmente objetable y políticamente condenable". El autor entonces optó por recortar los fragmentos censurados y por reescribir la novela completamente; así, de un texto de ciento veinte páginas, el libro llegó a tener más de cuatrocientas. Más tarde, en referencia a su éxito editorial, Cabrera no dudaría en agradecer el pertinaz aporte de aquella censura; a ella habría tenido que atribuirle el resultado. Un repetitivo perífrasis de la novela, Ella cantaba boleros”, fue otro título que también se habíra querido ensayar.

 

El título definitivo resultaría de la contracción de un viejo trabalenguas: “Tres tristes tigres tragan trigo en el trigal”. Si un trabalenguas es una forma –generalmente infantil– de entretenimiento, la obra procura relatar los entretenimientos y las actividades nocturnas que identifican a tres amigos que disfrutan del ambiente tropical y festivo de una ciudad ruidosa y bullente como fue La Habana. Todo sucede en un ambiente de juerga concertada y descuidado derroche. Los amigos no paran de convertir la noche en una cláusula de continua exploración y renovada cacería de mujeres y travesuras; para ellos, solo cuenta aquel disfrute que remite al cabaret, lugar donde el baile no es sino Un hombre y una mujer. Abrazándose apretados. En la oscuridad” (así, con puntos seguidos)...

 

Los personajes parecerían querer convertir sus nombres en epónimo de todo aquello que da plenitud a su desbocada persistencia. Arsenio Cué, es el actor que anhela convertirse en escritor, Eribó es el músico que se expresa con su bongó y, finalmente, Silvestre, es el amante del cine, el mar y la noche. Los acolitan Códac (¿Kódak?) y Bustrófedon (palabra griega que expresa el sentido del vaivén en las tareas del arado). A todos une la amistad y ese compartir de las exacerbadas pasiones que se satisfacen en el ambiente del night-club, con la cómplice protección de la oscuridad. Noche y cabaret se convierten así en preponderantes personajes. No habiendo más preocupación que la celebración y el ambiente de fiesta que irradia aquel lugar, Tres tristes tigres se convierte entonces en relato hedonista, en apología del insustancial disfrute de los sentidos.

 

Hay en Tres tristes tigres, continuos chispazos y referencias a otras obras literarias. Lo suyo conlleva un travieso e ingenioso uso del lenguaje, su tratamiento bien puede catalogarse como un tipo de erotismo adornado por el humor. En el libro no se deja de advertir el influjo de ciertos recursos técnicos que utilizó James Joyce; ahí están los juegos de palabras y la ausencia de adecuada puntuación. Hay capítulos que lucen inconexos, sin cronología ni continuidad; diálogos completos que prescinden del guion, reemplazado por el uso de cursivas. Se repite todo un capítulo con versiones similares pero distintas. No es fácil identificar al relator, es como si los personajes se hubiesen reunido para pasar lista de sus noctámbulas experiencias. Gran parte de la segunda mitad está saturada de un humor extraño, tan profuso que bien pudiera incluirse en la antología del disparate.

 

Encuentro un anti-clímax hacia la mitad del texto, lo crean ciertas referencias relacionadas con León Trotsky y atribuidas al solemne estilo de conocidos escritores. No obstante, la obra recobra pronto su original vivacidad. En alguna parte uno decide seguir el consejo del propio autor: tratar de leer la novela en voz alta y de hacerlo por la noche. Yo añadiría que pudiéramos intentarlo ambientados con un poco de calor, y animados con algo de música caribeña; y, quién sabe, si asistidos por el perdurable goce de un bien preparado y siempre refrescante Daiquiri.


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26 abril 2022

Nobleza y generosidad

"El esplendor de una noble cuna no pertenece a un individuo sino a sus antepasados". Ancio Manlio Severino Boecio. La consolación de la filosofía. Libro III.


Desde siempre asocié nobleza con generosidad; no sé si fue por formación o por legado familiar (de niño, siempre conté con la proverbial generosidad de mis tíos maternos); entonces estuve persuadido de que la magnanimidad era un atributo relativo a la nobleza, sabía que no ser generoso -no se diga ser mezquino- era una condición alejada del auténtico abolengo, pues nada identifica tanto al espíritu nobiliario como la prodigalidad espontánea que surge de la propia iniciativa y del deseo de participar y compartir. No puede ser noble el avaricioso, quien piensa que lo que tiene es solo para su disfrute solitario y personal. Ni qué decir de quien lo hace sólo por esnobismo o para alardear de que lo hace. La generosidad debe ser un acto discreto, sin ánimo de ostentación.

 

Hablar de prodigalidad requiere de una aclaración: no es lo mismo nobleza que riqueza; no hace falta ser adinerado u opulento para ser noble o generoso. Cualquier individuo puede ser generoso sin necesidad de ser rico, así como no toda persona pudiente es necesariamente noble o generosa. Ser pródigo es un atributo del hombre noble, sea rico o pobre; y, así como existen nobles que son solo unos avaros o unos “muertos de hambre”, también hay personas pobres que se desviven por compartir lo poco que tienen y lo disfrutan con otros. Imagino que estos son los que el evangelio llama “pobres de espíritu”: quienes no tienen la soberbia de algunos ricos que se creen superiores solo porque gozan de la circunstancia temporal de poseer un poco más.

 

Por ello se me antoja que ser noble es tener una actitud generosa y gentil. Dice la primera acepción del diccionario que noble equivale a preclaro, ilustre y generoso; este concepto es complementado por la segunda acepción que parecería estar escrita en letras de oro: “Dicho de una persona… Que por herencia o por concesión del soberano posee algún título del reino”. Si hablamos de “concesión” se entiende que es una circunstancia que, a su vez y aunque no exista mérito interpuesto, ha estado sujeta a la generosidad del soberano o de su representante. Por lo mismmo, y si ha de actuarse con consecuencia, quien ha recibido esa distinción, en base a la generosidad ajena, está moralmente obligado a actuar con idéntica y consecuente predisposición.

 

Se me ha ocurrido hablar de nobleza mientras me he ido adentrando en la biografía y pensamiento de un filósofo austríaco llamado Karl Popper, quien vivió en el siglo pasado y cuestionó muchas de nuestras ideas y creencias, nuestros nunca disputados prejuicios. Popper había nacido acomodado, era judío por los cuatro costados, y había disfrutado de un raro privilegio: la extraordinaria biblioteca que habían acopiado sus antepasados. Popper fue autodidacta, tanto que a los dieciséis años abandonó la escuela para luego optar por la posibilidad de atender la universidad como oyente. Más tarde, debido a la guerra y a su ascendencia, tuvo que refugiarse en Nueva Zelanda, donde se dedicó a la enseñanza. Terminado el conflicto, regresó a Inglaterra donde habría de ser distinguido con un título de caballero. Pasó a ser conocido como Sir Karl Popper.

 

Esto de ciertos títulos nobiliarios me invita a un par de reflexiones. En efecto, voy cayendo en cuenta que esto que en inglés llaman “knighthood” (posesión de un título de nobleza o de caballero) se ha convertido en una potestad que responde, más que a la discreción, a la indiscreción del soberano. Un título no siempre es concedido por un mérito relacionado con el verdadero conocimiento, es decir con el saber con carácter académico; parecería que ya solo hace falta “saber” cantar bien o “saber” jugar bien al fútbol, muestras hay y en abundancia… Me pregunto si no hay en todo esto una clara distorsión de lo que se entiende por conocimiento, y digo esto pues esa es justamente la base etimológica de la palabra nobleza, que viene de la raíz indoeuropea gno, presente en el griego gnosis, el mismo que quiere decir saber o conocer (de ahí vienen gnóstico, agnóstico y agnosticismo).

 

La otra reflexión a que me llevan estos títulos es su potencial o eventual carácter hereditario. Se entiende que la designación consiste, en algunos casos, en una credencial –con su respectivo diploma o instrumento de respaldo–, la que identifica a quien ha sido distinguido; ello no necesariamente incluye un legado o la concesión de una propiedad, como sería la de cualquier forma de espacio físico (un territorio o un castillo, por ejemplo). Supongo que hay mucho de respeto a la tradición en estos particulares procesos. Pero no me queda claro, sin embargo, si existe un procedimiento establecido para la transferencia de esos títulos: si solo pueden ser heredados por el primogénito o si aquello solo puede suceder en forma subsecuente al deceso del titular correspondiente.


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22 abril 2022

¿Por qué se llama Cristo a Jesús? *

* Escrito por: G.M. Abel. Periodista especializado en la historia y los viajes. National Geographic.

 

Jesús, Cristo, Jesucristo… aunque estos términos se usan indistintamente, cada uno tiene un significado propio y un uso específico. Cuando se estudia el personaje de Jesús de Nazaret desde el punto de vista histórico, se suele usar su nombre propio. Cristo y Jesucristo son términos pertenecientes al ámbito religioso: Christós es un término griego que significa “ungido” y que usaba Pablo de Tarso, una de las figuras más importantes en los inicios del cristianismo y que contribuyó a difundir las enseñanzas de Jesús en el Imperio Romano.

 

Pablo de Tarso tenía raíces judías, pero se había formado en la cultura greco-romana: Cilicia, su región natal -en el sureste de la actual Turquía-, había sido fuertemente helenizada como parte del Imperio Seléucida y en el momento de su nacimiento llevaba unos 70 años bajo dominio romano. A menudo se le llama “el apóstol de los gentiles” porque, nacido en el punto de confluencia entre el mundo oriental y el occidental, supo adaptar el mensaje evangelizador para hacerlo llegar a un público de cultura helénica. Al hablar de Jesús solía referirse a él como “Iesoûs Christós”, “Jesús, el ungido”, que se contrajo en el nombre de Jesucristo; por la gran influencia que tuvieron sus escritos en la formación del cristianismo, este término terminó siendo adoptado en el ámbito religioso para hablar del personaje en su aspecto místico, mientras que el nombre Jesús se usaba para referirse al hombre.

 

Enviados de Dios: El acto de ungirse con aceites era un rito común en algunas civilizaciones antiguas del Mediterráneo. Se creía que, mediante el aceite, la divinidad extendía su protección sobre el ungido, reconociéndole como su representante; por ello era una práctica que establecía la legitimidad de los sacerdotes o, en el caso de monarquías teocráticas -como la hebrea-, del rey. El rito de la unción ya se mencionaba en la Torá como procedimiento por el cual los reyes de Israel recibían una doble aprobación: una por parte de los sacerdotes, en nombre de Dios, y otra por parte de los representantes de las tribus, en nombre del pueblo.

 

La consideración de “ungido” –en hebreo mashíaj, de donde proviene “mesías”–, sin embargo, no se limitaba al rey. La tradición judía atribuye este título a varios personajes que se consideraron enviados de Dios, desde los patriarcas hasta el emperador persa Ciro el Grande: este habría liberado a los judíos de su exilio en Babilonia y patrocinado la construcción del Segundo Templo de Jerusalén. El culto zoroástrico era también monoteísta.

 

Desde que Pompeyo el Grande anexionara Judea a los dominios romanos en el año 63 a.C., aparecieron varias figuras que se autodenominaron mesías. Flavio Josefo menciona a nueve, además de Juan Bautista y del propio Jesús, que fue considerado por sus seguidores como el último mesías que había sido profetizado en la Torá, el que traería el reino de Dios sobre la Tierra y el fin de las guerras. Cuando el cristianismo se estableció como culto organizado, este aspecto mesiánico se convirtió en el pilar fundamental para la legitimación del poder religioso, con la figura del Papa como intermediario elegido por Dios. También el Islam heredaría este concepto, considerando en este caso a Jesús el penúltimo de los mesías.

 

Nota complementaria: Los evangelios apócrifos a menudo han provocado dudas, conjeturas y contradicciones respecto al personaje histórico de Jesucristo. Kristin Romey, en su artículo “¿Existió realmente Cristo?”, escrito para National Geographic, también se refiere a la ausencia de concordancia entre los propios evangelios canónicos: “Solo dos de los cuatro evangelios mencionan su nacimiento, y dan versiones distintas: el pesebre y los pastores aparecen (solo) en el de Lucas; los reyes magos, la masacre de los inocentes y la huida a Egipto, en el de Mateo”. Hay quien cree que los evangelistas localizaron la Natividad en Belén para vincular al campesino galileo con la ciudad de Judea de la que, según la profecía del Antiguo Testamento, saldría el Mesías”. (Fin del artículo)

 

Nota del editor: Es vieja la discusión respecto a la falta de concordancia entre los cuatro evangelios canónicos. En Esperando a Godot, de Samuel Beckett, existe un diálogo entre dos mendigos, en el que el primero expone su desacuerdo frente al exclusivo perdón que alcanzó el buen ladrón. “¿Cómo es posible –reclama– que si los cuatro evangelistas estuvieron ahí, solo uno se refiere a este suceso? Solo uno habla de un ladrón salvado, uno de cuatro”. “De los tres restantes, dos ni lo mencionan, y el tercero dice que indultaron a los dos. Se hallaban allí los cuatro. Y sólo uno habla del ladrón salvado. ¿Por qué darle más crédito que a los otros?”. Alberto Vizcaíno.


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19 abril 2022

No, no esperen a Godot

MUCHACHO– ¿El señor Alberto?

VLADIMIR– Soy yo.

Samuel Beckett – Esperando a Godot

 

Fuimos esa tarde al cine Fénix. Era, otra vez, una nueva sesión del cine-foro intercolegial que conducía Luis Campos, mi profesor de Literatura. Exhibían una versión cinematográfica de Esperando a Godot, la “tragicomedia en dos actos” del irlandés Samuel Beckett. Era –recuerdo– la historia de dos indigentes que esperan a un personaje que jamás llegaba y que mandaba a decir que se disculpaba pero que al día siguiente sí llegaría. El punto es que Godot nunca llegaba y todos estábamos persuadidos que Godot nunca iba a llegar. Eran los años del auge del existencialismo –Jean Paul Sartre, Albert Camus–; el drama apuntaba al sinsentido de la condición humana, al tedio; recogía la propuesta del “teatro del absurdo”.

 

Hubo ese día posturas controversiales; nadie parecía ponerse de acuerdo en quién era el personaje principal, si uno de los integrantes del drama o ese personaje ausente y que nunca llegaba a la cotidiana y postergada cita. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de una alegoría pero nadie supo definir, en tal contexto, qué representaba Godot. Tratándose de un ambiente de estudiantes católicos, se esperaba que algunos sugirieran –aun en contra de lo declarado por el propio autor– que Godot simbolizaba a la Divinidad. Recuerdo haber pedido la palabra para decir que discrepaba, que la obra se me antojaba como un acertijo filosófico y que Godot representaba al destino, un destino que nunca se convierte en presente porque solo es un futuro que nunca va a llegar; o, mejor todavía, que nunca “terminaba por llegar”.

 

Pasados los años, un amigo me preguntó un día si había leído ese drama de Beckett y si sabía que el autor se habría inspirado en la teoría del conocimiento de otro irlandés, George Berkeley, para exponer lo que expresan dos de sus personajes en la obra: Pozzo y Lucky (que nada tiene de afortunado). Así fue que un día me propuse leer el libro y así fue como me enteré quién había sido Berkeley, quien además había dado nombre a una ciudad situada al norte de Oakland, ubicada frente a San Francisco; y para nombrar también a uno de los centros educativos más famosos que existen en el mundo. Berkeley ha producido más de diez premios Nobel y una decena de premios Pulitzer; es considerada como una de las seis mejores universidades en el mundo y es reconocida como la primera universidad pública de los Estados Unidos.

 

Con Berkeley (el filósofo) me habría de suceder lo que alguna vez me pasó con Jonathan Swift, pues cuando revisé su biografía: su retrato reflejaba a un individuo que vestía el mismo hábito de los hermanos de la comunidad fundada en Reims por San Juan Bautista De la Salle. Hoy sé que ese atuendo, una sotana negra dotada de un alzacuellos con la forma de una golilla o babero –se llama realmente “rabat”–, no fue algo diseñado por los propios Hermanos Cristianos, sino que fue un hábito que estuvo reservado en el siglo XVII solo para los sacerdotes. Más tarde, y con las debidas dispensas, ese modelo fue adoptado por los hermanos lasallistas. Aquel rabat era, en la práctica, una pieza abreviada de un cuellecillo blanco que en esos tiempos cubría la parte superior de la sotana; el rabat se instalaba en la parte alta del pecho y consistía en dos apéndices blancos rectangulares.

 

Para averiguar el nombre y la simbología del rabat, hice hace pocos días una pequeña excursión a lo que fue “la quinta de los Hermanos” en Conocoto. Utilicé Google Maps para ubicarme y para encontrar el camino más conveniente; la aplicación me llevó desde San Rafael a Capelo y a través de San Pedro de Tabuada; y, desde ahí, y por medio de una diagonal del mismo nombre, hacia el occidente, donde otra flamante vía me condujo hacia el sector de El Deán Alto, esa ruta es conocida como Marquesa de Solanda, quien fuera la esposa del vencedor de la Batalla de Pichincha, y Mariscal de Ayacucho, el general venezolano Antonio José de Sucre.

 

Ahí, en esa vía, unas pocas cuadras antes de tomar hacia el sur en la avenida Abdón Calderón, se puede apreciar una construcción centenaria; el trazado de la calle ha sido alterado para evitar la demolición de aquella joya arquitectónica (hoy "medio renovada" y convertida en centro de recepciones). Es la “Mansión del Deán”, nada menos que la casa de hacienda heredada por Mariana Carcelén de Guevara y Larrea–Zurbano, Marquesa de Solanda y Villarrocha, fugaz esposa y viuda del Gran Mariscal. María Ana había nacido en esa misma casa… 


Vayan a conocerla; los restauradores han hecho lo que han podido… ¡Vayan. No esperen a Godot!


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16 abril 2022

Eso de “reunirse a libar”

Sí, vivimos un tiempo mercurial, cambiante y voluble, y, por sobre todo, incierto y volátil. Si no, miremos al mundo con la pandemia y sus consecuencias; a Europa con su guerra absurda y sus secuelas que conmocionan y afectan a los demás países del globo; a nuestro propio país, con sus políticos mezquinos e ignorantes, con sus sórdidos problemas de inseguridad, quizá insolubles pero siempre apremiantes. Son tiempos tornadizos y ominosos, ellos nos llenan de incertidumbre y confusión. Imposible no preguntarse ¿Quo vadis? ¿Hacia dónde vamos?

 

Me temo, además, que los medios parecen no haber entendido su papel –no se diga su misión-, ya no parece importar la necesidad de educar y orientar a la gente, sino presentar lo que más vende, lo que más conmueve o escandaliza, lo que más impresiona. Yo, como muchos (tal vez la mayoría), he dejado de atender los noticieros, que se han convertido en cruel antología de la crónica roja, en instrumento de publicidad no solo del que más impresiona y espanta, sino de quienes más amedrentan, destruyen la paz social, roban, asesinan y amenazan.

 

Así, una nueva jerga va surgiendo, es como si nuevas palabras se fueran imponiendo, o –quién sabe– viejas voces con sentidos nuevos y no siempre correctos o adecuados. “Libar” es un ejemplo, un verbo que súbitamente fue adquiriendo un sentido figurativo, primero, y luego un concepto ajeno, que solo sugiere o insinúa, que nunca establece un concepto diáfano y claro. Libar no es, en nuestro país, lo mismo que beber licor o tomarse uno o varios tragos. Libar es algo sórdido y delincuencial. Significa instalarse a beber hasta perder el control; pero, además, con un propósito previamente convenido, nunca inocente, siempre non santo. Libar no es compartir unas cervezas con unos amigos, eso solo es un preámbulo y un pretexto, es la antesala y el prolegómeno de lo que intenta hacer el criminal o quien pretende cometer un delito, actuar como forajido, asaltante o sicario. Eso es lo que libar significa para la prensa y otros medios informativos; tiene un sentido indirecto, impreciso, disimulado.

 

Los medios han dado al verbo no solo un sentido peyorativo, han dado al vocablo un sentido oscuro y furtivo. Quiere decir algo que se efectúa en forma cautelosa y solapada. Libar no es solo emborracharse, ni siquiera hasta perder el control; es ejercitar una acción intencional y concertada como acto previo para cometer algo infame e indigno, despreciable y muchas veces trágico. No, libar no es solo reunirse a tomar con los amigos unos pocos, inocuos e inocentes tragos. Decir libar es insinuar algo ignominioso, delictivo y malvado.

 

No estoy seguro qué sentido tiene libar en los países vecinos, pero este no es el sentido recogido en los diccionarios consultados. El diccionario de la Academia dice que libar es lo que hacen las abejas: “sorber suavemente el jugo de las flores”; dice también que es “hacer la libación para el sacrificio o la presentación de ofrendas a los dioses”. Una última acepción expresa: “gustar un licor paladeándolo”. No existe, por tanto, nada pecaminoso, abyecto o malintencionado. Libar equivale a degustar, hacer lo que hacen ciertos insectos y el más pequeño de los pájaros. Quien liba succiona, saborea, prueba con delicadeza el néctar, el concentrado de un sabor, del mismo modo que lo hacen los colibríes o picaflores, nuestros quindes coloridos y mágicos.

 

No hay relación entre los delincuentes y los picaflores, también conocidos como tucusitos, chuparrosas, pájaros mosca o ermitaños. Dice la enciclopedia que forman un conjunto de aves apodiformes endémicas de América y que cuenta con más de 300 especies. El colibrí es un ave capaz de mantenerse suspendida en el aire mientras vuela y liba el néctar de las flores. Para mí que el picaflor, más que inspirar a los cazadores de corazones, es el verdadero arquetipo y paradigma, modelo y precursor de los modernos helicópteros. Pero hay algo más: es aquella su apariencia vistosa, aquella imagen colorida y reluciente, espléndida y admirable. Hoy sé que “el macho es de color verde tornasolado con reflejos azules en la garganta y la cola azul, y que la hembra tiene la garganta y el pecho blancuzcos y el vientre grisáceo”.

 

El colibrí es uno de los pájaros más pequeños del reino animal; es, además, “la única ave polinizadora; la única que posee un pico tan largo y delgado, y que es capaz de volar hacia atrás; es también la que aplica el aleteo más rápido (sus alas atraviesan el aire hasta 55 veces por segundo)”. En cuanto a la palabra “quinde”, este vocablo en su etimología es de origen quichua bajo la denominación «quindi» (o «kinti») que quiere decir eso:  colibrí.


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13 abril 2022

Gentilicios en el castellano

Los antiguos romanos utilizaban ciertas reglas para registrar sus nombres, reglas que hoy nos parecerían un tanto complicadas. Su inscripción daba indicio de si el individuo había sido hijo de ciudadano romano; en cuanto que, para las mujeres se utilizaba un sistema de identificación distinto. Los nobles se distinguían por tener una "tria nomina"; es decir, tres elementos en su nombre: el praenomen o prenombre (el nombre de un antepasado y existía una lista de dieciocho nombres de la que se podía seleccionar el escogido); el nomen o gentilicium, que equivalía al nombre propio; y el cognomen, que era realmente el nombre de familia. Aquel gentilicium venía a ser el nombre del clan o tribu (el gens), que con el tiempo dio origen al uso extendido de la palabra gentilicio.

 

Dice el diccionario de la lengua (RAE), sin embargo, que la palabra “gentilicio” viene del latín gentilitius que, a su vez, proviene de la voz latina gens (clan o tribu como hemos comentado), que correspondía al linaje o estirpe; pudiera decirse que era el equivalente a nuestros modernos apellidos. Pero el vocablo gens era también una manera de designar a otros pueblos, naciones o razas; por ello, el sentido de la palabra gentilicio evolucionó, y también lo hizo en nuestro idioma, para identificar a los originarios de un pueblo, región, país o estado.

 

No existen en el castellano reglas claras y definitivas (incluyentes o excluyentes) a la hora de elaborar los gentilicios, aunque las formas más comunes utilizan de modo preferente diversos sufijos, como: -ano, -co, -ense, -eño, -ero, -és o -ino. Es por esto que parecería existir en ocasiones una cierta arbitrariedad en la determinación de los gentilicios: en España se llama conquenses a los nativos de Cuenca, pero en el Ecuador se los dice cuencanos. Llamamos brasileños a los oriundos de Brasil, pero a veces los llaman brasileros: un día fui testigo de una las más severas reprimendas que puede endilgar un padre a su hijo, cuando enfrente de mucha gente le reprochó que nunca debió haber llamado “brasilianos” a los brasileños.

 

¿Cómo debería decirse: israelita o israelí?, por ejemplo. ¿Catareño o catarí?, ¿singapureño, singapurense, singapuriano o singapurio?, ¿salmantino o salamanqués?... Hay voces que representan a ciudades o países que invitan a la confusión, como Jerusalén o Constantinopla; o ciudades, sobre todo españolas, que propician el uso de un doble gentilicio, como Sevilla, Ávila, Alcalá, Santiago de Compostela o Catalayud. Así decimos sevillano o hispalense, avilés o abulense (sí, y con be labial), alcalaíno o complutense (por Complutum, el nombre romano de Alcalá de Henares), santiagués o compostelano, o bilbilitano al originario de Catalayud (por el nombre romano que antes tuvo la ciudad, Bílbilis). Sin dejar de recordar los gentilicios de dos de las ciudades que he mencionado anteriormente: jerosolimitano y constantinopolitano.

 

Ahora que lo menciono, esta doble manera de identificar a algunas ciudades españolas, debe de estar relacionada con los antiguos nombres que tuvieron esas localidades, los mismos que estuvieron emparentados con el idioma de sus “inquilinos” previos, que fueron quienes las nombraron o rebautizaron. Sus gentilicios son herencia del nombre que tuvieron esos lugares, con apelativos romanos, fenicios o árabes. No de otro modo se entiende que el nombre de una ciudad como César Augusta haya terminado convertido en el más sugestivo de Zaragoza…

 

No es apropiado (no digo que incorrecto), llamar holandés a quien es de Países Bajos; no se debe olvidar que estos constituyen solo la parte europea del reino de Holanda, reino que está conformado además por Aruba, Curazao, San Martín y otros territorios del Caribe. Por ello que a los holandeses europeos es mejor llamarlos con el adjetivo de neerlandeses. Los Países Bajos forman parte de una suerte de consorcio conocido como Benelux, que es un acrónimo que incluye a tres naciones: Bélgica, Netherlands y Luxemburgo. A los belgas septentrionales los llaman flamencos, pero esto nada tiene que ver con los andaluces o sus atuendos y bailes típicos, sino con su pasado: esa zona, conocida como región Flamenca, era parte del condado de Flandes (Flanders, en inglés).

 

Escribo esta entrada a cuento de algo que escucho y leo con frecuencia estos mismos días: el gentilicio de ucranio o ucrania (que son aceptados) en lugar del que parece más adecuado: ucraniano, al hablar de los habitantes o de asuntos relacionados o pertenecientes a Ucrania. Parece más adecuado ucraniano, sobre todo para evitar que se produzca anfibología, es decir un sentido ambiguo o equívoco. Si decimos vocalmente “la paciente ucrania”, no sabemos si nos referimos a una paciente ucraniana o a Ucrania, la paciente. Como se indicaba más arriba, y salvo pocas excepciones, el gentilicio en el castellano se construye utilizando ciertos prefijos. Quizá una de las excepciones sea Argentina cuyo gentilicio es argentino y nunca “argentiniano”…


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11 abril 2022

El “circuito” y su monopolio

En días pasados, intrigado por la ausencia de Phil Mickelson del torneo más importante de golf que existe en el mundo (el Masters es, sin lugar a dudas, el más interesante y prestigioso de los campeonatos del circuito), me enteré de que mi jugador favorito no participaría debido a ciertas discrepancias que habrían surgido con la organización que lo promociona, el PGA Tour (la Asociación de Golf Profesional). Demás está comentar que, lejos de lo que hubiera creído, esta no es –no ha sido– una entidad deportiva que promociona esa querida actividad, sino que más bien funciona como un ente empresarial, con sus reglas propias, que exige que quienes participan en los torneos estén previamente comprometidos con ella; y, no solo eso, sino que, de manera exclusiva.

 

Mickelson es no solo un extraordinario deportista, es un fantástico ser humano; es probable que su forma de ser, ese su caminar de hombre tranquilo y sencillo, y su casi adolescente jovialidad lo conviertan en uno de los golfistas más seguidos y apreciados que existen en el popular circuito. Es más, no solo que ha sido triunfador del Masters en tres ocasiones, y que fue el último ganador de un torneo mayor antes del citado torneo, sino que ha sido, por un lapso de treinta años, uno de los jugadores más icónicos y reconocidos del tour norteamericano; todo esto para no mencionar el aporte profesional que con su formidable habilidad ha favorecido a este prestigioso deporte, no se diga el impulso financiero que su participación ha significado.

 

El zurdo –Lefty, como lo conocen– es no solo un jugador superdotado, es quizás el golfista que más emulación despierta entre los aficionados a este entretenimiento (algunos no están todavía convencidos de que en realidad es un deporte); en efecto, no solo que ha triunfado en más de un medio centenar de eventos, sino que ha resultado vencedor en seis de los torneos conocidos como mayores; esto, además de haber sido el único que ha ganado uno de estos campeonatos después de haber cumplido 50 años de edad. Pudiera decirse que su bonhomía, sonrisa y manera de comportarse son todo un emblemático paradigma de lo que debería representar el PGA Tour.

 

Cierto es que gracias al PGA ha engrosado en forma incalculable su cuenta bancaria; cierto también que sin participar en esos torneos sus ganancias hubieran resultado irrisorias; pero también es cierto que sin aportes como el suyo el desarrollo y prestigio del PGA hubiesen sido menores. Tampoco se puede dejar de considerar que gran parte de sus ingresos no los debe a sus ganancias deportivas, sino a sus auspicios comerciales y, sobre todo, a una administración muy productiva de su imagen de caballero gentil y jugador ejemplar. A pesar de todo ello, y como a muchos nos ha pasado en la vida, Phil Mickelson ha empezado a pensar que su trayectoria no está teniendo el reconocimiento adecuado por parte del Tour que lo cobija; ha llegado a una edad en que no solo ya no se reconocen sus pasados logros, sino que los que ganan con más frecuencia son los más jóvenes del circuito.

 

¿Pero, qué es lo que ha pasado, qué ha sucedido con Phil? El jugador supuestamente ha estado en conversaciones, ha sido propuesto por un grupo árabe interesado en formar una liga de campeones, con el propósito de montar un espectáculo paralelo. Esto no quiere decir –por lo menos, no todavía– que exista un compromiso del jugador para abandonar, y menos aún para perjudicar al PGA, o para colaborar con lo que se consideraría como una competencia “desleal”. Es evidente que alguien habría alertado de que se hubieran dado esas conversaciones y Phil no ha negado que le habrían propuesto considerar esa posibilidad. Ha aprovechado, sí, para confesar sus inquietudes y frustraciones; y ha comentado que si lo habría considerado es porque la entidad funciona en forma un tanto autoritaria y no reconoce debidamente a sus jugadores.

 

No es coincidencia, pero la situación de este jugador –un fuera de serie– es similar a lo que estuvo sucediendo hace no mucho con la élite de los equipos del fútbol europeo. Estos no están en desacuerdo con que se siga estimulando, y aún favoreciendo a los clubes chicos, pero han empezado a sentir que su propio reconocimiento no es proporcional a las inversiones que han realizado. Conjeturo que Phil (como algunos otros) considera que, una vez que se cumplan ciertos requisitos (tiempo en la organización, por ejemplo) debería existir una mayor libertad para adquirir otros compromisos, así como un mejor reconocimiento económico para los jugadores veteranos en base no solo a su desempeño sino a sus pasados méritos. Por ahora, Phil ha pedido un poco de tiempo para “poner en orden sus ideas” y no tener que enfrentar lo que se pudiera llamar “la hipocresía de los advenedizos”. 

 

Lo cierto es que, como a menudo sucede en estas ocasiones, se dicen cosas que se hubiera preferido no decir y, como ya lo dijo un recordado presidente: “las palabras a veces van más allá de los conceptos”…


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08 abril 2022

De patuleas y patulecos

“No sé cómo los rebajados medios de comunicación dedican páginas y horas a esta patulea de vagos pueriles y jactanciosos, incapacitados para conducir un país”. Javier Marías. El País, 5 de marzo de 2022.

 

Eso que Marías llama una “patulea” para designar a un grupo de gente incivil, avariciosa, ágrafa y cínica, que conforma el cuerpo legislativo de su país (allá como aquí, siempre hay cabida para honrosas excepciones), no es sino un término más que se inscribe en esa suerte de campeonato de insultos, diatribas y más denuestos a que se han hecho acreedores estos mal llamados legisladores cuya dudosa estirpe domina el protagonismo político de nuestros países. Conforman, en efecto, un “conjunto de personas despreciables” como lo define el DLE.

 

Pero referirse a estos cómicos personajes (de nuevo, solo hablamos de la mayoría) no requiere que participemos en un improbable torneo de invectivas. Ahí están ellos para auto-dedicarse agravios y vituperios. Aun si no lo hacen, su menos que mediocre actuación no solo que los caricaturiza, sino que con exceso de fidelidad los refleja. Basta escuchar su cansina tautología para reconocer que, cualquier cosa que digan (o, que hayan intentado decir) se convierte por sí sola en el más prosaico testimonio, no solo de la real dimensión de su capacidad expresiva, sino que se traduce, por sí misma, en oprobio, mofa y ultraje.

 

Una noche -hace muchas lunas- conversábamos con un grupo de amigos acerca de este inaceptable y repetitivo tema (bien sabemos que lo realmente repetitivo, y lamentable, es que sigamos eligiendo a esta caterva de gente incompetente); de pronto, uno de mis hermanos narró el inesperado contrapunto verbal entre dos legisladores a quienes la prensa se había (mal) acostumbrado a distinguir (con el sentido de diferenciar) utilizando el inapropiado título de “honorables”. Contaba mi hermano, del cruce verbal entre dos diputados, cuando, finalizado el inopinado intercambio de emponzoñados escarnios y afrentas, el acusador habría concluido su zarabanda de dicterios endilgando al otro el más impensado insulto: “¡Liborio!”, le habría gritado. Para mí que, ya consultado, este pasaría a convertirse, no solo en el más inocuo de los denuestos, sino en pieza para la antología del disparate.

 

Demás está comentar que cuando llegué a casa y acudí al diccionario, para revisar la acepción de la potencial afrenta, me topé con esta inesperada respuesta: “el vocablo consultado no existe, la entrada que se muestra a continuación podría estar relacionada: ciborio”. Creí entonces que había escuchado mal, pero al consultar ciborio, caí en cuenta que la voz significaba copón para beber o artilugio que corona un altar o tabernáculo…

 

No me habría quedado más recurso que acudir a la enciclopedia, solo para enterarme que el tal Liborio (así, con mayúscula inicial) no era ningún vituperio, sino que -¿quién lo hubiera pensado?- era un nombre del santoral. ¿A quién, en sus cinco sentidos, pudiera ocurrírsele gritar a otro, por feo nombre que sea, un insulto en la forma de un nombre propio, como ¡Rudecindo o Marcelo!, ¡Rodrigo o Pancracio!? Pero no, Liborio no era una refinada ofensa, era un nombre, poco conocido pero nombre propio; hasta parece que había un hospital público en algún lugar que obedecía al nombre de Liborio Panchana Sotomayor, en honor -supongo- de algún médico reconocido por sus virtudes sociales, un personaje relevante, un ciudadano destacado. Liborio parece ser nombre de origen italiano, que tendría relación con “liberto” , o libre, y que querría decir independiente, redimido o emancipado.

 

En fin, son los calificativos a que se hacen acreedores estos “guacharnacos”, como –con acre ironía– algún mordaz y conspicuo político un día los llamó. O, como un viejo conocido colega solía decir: “no son sino unos patulecos”, palabra que no es ningún quiteñismo. No, no es voz vernácula. Es lo que se dice de una persona que tiene algún defecto físico en los pies o en las piernas, pero se utiliza para designar a alguien que tiene -figurativamente- un andar sinuoso, desviado o escaqueado… Ellos no están ahí con el propósito de defender algún interés nacional, ni siquiera el de quienes les han votado con la intención de que representen sus aspiraciones y necesidades; el suyo es un afán cicatero, avaricioso y mezquino, el puro deseo de aportar a intenciones oscuras y aprovechar de la circunstancia para alimentar sus insaciables faltriqueras. Sí, ¡solo son una sarta de incompetentes y aprovechados!


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05 abril 2022

La dama de blanco

Gente de toda condición es susceptible a creer en fantasmas y aparecidos, a dejarse influir y aun intimidar por historias de duendes  e inimaginables creencias. Una de ellas es la nocturna presentación del espectro ambulante de una dama que viste un difuminado traje blanco. Ella se desplaza por desolados e imprevistos rincones. A fe mía que, con sus respectivas variaciones, la creencia es casi universal. Para algunos se trata de una leyenda europea, surgida en algún pueblo eslavo o quizá en la Bohemia; la he escuchado incluso en tierras aztecas y en el Brasil, siempre se relaciona con el errante espíritu de una pobre mujer desesperada que ha muerto en confusas y trágicas circunstancias, es una dama trashumante que no ha logrado asegurar la paz de su alma. 
Estas siniestras alegorías casi siempre están signadas por la impronta del estupro, el adulterio o el crimen pasional. El temor a encontrase con la dama de blanco constituye aviso y amenaza de un conjuro fatídico. Desconozco si el mito es también común en nuestras tierras, pero su alusión no fue infrecuente entre los cuentos familiares que se narraban vocalmente en nuestra infancia. Cuando se hablaba de espectros noctámbulos, cucos y aparecidos, nunca se dejaba de mencionar a una doncella vestida de blanco y nupcial ajuar que se habría cruzado con nuestras propias tías en el oscuro descanso de la escalera. Comentaban que mientras ellas subían, ella desplazaba su albo velo de tul sin rozar la sustancia material de la grada… 
En cuanto a mis propios y trasnochados temores, sería en mi primer vuelo a la isla Norte de ese sorprendente país que es Nueva Zelanda, que exorcicé, en un solo viaje, mis recuerdos de aquella nunca olvidada fábula. Fue en ese vuelo a Auckland, volando el inolvidable 747-400, que tuve oportunidad de conocer a la auténtica y nada fantasmal “White Lady”, una que habría de mitigar mi hambre cuando se producían demoras en las llegadas... La Dama de Blanco neozelandesa era un negocio de hamburguesas, abierto de siete de la tarde a cuatro de la madrugada; era un enorme remolcador del tamaño de un autobús, adaptado para preparar y vender emparedados de carne especial, los más suculentos y sabrosos que haya probado jamás en mi vida. El “camper” estaba autorizado para estacionar junto a la vereda, era toda una institución culinaria en pleno centro de Auckland. 
Fue al día siguiente de aquella vez, cuando el copiloto me había llevado a conocer el adictivo establecimiento, que me llamó a media mañana para pedirme que le acompañe a Rotorúa. “¿Qué es eso?”, le indagué; “¡No me digas que vamos a la sucursal de la Dama Blanca, le embromé”. “No –me dijo– , el sitio está a unas dos horas de aquí, es un pueblito que está junto al lago del mismo nombre, el lugar es importante por ser la cuna de una “aviatriz” tan famosa como las pioneras Amy Johnson o Amelia Earhart”. “Te va a encantar el viaje –me animó–; ahí, en Rotorúa, está el santuario donde ella nació. Es venerada en este país. Su nombre era Jane Gardner Batten, pero fue mejor conocida como Jean Batten. Así que, ¡anímate!. Deja ya las cobijas y vamos a echar un vistazo”.
Realmente tuvimos un viaje inolvidable. Hicimos una parada “técnica” para degustar unos vinos y continuamos hacia nuestro destino. Llegamos a orillas del lago para el almuerzo, tal como mi compañero lo había prometido. “Podemos fingir que se llamaba “La Dama de la Bufanda Blanca”, comentó, mientras me enumeraba las hazañas de esa mujer piloto, nacida en 1909, que había roto algunos récords aéreos internacionales mucho antes de la II Guerra Mundial. Batten había volado sola entre Inglaterra y Australia y superado la marca anterior en su tercer intento; asimismo, habría completado un primer viaje de regreso, haciéndolo en el mismo avión. Hizo también un primer vuelo sola entre Londres y Nueva Zelanda. Más tarde, siempre volando sola y en un avión monomotor, habría cubierto el primer vuelo desde Inglaterra a Brasil, convirtiéndose así en la primera piloto en cruzar el Atlántico Meridional.
Hacia el final de su vida, Jean Batten se había radicado en Europa. Por un tiempo, habría vivido en las islas Canarias y más tarde en Palma de Mallorca. Cuentan que, con el paso de los años, se habría vuelto retraída, esquiva y algo ermitaña. Ahí, en las Baleares, habría sufrido la mordedura de un mastín callejero; la herida no habría sido atendida con oportunidad y la infección le habría producido una complicación que ya no pudieron superar los facultativos. Nadie sabía quién era la accidentada; ni pudo, por lo mismo, comunicar del deceso a sus familiares. Habría sido enterrada en un féretro sin marcar o, quién sabe, si identificada con otro apellido. Dicen que la habrían inhumado en una fosa común. Ese sería el increíble y triste final de quien inspiró a muchas otras mujeres a “tomar la cabrilla”.


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01 abril 2022

Érase una vez un mar…

Hace mucho, mucho tiempo, había una vez un mar que tenía nombre de mujer y se llamaba Panonia. Panonia se sentía un poco sola y aislada, estaba en Europa Central y un buen día, hace ya dos millones y medio de años, empezó a perder nivel y a secarse paulatinamente… Esta cláusula equivaldría a poco más de cien veces del tiempo transcurrido desde que un filósofo griego llamado Aristocles (427–347 a.C.), y apodado Platón por sus anchas espaldas, había fundado la Academia; y quizá unas diez, desde que el hombre inició su bipedación y decidió emigrar y dejar el África. Ahí estaba el mar, cercado hacia occidente por los Alpes, al sur por los Alpes Dináricos y los Balcanes, y al norte y oriente por los Cárpatos. Con el tiempo, el mar se convirtió en una feraz llanura y en uno de los más fértiles graneros de Europa. Así, también, poco a poco se fue poblando.

 

Pasado el tiempo, Panonia –o el mar Panonio– se convirtió en la llanura panónica y llegó a ser la patria de los indómitos y altivos magiares. Hasta el final de la I Guerra Mundial, cuando se firmó el Tratado de Trianón, Hungría, el estado que lo ocupaba en casi su totalidad, tenía una extensión equivalente a la actual del Ecuador; entonces era una potencia regional, pero los daños colaterales del conflicto le hicieron perder un setenta por ciento de su territorio. Hoy la extensión de Hungría no llega a cien mil kilómetros cuadrados. Lejos de lo que se puede creer, su idioma no es una lengua eslava; es más, no es siquiera un idioma indoeuropeo, es ugrofinés y constituye la lengua no indoeuropea con más hablantes que existe en Europa.

 

En tiempos del Imperio Romano, Hungría habría sido parte de las provincias de Panonia y de Dacia; en esta última compartía territorio con Rumania, pueblo que hablaba un dialecto derivado del latín vulgar. Hungría habría sido conocida por un tiempo como “Pascua Romanorum” (o pastos de los romanos). La zona sería conquistada por los hunos; y más tarde por una confederación de tribus con carácter hereditario, cuyo jefe habría sido conocido como “El diez flechas”, On-Ogur en el idioma que se hablaba en la llanura; esto daría lugar a llamar a la zona como “tierra de los húngaros”. Actualmente, ni húngaros ni rumanos hablan una lengua eslava; ocupan una ancha franja que va desde Austria hasta el mar Negro, a ambos lados se hablan únicamente idiomas relacionados con el eslavo.  

 

En Europa, en la actualidad, se hablan exclusivamente lenguas indoeuropeas con la sola excepción de Hungría y Finlandia (húngaro y finés). Un capítulo aparte merece el euskera o vascuence que se habla en el país vasco y que, por lo que se sabe, no está emparentado con ningún grupo lingüístico conocido; en la práctica, el vasco es una curiosidad que siempre ha fascinado no solo a los lingüistas sino también a los antropólogos. En cuanto a las principales lenguas indoeuropeas que se hablan en Europa, estas están repartidas en los siguientes grupos: báltico, eslavo, germánico, helénico e itálico (las lenguas del romance); en Asia, se hablan desde el sureste de Turquía hasta Bangladesh, pasando por Armenia, norte de Irak, Irán (el persa), Afganistán, Pakistán y la India. Hay alrededor de 150 idiomas indoeuropeos, con algo más de tres mil millones de hablantes.

 

Cuando los filólogos buscan similitudes entre los diferentes idiomas, no solo comparan la apariencia fonética sino otros aspectos gramaticales como el uso del género, el modo de construir el plural o la forma de conjugar los verbos. Uno de los primeros lingüistas preocupado por encontrar una identidad en el grupo indoeuropeo habría sido un jesuita, Gaston-Laurent Coeurdoux, quien habría vivido en la India hacia la segunda mitad del siglo XVIII y habría encontrado sorprendentes parecidos entre el sánscrito, el latín y el griego; y, además, entre diferentes idiomas europeos. Por un tiempo se habría creído que el sánscrito era el idioma germinal de las demás lenguas; sin embargo, posteriores estudios habrían llevado a concluir que se trataría más bien de otra lengua, una hablada en una zona ubicada hacia el norte del Cáucaso, entre los mares Caspio y Negro: esta sería considerada el proto-indoeuropeo.

 

Antes de Coeurdoux, hacia la primera mitad del siglo XVII, un neerlandés de nombre Marcus Zuerius van Boxhorn, habría sido el primero en reconocer una identidad entre las lenguas que más tarde se conocieron como indoeuropeas; van Boxhorn las habría llamado escitas o “escito-sármatas” y las habría encontrado repartidas en un amplio espectro ubicado entre Europa y Asia. Era un tiempo en que todavía se creía, por efecto del influjo bíblico, que el hebreo podría ser el idioma más antiguo del mundo. Luego de lo desarrollado por Coeurdoux, sus estudios habrían de ser continuados por otro filólogo, el inglés William Jones, quien había vivido en Calcuta y se había dado a la tarea de comparar las lenguas y de clasificarlas en forma sistemática.

 

Parece un cuento pero es la pura realidad, y para mí que una historia fascinante.


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